5

RÍO ARRIBA

Robo con violencia: justo lo que necesitas para una desapacible mañana de jueves. La víctima estaba en el hospital, con la cabeza vendada y el rostro amoratado. Rebus había hablado con ella y ahora estaba en la casa asaltada, en Jock’s Lodge, supervisando el espolvoreado en busca de huellas dactilares y tomando declaraciones. Entonces recibió el aviso desde Great London Road. La llamada era de Brian Holmes.

—¿Sí, Brian?

—Ha habido otro ahogamiento.

—¿Ahogamiento?

—Otro cadáver en el río.

—¡Oh, Dios! ¿Dónde ha sido esta vez?

—Fuera de la ciudad, hacia Queensferry. Otra mujer. La encontró esta mañana alguien que salió a caminar. —Hizo una pausa cuando alguien le entregó algo. Rebus oyó murmurar un «gracias» cuando la persona se marchaba—. Podría ser nuestro señor Glass, ¿no? —añadió Holmes, que hizo otra pausa para beber un sorbo de café—. Esperábamos que se quedase en la ciudad, pero es muy probable que fuese hacia el norte. Queensferry no está tan lejos y casi todo el camino es por campo abierto, bien apartado de las carreteras donde le podrían haber visto. Si yo tuviese que huir, pillaría ese camino…

Sí, Rebus conocía la zona. ¿No había estado allí el otro día? Tranquilas carreteras secundarias, sin coches, nadie a la vista… un momento, había un arroyo —no, mejor dicho, un río— que pasaba por la casa de Kinnoul.

—Brian… —comenzó.

—Y otra cosa —le interrumpió Holmes—. La mujer que encontró el cadáver… adivina quién era.

—Cathy Gow —dijo Rebus con toda naturalidad.

Holmes pareció intrigado.

—¿Quién? En cualquier caso, no. Fue la esposa de Rab Kinnoul. Ya sabes, Rab Kinnoul… el actor. ¿Quién es esta Cathy Gow…?

Estaba colina arriba desde la casa de Kinnoul, siguiendo su curso por el costado. No quedaba muy lejos para un paseo, pero el campo crecía, todavía más desolado. A cuarenta metros de la rápida corriente del río había un camino angosto que llevaba a una carretera más ancha que serpenteaba hacia la costa. Para que alguien llegase aquí, tenía que pasar por delante de la casa de Kinnoul; o, si no, bajar desde la carretera.

—¿Ninguna señal de un coche? —le preguntó Rebus a Holmes. Ambos se habían cerrado las cremalleras de las cazadoras para protegerse del fuerte viento y algún chubasco ocasional.

—¿Algún coche en particular? —preguntó Holmes—. La carretera es de asfalto. Yo mismo le eché una ojeada. No hay huellas de neumáticos.

—¿Adónde lleva?

—Acaba en el sendero de una granja. Y luego… ¡sorpresa, sorpresa!… en la granja. —Holmes balanceaba el peso de un pie al otro, en un vano intento de mantenerse caliente.

—Será mejor visitar la granja y ver…

—Alguien ya está haciendo precisamente eso.

Rebus asintió. Holmes conocía muy bien esta rutina: él hacía algo y Rebus lo comprobaba.

—¿La señora Kinnoul?

—Está en la casa con una agente que le preparó un té.

—No la dejes tomar muchos sedantes. Necesitaremos una declaración.

Holmes lo miró desconcertado hasta que Rebus le habló de su anterior visita.

—¿Qué pasa con el señor Kinnoul?

—Se fue a primera hora de la mañana. De ahí que la señora saliera a dar un paseo. Dijo que siempre da un paseo por la mañana cuando está sola.

—¿Sabemos adónde fue?

Holmes se encogió de hombros.

—Un asunto de negocios, es todo lo que ella nos pudo decir. No sabe dónde o cuánto tiempo estará fuera. Pero dice que debería estar de vuelta a primera hora de esta noche.

Rebus asintió de nuevo. Estaban en la orilla, cerca del camino. Los demás estaban abajo, en el río. El caudal había crecido después de las lluvias recientes. Tenía el ancho y la profundidad suficiente para ser clasificado como río más que como arroyo. Los demás eran los agentes, que llevaban botas de agua y sumergían los brazos en el agua helada en busca de pruebas que hacía mucho que habían sido arrastradas; los hombres del forense, que se inclinaban sobre el cuerpo; la unidad de identificación, que también rondaba la zona equipada con cámaras y equipos de vídeo; y el doctor Curt, vestido con una larga gabardina de cuello subido que aleteaba. Caminó hacia Rebus y Holmes. Canturreaba mientras lo hacía.

—Cuándo nos volveremos a encontrar los tres… maldito brezo… Buenos días, inspector.

—Buenos días, doctor Curt. ¿Qué tiene para nosotros?

Curt se quitó las gafas y secó las salpicaduras de agua en los cristales.

—No me extrañaría que una pulmonía doble —respondió, y se caló las gafas.

—¿Accidente, suicidio, o asesinato? —preguntó Rebus.

Curt rechistó y sacudió la cabeza, apenado.

—Ya sabe que no puedo tomar decisiones instantáneas, inspector. Admito que esta pobre mujer no ha estado tanto tiempo en el agua como la anterior, pero así y todo…

—¿Cuánto tiempo?

—Un día como mucho. Pero con el peso del agua, los desechos flotantes y demás… ha recibido unos cuantos golpes. En realidad ha sido una suerte que la encontraran.

—¿A qué se refiere?

—¿El sargento no se lo dijo? Se le enganchó la muñeca en una rama. De lo contrario, casi seguro que hubiese sido arrastrada río abajo hasta el mar.

Rebus pensó en la dirección del río que pasaba por unas pocas casas… sí, un cuerpo caído aquí, bien podría desaparecer sin dejar rastro…

—¿Alguna idea de quién es?

—Ninguna identificación en el cuerpo. Pero tiene muchos anillos en los dedos. Y lleva un vestido muy bonito. ¿Quiere echar un vistazo?

—Por qué no, ¿eh? Vamos, Brian.

Pero Brian no se movió.

—Ya eché un vistazo antes, señor. Pero eso no impide que usted…

Así que Rebus siguió al patólogo ladera abajo. Estaba pensando: «Es difícil traer un cadáver hasta aquí abajo… pero siempre podías hacerle rodar desde lo alto… sí, rodar… oír el chapoteo y suponer que había caído al río… quizá no sabía que la muñeca se había enganchado en una rama. Pero para traer el cuerpo hasta aquí arriba —muerto o vivo— sin duda necesitabas un coche. ¿Sería William Glass capaz de robar un coche? ¿Por qué no? Todo el mundo sabía hoy en día. Los alumnos de primaria podían enseñarte a hacerlo».

—Como he dicho —continuó Curt—, acabó un poco golpeada… no puedo decir todavía si fue post o ante mórtem. ¡Ah!, en cuanto al otro ahogamiento en el puente Dean…

—¿Sí?

—Un coito reciente. Rastros de semen en la vagina. Tendríamos que conseguir un perfil de ADN. ¡Ah!, ya está…

El cuerpo estaba acostado en una sábana de plástico. Sí, era un bonito vestido, elegante, veraniego, aunque roto y manchado de barro. El rostro también estaba enfangado… cortado… e hinchado… el cabello, echado hacia atrás, y parte del cráneo, a la vista. Rebus tragó saliva. ¿Se lo había esperado? No estaba seguro. Pero las fotografías que había visto le convencieron mentalmente.

—Sé quién es —dijo.

—¿Qué? Hasta los forenses lo miraron incrédulos. La escena debió de alertar a Brian Holmes, porque se apresuró a bajar la ladera para unirse a ellos.

—Digo que sé quién es. Al menos, creo saberlo. No, estoy seguro. Su nombre es Elizabeth Jack. Sus amigos la llaman Liz o Lizzie. Ella está… estaba casada con Gregor Jack, el diputado.

—¡Dios bendito! —exclamó el doctor Curt. Rebus miró a Holmes, y Holmes le devolvió la mirada y ninguno de los dos supo qué decir.

Había más detalles para identificarla, por supuesto. Muchos más. La muerte desde luego era sospechosa, pero eso tenía que decidirlo oficialmente el caballero de la oficina del Procurador Fiscal, que ahora hablaba con el doctor Curt y asentía con gravedad mientras Curt hacía aspavientos de italiano excitado. Estaba explicando —explicando incansablemente, explicando por enésima vez— los movimientos de las diatomeas dentro del cuerpo, al tiempo que se ponía cada vez más pálido.

La unidad de identificación todavía hacía fotos, filmaba y limpiaba las lentes de las cámaras cada treinta segundos. La lluvia se había intensificado, el cielo era de un color gris negro ininterrumpido. El procurador fiscal dijo que era necesaria una autopsia. El cadáver sería transportado a la morgue en Cowgate, en Edimburgo, y allí tendría lugar la identificación formal, en la que participarían dos personas que conocieran a la muerta en vida y dos agentes de policía que la hubiesen conocido muerta. Si no era Elizabeth Jack, Rebus estaría con la mierda hasta el cuello. Mientras observaba cómo se llevaban el cadáver, Rebus estornudó disimuladamente. Quizás el diagnóstico de neumonía del doctor Curt era correcto. Sabía adónde tenía que ir: a la casa de los Kinnoul. Con un poco de suerte encontraría una taza de té caliente. El equipo forense se apretujó empapado en su coche y se dirigió a la jefatura de policía, en Fettes.

—Vamos, Brian —dijo Rebus—, veamos cómo está la señora Kinnoul.

Cath Kinnoul estaba en estado de shock. Había pasado un doctor, pero cuando llegaron Rebus y Holmes, ya se había marchado. Se quitaron las cazadoras empapadas en el vestíbulo, mientras Rebus hablaba en voz baja con la agente.

—¿Alguna noticia del marido?

—No, señor.

—¿Cómo está ella?

—Atontada.

Rebus intentó parecer desconsolado. No le resultó difícil. La agente le leyó el pensamiento y sonrió.

—¿Qué le parece si preparo un poco de té?

—Cualquier cosa caliente me vendría de perlas, créame.

Cath Kinnoul estaba sentada en una de las grandes butacas en la sala de estar. La butaca la estaba engullendo. La señora Kinnoul parecía tener la mitad del tamaño y una cuarta parte de la edad que tenía cuando Rebus la vio por última vez.

—Hola, otra vez —dijo él, con una falsa alegría.

—¿El inspector… Rebus?

—Así es. Él es el sargento Holmes. Nada de bromas, por favor, ya las ha oído todas, ¿no es así, sargento?

Holmes vio que estaban interpretando el dúo cómico, intentando devolver un poco de vida a la señora Kinnoul. Asintió, animoso. De hecho, miraba alrededor con anhelo, con la ilusión de encontrar un fuego de leña o de carbón. Pero ni siquiera había un fuego de gas para que se pusiese delante. En cambio, había una estufa eléctrica que apenas irradiaba calor, y dos radiadores. Se colocó delante de uno de ellos y se despegó los pantalones de las piernas. Fingió admirar las fotos en la pared que tenía delante. Rab Kinnoul con un actor de televisión… con un comediante de televisión… con el presentador de un programa de entretenimiento…

—Mi esposo —explicó la señora Kinnoul—. Trabaja en televisión.

—¿Alguna idea de dónde está, señora Kinnoul? —preguntó Rebus.

—No —respondió ella en voz baja—, ni idea.

Dos testigos que hubiesen conocido a la difunta viva… bueno, pensó Rebus, podías tachar a Cathy Kinnoul. Se derrumbaría cuando supiera que era Liz Jack la que estaba afuera. Ni pensar que identificase el cadáver. Ahora mismo alguien estaba intentando ponerse en contacto con Gregor Jack. Y Jack, sin duda, se presentaría en la morgue con Ian Urquhart o Helen Greig. Cualquiera de los dos serviría para el segundo asentimiento. No era necesario molestar a Cathy Kinnoul.

—Está empapado —dijo ella—. ¿Quiere beber algo?

—La agente está haciendo té… —Pero, mientras hablaba, Rebus comprendió que le sugería otra cosa—. Un trago de algo más fuerte no me vendría mal, si no es mucha molestia.

Ella hizo un gesto hacia un armario.

—El segundo de la derecha. Sírvase usted mismo.

Rebus pensó en sugerirle que se uniese a ellos. Pero ¿qué pasaba con las pastillas que le había dado el doctor? ¿Qué píldoras habría tomado por su cuenta? Sirvió Glenmorangie en dos copas altas y le dio una a Holmes, que se había puesto cómodo delante de un radiador.

—Ten cuidado, no empieces a humear —le murmuró Rebus. En ese momento, apareció la agente, con la bandeja del té. Vio el whisky y casi frunció el entrecejo.

—Por nosotros —dijo Rebus, y se bebió la copa de un trago.

En la morgue, Gregor Jack apenas reconoció a Rebus. Jack había participado en su reunión semanal con los votantes de su circunscripción, le explicó Ian Urquhart a Rebus con un susurro cómplice. Se celebraba normalmente los viernes, pero este viernes uno de los diputados presentaba un proyecto de ley en los Comunes, y Gregor Jack quería participar en el debate. Como Gregor estaba en la circunscripción el miércoles, decidieron hacer la reunión el jueves y dejar el viernes libre.

Mientras escuchaba todo esto en silencio, Rebus pensaba: «¿Por qué me estás contando todo esto?». Pero Urquhart parecía muy nervioso y sentía la necesidad de hablar. Las morgues podían tener ese efecto, no importaba que a tu patrón se le amontonaran los escándalos. No importaba que tu trabajo estuviera poniéndose más difícil que nunca.

—¿Qué tal la partida de golf? —le preguntó Rebus.

—¿Qué partida de golf?

—La de ayer.

—¡Ah! —Urquhart asintió—. Se refiere a la partida de Gregor. No lo sé. Todavía no se lo he preguntado.

Así que Urquhart no había participado. Hizo una pausa tan larga que Rebus creyó que había llegado a un punto muerto, pero la necesidad de hablar era demasiado grande.

—Es una fecha habitual —continuó Urquhart—. Gregor y Ronnie Steele. Casi todos los miércoles por la tarde.

—¡Ah! Suey. El señor «me gustaría ser un adolescente suicida».

Rebus intentó que su siguiente pregunta sonase como una broma.

—¿Es que Gregor nunca trabaja?

Urquhart le miró asombrado.

—Siempre está trabajando. La partida de golf… es el único tiempo libre que se permite, que yo sepa.

—Pero no parece que esté en Londres muy a menudo.

—¡Ah!, bueno, la circunscripción es lo primero, es su estilo.

—¿Ocúpate de la gente que te ha votado y ellos se preocuparán por ti?

—Algo así —aceptó Urquhart. No había más tiempo para la conversación. La identificación estaba a punto de comenzar. Si Gregor Jack estaba mal antes de ver el cuerpo, después de verlo parecía una muñeca destripada.

—¡Oh, Dios!, ese vestido… —Estaba a punto de desplomarse, pero Ian Urquhart lo sujetaba con fuerza.

—Si quiere mirar el rostro… —dijo alguien—. Necesitamos estar seguros…

Todos lo miraron. «Sí», pensó Rebus, «es la persona que vi junto al arroyo».

—Sí —dijo Gregor Jack con voz temblorosa—, es mi… es Liz.

Rebus soltó un suspiro de alivio.

Lo que nadie había esperado, lo que nadie había considerado de verdad, era a sir Hugh Ferrie.

—Digamos —comentó el comisario Watson— que está metiendo cierta cantidad… de presión.

Como siempre, Rebus no pudo contener la lengua.

—¡No hay dónde meter presión! ¿Qué se supone que debemos hacer que ya no estemos haciendo?

—Sir Hugh considera que ya deberíamos haber capturado a William Glass.

—Pero si ni siquiera sabemos…

—Bien, todos sabemos que sir Hugh puede ser un exaltado. Pero tiene razón en…

«Esto significaba», pensó Rebus, «que tenía amigos en los altos mandos».

—Él tiene sus motivos —continuó Watson— y nosotros estaríamos mejor sin el interés de los medios, que está a punto de estallar. Lo único que digo es que deberíamos darle a la investigación un empujón donde y cuando se pueda. Detengamos a Glass, asegurémonos que mantenemos a todos informados y consigamos el informe de la autopsia lo más pronto que sea humanamente posible.

—No es fácil con un ahogamiento.

—John, tú conoces al doctor Curt bastante bien, ¿no?

—Nos llamamos por el apellido.

—¿Qué pasa si le das un empujoncito más?

—¿Qué pasa si él me devuelve el empujón, señor?

Watson puso cara de tío bondadoso que de pronto se cansa de su sobrino precoz.

—Le empujas más fuerte. Sé que está ocupado. Sé que tiene que dictar clases y hacer trabajo universitario. Dios sabe qué más. Pero cuanto más tardemos, más especulaciones mediáticas habrá. Ve a hablar con él, ¿eh? Y asegúrate de que recibe el mensaje.

¿Mensaje? ¿Qué mensaje? El doctor Curt le dijo a Rebus lo que siempre le decía. No pueden meterme prisa… un asunto delicado, distinguir entre un ahogamiento y una mera inmersión… la reputación profesional… no puedo cometer errores… más prisa, menos velocidad… la paciencia es una virtud… muchas gotas hacen un charco…

Todo esto, dicho entre citas en el despacho del doctor en Teviot Place. El departamento de Patología Forense dividía sus lealtades entre la facultad de Medicina y la facultad de Derecho, y tenía sus oficinas dentro de la escuela universitaria de medicina en Teviot Place. Algo que a Rebus le parecía del todo natural. No quieres que tus estudiantes de derecho empresarial se mezclen con personas que se ocupan de los cadáveres…

—Diatomeas… —decía el doctor Curt—. Piel de lavandera… espuma con sangre… pulmones distendidos…

Ahora era casi una letanía y ninguna le hacía avanzar. Pruebas de tejidos… exámenes… diatomeas… toxicología… fracturas… diatomeas… Realmente, a Curt estas últimas diminutas algas le obsesionaban.

—Algas unicelulares —le corrigió él.

Rebus aceptó la corrección con una inclinación de cabeza.

—Bien —dijo, y se levantó—, todo lo rápido que pueda, ¿eh, doctor? Si no me encuentra en la oficina, siempre puede encontrarme en el móvil unicelular.

—Todo lo rápido que pueda —asintió el doctor Curt. Y se rio. Él también se levantó—. ¡Ah!, una cosa que le puedo decir ahora mismo. —Abrió la puerta del despacho para que Rebus saliera.

—¿Sí?

—La señora Jack estaba depilada. No había manera de sujetarla por el vello púbico…

Como Teviot Place no estaba lejos de Buccleuch Street, Rebus pensó en ir hasta Suey Books. No es que esperase encontrar a Ronald Steele, pues Ronald Steele era un hombre difícil de encontrar. Ocupado entre bambalinas, ocupado fuera de la vista. La librería estaba abierta, y la desvencijada bicicleta, ataca con un candado afuera. Rebus abrió la puerta con desconfianza.

—No pasa nada —dijo una voz desde el fondo del local—. Rasputín ha salido a dar una vuelta.

Rebus cerró la puerta y se acercó al escritorio. La misma muchacha estaba sentada allí y seguía escribiendo los precios de los libros. Ya no quedaba lugar en las estanterías para más libros. Rebus se preguntó dónde irían los títulos nuevos.

—¿Cómo supo que era yo? —preguntó.

—Esa ventana. —Señaló hacia el frente del local—. Parece sucia desde fuera, pero se ve con toda claridad. Como uno de esos espejos de doble dirección.

Rebus miró. Sí, como el local era más oscuro que la calle podías ver el exterior sin problemas; en cambio, el interior no podía verse desde fuera.

—Ni rastro de sus libros, si es lo que se está preguntando.

Rebus asintió sin prisa. No era, precisamente, lo que se estaba preguntando…

—Y Ronald, ¿está aquí? —Ella consultó el enorme dial de su reloj de pulsera—. Tendría que haber llegado hace media hora. Algo ha tenido que demorarle.

Rebus continuó asintiendo. Steele le había dicho el nombre de la muchacha. ¿Cuál era…?

—¿Estuvo aquí ayer?

Ella sacudió la cabeza.

—Cerramos. Todo el día. Yo no me sentía bien, no pude venir. Al principio del año universitario hacemos muchas ventas en miércoles. Los miércoles solo hay la mitad de las clases, pero ahora…

Rebus pensó en vaselina… ventanas… ¡Vanesa! Ese era el nombre.

—Muy bien, gracias de todas maneras. Siga atenta a esos libros.

—¡Ah! Aquí llega Ronald.

Rebus se volvió mientras la puerta se abría. Ronald Steele la cerró con fuerza y avanzó por el pasillo central, entre las estanterías. Entonces casi perdió el equilibrio y tuvo que apoyarse. Sus ojos se fijaron en un lomo en particular y sacó el libro del estante.

Como pez fuera del agua —dijo—. Fuera del agua… —Arrojó el libro lo más lejos que pudo: poco más de un metro. Se estrelló contra una estantería y cayó abierto al suelo. Luego comenzó a coger libros al azar y a arrojarlos con toda su fuerza, con los ojos enrojecidos por las lágrimas.

Vanesa le gritó y dejó su escritorio para ir hacia él, pero Steele la apartó y pasó a trompicones junto a Rebus y el escritorio, hasta atravesar una puerta al fondo del local. Se oyó el sonido de la puerta al cerrarse.

—¿Qué hay allí atrás?

—El baño —respondió Vanesa, que se agachó para recoger alguno de los libros—. ¿Qué demonios le pasará?

—Quizás haya recibido una mala noticia —conjeturó Rebus. La ayudó a recoger los libros. Se levantó y leyó por encima la contraportada de Como pez fuera del agua. La ilustración de la portada mostraba a una mujer sentada en un diván con coqueta timidez, mientras un pretendiente de aspecto canalla se inclinaba sobre ella por detrás, sus labios rozando su hombro desnudo—. Creo que lo compraré —dijo—. Parece justo mi tipo de libro.

Vanesa agarró el libro y se quedó clavada entre la portada y Rebus, incapaz de creer la escena que acababa de presenciar.

—Cincuenta peniques —dijo en voz baja.

—Pues cincuenta peniques son —asintió Rebus.

Después de la identificación formal, mientras la autopsia seguía su definido y laborioso curso, vinieron las preguntas. Un montón de preguntas.

Hubo que interrogar a Cath Kinnoul. Interrogarla con gentileza, con su marido al lado y el torrente sanguíneo adormecido por los tranquilizantes. No, en realidad no había visto de cerca el cadáver. Había sabido claramente lo que era desde la distancia. Pudo ver el vestido, pudo ver que era un vestido. Corrió a casa y llamó a la policía. El 999, como te decían que hicieras en una emergencia. No, no había vuelto al río. Dudaba que volviera a ir nunca más.

Después le tocó al señor Kinnoul. ¿Dónde había estado esta mañana? «Reuniones de negocios», respondió. Reuniones con posibles socios y patrocinadores. Intentaba montar una productora de televisión independiente, aunque agradecería si la información no iba más allá. ¿Y la noche anterior? La había pasado en casa con su esposa. No habían visto, ni oído nada. Nada. Habían estado viendo la televisión toda la noche, no programas actuales sino series viejas en vídeo, series donde aparecía el señor Kinnoul… Knife Ledge. El asesino de la pantalla.

—Tuvo que aprender unos cuantos trucos del oficio en su tiempo, señor Kinnoul.

—¿Se refiere a actuar?

—No, me refiero a cómo matar…

Luego le tocó a Gregor Jack… Rebus se mantuvo apartado. Ya leería más tarde cualquier nota y transcripción. No quería involucrarse. Ya sabía demasiadas cosas, demasiados prejuicios, que era otra manera de decir prejuicios potenciales. Dejó que otros miembros del departamento de Investigación Criminal se ocupasen del señor Jack, de Ian Urquahart, de Helen Greig y de todos los amigos y compañeros de Elizabeth Jack. Pues ya no era un simple caso de desaparición, sino de asesinato. Jamie Kilpatrick, la honorable Matilda Merriman, Julian Kaymer, Martin Inman, Louise Patterson-Scott, incluso Barney Byars. Todos habían sido entrevistados o estaban a punto de serlo. Quizá todos volvieran a ser interrogados más adelante. Había días de ausencia que explicar. Grandes huecos en la vida de Liz Jack, toda la última semana de su vida. ¿Dónde había estado? ¿A quién había visto? ¿Cuándo había muerto? (dese prisa, por favor, doctor Curt. Venga, venga). ¿Cómo había muerto? (lo mismo). ¿Dónde estaba su coche?

Rebus leyó todas las transcripciones, todas las notas. Leyó toda la entrevista con Gregor Jack y las entrevistas con Ronald Steele. Enviaron a un detective al campo de golf Braidwater para comprobar la partida del miércoles por la tarde. Rebus leyó con mucho cuidado la entrevista con Steele. Después de preguntarle por Elizabeth Jack, Steele admitió que «siempre me acusaba de no ser lo bastante divertido. Supongo que tenía razón. No soy lo que llamaría un animal social. Y nunca tuve bastante dinero. Le gustaban las personas con dinero para derrochar, o que lo derrochaban aunque no pudiesen permitírselo».

¿Un toque de amargura? ¿O era solo la amarga verdad?

A todo esto Rebus añadió una única pregunta: ¿había salido Elizabeth Jack de Edimburgo en algún momento?

Luego estaba la otra cacería, la búsqueda de William Glass. Si había ido a Queensferry, ¿dónde iría después? ¿Al oeste, hacia Bathgate, Linlithgow, o Bo’ness? ¿O al norte, a través del Forth of Fife? Se habían movilizado las fuerzas policiales. Se habían emitido las descripciones. ¿Había estado Liz en Deer Lodge? ¿Cómo podía William Glass desaparecer sin más? ¿Había alguna relación entre la muerte de la señora Jack y la escapada de su marido a un prostíbulo de Edimburgo?

Esta última pregunta era la que más interesaba a los periódicos. Parecían estar a favor de un veredicto de suicidio en el caso de Elizabeth Jack. La vergüenza de su marido… descubierto mientras ella está de retiro… de camino a casa decide que no puede enfrentarse a la situación… quizá vaya a visitar a su amigo, el actor Rab Kinnoul… pero cada vez está más desesperada y comoquiera que ha leído los detalles del asesinato del puente Dean, decide poner fin a todo. Se lanza al río poco más allá de la casa de Rab Kinnoul. Fin de la historia.

Excepto que no era el final de la historia. En lo que a los periódicos se refería, solo era el principio. A fin de cuentas, el caso lo tenía todo: un actor de televisión, un diputado, un escándalo sexual, una muerte. Los editores de titulares estaban desesperados, intentando decidir en qué orden poner las cosas. ¿Esposa de diputado libidinoso se ahoga en un arroyo cercano a la casa de una estrella de televisión? ¿Agonía de una estrella de televisión por el suicidio de la esposa de un amigo diputado? Se veía el problema con claridad… todos aquellos posesivos…

¿Y el afligido marido? Apartado de los medios por sus protectores amigos y colegas. Pero siempre estaba disponible para que la policía le entrevistara cuando se necesitaba aclarar algún punto. Mientras, su suegro concedía a los medios todas las entrevistas que necesitaban, pero mantenía sus comentarios lacónicos y despectivos hacia la policía.

¿Para qué quiere hablar conmigo? Encuentren al delincuente que lo hizo y luego podrán hablar todo lo que quieran. ¡Quiero ver al animal que lo hizo entre rejas! Que sean unos barrotes muy fuertes, porque de lo contrario sería capaz de destrozarlos y estrangularle yo mismo.

Estamos haciendo todo lo que podemos, créame, sir Hugh.

¡Lo que quiero saber es si es suficiente!

Todo lo que podemos…

Sí, todo. Dejando a un lado la última pregunta: ¿alguien lo hizo? Solo el doctor Curt podía responderla.