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SOPLOS

—Tenemos que mantener este asunto apartado de los periódicos —dijo el comisario Watson—. Lo máximo que podamos.

—Correcto, señor —asintió Lauderdale, mientras Rebus guardaba silencio. No hablaban de Gregor Jack, hablaban de un sospechoso en el ahogamiento de Water of Leith. Ahora estaba en una sala de interrogatorios con dos detectives y un magnetófono. Colaboraba con las investigaciones. Al parecer, decía muy poco.

—Después de todo, podría no ser nada.

—Sí, señor.

Era por la tarde y la habitación olía a mentolados extrafuertes y, quizá por ello, el inspector jefe Lauderdale sonaba y parecía más tieso que nunca. Su nariz se movía cada vez que Watson no le miraba. Rebus sintió una repentina lástima por su comisario, a la manera en que sentía lástima por la selección de Escocia cada vez que caía derrotada por aficionados del tercer mundo. Así, por gracia de mi absoluta incapacidad, voy yo…

—Solo era un poco de fanfarronería en un bar. Estaba borracho. Ya saben cómo es.

—Del todo, señor.

—En cualquier caso…

En cualquier caso, tenían a un hombre en la sala de interrogatorios, un hombre que había dicho a todo aquel que le escuchara en un abarrotado bar de Leith, que había arrojado el cuerpo bajo el puente Dean.

«¡Fui yo! ¿Eh? ¿Qué os parece, eh? ¡Yo! ¡Yo! Yo lo hice. Se merecía lo peor. Todas se lo merecen».

Y más de lo mismo. Todo denunciado por una temerosa camarera que cumpliría los diecinueve el mes siguiente y que debutaba en un bar.

Se merecía lo peor… todas se lo merecían. Solo cuando la policía entró en el bar, se calló. De pronto estaba malhumorado en un rincón, de pie, con la cabeza inclinada por el peso de un cigarrillo. La jarra de cerveza también parecía pesarle, así que su muñeca flaqueaba y la cerveza se derramaba sobre sus zapatos y por el suelo de madera.

«A ver, señor. ¿Qué es todo lo que les ha estado contando a estas personas… le importa contárnoslo a nosotros? En comisaría. Tenemos asientos allí. Puede sentarse mientras nos lo cuenta todo…».

Estaba sentado, pero no decía nada. Ni nombre, ni dirección, nadie en el bar parecía saber nada de él. Rebus le había echado una mirada, como habían hecho la mayoría de los detectives del departamento de Investigación Criminal y los agentes en el edificio, pero el rostro no le decía nada. Un triste y débil ejemplar de la especie. Treinta y largos, pelo ralo, ya gris; rostro surcado de arrugas, barba de tres días y los dedos con costras y cortes.

—¿Cómo se las hizo? ¿Estaba peleando? ¿Le pegó unas cuantas veces antes de arrojarla al agua?

Nada… parecía asustado, pero era resistente. Las oportunidades de mantenerlo aquí eran, diciéndolo suavemente, nulas. No necesitaba a un abogado; sabía que le bastaba con mantener la boca cerrada.

—Ha tenido problemas antes, ¿eh? Ya sabe cómo es, ¿verdad? Por eso se queda callado, como si fuese a servirle de mucho, amigo.

Ahora le estaban metiendo prisa al patólogo, el doctor Curt. Necesitaban saberlo: ¿accidente, suicidio o asesinato? Necesitaban saberlo con desesperación. Pero antes de que llegase cualquier noticia, el hombre comenzó a hablar.

«Estaba muy borracho», dijo. «No sabía lo que me decía. No sé qué me llevó a decirlo». Esta era la historia a la que se aferraba, la repetía y la perfeccionaba. Insistieron en que les dijese su nombre y dirección. «Estaba borracho, eso es todo. Ya estoy sobrio y quisiera irme. Lamento haber dicho lo que dije. ¿Puedo irme ahora?».

Nadie en el bar tenía interés en denunciarle, y menos cuando ya le habían sacado del local. «Gorilas sin sueldo —pensó Rebus—, es lo que somos. ¿Iba a hablar? ¿Iban a perderlo? No sin una pelea».

—Necesitamos un nombre y una dirección antes de que podamos dejarle marchar.

—Estaba borracho. Por favor, ¿me puedo ir ahora?

—Su nombre.

—Por favor, ¿me puedo ir?

Curt todavía no estaba listo para pronunciarse. Quizá dentro de una hora o dos. Había unos resultados que estaba esperando…

—Solo denos su nombre, ¿eh? Deje de dar vueltas.

—Me llamo William Glass. Vivo en el 48 de Semple Street en Granton.

Hubo un silencio y después suspiros.

—¿Te encargas tú de comprobarlo? —le pidió uno de los detectives al otro—. Bueno, no fue tan doloroso, ¿verdad, señor Glass?

El otro detective sonrió.

—Ocúpate de ir a comprobarlo —le dijo su colega, y se masajeó la cabeza a causa de un dolor que, en estos días, no parecía dejarle nunca.

—Le soltaron —le informó Holmes a Rebus.

—Ya era hora. Una búsqueda inútil, sin duda.

Holmes entró en el despacho y se acomodó en la única silla disponible.

—Déjate de ceremonias —dijo Rebus desde su mesa— solo porque soy el oficial superior. ¿Por qué no te sientas, sargento?

—Gracias, señor —dijo Holmes desde la silla—. No me importaría hacerlo. Dio como dirección Semple Street, en Granton.

—¿Cerca de Granton Road?

—Eso es. —Holmes miró alrededor—. Esto es como un horno. ¿No puedes abrir una ventana?

—Está atascada. Y la calefacción…

—Ya lo sé. O a tope o apagada. Este lugar… —Holmes sacudió la cabeza.

—Nada que un poco de mantenimiento no pueda reparar.

—Es curioso —señaló Holmes—, nunca te he considerado un sentimental…

—¿Sentimental?

—Por seguir aquí. A mí que me manden cuando quieran a Saint Leonard’s o Fettes.

Rebus arrugó la nariz.

—No tienen carácter —dijo.

—Y ya que hablamos del tema, ¿qué noticias hay del miembro masculino?

—Esa broma está tan gastada como mi pelo, Brian. ¿Por qué no compararla con una nueva? —Rebus sopló ruidosamente por la nariz y dejó el bolígrafo con el que había estado jugando—. Lo que quieres decir es si hay noticias de la señora Jack y la respuesta es ninguna, nada, cero. He enviado la descripción de su coche y se está llamando a todos los hoteles de lujo. Pero, hasta ahora, nada.

—¿De lo que podemos deducir…?

—La misma respuesta: nada. Podría estar en algún retiro espiritual, viviendo en una choza con algún granjero gaélico, o haciendo un recorrido por los lagos. Podría estar cabreada con su maridito o no saber nada al respecto.

—¿Qué pasa con todo el equipo que encontré, las rebajas del sex shop?

—¿Qué pasa con eso?

—Bueno… —Holmes pareció atascarse con la respuesta—. En realidad, nada.

—Ahí has puesto el dedo en la llaga, sargento. Nada en realidad. Mientras tanto, tengo trabajo suficiente de qué ocuparme. —Rebus apoyó una mano solemne en la pila de informes y expedientes de casos que tenía delante—. ¿Qué pasa contigo?

Holmes se había levantado de la silla.

—Oh, tengo muchas cosas que hacer, señor. Por favor, no te preocupes por mí.

—Es natural que me preocupe, Brian. Eres como un hijo para mí.

—Y tú como un padre para mí —respondió Holmes y fue hacia la puerta—. Cuanto más me alejo de ti, más fácil parece ser mi vida.

Rebus hizo una bola de papel, pero la puerta se cerró antes de que pudiese alcanzarle. Bah. Algunos días el trabajo podría ser de risa; o quizás, al menos, agradables. Si se olvidaba del todo de Gregor Jack, la carga sería todavía más liviana. ¿Dónde estaría Jack ahora? ¿En la Cámara de los Comunes? ¿Sentado en algún comité? ¿Acosado por los empresarios y los grupos de presión? Todo parecía muy lejos del despacho de Rebus, y de su vida.

William Glass… no, el nombre no significaba nada para él. Bill Glass, Billy Glass, Willie Glass, Will Glass… nada. Vivía en el 48 de Semple Street. Un momento… Semple Street en Granton. Fue a su archivador y sacó el expediente. Sí, el mes pasado. Un apuñalamiento en Granton. Una herida grave, pero no fatal. La víctima había vivido en el 48 de Semple Street. Rebus lo recordó ahora. Una casa transformada en estudios, todos de alquiler. Un estudio de alquiler. Si William Glass estaba viviendo en el 48 de Semple Street, entonces estaba alojado en una habitación alquilada. Rebus cogió el teléfono, llamó a Lauderdale y le explicó su historia.

—Alguien respondió por él cuando el coche patrulla le dejó allí. A los agentes se les pidió que se aseguraran de que vive allí y, al parecer, así es. William Glass, el mismo.

—Sí, pero esas habitaciones se alquilan por semanas o incluso por días. Los inquilinos cobran el talón de la seguridad social, le dan la mitad del dinero al dueño, o quizá más de la mitad, por lo que sé. Lo que estoy diciendo es que no es una dirección muy fiable. Podría desaparecer de allí cuando quisiese.

—¿A qué vienen tantas sospechas de repente, John? Creía que pensabas que habíamos perdido el tiempo desde el principio.

Lauderdale siempre sabía la pregunta que debía hacer, la pregunta para la que, por norma, Rebus no tenía respuesta.

—Es verdad, señor —admitió—. Solo pensé que debía decírselo.

—Lo agradezco, John. Está bien que me mantengas informado. —Hubo una breve pausa, una invitación a que Rebus se pasase al «bando» de Lauderdale. Y después de la pausa—: ¿Algún progreso con los libros del profesor Costello?

Rebus suspiró.

—No, señor.

—Bueno, de acuerdo. Entonces no te entretengo con charlas. Adiós, John.

—Adiós, señor. —Rebus se pasó la palma de la mano por la frente. Hacía calor allí dentro, como un ensayo de vestuario para el infierno calvinista.

Habían instalado y encendido un ventilador y al cabo de una hora o poco más el doctor Curt facilitó la mierda que arrojarle.

—Sí, un asesinato —dijo—. Casi con toda seguridad un asesinato. Discutí mis hallazgos con mis colegas y todos somos de la misma opinión. —Y continuó extendiéndose sobre espumarajos, manos abiertas y diatomeas. Sobre los problemas para diferenciar la inmersión del ahogamiento. La difunta, una mujer de unos treinta años, había ingerido una gran cantidad de alcohol antes de la muerte. Pero había fallecido antes de caer al agua, y la causa de la muerte era, probablemente, un golpe en la nuca infligido por un atacante diestro (el golpe había venido desde el lado derecho de la cabeza).

Pero ¿quién era ella? Había una foto del rostro de la mujer muerta, pero no era recomendable a la hora del desayuno. A pesar de que se había dado su descripción y una descripción de sus prendas, nadie había podido identificarla. Ninguna identificación en el cuerpo, ningún bolso o cartera, nada en los bolsillos…

—Será mejor rastrear la zona de nuevo, y ver si encontramos un bolso o una cartera. Tenía que llevar algo.

—¿Buscar en el río, señor?

—Tal vez sea un poco tarde para eso, pero sí, más vale intentarlo.

—El alcohol —dijo el doctor Curt a quienquiera que le escuchara— había enfangado el agua. —Y sonrió con su lenta sonrisa—. Y los peces se habían puesto las botas: dedos de pescado, pies de pescado, estómago de pescado…

—Sí, señor; lo comprendo, señor.

Rebus, por fortuna, se lo había ahorrado. Una vez había cometido el error de hacer un chiste más desagradable que los del doctor Curt, y se ganó el favor del médico. Tenía claro que algún día Holmes haría un chiste todavía mejor. Entonces Curt lo adoptaría como nuevo alumno y confidente… Así que, eludiendo al doctor, Rebus fue al despacho de Lauderdale, que estaba colgando el teléfono. Cuando vio a Rebus, se quedó petrificado. Rebus adivinó la razón.

—Acabo de enviar a alguien a la casa de Glass.

—Y se había marchado —añadió Rebus.

—Sí —asintió Lauderdale con la mano todavía en el teléfono—. Sin dejar rastro.

—Será fácil cogerle, señor.

—Ponte a ello, John. Todavía debe estar en la ciudad. ¿Cuánto ha pasado? Una hora desde que se fue de aquí. Es probable que esté en algún lugar de la zona de Granton.

—Nos pondremos en marcha ahora mismo, señor —dijo Rebus, contento de tener una excusa para un poco de acción.

—¡Oh!, y John… —¿Señor?

—No es necesario regocijarse, ¿de acuerdo?

Con el día tan movido, el anochecer llegó con una velocidad sorprendente. Pero seguían sin encontrar a William Glass. No estaba en Granton, Pilmuir, Newhaven, Inverleith, Canonmills, Leith, Davidson’s Mains… En ninguno de los autobuses o bares, tampoco en la costa, en el jardín botánico, en los tenderetes de patatas fritas o paseando por los campos de deportes. No encontraron a ningún amigo, a ningún familiar, solo los pocos datos de la seguridad social. Y, para más inri, Rebus sabía que podía ser inocente. Pero de momento era la pajita a la que había que aferrarse. No era una metáfora de buen gusto dadas las circunstancias, pero, como el doctor Curt podría haber dicho, todo era agua pasada por debajo del puente hasta donde concernía a la víctima.

—Nada, señor —informó Rebus a Lauderdale al final de la jornada. Había sido uno de esos días. La suma total de los esfuerzos de Rebus era nada, y sin embargo, se sentía cansado, agotado hasta la médula. Así que rechazó la amable invitación de Holmes para tomar una copa, y ni siquiera dudó de su destino. Se dirigió a Oxford Terrace y a los cuidados de la doctora Patience Aitken, sin olvidarse de Lucky el gato, los periquitos silbadores, los peces tropicales y el erizo domesticado que aún tenía que ver.

Rebus telefoneó a casa de Gregor Jack a primera hora de la mañana del miércoles. Gregor sonaba cansado, después de haber pasado el día en el Parlamento y la velada en alguna «grotesca función, y puede citarme si quiere». Mostraba una nueva y del todo falsa alegría, y Rebus no dudaba que se debía a que ambos conocían el contenido del cubo de la basura.

Rebus también estaba cansado. La diferencia entre ambos era de escala salarial…

—¿Alguna noticia de su esposa, señor Jack?

—Nada.

Ahí estaba de nuevo la palabra. Nada.

—¿Qué me dice de usted, inspector? ¿Alguna noticia?

—No, señor.

—Bueno, como dicen, no tener noticias es una buena noticia. Y ya que estamos, he leído esta mañana que la mujer del puente Dean fue asesinada.

—Eso me temo.

—Pone mis problemas en perspectiva, ¿no? Claro que esta mañana tengo una reunión de la circunscripción electoral, así que puede que mis problemas estén a punto de comenzar. Me mantendrá informado, ¿verdad? Me refiero a si oye cualquier cosa.

—Por supuesto, señor Jack.

—Gracias, inspector. Adiós.

—Adiós, señor.

Todo muy formal y correcto, como debía ser su relación. Ni siquiera un espacio para un «buena suerte con la reunión». Sabía de qué iría la reunión. A las personas no les gustaba cuando su diputado se metía en un escándalo. Habría preguntas. Habría que responderlas.

Rebus abrió el cajón de la mesa y sacó la lista de los amigos de Elizabeth Jack, su «círculo». Jamie Kilpatrick, el anticuario (y al parecer oveja negra de su familia noble); la honorable Matilda Merriman, notoria por su presunta noche de amor incesante con un antiguo miembro del gabinete; Julian Kaymer, que era algo así como un artista; Martin Inman, terrateniente; Louise Patterson-Scott, antigua esposa del millonario de una cadena de tiendas…

Los «nombres» continuaban saliendo, la mayoría de ellos, como había dicho el propio Jack mientras hacía la lista, «veteranos disolutos y borrachos». La mayoría con dinero de toda la vida, como había dicho Chris Kemp, y muy lejos de la Jauría de Gregor Jack. Pero había una curiosidad, una aparente excepción. Incluso Rebus la había identificado mientras Gregor Jack la borraba de la lista.

—¿Qué? ¿Barney Byars? ¿El auténtico camionero canalla?

—El transportista, sí.

—Estaría fuera de lugar en esa clase de compañía, ¿no?

Jack lo tuvo que reconocer.

—En realidad, Barney era un antiguo compañero de escuela mío. Pero a medida que pasó el tiempo, se hizo más amigo de Liz. Ocurre algunas veces.

—Así y todo, de alguna manera no alcanzo a ver cómo encaja con ese grupo…

—Se sorprendería, inspector Rebus. Créame, se sorprendería. —Jack le daba a cada palabra el mismo peso y dejaba a Rebus sin ninguna duda de lo que quería decir. Sin embargo… Byars era otro trepa de Fife, otro hijo famoso. Cuando estaba en la escuela, se había hecho un nombre como autoestopista, a menudo afirmando que había pasado el fin de semana en Londres sin pagar un penique para llegar allí. Acabada la escuela, había vuelto a aparecer en las noticias cuando hizo autostop a través de Francia, Italia, Alemania y España. Se había enamorado de los camiones, con todo su mundo, así que ahorró, consiguió su licencia de transportista, se compró un camión… y ahora era el transportista independiente más grande que conocía Rebus. Incluso en el viaje del año pasado a Londres, Rebus se había encontrado con un camión de Byars Haulage que intentaba abrirse paso por Picadilly Circus.

Bien, el trabajo de Rebus era preguntar a quien hiciera falta si le había visto el pelo a Liz Jack. Dejaría con gusto que otros hicieran el trabajo duro con tipos como Jamie Kilpatrick o el serio Julian Kaymer; pero se reservaba a Barney Byars para él. Una semana o dos con esta gente, pensó, y tendré que comprarme un libro de autógrafos.

Resultó que Byars estaba en Edimburgo, «a la pesca de clientes», como dijo la muchacha de su oficina. Rebus le dio su número de teléfono y una hora más tarde Byars le llamó. Estaría ocupado toda la tarde y tenía una cena con «algunos gordos cabrones», pero podía tomarse una copa con Rebus a las seis de la tarde si le iba bien. Rebus se preguntó en qué hotel de lujo y se quedó asombrado, quizás incluso desilusionado, cuando Byars nombró el Sutherland Park, uno de los abrevaderos de Rebus.

—De acuerdo —dijo—. A las seis.

Lo que significaba que tenía todo el día por delante. Estaba el Caso de la Literatura Robada, por supuesto. Bien, no iba a contener el aliento esperando un resultado inmediato. Los libros aparecerían o no. Su apuesta era que estarían ya al otro lado del Atlántico. Luego estaba William Glass, sospechoso en una investigación por asesinato, escondido en algún lugar o en una callejuela adoquinada. Bueno, tendría que aparecer el día del cobro de la seguridad social. Si lo hacía, era más estúpido de lo que hasta ahora había demostrado ser. No, quizás era muy astuto, en cuyo caso no se acercaría a una oficina de la seguridad social, ni a su antiguo apartamento. En cuyo caso tendría que conseguir dinero de alguna parte.

Por lo tanto, había que hablar con los vagabundos, los desposeídos de la ciudad. Glass robaría o recurriría a la mendicidad. Allí donde mendigase, también habría otros mendigando. Haría circular la descripción, quizás ofrecería diez libras como recompensa y dejaría que los demás hicieran el trabajo por él. Sí, definitivamente valía la pena mencionárselo a Lauderdale. Excepto que Rebus no quería hacerle demasiados favores al inspector jefe, de lo contrario Lauderdale creería que estaba buscando ponerse a buenas con él. «Antes peinaría a un alsaciano», se dijo a sí mismo.

Brain Holmes entró en el despacho con gran sentido de la oportunidad. Llevaba una bolsa de papel blanco y un vaso de plástico.

—¿Dónde has conseguido eso? —preguntó Rebus, repentinamente hambriento.

—Tú eres el policía, dímelo. —Holmes sacó un sándwich de la bolsa y lo sostuvo delante de Rebus.

—¿Cecina? —arriesgó Rebus.

—Error. Pastrami y pan de centeno.

—¿Qué?

—Y café descafeinado. —Holmes quitó la tapa del vaso y olió su contenido con una sonrisa satisfecha—. De la nueva charcutería, junto al semáforo.

—¿No te hace Nell el sándwich?

—Las mujeres tienen hoy igualdad de derechos.

Rebus le creyó. Pensó en la inspectora Gill Templer y sus libros de psicología y feminismo. Pensó en la exigente doctora Patience Aitken. Incluso pensó en Elizabeth Jack y su vida libre. Mujeres fuertes para un hombre… pero entonces recordó a Cath Kinnoul. Aún quedaban víctimas ahí afuera.

—¿Qué tal está? —preguntó.

Holmes le había dado un mordisco al sándwich y ahora observaba lo que quedaba.

—No está mal —respondió—. Interesante.

Pastrami, un relleno para sándwiches que tardaría mucho tiempo en llegar al Sutherland Park.

Barney Byars también tardó mucho en llegar al Sutherland. Rebus lo hizo a las seis menos cinco; Barney Byars, a las seis y veinticinco. Pero valía la pena esperarle.

—Inspector, siento llegar tarde. Un listillo intentaba rebajar un cinco por ciento en un contrato de cuatro mil libras. Y quería pagar a sesenta días. ¿Sabe cómo afecta eso a la liquidez? Le dije que dirijo una compañía de camiones, no unos putos cochecitos de juguete.

Lo dijo todo con un espeso acento de Fife, a un volumen muy por encima del ruido de la televisión y de la conversación del bar a primera hora de la tarde. Rebus estaba sentado en uno de los taburetes de la barra, pero se levantó y sugirió que ocupasen una mesa. Byars, sin embargo, ya se estaba poniendo cómodo en el taburete junto al policía, con sus musculosos brazos apoyados en la barra y mirando el repertorio de grifos. Señaló la copa de Rebus.

—¿Está bien?

—No está mal.

—Entonces, yo también tomaré una pinta de eso. —Ya fuese por la impresión, el miedo, o solo por la buena atención con sus clientes, el camarero la sirvió enseguida.

—¿Quiere otra, inspector?

—Estoy servido, gracias.

—Y también un whisky —pidió Byars—. Uno doble, no un chupito.

Byars le entregó un billete de cincuenta libras al camarero.

—Quédese con el cambio —dijo. Luego estalló en una carcajada—. Solo era una broma, hijo, solo era una broma.

El camarero era nuevo y joven. Sujetaba el billete como si estuviera a punto de arder.

—Eh… ¿no tendría algo más pequeño? —Su acento era afeminado de la Costa Oeste. Rebus se preguntó cuánto duraría en el Sutherland.

Byars, exasperado y rechazando la oferta de ayuda de Rebus, buscó en sus bolsillos y encontró dos arrugados billetes de una libra y calderilla. Cogió las cincuenta libras de nuevo y empujó la calderilla hacia el camarero. Luego le hizo un guiño a Rebus.

—Le diré un secreto, inspector, si tengo que escoger entre llevar cinco de diez y uno de cincuenta, siempre llevo el de cincuenta. ¿Quiere saber por qué? Si llevas billetes de diez en los bolsillos a las personas no les importa. Pero sacas uno de cincuenta y se creen que eres Creso. —Se volvió hacia el camarero, que estaba contando las monedas con la caja registradora abierta—. Escucha, hijo, ¿tienes algo para comer? —El camarero se volvió como si le hubiese alcanzado una perdigonada.

—Eh… creo que queda un poco de caldo escocés de la comida. —Sus vocales convirtieron el caldo en dos palabras. «El habla de los escoceses», pensó Rebus.

Byars sacudió la cabeza.

—Un pastel de carne o un sándwich —pidió.

El barman le sirvió el último solitario sándwich del lugar. Tenía un inquietante parecido al pastrami, pero resultó ser, como dijo Byars, «el jodido rosbif».

—Una libra con diez —dijo el camarero. Byars sacó de nuevo el billete de cincuenta libras, resopló y sacó uno de cinco. Se volvió hacia Rebus y levantó la copa.

—Salud. —Los dos hombres bebieron.

—No está nada mal —opinó Byars de la cerveza.

Rebus señaló el sándwich.

—Creía que había dicho que más tarde iba a una cena.

—Así es, pero lo más importante es que pago yo. De esta manera no comeré tanto y no me saldrá tan caro. —Le dirigió otro guiño—. Quizá debería escribir un libro, ¿eh? Propinas para empresarios solitarios, esa clase de cosas. Hablando de propinas, una vez le pregunté a un camarero qué significaba propina. ¿Sabe lo que dijo?

Rebus se arriesgó a adivinar.

—¿La garantía de un servicio rápido?

—¡La garantía de que no me meo en la sopa! —La voz de Byars volvía a estar al nivel diplomático del megáfono. Se rio, luego le dio un mordisco al sándwich, todavía riéndose mientras masticaba. No era un hombre alto, medía un metro sesenta y siete o por ahí. Y era fornido. Vestía unos tejanos nuevos y una chaqueta de cuero negro debajo de la cual llevaba un polo blanco. En un bar como este, le tomarías por… bueno, por cualquiera. Rebus podía imaginárselo irritando a todo el mundo en los hoteles de lujo y en los bares de ejecutivos. «Imagen», se dijo a sí mismo. No es más que otra imagen: el hombre duro, el hombre práctico, el hombre que trabajaba duro y espera que los demás también lo hagan, siempre a su favor. Se acabó el sándwich y se quitó las migas del regazo.

—Usted es de Fife —dijo despreocupado y olió el whisky.

—Sí —admitió Rebus.

—Lo sabía. Gregor Jack también es de Fife. Dijo que quería hablar de él. ¿Tiene que ver con la historia del prostíbulo? A mí me resultó un poco difícil de tragar. —Hizo un gesto hacia el plato vacío que tenía delante—. Sin embargo, no tan duro como el sándwich.

—No, en realidad no tiene que ver con… con el señor Jack. Tiene más que ver con la señora Jack.

—¿Lizzie? ¿Qué pasa con ella?

—No estamos seguros de dónde está. ¿Alguna idea?

Byars le miró con el rostro en blanco.

—Conociendo a Lizzie, será mejor que llame a la Interpol. Es tan probable que esté en Estambul como en Inverness.

—¿Qué le hace decir Inverness?

Byars pareció quedarse sin respuesta.

—Fue el primer lugar que me vino a la mente. —Luego asintió—. No obstante, veo lo que quiere decir. Está pensando que podría estar en Deer Lodge, que está por ese lado. ¿Ha mirado?

Rebus asintió.

—¿Cuándo vio por última vez a la señora Jack?

—Hará unas dos semanas. Quizá tres fines de semana, puedo comprobarlo. Por curioso que resulte, fue en Deer Lodge. Una fiesta de fin de semana. En su mayor parte la Jauría. —Apartó la mirada de la copa—. Será mejor que me explique…

—Está bien, sé quiénes forman la Jauría. Dijo que hace tres fines de semana.

—Sí, pero puedo comprobarlo si quiere.

—Una fiesta de fin de semana… ¿Se refiere a una fiesta que duró todo el fin de semana?

—Solo éramos unos pocos amigos… todo fue muy civilizado. —Una luz se encendió en sus ojos—. Ah, sé adónde quiere ir a parar. Entonces, ¿usted sabe lo de las fiestas de Liz? No, no, esto fue algo tranquilo, cena y unas pocas copas y un vigorizante paseo por el campo el domingo. En realidad, no es mi plan favorito, pero Liz me había invitado, así que…

—¿Usted prefiere las otras fiestas?

Byars se echó a reír.

—¡Por supuesto! Solo se es joven una vez, inspector. Quiero decir, esto queda entre nosotros… ¿no?

Parecía curioso de verdad, y no sin razón. ¿Por qué un policía iba a saber de «aquellas» fiestas? ¿Quién se lo podría haber dicho sino Gregor? ¿Qué le había dicho exactamente?

—Hasta donde sé, sí, señor. ¿Así que no sabe de ninguna razón por la que la señora Jack quisiera desaparecer?

—Se me ocurren unas cuantas. —Byars se había acabado las dos copas, pero no parecía dispuesto a tomarse otra. Continuaba moviéndose en el taburete como si no pudiese ponerse cómodo.

—Para empezar, la historia del periódico. Creo que yo preferiría estar apartado, ¿usted no? Me refiero a que puedo ver lo malo que es para la imagen de Gregor no tener a su lado a la esposa, pero al mismo tiempo…

—¿Alguna otra razón?

Byars ahora estaba casi de pie.

—Un amante —sugirió—. Quizá se la llevó a Tenerife en busca de un poco de pasión bajo el sol. —Hizo otro guiño, y luego su rostro recuperó la seriedad, como si acabase de recordar algo—. Hubo aquellas llamadas.

—¿Llamadas?

Ahora estaba de pie.

—Llamadas anónimas. Liz me las mencionó. No a ella, sino a Gregor. Tenía que pasar, en el juego en el que está. El que llamaba decía que era fulano de tal o de cual y Gregor se ponía al teléfono. Tan pronto como atendía, colgaban. Eso fue lo que me dijo.

—¿Estaba preocupada?

—¡Oh!, sí, veías que estaba alterada. Intentaba disimularlo, pero se le notaba. Gregor, por supuesto, se reía. No podía permitir que algo así le molestase. Puede que incluso mencionase unas cartas. Algo referente a Gregor recibiéndolas y deshaciéndose de ellas antes de que nadie pudiese verlas. Pero tendrá que preguntárselo a Liz. —Hizo una pausa—. Y a Gregor, por supuesto.

—Por supuesto.

—Bien… —Byars le tendió la mano—. Tiene mi número si me necesita, inspector.

—Sí. —Rebus le estrechó la mano—. Gracias por su ayuda, señor Byars.

—Ha sido un placer, inspector. Ah, si alguna vez necesita que le lleven a Londres, tengo camiones que hacen ese viaje cuatro veces por semana. No le costará un penique y podrá cobrar los gastos de viaje.

Le dirigió otro guiño, sonrió en dirección al bar en general y se marchó con tanto barullo como había entrado. El camarero se acercó para retirar las copas de Byars. Rebus vio que el joven llevaba una corbata de quita y pon, algo habitual en el Sutherland. Si un cliente intentaba cogerte, la corbata se le quedaba en la mano.

—¿Hablaba de mí?

Rebus parpadeó.

—¿Qué? ¿Por qué lo cree?

—Me pareció oír mencionar un nombre.

Rebus se bebió lo que quedaba en la copa, y tragó. No diría que el chico se llamaba Gregor… Lizzie quizás…

—¿Cómo te llamas?

—Lawrie.

Rebus ya había recorrido la mitad del camino cuando se dio cuenta de que en lugar de ir hacia Stockbridge y Patience Aitken, iba hacia Marchmont y su apartamento descuidado. Que así sea. La atmósfera del apartamento era fría y rancia al mismo tiempo. Una taza de café junto al teléfono parecía darle a Glasgow un aire de ciudad cultural, una interesante cultura verde y blanca. Si en la sala de estar estaba creciendo el moho, la cocina, sin duda, estaría peor. Rebus se sentó en su sillón favorito, tendió la mano para poner en marcha el contestador y escuchó las llamadas. No había muchas. Gill Templer le preguntaba dónde se había metido… como si ella no lo supiese. Su hija Samantha le llamaba desde su nuevo apartamento en Londres para darle la dirección y el número de teléfono. Luego un par de llamadas donde el interlocutor había decidido no decir nada.

—Es lo que hay.

Rebus apagó el contestador, sacó una libreta del bolsillo, buscó el número y llamó a Gregor Jack. Quería saber por qué no le había dicho nada sobre las llamadas anónimas. Desnudar a Jack… Jack al desnudo… Bueno, si había alguien dispuesto a convertir a Gregor Jack en un harapo, él no parecía preocupado en exceso. Ni siquiera resignado, aunque sí despreocupado. A menos que estuviese jugando con Rebus… ¿Qué sucedía con Rab Kinnoul, el asesino de la pantalla? ¿Qué hacía todo el tiempo que pasaba lejos de su esposa? ¿Y Ronald Steele, también un «hombre difícil de pescar»? ¿Se traían todos algo entre manos? No es que Rebus desconfiase de la raza humana. No es que hubiese sido criado como un pesimista. Estaba seguro de que algo estaba pasando; pero no sabía qué.

No había nadie en casa. O nadie respondía. O habían desconectado el teléfono. O…

—¿Hola?

Rebus consultó su reloj. Las siete y cuarto.

—¿Señorita Greig? —dijo—. Soy el inspector Rebus. La tiene trabajando hasta tarde, ¿verdad?

—Usted también parece trabajar hasta tarde, inspector. ¿Qué pasa esta vez?

Impaciencia en la voz. Quizás Urquhart la había advertido de no ser demasiado amable. Quizás habían descubierto que le había dado a Rebus la dirección de Deer Lodge…

—Quiero hablar con el señor Jack, si es posible.

—Me temo que no lo es. —No había ningún temor; es más, su voz sonaba un tanto pagada de sí misma—. Tiene que hablar en un acto esta noche.

—¡Oh! ¿Qué tal le ha ido la reunión de esta mañana?

—¿Reunión?

—Creía que tenía una reunión en su distrito…

—¡Ah!, sí. Creo que fue muy bien.

—¿Así que no le cortarán la cabeza?

Ella intentó una risa.

—En North and South estarían locos si se deshacen de él.

—De todas maneras, debe sentirse aliviado.

—No lo sé. Estuvo en el campo de golf toda la tarde.

—Bonito.

—Creo que un diputado tiene derecho a una tarde libre a la semana, ¿usted no, inspector?

—¡Oh!, sí, por supuesto. Es lo que quería decir. —Rebus hizo una pausa. En realidad no tenía nada que decir; solo confiaba en que Helen Greig pudiera decirle algo, algo que no sabía, si seguían hablando—. Ah, a propósito de las llamadas telefónicas…

—¿Qué llamadas?

—Las que recibía el señor Jack. Las anónimas.

—No sé de qué habla. Lo siento, ahora tengo que irme. Mi madre me espera en casa a las ocho menos cuarto.

—Muy bien, señorita… —Pero ya había colgado.

¿Golf? ¿Esta tarde? Jack debe ser un entusiasta. Llevaba lloviendo desde el mediodía. Miró a través de la ventana sucia. Ahora no llovía, pero las calles estaban empapadas. De pronto, el apartamento le pareció vacío y más frío que nunca. Rebus cogió el teléfono e hizo otra llamada. A Patience Aitken. Para decirle que iba de camino. Ella le preguntó dónde estaba.

—Estoy en casa.

—¿Sí? ¿Recogiendo algunas cosas más?

—Así es.

—Podrías traerte otro traje, si es que tienes.

—Correcto.

—Y algunos de tus preciosos libros, dado que no pareces aprobar mis gustos.

—Las novelas románticas nunca han sido lo mío, Patience. —«En la ficción como en la vida», pensó. En el suelo, a su alrededor, había unos cuantos de sus «preciosos libros». Cogió uno, intentó recordar cuándo lo había comprado y no pudo.

—Bien, trae lo que quieras, John, y tanto como quieras. Ya sabes cuánto espacio tenemos aquí.

Nosotros tenemos.

—Vale, Patience. Te veo más tarde. —Colgó el teléfono con un suspiro y miró alrededor. Después de todos estos años, todavía quedaban los huecos en la estantería de lo que su esposa Rhona se había llevado. Había huecos en la cocina, donde habían estado la lavadora-secadora y su precioso lavavajillas. Rectángulos vacíos donde habían estado colgados sus pósters y láminas. ¿Cuándo había redecorado el apartamento por última vez? En 1981 o 1982. Sin embargo, no estaba tan mal. ¿A quién quería engañar? Parecía una comuna.

¿Qué has hecho con tu vida, John Rebus? La respuesta era: poca cosa. Gregor Jack era más joven que él y había triunfado. Barney Byars era más joven que él y había triunfado. ¿A quién conocía mayor que él que no hubiese triunfado? A nadie, salvo los mendigos del centro, con los que había pasado la tarde sin otro resultado que cierta incómoda sensación de pertenencia…

¿En qué estaba pensando? Te estás convirtiendo en un viejo y mórbido capullo. La autocompasión no era la respuesta. La respuesta era irse a vivir con Patience. Entonces, ¿por qué no lo sentía así? ¿Por qué la veía como otro problema? Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón. «Estoy pillado», pensó, «entre un cojín y un lugar cómodo». Permaneció sentado allí mucho tiempo, con la mirada fija en el techo. Afuera estaba oscuro y neblinoso, una niebla que se extendía a través de la ciudad desde el mar del Norte. Edimburgo parecía retroceder en el tiempo bajo la niebla. Casi esperaba ver a las patrullas de reclutadores en las calles de Leith, escuchar el traqueteo de los carruajes sobre los adoquines y los gritos de «¡Agua, va!» en High Street.

Si vendía el apartamento podía comprarse un coche nuevo, enviarle algo de dinero a Samantha. Si vendía el apartamento… si se iba a vivir con Patience…

«Si la mierda fuese oro», solía decir su padre, «los pobres no cagarían».

¡Jesús!, ¿por qué había pensado en eso?

No servía de nada. No podía pensar con claridad, aquí no. Quizás era porque su apartamento conservaba demasiados recuerdos, buenos y malos. Quizá solo era el humor del atardecer.

O quizás era la imagen del rostro de Gill Templer que aparecía espontáneo (se dijo a sí mismo, espontáneo), en su cabeza…