3
ESCALONES TRAICIONEROS
Primavera en Edimburgo. Un viento helado y una lluvia casi horizontal. Ah, el viento de Edimburgo, qué burla de viento, qué negra farsa de viento. Hace que todos caminen como mimos, te hace lloriquear y luego te seca las lágrimas en una costra sobre tus mejillas enrojecidas. Y, mientras tanto, el vago olor agrio de la levadura en el aire, el olor de cervecerías no muy lejanas, lo atravesaba todo. Había helado durante la noche. Incluso Lucky, con su manto de piel, había maullado en la ventana del dormitorio para reclamar cobijo. Los pájaros cantaban cuando Rebus le dejó entrar. Consultó su reloj: las dos y media. ¿Por qué demonios los pájaros cantaban tan temprano? Cuando se despertó de nuevo, a las seis, habían callado. Quizás intentaran evitar la hora punta…
En esta mañana bajo cero, le había llevado cinco minutos poner en marcha su ridículo coche. Quizás era el momento de conseguir una de aquellas mantas rojas para la parrilla del radiador. Y la escarcha había aumentado las grietas de los escalones de la comisaría de Great London Road, hinchados y resquebrajados, así que Rebus pisó con cuidado las lajas de piedra.
Eran unos escalones traicioneros. No se podía hacer nada al respecto. Los rumores, de todas maneras, continuaban muy vivos: los rumores de que Great London Road estaba hecha polvo, descartada, caducada. Rumores de que la cerrarían. Era un lugar excelente, después de todo. Un solar de primera para un hotel o un bloque de oficinas. ¿Y el personal? Dividido, decía el rumor. La mayoría de ellos habían sido transferidos a Saint Leonard’s, el cuartel general de la división. Mucho más cerca del apartamento de Rebus en Marchmont; pero mucho más lejos de Oxford Terrace y la doctora Patience Aitken. Rebus había hecho consigo mismo un pequeño pacto, algo así como un contrato: si en uno o dos meses los rumores se convertían en hechos, entonces sería un mensaje de las alturas, un mensaje de que no debía irse a vivir con Patience. Pero si Great London Road continuaba siendo una preocupación o se trasladaba al cuartel general de Fettes (a cinco minutos de Oxford Terrace)… entonces, ¿qué? Entonces, ¿qué? Aún quedaba por decidir la letra pequeña del contrato.
—Buenos días, John.
—Hola, Arthur. ¿Algún mensaje?
El sargento de recepción sacudió la cabeza. Rebus se frotó las orejas y el rostro con las manos, para descongelarlas, y subió las escaleras para ir a su despacho, donde el linóleo traicionero reemplazaba a la piedra traicionera. Y luego estaba el teléfono traicionero…
—Aquí Rebus.
—¿John? —Era la voz del comisario Watson—. ¿Tienes un minuto?
Rebus movió ruidosamente algunos papeles en su mesa, con la ilusión de que Watson creyese que llevaba horas trabajando en su despacho.
—Bueno, señor…
—No me jodas, John. Te llamé hace cinco minutos.
Rebus dejó de remover papeles.
—Ahora mismo voy, señor.
—Correcto, es lo que harás. —Dicho esto, colgó. Rebus se quitó el impermeable, que siempre filtraba el agua en los hombros. Se tocó las hombreras de la americana. Desde luego, estaban humedecidos, igual que su entusiasmo por un encuentro con el Granjero a primera hora. Respiró hondo y extendió las manos delante de él como un viejo bailarín y cantante.
—Comienza el espectáculo —se dijo. Solo quedaban cinco días de trabajo hasta el fin de semana. Luego hizo una rápida llamada a la comisaría de Dufftown y les pidió que visitaran Deer Lodge.
—¿Ha dicho D-e-a-r? —preguntó la voz.
—De, doble e, erre —le corrigió Rebus, mientras pensaba que probablemente fuera un lugar bastante caro cuando lo compraron.
—¿Algo que debamos buscar en particular?
La esposa de un diputado… restos de una orgía sexual… sacos llenos de cocaína…
—No —respondió Rebus—, nada en especial. Solo díganme lo que encontraron.
—De acuerdo. Podría tardar.
—Tan pronto como puedan, ¿de acuerdo? —y al decirlo recordó que debía estar en otra parte—. Todo lo rápido que puedan.
El comisario Watson fue cortante como la hoja de un trampero.
—¿Qué demonios estabas haciendo ayer en casa de Gregor Jack?
Lo pilló casi desprevenido. Casi.
—¿Quién ha venido con el cuento?
—No importa. Solo dame la maldita respuesta. —Una pausa—. ¿Café?
—No, diría que no.
La esposa de Watson le había comprado una cafetera como regalo de Navidad. Quizá como una insinuación para que bajara su consumo de whisky Teachers. Quizá para que llegara sobrio a casa por la noche. Hasta ahora lo único que había conseguido era que Watson estuviese hiperactivo por las mañanas. Por la tarde, sin embargo, después de unas cuantas copas durante la comida, se imponía la somnolencia. Por lo tanto, lo mejor era evitar a Watson por las mañanas. Lo mejor era esperar hasta la tarde para preguntarle por las vacaciones que estabas pensando en tomarte, o comunicarle las noticias de la última operación fallida. Si tenías suerte te podías marchar con un «vaya, vaya». Pero las mañanas… las mañanas eran diferentes.
Rebus aceptó la taza de café cargado. Al parecer había vaciado medio paquete de café en el amplio filtro. Ahora se vertió en el torrente sanguíneo de Rebus.
—Suena estúpido, señor, pero pasaba por allí.
—Tienes razón —dijo Watson, y se sentó detrás de su mesa—. Suena estúpido. Aun suponiendo que solo pasaras por allí.
—Bien, señor, para serle sincero, había algo más. —Watson se recostó en su silla, con la taza sujeta entre ambas manos, y esperó la historia. Sin duda, pensaba: «Esta será buena». Pero Rebus no tenía nada que ganar mintiendo—. Me cae bien Gregor Jack. Me refiero a que me gusta como diputado. Siempre me ha parecido muy bueno. Me pareció… bueno, pensé que fue inoportuno que hiciésemos una redada en el prostíbulo justo cuando él estaba allí… —¿Inoportuno? ¿De verdad creía que eso era todo?—. Así que cuando resultó que pasaba por allí, me quedé a pasar la noche en la casa nueva del sargento Holmes… vive en el distrito de Jack, pensé en detenerme y echar una ojeada. Había un montón de reporteros en el lugar. No sé muy bien por qué me detuve, pero entonces vi el coche de Jack en el camino de entrada, a plena vista. Me di cuenta de que era peligroso. Me refiero a que lo sería si aparecía la foto en los periódicos. Todo el mundo sabría cuál es el coche de Jack, incluida la matrícula. Nunca se puede estar demasiado seguro, ¿verdad? Así que entré y sugerí que metieran el coche en el garaje.
Rebus se interrumpió. Era todo, ¿no? Bueno, era suficiente para seguir hablando. Watson parecía pensativo. Bebió otra dosis de café antes de hablar.
—No eres el único, John. Yo también me siento culpable por la Operación Rastrera. No es que haya nada por lo que sentirse culpable, se comprende, pero de todas maneras… y ahora la prensa tiene la historia, y continuarán machacándola hasta que el pobre tipo se vea forzado a renunciar.
Rebus lo dudaba. Jack no le había parecido un hombre preparado o dispuesto a renunciar.
—Si podemos ayudar a Jack… —Watson hizo otra pausa, queriendo captar la mirada de Rebus. Le estaba advirtiendo de que todo esto era extraoficial, sin papeles por medio, pero que ya se había discutido, en algún nivel muy por encima del propio Rebus. Quizá, por encima de Watson. ¿Los grandes mandamases le habían pegado en los nudillos al comisario?—. Si podemos ayudarle —decía—, me gustaría darle esa ayuda. Si entiendes lo que digo, John.
—Eso creo, señor. —Sir Hugh Ferrie tenía amigos poderosos. Y Rebus comenzaba a preguntarse hasta qué punto lo eran.
—Entonces, de acuerdo.
—Solo una cosa más, señor. ¿Quién le dio la información sobre el prostíbulo?
Watson sacudió la cabeza incluso antes de que Rebus acabase la pregunta.
—No te lo puedo decir, John. Sé lo que estás pensando. Estás pensando que fue una emboscada. Bueno, si es así, no tiene nada que ver con mi confidente. Eso te lo prometo. Y, si le tendieron una emboscada, la pregunta es por qué estaba allí, y no por qué estábamos nosotros.
—Pero los periódicos también lo sabían. Me refiero a que sabían lo de la Operación Rastrera.
Watson ahora asentía.
—De nuevo, eso no tiene nada que ver con mi informador. Pero sí, he estado pensando en ello. Tiene que ser uno de nosotros, ¿no? Alguien del equipo.
—¿Así que nadie más sabía para cuándo estaba planeada?
Watson contuvo el aliento un momento, luego sacudió la cabeza. Mentía, por supuesto. Rebus se dio cuenta. No tenía sentido seguir insistiendo, no ahora. Habría una razón detrás de la mentira y afloraría en su momento. Ahora mismo, y sin un motivo específico, Rebus estaba más preocupado por la señora Jack. ¿Preocupado? Bien, quizá no preocupado. Quizá ni siquiera alarmado. Llamémoslo… llamémoslo interés. Sí, eso era. Sentía interés por ella.
—¿Algún progreso con los libros desaparecidos?
«¿Qué libros desaparecidos? ¡Ah!, los libros desaparecidos». Se encogió de hombros.
—Hablamos con todos los libreros. La lista ronda por allí. Quizás incluso consigamos que lo mencionen en las revistas del sector. No creo que ningún librero se atreva a tocarlos. Mientras tanto… bueno, hay algunos coleccionistas privados que quedan por entrevistar. Uno de ellos es la esposa de Rab Kinnoul.
—¿El actor?
—El mismo. Vive en las afueras de South Queensferry. Su esposa colecciona primeras ediciones.
—Será mejor que vayas tú mismo, John. No quiero enviar a un agente a ver a Rab Kinnoul.
—Sí, señor. —Era la respuesta que había deseado. Se acabó el café. Sus nervios crepitaban ahora como el beicon en una sartén—. ¿Algo más?
Pero Watson había acabado con él. Se levantó para volver a llenar su taza.
—Esto es adictivo —dijo cuando Rebus salía del despacho—. Pero, por Dios, me hace sentir pletórico.
Rebus no sabía si reír o llorar…
Rab Kinnoul era un mercenario profesional.
Empezó a hacerse un nombre gracias a una serie de personajes televisivos: el inmigrante escocés en una serie londinense, el joven médico de pueblo en una serie rural, además de apariciones ocasionales en series de mayor importancia como The Sweeney (en el papel de un fugado de Glasgow), o la serie dramática Knife Ledge, donde interpretaba a un asesino a sueldo.
Este último papel le cambió las cosas. Un cazatalentos de Londres le vio y le probó para el papel de asesino en un thriller británico de bajo presupuesto que fue un éxito en taquilla y obtuvo buenas críticas en Estados Unidos y en Europa. El director no tardó en que le convencieran para trasladarse a Hollywood, y él convenció a sus productores de que Rab Kinnoul sería el actor ideal para el papel de gángster en una adaptación de Elmore Leonard.
Así que Kinnoul se fue a Hollywood, interpretó papeles secundarios en varias películas policíacas, y volvió a triunfar. Poseía un rostro y unos ojos en los que se podía leer cualquier cosa, sencillamente cualquier cosa. Si querías que fuera malvado, era malvado; si querías que fuera un psicópata, era un psicópata. Lo elegían para estos papeles y los interpretaba a la perfección, pero si las cosas hubiesen tomado un rumbo diferente en su carrera, bien podría haber acabado como el protagonista de películas románticas, el amigo comprensivo, el héroe de la peli.
Ahora se había instalado de nuevo en Escocia. Se decía que leía guiones, que estaba a punto de fundar su propia productora cinematográfica, que se retiraba. Rebus no se imaginaba del todo cómo alguien se podía retirar a los treinta y nueve. A los cincuenta, quizá, pero no a los treinta y nueve. ¿Qué podías hacer todo el día? La respuesta le vino mientras conducía hacia la casa de Kinnoul en las afueras de South Queensferry. Te podías pasar los días pintando la fachada de tu casa; suponiendo, claro está, que fuese del tamaño de la casa de Rab Kinnoul. Era como el puente Forth Rail: cuando acabaras de pintarlo, la primera parte ya estaría sucia.
Eso equivale a decir que era una casa muy grande, incluso desde la distancia. Estaba en una ladera, en un entorno bastante triste. Había hierbas altas y unos pocos árboles achaparrados. Pasaba un río muy cerca, que desembocaba en el fiordo de Forth. Dado que no había ningún indicio de una cerca que separase la casa del entorno, Rebus se dijo que Kinnoul debía ser el propietario de todo el terreno. La casa era moderna, si algo de los años sesenta aún podía ser considerado moderno, con el estilo de un bungalow pero unas cinco veces más grande. A Rebus le recordó especialmente a los chalés suizos que veías en las postales, excepto que los chalés estaban siempre acabados en madera, mientras esta casa tenía un revestimiento de pedregullo.
—He visto ayuntamientos mejores —susurró para sí mismo cuando aparcó en el camino empedrado de entrada. No obstante, al bajarse del coche, comenzó a ver una de las atracciones de la casa. Las vistas. Los espectaculares puentes de Forth no demasiado lejos; el resplandeciente y tranquilo estuario, y el sol brillando en el verde y plácido Fife, al otro lado del agua. No veías Rosyth, pero por el este alcanzabas a divisar lo que debía ser la ciudad costera de Kirkcaldy, donde Gregor Jack y, al parecer, Rab Kinnoul, habían sido escolarizados.
—No —dijo la señora Kinnoul, Cath Kinnoul, cuando entraba, un poco más tarde, en la sala de estar—. Las personas siempre cometen ese error.
Había aparecido en la puerta cuando Rebus todavía miraba.
—¿Admirando la vista?
Él le devolvió la sonrisa.
—¿Aquello de allá es Kirkcaldy?
—Sí, eso creo.
Rebus se volvió y comenzó a subir los escalones hacia la puerta principal. Había jardines de rocalla y bordes bien recortados a cada lado. La señora Kinnoul parecía disfrutar con la jardinería. Vestía prendas cómodas y tenía una sonrisa agradable. Tenía el pelo ondulado y lo llevaba recogido atrás y sujeto con un broche en la nuca. Había algo de los años cincuenta en ella. No sabía qué había esperado —quizás alguna rubia de Hollywood—, pero desde luego no se había esperado esto.
—Soy Cath Kinnoul. —Le tendió la mano—. Lo siento. He olvidado su nombre.
Él había telefoneado, por supuesto, para avisarle de su visita, para asegurarse de que hubiese alguien en casa.
—Soy el inspector Rebus.
—Así es —dijo ella—. Adelante.
Por supuesto todo esto hubiese podido hacerse por teléfono. «Se han robado los siguientes libros raros… ¿Alguien se ha puesto en contacto con usted…? Si alguien lo hace, por favor, llámenos de inmediato». Pero como a cualquier otro policía, a Rebus le gustaba ver con quién y qué estaba tratando. La gente se delataba a menudo cuando estabas allí en persona. Se ponía nerviosa, alterada. No es que Cath Kinnoul pareciese agitada. Entró en la sala de estar con la bandeja del té. Rebus había estado mirando a través del ventanal, empapándose de la vista.
—Su marido fue a la escuela en Kirkcaldy, ¿verdad?
Entonces ella le dijo:
—No, las personas siempre cometen ese error. Creo que debido a Gregor Jack. Ya sabe, el diputado.
Dejó la bandeja en la mesa de centro. Rebus se había apartado de la ventana y observaba la habitación. Había fotos enmarcadas de Rab Kinnoul en las paredes, imágenes de películas. Había también fotografías de actores y actrices que se suponía que Rebus debía conocer. Las fotos estaban autografiadas. La sala parecía estar dominada por un televisor de treinta y ocho pulgadas, encima del cual había un aparato de vídeo. A cada lado del televisor, apiladas en el suelo, estaban las cintas de vídeo.
—Siéntese, inspector. ¿Azúcar?
—Solo leche, por favor. ¿Decía usted que su marido y Gregor Jack…?
—¡Ah!, sí. Supongo que es porque ambos aparecen en los medios, me refiero a la televisión. La gente tiende a pensar que deben conocerse.
—¿No es así?
Ella se rio.
—¡Oh!, sí, sí, se conocen. Pero solo a través de mí. Las personas mezclan sus historias, supongo, así que comenzó a aparecer en los periódicos y las revistas que Rab y Gregor habían ido a la escuela juntos, lo que es una tontería. Rab fue a la escuela en Dundee. Fui yo quien fue a la escuela con Gregor. Y también fuimos juntos a la universidad.
Así que ni siquiera la flor y nata del joven periodismo escocés acertaba siempre. Rebus aceptó la taza de porcelana con un gesto de agradecimiento.
—Entonces, por supuesto, yo era solo Catherine Gowk. Conocí a Rab más tarde, cuando ya trabajaba en televisión. Estaba haciendo una obra en Edimburgo. Me crucé con él en el bar después de una actuación.
Ella revolvía el té distraída.
—Ahora soy Cath Kinnoul, esposa de Rab Kinnoul. Ya casi nadie me llama Gowk.
—¿Gowk? —Rebus creyó haber oído mal. Ella le miró.
—Era mi apodo. Todos teníamos apodos. Gregor era Beggar…
—Y Ronald Steele era Suey.
Ella dejó de revolver y le miró como si le viese por primera vez.
—Así es. ¿Pero cómo…?
—Es como se llama su tienda —explicó Rebus, porque era la verdad.
—Ah, sí. En cualquier caso, en lo que se refiere a los libros…
A Rebus le llamaron la atención tres cosas. La primera era que apenas había libros para alguien que, se suponía, era una coleccionista. La segunda, que prefería hablar de Gregor Jack. La tercera, que Cath Kinnoul tomaba drogas, tranquilizantes de algún tipo. Sus labios tardaban un segundo extra en formar cada palabra y sus párpados estaban caídos. ¿Valium? ¿Quizá nitrazepam?
—Sí —dijo—, los libros.
Luego miró alrededor. Cualquier actor hubiese reconocido que era un efecto muy pobre.
—¿Está el señor Kinnoul en casa?
Ella sonrió.
—Casi todo el mundo le llama Rab. Creen que si le han visto en televisión ya le conocen, y que eso les da el derecho a llamarle Rab. El señor Kinnoul… se nota que es usted policía. —Casi le señaló con el dedo, pero se lo pensó mejor y en cambio probó su té. Sujetaba la delicada taza por el cuerpo más que por la incómoda asa, se la bebió hasta dejarla seca, y exhaló.
—Esta mañana tengo mucha sed —explicó—. Lo siento, ¿decía usted?
—Me estaba hablando de Gregor Jack.
Ella pareció sorprendida.
—¿Sí?
Rebus asintió.
—Sí, así es. Lo leí en los periódicos. Las cosas horribles que dicen. De él y de Liz.
—¿La señora Jack?
—Sí, Liz.
—¿Cómo es ella?
Cath Kinnoul pareció estremecerse. Se levantó lentamente y dejó la taza vacía en la bandeja.
—¿Más té? —Rebus sacudió la cabeza. Ella se sirvió leche, mucho azúcar y un chorrito de té.
—Tengo mucha sed esta mañana. —Se acercó a la ventana, sujetando la taza con las dos manos—. Liz es muy suya. Hay que admirarla por eso. No puede ser fácil vivir con un hombre que está en el ojo público. Él apenas la ve.
—¿Se refiere a que está fuera todo el tiempo?
—Bueno, sí. Pero ella también se ausenta mucho. Tiene su propia vida, sus propios amigos.
—¿La conoce bien?
—No, no, yo no diría tanto. No se creería lo que hacíamos en la escuela. Quién lo hubiese pensado… —Ella tocó la ventana—. ¿Le gusta la casa, inspector?
Era un inesperado giro en la conversación.
—Es… grande, ¿no? —respondió Rebus—. Hay mucho espacio.
—Siete dormitorios —dijo ella—. Rab se la compró a una estrella de rock. No creo que le hubiese interesado si no hubiese sido el hogar de una estrella. ¿Para qué necesitamos siete dormitorios? Solo somos dos… oh, ahí llega Rab.
Rebus se acercó a la ventana. Un Land Rover traqueteaba por el camino de entrada. Había una figura corpulenta en la parte delantera, con las manos aferradas al volante. El Land Rover se detuvo con un gran chirrido de los frenos.
—Sobre los libros —dijo Rebus, de pronto convertido en el funcionario eficiente—. Creo que usted colecciona libros.
—Sí, rarezas. Sobre todo primeras ediciones. —Cath Kinnoul también comenzaba a interpretar otro papel, esta vez el de la mujer que ayuda a la policía con su…
La puerta principal se abrió y cerró.
—¿Cath? ¿De quién es el coche que está en la entrada?
Rab Kinnoul entró en la habitación a lo grande. Medía metro noventa y pesaría alrededor de ciento veinte kilos. Su enorme pecho tensaba la camisa a cuadros roja. Vestía unos amplios pantalones de pana marrón sujetos con un cinturón delgado y muy tirante. Se había dejado una barba rojiza, y su pelo castaño era más largo de lo que Rebus recordaba, rizado sobre las orejas. Miró expectante a Rebus, que se le acercó.
—Inspector Rebus, señor.
Kinnoul pareció sorprendido, luego aliviado; y, a continuación, pensó Rebus, preocupado. El problema eran los ojos: no parecían cambiar, ¿verdad? Así que Rebus comenzó a preguntarse si la sorpresa, el alivio y la preocupación estaban en la mente de Kinnoul o en la suya.
—Inspector, cuál es… me refiero, ¿pasa alguna cosa?
—No, no, señor. Solo que han robado unos libros, rarezas, y estamos hablando con coleccionistas particulares.
—¡Ah! —Ahora Kinnoul sonrió. Rebus no creía haberle visto sonreír en ninguna de sus películas o series de televisión. Ahora veía la razón. La sonrisa le cambiaba de matón amenazador a adolescente obeso. Iluminaba su rostro y le hacía inocente e inofensivo—. Así que lo que quiere es hablar con Cath. —Miró a su esposa por encima del hombro de Rebus—. ¿Te parece bien, Cath?
—Bien, Rab.
Kinnoul miró a Rebus de nuevo. La sonrisa había desaparecido.
—¿Quizá quiera ver la biblioteca, inspector? Cath y usted pueden charlar ahí.
—Gracias, señor.
Rebus tomó las carreteras secundarias en su regreso a Edimburgo. Eran más bonitas y, por supuesto, más silenciosas. Había aprendido muy poco en la biblioteca de Kinnoul, excepto que Kinnoul era protector con su esposa, tan protector que había sido incapaz de dejar a Rebus a solas con ella. ¿De qué tenía miedo? Había vigilado en la biblioteca. Había fingido curiosear en los libros y se sentó con uno, escuchando todo el tiempo mientras Rebus formulaba sus sencillas preguntas, dejaba una lista y le pedía a Cath Kinnoul que estuviese alerta. Y ella había asentido, manoseando la fotocopia.
La «biblioteca» era, de hecho, una de las habitaciones de arriba y probablemente hubiese sido un dormitorio tiempo atrás. Habían cubierto dos paredes con estanterías, la mayoría de ellas con puertas de cristal deslizantes. Detrás de los cristales había una triste colección de libros; triste a los ojos de Rebus, aunque suficiente para sacar a Cath Kinnoul de sus ensoñaciones. Le señaló algunos a Rebus.
—Una magnífica primera edición… Encuadernado en cuero… Algunas páginas están todavía sin cortar. Piénselo, es un libro impreso en 1789, pero si corto las páginas seré la primera persona que las haya leído. Oh, y aquella es una edición Creech de Burns… la primera vez que Burns se publicó en Edimburgo. También tengo algunos libros modernos. Allí está Muriel Spark… Midnight’s Children… George Orwell… —¿Los ha leído todos?
Ella miró a Rebus como si le hubiese preguntado por sus preferencias sexuales. Kinnoul intervino.
—Cath es una coleccionista, inspector. —Se acercó y la rodeó con un brazo—. Podían haber sido sellos de correos, porcelanas o simples muñecas, ¿no es así, amor? Pero son libros. Ella colecciona libros. —La apretó—. Ella no se los lee. Los colecciona.
Rebus sacudió ahora la cabeza, golpeó con los dedos en el volante. Había puesto una cinta de los Rolling Stones en el casete del coche. Una ayuda para el pensamiento constructivo. Por un lado, tenía al profesor Costello con su maravillosa biblioteca, los libros leídos y releídos, que valían una fortuna, pero todavía allí para prestarlos… para leerlos. Y por el otro estaba Cath Kinnoul. No sabía muy bien por qué sentía tanta compasión por ella. No podía ser fácil estar casada con… bueno, como ella misma había dicho, ¿no? Excepto que ella había estado hablando de Elizabeth Jack. Rebus estaba intrigado por la señora Jack. Más aún, comenzaba a sentirse fascinado por ella. Confiaba en poder conocerla pronto…
La llamada de Dufftown llegó justo cuando entraba en su despacho. En las escaleras le habían hablado de otro rumor. Para mediados de la semana siguiente se notificaría oficialmente que Great London Road se cerraba. «Entonces vuelvo a Marchmont», pensó Rebus.
Sonaba el teléfono. Siempre sonaba cuando estaba entrando o cuando estaba a punto de marcharse. Podía estar sentado en su silla durante horas y nunca, ni una vez…
—Hola, aquí Rebus.
Hubo una pausa, y la línea hacía tanto ruido que parecía que la llamada fuese transiberiana.
—¿Es el inspector Rebus?
Rebus suspiró y se dejó caer en la silla.
—Al aparato.
—Hola, señor. La línea es terrible. Soy el agente Moffat. Usted quería que alguien fuese a Deer Lodge.
Rebus se animó.
—Así es.
—Bien, señor, acabo de estar allí y… —Y se oyó un ruido como un contador Geiger enloquecido. Rebus apartó el auricular de la oreja. Cuando cesó el ruido, el agente continuaba hablando.
—No sé qué más puedo decirle, señor.
—Puede contarme todo eso de nuevo para empezar —respondió Rebus—. La línea se volvió loca durante un minuto.
El agente Moffat comenzó de nuevo y articuló las palabras como si conversase con un retardado.
—Decía, señor, que fui ayer a Deer Lodge, pero no había nadie en casa. Ningún coche aparcado. Eché una ojeada a través de las ventanas. Diría que alguien había estado allí en algún momento. Parecía como si hubieran celebrado una fiesta. Había botellas de vino, copas y cosas. Pero no había nadie en ese momento.
—¿Le preguntó a alguno de los vecinos…? —Mientras lo decía, Rebus supo que era una pregunta estúpida. El agente ya se estaba riendo.
—No hay ningún vecino, señor. Los más cercanos serían el señor y la señora Kennoway, pero están a casi dos kilómetros al otro lado de las colinas.
—Comprendo. ¿Hay algo más que pueda decirme?
—No, que se me ocurra. ¿Hay alguna otra cosa en particular…? Me refiero, sé que la casa es de aquel diputado y leí en los periódicos…
—No —se apresuró a decir Rebus—, no tiene nada que ver con aquello. —No quería más rumores circulando como espectadores en los Highland Games—. Solo quería hablar con la señora Jack. Creíamos que podía estar allí.
—Sí, según he oído, de vez en cuando está por aquí.
—Bien, si hay alguna cosa más, me la hará saber, ¿verdad?
—No hace falta decirlo, señor. —Cosa, supuso Rebus, que era así. El agente parecía un tanto dolido.
—Y gracias por su ayuda —añadió Rebus, pero solo recibió un breve «sí» antes de colgar.
—Que te jodan a ti también, compañero —dijo Rebus para sí mismo, antes de salir en busca del número de teléfono de la casa de Gregor Jack.
Por supuesto, existía la posibilidad de que el teléfono continuase desconectado. Así y todo, valía la pena intentarlo. El número estaría en un ordenador, pero Rebus admitió que iría más rápido buscándolo en el archivador. Y desde luego, encontró una página con el título de «Circunscripciones electorales en Edimburgo y Lothians» donde aparecían las direcciones y números de teléfono particulares de los once diputados de la zona. Marcó los diez números, esperó y fue recompensado con el tono de llamada. No es que eso significase…
—¿Hola?
—¿Hablo con el señor Urquhart?
—Lo siento, el señor Urquhart no está aquí en estos momentos…
Por supuesto, Rebus había reconocido la voz.
—¿Es usted, señor Jack? Soy el inspector Rebus. Nos conocimos ayer…
—Vaya, sí, hola, inspector. Está de suerte. Conectamos el teléfono de nuevo esta mañana. Ian se ha pasado el día recibiendo llamadas. Acaba de salir a tomarse un descanso. Dijo que deberíamos desconectarlo otra vez, pero lo conecté yo mismo cuando se marchó. Detesto pensar que estoy completamente aislado. Mis votantes, después de todo, podrían necesitar…
—¿Qué pasa con la señorita Greig?
—Está trabajando. El trabajo debe continuar, inspector. Tiene un despacho en la parte trasera de la casa donde se encarga de redactar y de otras cosas. Helen ha sido de verdad…
—¿Y la señora Jack? ¿Alguna noticia?
Ahora el flujo de palabras pareció haberse secado. Se oyó una tos áspera. Rebus imaginó el reajuste de las facciones, quizás incluso el rascarse un dedo, el pasarse los dedos por el pelo…
—Vaya… sí, es curioso que lo mencione. Telefoneó esta mañana. —¡Oh!
—Sí, pobrecita. Dijo que llevaba horas intentándolo, pero por supuesto el teléfono estuvo desconectado todo el domingo y comunicando la mayor parte de hoy…
—Entonces, ¿está en la casa de campo?
—Así es. Está pasando la semana allí. Le dije que se quedase. No tiene sentido verla arrastrada por toda esta basura, ¿verdad? Muy pronto se acabará. Mi abogado…
—Hemos comprobado Deer Lodge, señor Jack.
Otra pausa. Luego:
—¡Oh!
—No parece que esté allí. No hay ninguna señal de vida.
Rebus sudaba por debajo del cuello de la camisa. Podía culpar a la calefacción, por supuesto. Pero sabía que la calefacción no tenía toda la culpa. ¿Adónde conducía esto? ¿En qué se estaba metiendo?
—¡Ah! —Esta vez una declaración, un sonido desanimado—. Comprendo.
—Señor Jack, ¿hay algo que quiera decirme?
—Sí, inspector, lo hay, supongo.
—¿Quiere que vaya? —preguntó Rebus con mucho cuidado.
—Sí.
—De acuerdo. Estaré allí tan pronto como pueda. Solo espéreme. ¿De acuerdo?
Ninguna respuesta.
—¿Le parece bien, señor Jack?
—Sí.
Pero Gregor Jack no parecía decirlo de verdad.
Por supuesto, el coche de Rebus se negó a arrancar. El sonido que hacía se parecía cada vez más a la última risa de un enfermo de enfisema.
—¿Tienes problemas? —le gritó Brian Holmes desde el otro lado del aparcamiento, agitando la mano y a punto de subir a su coche. Rebus cerró la puerta del suyo y caminó con paso enérgico hasta donde estaba Holmes, que acababa, con la primera vuelta de llave, de poner en marcha su Metro.
—¿De vuelta a casa?
—Sí. —Hizo un gesto hacia el condenado coche de Rebus—. ¿Y tú? ¿Quieres que te lleve?
—Resulta que sí, Brian. Y puedes acompañarme si quieres.
—No lo entiendo.
Rebus intentaba abrir la puerta del pasajero, sin éxito. Holmes titubeó un momento antes de quitar el seguro.
—Esta noche me toca cocinar —dijo—. Nell se pondrá como una fiera si llego tarde…
Rebus se acomodó y se cruzó el cinturón de seguridad por encima del pecho.
—Te lo contaré todo por el camino.
—¿El camino adónde?
—No lejos de donde vives. No llegarás tarde, te lo prometo. Pediré un coche para que me traiga de vuelta a la ciudad. Pero me gustaría mucho que me acompañases.
Holmes no era lento; cuidadoso sí, pero nunca lento.
—Te refieres al miembro masculino —dijo—. ¿Qué ha hecho esta vez?
—Tiemblo de solo pensarlo, Brian. Créeme, tiemblo de solo pensarlo.
La verja estaba abierta y no había periodistas. Habían aparcado el coche en el garaje y el camino estaba despejado. Dejaron el coche de Holmes en la carretera principal.
—Vaya lugar —comentó Holmes.
—Espera ver el interior. Es como un decorado de película. Algo al estilo de Ingmar Bergman o algo así.
Holmes sacudió la cabeza.
—Sigo sin creérmelo —dijo—. Tú viniendo aquí ayer, entrometiéndote en…
—Nada de entrometerme, Brian. Ahora escucha, voy a hablar con Jack. Tú husmea por allí, a ver si algo huele a podrido.
—¿Quieres decir podrido literalmente?
—No espero encontrar cuerpos en descomposición en los parterres, si es lo que estás pensando. No, solo mantén los ojos abiertos y los oídos atentos.
—¿Y la nariz mojada?
—Si no llevas un pañuelo, sí.
Se separaron. Rebus fue hacia la puerta principal, Holmes por el lado de la casa, hacia el garaje. Rebus tocó el timbre. Eran casi las seis. Sin duda, Helen Greig estaría camino de su casa…
Pero fue Helen Greig quien abrió la puerta.
—Hola —dijo—. Pase. Gregor está en la sala de estar. Ya conoce el camino.
—Por supuesto. La tiene ocupada, ¿no? —Rebus apoyó un dedo en el dial de su reloj.
—Oh, sí —dijo ella con una sonrisa—, es un auténtico negrero.
Una imagen poco bondadosa apareció en la mente de Rebus: Jack vestido de cuero y Helen Greig con una correa… la borró de su mente.
—¿Cree que está bien?
—¿Quién? ¿Gregor? —Sonrió con discreción—. Parece estarlo, dadas las circunstancias. ¿Por qué?
—Solo me lo preguntaba, eso es todo.
Ella vaciló un momento, como si fuera a decir algo. Hasta que recordó su lugar.
—¿Puedo servirle algo?
—No, gracias.
—Muy bien, entonces le veré más tarde. —Se marchó más allá de las escaleras curvas, de regreso a su despacho, en la parte de atrás de la casa. Maldita sea, no le había dicho nada de Holmes. Si Holmes espiaba a través de la ventana del despacho… ¡Oh!, bueno. Si oía un grito, sabría qué había pasado. Abrió la puerta de la sala de estar.
Gregor Jack estaba solo. Solo y escuchando su equipo de alta fidelidad. El volumen estaba bajo, pero Rebus reconoció a los Rolling Stones. Era el mismo álbum que había escuchado antes, Let It Bleed. Jack se levantó del sofá de cuero, con una copa de whisky en la mano.
—Inspector, no ha tardado mucho. Me ha pillado disfrutando de mi vicio secreto. Bueno, todos tenemos un vicio secreto, ¿verdad?
Rebus pensó de nuevo en la escena del prostíbulo. Jack pareció leerle el pensamiento, porque le dirigió una sonrisa avergonzada. Rebus estrechó la mano que le ofrecía. Observó que se había puesto una tirita en el dedo de la mano izquierda. Un vicio secreto y un pequeño defecto. Jack vio que se fijaba.
—Un eczema —explicó, y pareció dispuesto a decir más.
—Sí, eso dijo.
—¿Lo hice?
—Ayer.
—Tendrá que disculparme, inspector. Por lo general no suelo repetirme. Pero entre lo de ayer y todo lo demás…
—Comprendido. —Rebus advirtió una tarjeta apoyada en la repisa de la chimenea. No estaba allí ayer.
Jack se dio cuenta de que tenía una copa en la mano.
—¿Puedo ofrecerle una copa?
—Puede, señor, y la acepto.
—¿Le parece bien un whisky? No creo que haya mucho más…
—Lo que usted beba, señor Jack. —Y por alguna razón añadió—: A mí también me gustan los Rolling Stones. Los primeros discos.
—Estoy de acuerdo —asintió Jack—. La música actual es pura basura, ¿verdad? —Se había acercado a la pared, a la izquierda de la chimenea. Los estantes de vidrio almacenaban una serie de botellas y copas. Mientras servía, Rebus se acercó a la mesa en la que Urquhart había estado ocupándose de unos documentos. Eran cartas a la espera de ser firmadas (todas con el rastrillo coronado de la Cámara de los Comunes), y algunas notas relacionadas con el trabajo parlamentario.
—Este trabajo —dijo Jack, que se acercó con la copa de Rebus— es lo que uno hace con él. Hay algunos diputados que hacen lo mínimo. Y créame: eso ya es mucho. Salud.
—Salud. —Ambos bebieron.
—Luego —continuó Jack— están los que van a tope. Hacen el trabajo de su circunscripción electoral y se involucran en el proceso parlamentario, en un mundo más amplio. Debaten, escriben, asisten…
—¿A cuáles pertenece usted, señor? —Rebus pensó que hablaba demasiado, y, sin embargo, decía muy poco…
—A los del medio —respondió Jack, y marcó un curso con la mano extendida—. Por favor, siéntese.
—Gracias, señor. —Se sentaron, Rebus en la silla, Jack en el sofá. Rebus advirtió de inmediato que el whisky estaba aguado y se preguntó por quién. ¿Lo sabría Jack?—. Dijo por teléfono que había algo…
Jack utilizó el mando a distancia para apagar la música. A Rebus le pareció que apuntaba a la pared. No había ningún equipo de alta fidelidad a la vista.
—Quiero dejar las cosas bien claras respecto a mi esposa, inspector. Estoy preocupado por ella. No quise decir nada antes…
—¿Por qué no, señor? —Hasta ahora el discurso sonaba bien preparado. Claro que había tenido más de una hora para hacerlo. Se le agotaría en un momento dado. Rebus debía ser paciente. Se preguntó dónde estaría Urquhart…
—La publicidad, inspector. Ian dice que Liz es mi gran desventaja. Yo creo que se pasa, pero Liz… es, bueno, no del todo temperamental…
—¿Cree que habrá leído los periódicos?
—Sin duda. Siempre compra los tabloides. Le gustan los cotilleos.
—Pero ¿no se ha puesto en contacto?
—No, no lo ha hecho.
—¿No le parece extraño?
Jack frunció el rostro.
—Sí y no, inspector. Quiero decir, que no sé qué pensar. Sería muy capaz de reírse de todo este asunto. Pero también…
—¿Cree que se haría daño a sí misma, señor?
—¿Hacerse daño? —Jack tardó en comprender—. ¿Se refiere al suicidio? No, no lo creo, no, eso no. Pero si se sintió avergonzada, bien podría haber desaparecido sin más. O podría haberle pasado algo, un accidente… Dios sabe qué. Si se puso lo bastante furiosa… es posible… —Inclinó la cabeza de nuevo, con los codos apoyados en las rodillas.
—¿Cree que es un asunto de la policía, señor?
Jack le miró con ojos brillantes.
—Ese es el dilema, ¿no? Si denuncio su desaparición… me refiero a si la denuncio oficialmente… y la encuentran y resulta que solo se estaba distanciando…
—¿Cree que es la clase de persona que se distanciaría, señor? —Los pensamientos de Rebus corrían ahora desbocados. Alguien le había tendido una trampa a Jack… pero no su esposa, ¿o sí? Eran pensamientos de suplemento dominical, pero le preocupaban igualmente.
Jack se encogió de hombros.
—En realidad, no. Es difícil saberlo con Liz. Es variable.
—Bien, señor, podríamos hacer algunas averiguaciones discretas en el norte. Llamar a hoteles, alojamientos…
—Tratándose de Liz serán hoteles, inspector. Hoteles de lujo.
—Muy bien, llamaremos a los hoteles, preguntaremos por allí. ¿Algunos amigos a los que podría visitar?
—No muchos.
Rebus esperó. Se preguntó si Jack cambiaría de opinión. Después de todo, siempre estaba Andrew Macmillan, el asesino. Alguien a quien ella probablemente conocía, alguien cercano. Pero Jack se limitó a encogerse de hombros y a repetir:
—Muy pocos.
—Bien, una lista ayudaría, señor. Incluso podría llamarlos usted mismo. Ya sabe, llamar para charlar. Si la señora Jack está allí, es probable que se lo digan.
—A menos que les haya dicho que no.
Eso era verdad.
—Pero ¿y si se ha marchado a una de las islas y no se ha enterado de nada…? —dijo Jack.
Política, al final todo era política. Rebus comenzaba a respetar menos a Gregor Jack; pero, extrañamente, le gustaba más. Se levantó y caminó hacia los estantes, con la intención aparente de dejar la copa allí. Se detuvo en la chimenea junto a la tarjeta de la repisa y la cogió. Había un dibujo de un joven en un descapotable. Llevaba una botella de champán en un cubo de hielo en el asiento del pasajero. El mensaje escrito arriba decía ¡BUENA SUERTE! Dentro había otro mensaje, escrito con rotulador: «No temas. La jauría está contigo». Había seis firmas.
—Compañeros de escuela —dijo Jack. Se acercó para detenerse junto a Rebus—. Y un par de los días de universidad. Nos mantuvimos en contacto a lo largo de los años.
Rebus reconoció a algunos de los nombres, pero simuló estar intrigado para que Jack le diese la información.
—Gowk, esa es Cathy Gow. Ahora es Cath Kinnoul como Rab, el actor. —Su dedo se movió hacia la siguiente firma—. Tampón es Tom Pond. Es un arquitecto en Edimburgo. Bilbo es Bill Fischer, trabaja en Londres para algunas revistas. Siempre estuvo loco por Tolkien. —La voz de Jack se había suavizado con el sentimiento. Rebus pensó en los compañeros de escuela con los que seguía en contacto. Un gran total de cero—. Suey es Ronnie Steele.
—¿Por qué Suey?
Jack sonrió.
—No tengo muy claro si debo decírselo. Ronnie me mataría. —Lo pensó por un momento y se encogió tiernamente de hombros—. Bueno, estábamos en un viaje escolar a Suiza y una chica entró en la habitación de Ronnie y lo encontró… haciendo algo. Ella fue y se lo contó a todo el mundo. Ronnie estaba tan avergonzado que salió corriendo y se tumbó en mitad de la carretera. Dijo que iba a matarse, pero no pasó ningún coche, así que terminó por levantarse.
—¿Suey es la abreviatura de suicidio?
—Así es. —Jack miró la tarjeta de nuevo—. Sexton es Alice Blake. Sexton Blake, ¿sabe? Detective, como usted. —Jack sonrió—. Alice también trabaja en Londres. En algo parecido a relaciones públicas.
—¿Qué me dice…?
Rebus señalaba el último nombre secreto, Mack. El rostro de Jack cambió.
—¡Oh!, ese es… Andy Macmillan.
—¿A qué se dedica el señor Macmillan hoy en día? —Mack, pensaba Rebus. Como Mack el Navaja, muy apropiado.
Jack se mostró distante.
—Está en la cárcel, creo. Una historia trágica, muy trágica.
—¿En la cárcel? —Rebus quería más, pero Jack cambió de tema. Le señaló los nombres en la tarjeta.
—¿Ve alguna cosa, inspector?
Sí, Rebus lo había visto, aunque no tenía intención de mencionarlo. Ahora lo dijo.
—Todos los nombres están escritos por la misma persona.
Jack le dirigió una rápida sonrisa.
—Bravo.
—Bueno, el señor Macmillan está en la cárcel y el señor Fisher y la señorita Blake no podrían haberla firmado porque viven en Londres, ¿no? La noticia solo se conoció ayer.
—Vaya, buena observación.
—Entonces… ¿quién?
—Cathy. Solía ser una falsificadora experta, aunque nadie lo diría al verla. Conocía nuestras firmas de memoria.
—Pero el señor Pond vive en Edimburgo. ¿No podría haber firmado?
—Creo que está en Estados Unidos por un asunto de negocios.
—¿Y el señor Steele…? —Rebus tocó el garabato de Suey.
—Suey es un hombre difícil de encontrar, inspector.
—Así es —murmuró Rebus—, así es.
Llamaron a la puerta.
—Pasa, Helen.
Helen Greig asomó la cabeza. Vestía una gabardina y se estaba atando el cinturón.
—Me voy, Gregor. ¿Todavía no ha vuelto Ian?
—No. Supongo que debe estar recuperando el sueño.
Rebus estaba colocando la tarjeta en la repisa. Él también se preguntaba si Gregor Jack estaba rodeado de amigos o de todo lo contrario…
—¡Ah! —añadió Helen Greig—. Hay otro policía aquí. Estaba en la puerta trasera.
Se abrió la puerta del todo y Brian Holmes entró en la habitación. A Rebus le pareció que lo hacía con torpeza. Pensó que Holmes estaba impresionado por la presencia del diputado Gregor Jack.
—Gracias, Helen. Nos vemos mañana.
—Mañana estás en Westminster, Gregor.
—Sí, eso es. Muy bien, nos veremos pasado mañana.
Helen Greig se marchó y Rebus presentó a Brian Holmes. Holmes todavía parecía incómodo de una forma antinatural. ¿Qué demonios estaba pasando? No podía ser solo Jack. Entonces Holmes carraspeó. Miraba a su superior y evitaba el contacto visual con el diputado.
—Señor… hay algo que debería ver. En la parte de atrás. En el cubo de la basura. Tenía unos papeles en los bolsillos y se me ocurrió tirarlos. Y cuando levanté la tapa del cubo…
El rostro de Gregor Jack estaba blanco como el papel.
—Muy bien —dijo Rebus con tono enérgico—, enséñenos el camino, Brian. —Hizo un amplio gesto con el brazo—. Después de usted, señor Jack.
La parte trasera de la casa estaba bien iluminada. Había dos grandes cubos de plástico negro junto a un tupido rododendro. En cada cubo había una gran bolsa de basura negra. Holmes levantó la tapa del cubo en el lado izquierdo y la sostuvo para que Rebus mirase. El inspector se encontró con una caja de cereales aplastadas y el envoltorio de unas galletas.
—Debajo —se limitó a decir Holmes. Rebus levantó la caja de cereales. Había estado ocultando un pequeño cofre del tesoro. Dos cintas de vídeo con las tapas rotas, las cintas hechas un ovillo… un paquete de fotografías… dos vibradores pequeños de color dorado… dos pares de esposas de juguete… y ropas, mallas, taparrabos con cremalleras. Rebus no pudo evitar preguntarse qué hubiesen hecho los periodistas de haberlo encontrado antes…
—Puedo explicarlo —dijo Jack con la voz quebrada.
—No tiene que hacerlo, señor. No es asunto nuestro. —Rebus lo dijo de una manera que dejaba claro el significado: puede que no sea asunto nuestro, pero será mejor que nos lo diga.
—Me entró el pánico. En realidad, no era pánico. Solo que con esa historia sobre el prostíbulo y con Liz en algún lugar… y como sabía que usted venía de camino… quise deshacerme de todo esto. —Sudaba—. Quiero decir que sé que parece extraño, de ahí, precisamente, que quisiera deshacerme de todo ello. No es mío, es de Liz. Sus amigos… las fiestas que montan… bueno, no quería que se llevara una impresión equivocada.
«O la impresión correcta», pensó Rebus. Cogió el paquete de fotografías, que se había abierto de golpe.
—Lo siento —dijo y las recogió aparatosamente. Eran Polaroids de una fiesta. Un fiestón, por lo que parecía—. ¿Y quién era este?
Rebus sostuvo la fotografía en alto para que Jack pudiese verla. Mostraba a Gregor Jack en el momento en que dos mujeres le quitaban la camisa. Los ojos de todos salían rojos.
—La primera y última fiesta a la que fui —señaló Jack.
—Sí, señor —dijo Rebus.
—Mire, inspector, la vida de mi mujer es asunto suyo. Lo que elige ponerse o hacer… bueno, está fuera de mis manos. —La furia estaba reemplazando a la vergüenza—. Puede que no me guste. Puede que no me gusten sus amigos, pero es asunto suyo.
—De acuerdo, señor. —Rebus arrojó las fotos de nuevo al cubo de la basura—. Bueno, quizá los amigos de su esposa sabrán dónde está, ¿no? Mientras tanto, yo no dejaría todo esto aquí, no a menos que quiera verse de nuevo en las primeras páginas. Los cubos de la basura son el primer lugar donde miran algunos periodistas. Y como digo, señor Jack, no es asunto nuestro… todavía no.
Pero no tardaría en serlo; Rebus lo notaba en la tripa, que retumbó al pensarlo.
No tardaría en serlo.
En el interior de la casa, Rebus intentó concentrarse en las pistas de una en una. No era fácil, no era nada fácil. Jack escribió los nombres y las direcciones de algunos de los amigos de su esposa. No eran de la alta sociedad, pero estaban varios peldaños por encima de la concurrencia del Horsehair. Después Rebus preguntó por el coche de Liz Jack.
—Un BMW negro —dijo Jack—. Serie tres. Mi regalo de cumpleaños del año pasado.
Rebus pensó en su coche.
—Un coche muy bonito, señor. ¿Y la matrícula? —Jack se la dijo. Rebus parecía un poco sorprendido, pero Jack le dirigió una sonrisa débil.
—Soy contable —explicó—. Nunca olvido los números.
—Por supuesto, señor. Bien, será mejor que…
Hubo un sonido, el sonido de la puerta principal que se abría y cerraba. Voces en el vestíbulo. ¿Había regresado la esposa pródiga? Los tres hombres se volvieron hacia la puerta de la sala de estar, que ahora se abría.
—¿Gregor? Mira con quién me he encontrado de camino…
Ian Urquhart vio que Gregor Jack tenía visita e hizo una pausa, sorprendido. Detrás de él, un hombre de aspecto cansado entraba arrastrando los pies. Era alto y esquelético, con el pelo negro lacio y gafas redondas de montura negra.
—Gregor —dijo el hombre. Se acercó a Gregor Jack y se dieron la mano. Entonces Jack apoyó una mano en el hombro del tipo—. Quería venir antes —dijo—, pero ya sabes cómo es. —Parecía auténticamente agotado: tenía bolsas oscuras debajo de los ojos y el cuerpo encorvado. Su habla y movimientos eran lentos—. Creo que acabo de conseguir una bonita colección de libros de arte italianos…
Ahora parecía dispuesto a reconocer a los visitantes. Rebus había estrechado la mano de Urquhart. El recién llegado asintió hacia la mano derecha de Rebus.
—Usted debe ser el inspector Rebus.
—Así es.
—¿Cómo lo ha sabido? —preguntó Gregor Jack, muy impresionado.
—Los rasguños en la muñeca —explicó el recién llegado—. Vanesa me dijo que un tal inspector Rebus había ido a la librería y que Rasputín le había dejado su marca… una marca considerable, por lo que se ve.
—Usted debe ser el señor Steele —dijo Rebus, y le estrechó la mano.
—El mismo —asintió Steele—. Siento no haber estado cuando vino. Como Gregor le dirá, soy un hombre difícil de…
—Encontrar —le interrumpió Jack—. Sí, Ronnie, ya se lo he dicho al inspector.
—Entonces, ¿ningún rastro de los libros, caballero? —le preguntó Rebus a Steele. El librero se encogió de hombros.
—Son demasiado peligrosos. ¿Tiene idea de cuánto podría valer ese lote? Yo diría que tuvo que ser un coleccionista particular.
—¿Robados por encargo?
—Quizás. Una amplia variedad… —Steele pareció cansarse rápido del tema. Se volvió de nuevo hacia Gregor Jack y dejó los brazos abiertos, medio encogido—. Gregor, ¿qué demonios están intentando hacerte?
—Es obvio —intervino Urquhart, que se estaba sirviendo una copa sin que lo invitasen— que alguien en algún lugar está buscando una dimisión.
—Para empezar, ¿qué estabas haciendo allí?
Steele hizo la pregunta. Se la hizo a un silencio que se prolongó durante mucho tiempo. Urquhart le había servido una copa y se la alcanzó, mientras Gregor Jack parecía estudiar a los cuatro hombres en la habitación, como si uno de ellos pudiese tener la respuesta. Rebus observó que Brian Holmes contemplaba una pintura en la pared, ajeno a la conversación. Finalmente, Jack soltó un sonido exasperado y sacudió la cabeza.
—Creo —le dijo Rebus al silencio general— que será mejor que nos marchemos.
—Recuerde vaciar el cubo, señor —fue su último mensaje a Jack, antes de llevar a Holmes por el camino particular hacia la carretera. Holmes aceptó llevarle hasta Bonnyrigg, donde Rebus podía tomar un taxi a la ciudad, pero cuando llegaron adonde estaba aparcado el Metro, subieron y pusieron en marcha el coche sin comentarios. Sin embargo, al poner la segunda, Holmes dijo:
—Un tipo agradable. ¿Crees que nos enviaría una invitación para una de esas fiestas?
—Brian —dijo Rebus en tono de advertencia. Luego añadió—: No son sus fiestas, son las fiestas a las que va su mujer. Sin embargo, su casa no parecía la de las fotos.
—¿De verdad? No las vi muy bien. Lo único que vi fue a mi diputado desnudado por un par de damas ansiosas. —Holmes soltó una risa súbita.
—¿Qué?
—Strip Jack —dijo Holmes.
—¿Perdón?
—Es un juego de cartas —le explicó Holmes—. Jack al desnudo, desnudar a Jack…
—¿De verdad? —dijo Rebus, que intentó no parecer interesado. Pero era precisamente lo que alguien intentaba hacer, despojar a Jack de su municipio, de su imagen limpia; quizás, incluso, de su matrimonio. ¿Estaban intentando convertir en pordiosero al hombre cuyo apodo era, precisamente, Beggar?
¿Acaso Jack no era tan inocente como parecía? No, demonios, seamos sinceros: no parecía inocente de ninguna manera. Hecho: había visitado un prostíbulo. Hecho: había intentado librarse de las pruebas de que él mismo había asistido, al menos, a una fiesta un tanto alocada. Hecho: su esposa no le había llamado. Vaya. Rebus seguía apostando por él. En materia de religión era más pesimista que presbiteriano, pero en algunas cosas John Rebus todavía se aferraba a la fe.
Fe y esperanza. Lo que habitualmente le faltaba era caridad.