2
RASCANDO UN POCO
Era una verdad aceptada universalmente que algunos miembros del Parlamento tenían problemas para mantener los pantalones puestos. Pero Gregor Jack no estaba considerado uno de ellos. Es más, a menudo rechazaba los pantalones y optaba por la falda en las noches de elecciones y en muchos actos públicos. En Londres, aceptaba las burlas de buena gana, respondiendo a las viejas preguntas con la exactitud del catecismo.
—¿Díganos, Gregor, qué lleva debajo de la falda?
—Oh, nada, nada en absoluto. Todo funciona a la perfección.
Gregor Jack no era un miembro del Partido Nacionalista Escocés (PNE), aunque había coqueteado con él en su juventud. Se había unido al Partido Laborista, pero había renunciado por razones que nunca se explicaron. No era un demócrata liberal, ni tampoco un conservador escocés, esa raza particular. Gregor Jack era un independiente, y como tal había retenido el escaño de North and South Esk, el sur y el este de Edimburgo, desde su tranquila victoria en 1985. «Tranquilo» era un adjetivo utilizado a menudo con Jack. También lo eran «honesto», «leal» y «decente».
John Rebus se lo sabía de memoria gracias a los periódicos viejos, las revistas y las entrevistas radiofónicas. Tenía que haber gato encerrado, algún fallo en su resplandeciente armadura. La Operación Rastrera encontraría el fallo. Rebus hojeó el periódico del sábado en busca de algún artículo. No lo encontró. Era curioso: la prensa se había mostrado muy interesada la noche anterior. La noticia se produjo a la una y media… tiempo más que suficiente, sin duda, para verla impresa en la última edición de la mañana. A menos, por supuesto, que los reporteros no hubiesen sido locales. Pero tenían que serlo, ¿no? Dicho esto no había reconocido ningún rostro. ¿De verdad tenía Watson la influencia suficiente para involucrar a los periódicos de Londres? Rebus sonrió. Capacidad le sobraba, desde luego. Su esposa se encargaba de ello: tres comidas al día de tres platos cada una.
«Alimenta el cuerpo —decía Watson a menudo—, y alimentarás el espíritu». O algo así. El caso es que, plasta bíblico o no, Watson estaba comenzando a consumir gran cantidad de bebidas espirituosas. Lucía un resplandor rosado en las mejillas y la papada, y desprendía el olor inconfundible de las pastillas de menta fuerte. Cuando Lauderdale entraba en el despacho de su superior, olisqueaba como un sabueso. Pero no era sangre lo que olfateaba, sino un ascenso. Perderían de vista al Granjero y ganarían un Pedo.
El apodo había sido quizás inevitable. Pura asociación de palabras. Lauderdale se convirtió en Fort Lauderdale, y muy pronto Fort se convirtió en Pedo[1]. Oh, pero también era un nombre adecuado. Porque allí donde fuese el inspector jefe Lauderdale dejaba mal olor. Como, por ejemplo, en el Caso de la Literatura Robada. Rebus había sabido en cuanto Lauderdale entró en su despacho que necesitaría abrir las ventanas muy pronto.
—Quiero que a este lo sigas de cerca, John. El profesor Costello es muy respetado, una figura internacional en este campo…
—¿Y?
—Y —Lauderdale simuló que su siguiente afirmación no significaba nada para él— es un amigo personal del comisario Watson.
—¡Ah!
—¿Qué es esto, la semana del monosílabo?
—¿Monosílabo? —Rebus frunció el entrecejo—. Lo lamento, señor. Tendré que preguntarle al sargento detective Holmes qué significa.
—No intentes hacerte el gracioso…
—Que no, señor, se lo juro. El sargento detective Holmes ha tenido el beneficio de una educación universitaria. Bueno… de unos cinco meses o algo así. Es el hombre más adecuado para coordinar a los agentes en un caso tan extremadamente delicado.
Lauderdale miró la figura sentada durante lo que pareció —al menos a Rebus— un largo rato. Dios, ¿tan estúpido era? ¿Es que nadie apreciaba la ironía en estos tiempos?
—Mira —dijo Lauderdale—. Necesito alguien con un poco más de antigüedad que un sargento detective recién ascendido. Y lamento decirte, inspector, Dios nos ayude a todos, que tú eres un poco más antiguo.
—Me halaga, señor.
El expediente cayó en la mesa de Rebus con un golpe sordo. El inspector jefe se volvió y se marchó. Rebus se levantó, fue hacia su ventana de guillotina y tiró de ella con todas sus fuerzas. Pero estaba atascada. No había escapatoria. Suspiró y volvió a sentarse. Luego abrió el expediente. Era un caso de robo muy claro. James Aloysius Costello era profesor de religión en la universidad de Edimburgo. Un día alguien entró en su despacho y se llevó varios libros raros. Según el profesor eran de valor incalculable; según los varios libreros y salas de subastas de la ciudad, no. La lista parecía ecléctica: una de las primeras ediciones del Tratado sobre la Predestinación de Knox, un par de primeras ediciones de sir Walter Scott, La sabiduría de los ángeles de Swedenborg, una primera edición firmada de Tristram Shandy, y ediciones de Montaigne y Voltaire. Ninguno de ellos significaba mucho para Rebus, hasta que una casa de subastas de George Street le facilitó los valores estimados. La pregunta entonces era: ¿qué estaban haciendo en una oficina abierta?
—Son para ser leídos —respondió el profesor Costello con toda la inocencia—. Para ser disfrutados, admirados. ¿De qué servirían encerrados en una caja fuerte o en la vitrina de alguna vieja librería?
—¿Alguien más sabía de su existencia? ¿De su valor?
El profesor se encogió de hombros.
—Había creído, inspector, que estaba entre amigos.
Tenía una voz como de turbera y los ojos le brillaban como el cristal. Una educación de Dublín, pero una vida que, como dijo él, transcurrió «enclaustrada» en lugares como Cambridge, Oxford, Saint Andrews y, ahora, Edimburgo. También una vida coleccionando libros. Los que quedaban en su oficina —que seguía sin cerrarse— valían como mínimo tanto como los volúmenes robados, y quizá más.
—Dicen que los rayos nunca caen dos veces en el mismo lugar —le aseguró a Rebus.
—Quizá no, pero los ladrones sí. Procure cerrar la puerta cuando salga, ¿eh, señor? Aunque solo sea eso.
El profesor se había encogido de hombros. Rebus se preguntó si era alguna clase de estoicismo. Se sentía nervioso sentado allí en el despacho de Buccleuch Place. Para empezar, él era algo así como un cristiano, y le hubiese gustado ser capaz de hablar del tema a fondo con alguien con aspecto de sabio. ¿Sabio? Quizá no sabio en el sentido mundano, o no lo bastante sabio para saber cómo funcionaban las cerraduras y las mentes humanas, pero sí sabio de otras maneras. Pero Rebus también estaba nervioso, se tenía por un hombre listo que lo hubiese sido más de haber tenido la oportunidad. Nunca había ido a la universidad. Y nunca iría. Se preguntó lo diferente que hubiese sido de haber ido o podido…
El profesor miraba a la calle adoquinada a través de su ventana. A un lado de Buccleuch Place había una hilera de casas bien cuidadas, propiedad de la universidad y utilizadas por varios departamentos. El profesor las llamaba Botany Bay. Al otro lado de la carretera se alzaban unas siluetas más feas, los modernos mausoleos de piedra del complejo universitario principal.
Dejó al profesor entregado a sus musas y divagaciones. ¿Habían robado los libros al azar? ¿O había sido un robo deliberado de un ladrón que robaba por encargo? Bien podría haber coleccionistas sin escrúpulos que pagarían —sin hacer preguntas— por una primera edición de Tristram Shandy. Si bien los autores le sonaban, era el único título que había significado algo para Rebus. Tenía un ejemplar en rústica del libro, comprado una vez en un rastrillo de los Meadows por diez peniques. Quizás el profesor querría pedírselo en préstamo.
Así había arrancado para el inspector John Rebus el Caso de la Literatura Robada. Ya se habían hecho las investigaciones pertinentes, tal como mostraban las notas del caso, pero se podía investigar de nuevo. Estaban las casas de subastas, las librerías, los coleccionistas privados… tendría que hablar con todos. Y solo para satisfacer una improbable amistad entre un comisario de policía y un profesor de religión. Una pérdida de tiempo, por supuesto. Los libros habían desaparecido el martes pasado. Hoy era sábado y, sin duda, estarían guardados bajo llave en algún rincón oscuro y secreto.
Qué manera de pasar un sábado. En realidad, de haber estado libre, esta hubiera sido una tarde bonita, lo que quizás explicara por qué no se había quejado por la tarea. Rebus coleccionaba libros. Bueno, eso era exagerar un poco. Compraba libros. Compraba más de los que tenía tiempo para leer, atraído por esta o aquella cubierta, o por haber oído opiniones favorables sobre el autor. No, pensándolo bien, resultaba muy conveniente que estas fuesen visitas de trabajo, de lo contrario estaría arruinándose en un tiempo récord.
En cualquier caso, no tenía libros en mente. Continuaba pensando en cierto diputado. ¿Gregor Jack estaba casado? Rebus creía que sí. ¿No había habido una gran boda de sociedad unos años antes? Los hombres casados eran pan comido para las prostitutas. Los engullían sin más. Sin embargo, lo de Jack era una pena. Rebus siempre lo había respetado; que era como decir, ahora que lo pensaba, que se había sentido atraído por su imagen pública. Pero no era solo imagen, ¿no? Jack era de auténtico origen trabajador, se había abierto paso y era un buen diputado. North and South Esk era un territorio difícil, dividido en pueblos mineros y casas rurales. Jack parecía moverse con toda soltura entre los dos hemisferios. Había conseguido que una fea carretera nueva fuese desviada lejos de sus votantes más ricos, pero también había luchado con fuerza para atraer a las industrias de alta tecnología a la zona, reconvirtiendo a los mineros para que pudiesen tener trabajo.
Demasiado bueno para ser cierto. Demasiado puñeteramente bueno para ser cierto…
Librerías. Tenía que centrarse en las librerías. Solo quedaban unas pocas por visitar, las que no habían abierto a principios de semana. En realidad era trabajo de infantería, el tipo de cosas que tendría que haberse encargado a policías de rango inferior. Pero hubiese significado sentirse obligado a seguir sus pasos, a comprobar de nuevo lo que habían hecho. De esta manera, se ahorraba un poco de trabajo.
Buccleuch Street era una extraña mezcla de sucias tiendas de baratijas y restaurantes vegetarianos nuevos. Un lugar de estudiantes. No quedaba muy lejos del apartamento de Rebus y, sin embargo, pocas veces se aventuraba en esta parte de la ciudad. Solo por trabajo. Siempre solo, incluso por trabajo.
¡Ah!, aquí era. Suey Books. Por una vez la librería parecía abierta. Incluso bajo el brillante sol de primavera, necesitaba alguna luz interior. Era un local diminuto, con un escaparate poco atractivo de viejos libros de tapa dura, la mayoría de temática escocesa. Un enorme gato negro se había instalado en el centro del escaparate, y le parpadeaba lentamente, pero de forma maligna. El escaparate necesitaba una buena limpieza. No podías leer los títulos de los libros sin apoyar la nariz en el cristal, lo cual resultaba difícil porque había una vieja bicicleta negra apoyada en la fachada de la tienda. Rebus abrió la puerta. El interior de la librería era menos prístino que la fachada. Había un felpudo justo detrás de la puerta. Rebus se prometió limpiarse los zapatos en el felpudo antes de volver a la calle…
Las estanterías, algunas con puertas de cristal, estaban atestadas, y olía a casa de familiares viejos, a buhardilla y a interior de pupitre. Los pasillos eran angostos. Apenas si había lugar para moverse… Oyó un ruido en algún lugar detrás de él y temió que alguno de los libros se hubiese caído, pero cuando se volvió, vio que era el gato. Pasó a su lado y fue hacia la mesa situada al final de la librería, una mesa con una bombilla desnuda colgando encima.
—¿Busca algo en particular?
Estaba sentada en el escritorio, con una pila de libros delante. Sujetaba un lápiz en una mano y, al parecer, estaba escribiendo los precios en las páginas interiores de los libros. Parecía una escena sacada de Dickens desde la distancia. De cerca era una historia diferente. Todavía veinteañera, se había teñido de rojo su erizado pelo corto. Los ojos detrás de las gafas tintadas también eran redondos y oscuros. Llevaba tres pendientes en cada oreja y otro colgado de la aleta nasal izquierda. Rebus no dudaba que tendría un novio rasta paliducho y un galgo inglés con una cuerda de tender la ropa como correa.
—Busco al encargado —respondió.
—No está aquí. ¿Puedo ayudarle?
Rebus se encogió de hombros, con la mirada clavada en el gato. Había saltado silenciosamente sobre el escritorio y se restregaba contra los libros. La muchacha le acercó el lápiz y el gato frotó la punta con la mandíbula.
—Soy el inspector Rebus. Estoy interesado en algunos libros robados. Me preguntaba si alguien ha intentado venderlos.
—¿Tiene una lista?
Rebus la tenía. La sacó del bolsillo y se la dio.
—Puede quedársela —dijo—, por si acaso.
Ella echó una mirada a la lista mecanografiada de títulos y ediciones, con los labios fruncidos.
—No creo que Ronald pudiese permitírselos, incluso si se sintiese tentado.
—¿Ronald es el encargado?
—Así es. ¿De dónde los robaron?
—A la vuelta de la esquina, en Buccleuch Place.
—¿A la vuelta de la esquina? Es poco probable que los trajeran aquí entonces, ¿no le parece?
Rebus sonrió.
—Es verdad —asintió—, pero tenemos que comprobarlo.
—Bien, me quedaré con la lista de todas maneras —dijo la muchacha. Y la dobló. Mientras la guardaba en un cajón, Rebus tendió la mano y acarició al gato. Movió una garra como un relámpago y le alcanzó la muñeca. Él apartó la mano con una exclamación.
—¡Ay, Dios! —dijo la muchacha—. Rasputín no es muy bueno con los extraños.
—Ya lo veo. —Rebus se miró la muñeca. Tenía tres rasguños de casi tres centímetros de largo. Eran unos rasguños blancos, que ya comenzaban a enrojecer, y la piel estaba hinchada. Aparecieron unas gotas de sangre—. Jesús —dijo— y se chupó la muñeca lastimada. Miró al gato con furia. El animal le devolvió la mirada, luego saltó del escritorio y se marchó.
—¿Está usted bien?
—Más o menos. Tendría que tener a esa cosa encadenada.
Ella sonrió.
—¿Sabe algo de la redada de anoche?
Rebus parpadeó, mientras continuaba lamiéndose la muñeca.
—¿Qué redada?
—Oí que la policía hizo una redada en un prostíbulo.
—¿Sí?
—Oí que pillaron a un diputado. Gregor Jack.
—¿Sí?
Ella sonrió de nuevo.
—Las noticias vuelan.
Rebus pensó, aunque no era la primera vez, que no vivía en una ciudad. «Vivo en un maldito pueblo…».
—Solo me preguntaba —dijo la muchacha— si sabría algo. Me refiero a si es verdad. Si lo es… —Suspiró—. Pobre Beggar.
Rebus frunció el entrecejo de nuevo.
—Es su apodo —explicó la joven—. Beggar[2]. Así le llama Ronald.
—¿Entonces su jefe conoce a míster Jack?
—¡Oh!, sí, fueron a la escuela juntos. Beggar es el dueño de la mitad de esto. —Movió la mano a su alrededor, como si fuese la propietaria de un gran almacén en Princes Street. Vio que el policía no parecía impresionado—. Hacemos muchas transacciones particulares —añadió a la defensiva—. Mucha compraventa. Puede que no parezca gran cosa, pero este lugar es una mina de oro.
Rebus asintió.
—En realidad —comentó—, ahora que lo menciona, sí que se parece un poco a una mina. —La muñeca le ardía, como si hubiera tocado una ortiga. Maldito gato—. Estará alerta por si aparecen estos libros, ¿verdad?
La joven no respondió. Herida, sin duda, por la broma de la mina. Abrió un libro, dispuesta a escribir un precio. Rebus asintió para sí mismo, fue hacia la puerta y frotó los pies ruidosamente en el felpudo antes de salir del local. El gato estaba de nuevo en el escaparate, lamiéndose la cola.
—Que te jodan a ti también, compañero —murmuró Rebus—. Después de todo, las mascotas eran lo que más odiaba.
La doctora Patience Aitken también tenía mascotas. Demasiadas mascotas. Diminutos peces tropicales… un erizo domesticado en el jardín trasero… dos periquitos en una jaula en el salón… y, sí, un gato. Un gato vagabundo que, para alivio de Rebus, todavía disfrutaba callejeando la mayor parte del tiempo. Era negro y naranja y se llamaba Lucky. Rebus le caía bien.
«Es curioso —le había dicho Patience—, siempre van a las personas a las que no les agradan, no los quieren, o son alérgicos a ellos. No me preguntes por qué».
Mientras se lo decía, Lucky caminaba sobre los hombros de Rebus. Él gruñó y se lo sacudió de encima. El gato cayó al suelo sobre las patas.
«Tienes que ser paciente, John».
Sí, tenía razón. Si no tenía paciencia, podría perder a Patience. Así que lo había intentado. Lo había intentado. Razón por la que quizá se había engañado al acariciar a Rasputín. ¡Rasputín! ¿Por qué las mascotas tenían siempre nombres como Lucky, Goldie, Beauty, Flossie, Spoto; o Rasputín, Belcebú, Sang, Nirvana, Bodhisaptva? Había que culpar a la raza del dueño.
Rebus estaba en el Rutherford con una copa de cerveza, mirando los resultados del fútbol en la televisión, cuando recordó que esa noche le esperaban en la casa nueva de Brian Holmes para cenar con Holmes y Nell Stapleton. Gimió. Entonces recordó que su único traje limpio estaba en el apartamento de Patience Aitken. Era un hecho preocupante. ¿De verdad se estaba trasladando a vivir con Patience? Parecía estar pasando muchísimo tiempo allí estos días. Bien, a él le gustaba, incluso si ella le trataba como a otra mascota. Y le gustaba su apartamento. Incluso le gustaba que estuviese bajo tierra.
De acuerdo, no completamente bajo tierra. Tiempo atrás, en algunas partes de la ciudad, lo hubieran descrito como un apartamento en el sótano, pero en Oxford Terrace, la muy lujosa Oxford Terrace, la Oxford Terrace de Stockbridge, era un bajo con jardín. Y desde luego había un jardín, un angosto triángulo isósceles de tierra. Pero era el apartamento lo que interesaba a Rebus. Era como un refugio, un campamento infantil. Podías ponerte en cualquiera de los dormitorios delanteros y contemplar por la ventana los pies y las piernas que se movían en la acera por encima de ti. Las personas raras veces miraban hacia abajo. Rebus, cuyo apartamento estaba en el segundo piso de un edificio en Marchmont, disfrutaba con esta nueva perspectiva. Mientras otros hombres de su edad se marchaban de la ciudad para vivir en casas, Rebus estaba fascinado con la idea de bajar las escaleras en lugar de subirlas para salir. Más que una novedad, era todo lo contrario: un cambio grande. Y su vida parecía llena de promesas como resultado.
Patience también era una promesa. Estaba ansiosa por que Rebus llevara más cosas a su apartamento para que «se sintiera como en casa». Y le había dado una llave. Así que, terminada la cerveza, y tras un breve trayecto en coche de cinco minutos, abrió la puerta de su casa y entró. Su traje, recién salido de la tintorería, estaba sobre la cama del dormitorio libre. También estaba Lucky. De hecho, Lucky estaba tumbado sobre el traje, revolviéndose en él, lo tocaba con las garras, lo estaba rompiendo y marcando. Rebus visualizó a Rasputín mientras apartaba al gato de la cama. Luego recogió el traje y lo llevó al baño, cerró la puerta y se dio una ducha.
La circunscripción electoral de North and South Esk era grande pero no muy poblada. No obstante, la población iba en aumento. Nuevas urbanizaciones crecían en núcleos apelotonados en las afueras de las ciudades y pueblos mineros. El cinturón interurbano. Sí, la región estaba cambiando. Habían hecho nuevas carreteras, incluso nuevas estaciones de ferrocarril. Otra clase de personas haciendo otras clase de trabajos. Brian Holmes y Nell Stapleton, sin embargo, habían escogido comprar una vieja casa adosada en el corazón de uno de los pueblos más pequeños, Eskwell. En realidad, al final, todo era Edimburgo. La ciudad estaba creciendo, se expandía. Era la ciudad la que se tragaba a los pueblos y creaba nuevas urbanizaciones. La gente no se trasladaba a Edimburgo; era la ciudad la que se trasladaba hacia ellos…
Cuando Rebus llegó a Eskwell no estaba de humor para contemplar el rostro cambiante de la vida rural. Había tenido problemas para arrancar el coche. Siempre tenía problemas para hacerlo. Y vestir de traje, camisa y corbata había hecho un poco más difícil trastear debajo del capó. Cualquier fin de semana desarmaría el motor. Por supuesto que lo haría. Luego renunció a ello y llamó por teléfono a una grúa.
La casa resultó fácil de encontrar. Eskwell tenía una calle principal y unas pocas calles laterales. Rebus caminó por el sendero del jardín y se detuvo en el umbral, con una botella de vino en una mano. Cerró el puño de la mano libre y llamó a la puerta. Se abrió casi al instante.
—Llegas tarde —dijo Brian Holmes.
—Prerrogativa del rango, Brian. Me permite llegar tarde.
Holmes le hizo pasar al vestíbulo.
—Dije informal, ¿no?
Rebus pensó por un momento y cayó en que era un comentario sobre su traje. Advirtió que Holmes iba vestido con una camisa con el cuello abierto y tejanos. Calzaba mocasines sin calcetines.
—¡Ah! —dijo Rebus.
—No importa. Voy arriba y me cambio.
—Por mí no lo hagas. Esta es tu casa, Brian. Haz lo que te plazca.
Holmes asintió, y de pronto pareció complacido. Rebus tenía razón: esta era su casa. Bueno, la hipoteca era su… la mitad de la hipoteca.
—Pasa —dijo, y señaló una puerta al final del vestíbulo.
—Creo que primero iré arriba —dijo Rebus, y le dio la botella. Extendió las manos con las palmas hacia arriba, y luego las giró. Incluso Holmes podía ver los rastros de aceite y suciedad.
—Problemas con el coche —asintió—. El baño está a la derecha del rellano.
—Vale.
—Y esos desagradables rasguños, yo haría que los viese un médico. —El tono de Holmes le dio a entender que el joven suponía que algún doctor ya los había tratado.
—Fue un gato —explicó Rebus—. Un gato al que le quedan ocho vidas.
En aquel baño se sintió particularmente torpe. Lavó la pila después de usarla y luego descubrió el poso del jabón lleno de fango y lo enjuagó y de nuevo volvió a limpiar la pila. Una toalla colgaba junto al váter, pero cuando comenzó a secarse las manos, descubrió que era la alfombrilla. La toalla de verdad estaba colgada en un gancho detrás de la puerta. «Relájate, John», se dijo. Pero no podía. La vida social era solo otra de las habilidades que nunca había conseguido dominar.
Espió por la puerta de abajo.
—Pasa, pasa.
Holmes le ofrecía una copa de whisky.
—A tu salud.
—Salud.
Bebieron, y Rebus se sintió mejor.
—Más tarde haremos un tour por la casa —añadió Holmes—. Siéntate.
Rebus lo hizo y miró alrededor.
—El verdadero Holmes en casa —dijo. Había aromas deliciosos en el aire, y ruidos de platos y cacharros en la cocina, que parecía estar al otro lado de una puerta en la sala de estar. Era casi un cubo, con una mesa en una esquina con tres cubiertos, una silla en otra esquina, un televisor en la tercera y una lámpara de pie en la cuarta.
—Muy bonito —añadió Rebus. Holmes estaba sentado en un sofá de dos plazas junto a una pared. Detrás había una ventana bastante grande que daba al jardín trasero. Se encogió de hombros con modestia.
—Nos servirá —dijo.
—Estoy seguro de que sí.
Nell Stapleton entró en la habitación. Tan imponente como siempre, parecía casi demasiado alta para su entorno. Alicia después del pastel de «Cómeme». Se estaba secando las manos en un paño de cocina, y sonrió a Rebus.
—Hola.
Rebus se había levantado. Ella se le acercó y le dio un beso en la mejilla.
—Hola, Nell.
Ahora ella estaba junto a Holmes, y le había quitado la copa de la mano. Tenía gotas de sudor en la frente, y también iba vestida informalmente. Bebió un sorbo de whisky, exhaló sonoramente y devolvió la copa.
—Todo listo dentro de cinco minutos —añadió—. Es una pena que tu amiga doctora no pudiese venir, John.
Él se encogió de hombros.
—Ya tenía un compromiso. Una cena de médicos. Me alegra haber tenido una excusa para librarme.
Ella le dirigió una sonrisa demasiado imperturbable.
—Bueno, os dejaré solos para que habléis de lo que hablan los chicos.
Salió, y la habitación pareció de pronto vacía. Mierda, qué había dicho. Rebus había intentado encontrar las palabras para decirle a Nell lo que había hablado de ella con Patience Aitken. Pero de alguna manera las palabras nunca conseguían relatar la historia. Mandona, astuta, grande, brillante, demasiado… como otro grupo de siete enanitos. Desde luego, no encajaba con el estereotipo de bibliotecaria de universidad. Algo que parecía sentarle muy bien a Brian Holmes. Sonreía al tiempo que miraba lo que quedaba de su copa. Se levantó para servirse otra —Rebus rechazó la oferta— y volvió con una carpeta.
—Ten —dijo.
Rebus aceptó la carpeta.
—¿Qué es?
—Échale un vistazo.
La mayoría eran recortes de periódicos, artículos de revistas, comunicados de prensa… todos referentes al diputado Gregor Jack.
—¿De dónde lo has sacado…?
Holmes se encogió de hombros.
—Curiosidad innata. Cuando supe que vendría a su circunscripción pensé que me gustaría saber más.
—Los periódicos parecen haber silenciado lo de anoche.
—Quizá los advirtiesen. —Holmes parecía escéptico—. O quizás están esperando el momento. —No se había sentado del todo, cuando se levantó de nuevo—. Voy a ver si Nell necesita que le eche una mano.
Dejó a Rebus sin nada que hacer aparte de leer. No había mucho que no supiese todavía. Procedencia trabajadora. Escuela en Fife, luego la universidad de Edimburgo. Licenciado en Económicas y Contabilidad. Contable colegiado. Casado con Elizabeth Ferrie. Se habían conocido en la universidad. Ella era la hija de sir Hugh Ferrie, el empresario. Su única hija, su única descendiente. Se decía que él la mimaba, que no le negaba nada, porque le recordaba a su esposa, muerta hacía veintitrés años. La compañera más reciente de sir Hugh era una modelo que tenía menos de la mitad de su edad. Quizás ella también le recordaba a su esposa…
Por curioso que resultase, Elizabeth Jack era una mujer atractiva, incluso hermosa. No obstante, nunca se oía mucho de ella. ¿Desde cuándo una esposa atractiva no era un bien utilizado por los políticos astutos? Quizá quería tener su propia vida. Vacaciones de esquí y balnearios, antes que inauguraciones de fábricas, tés benéficos y demás.
Rebus recordó qué le gustaba de Gregor Jack. Eran sus antecedentes; tan similares a los suyos. Había nacido en Fife y recibido una educación pública. La única excepción era que por aquel entonces las llamaban escuelas secundarias o institutos. Tanto Rebus como Gregor Jack habían ido a un instituto. Rebus, porque había aprobado el examen de ingreso; el joven Jack, por las buenas notas en el primer curso. La escuela de Rebus estaba en Cowdenbeath; la de Jack, en Kirkcaldy. En realidad, a tiro de piedra.
La única crítica que se había vertido contra Jack era por la instalación de una nueva fábrica de electrónica en su circunscripción. Los rumores decían que su suegro había apretado algunas teclas… pero se habían extinguido muy rápido. Ninguna prueba y un montón de demandas por difamación. ¿Qué edad tenía Jack? Rebus estudió una fotografía de un periódico reciente. Parecía más joven en papel que en la vida real. La gente siempre lo parecía en los medios de comunicación. Treinta y siete, treinta y ocho, algo así. Una esposa hermosa, muchísimo dinero.
Y acababa de ser pillado en la cama de una puta durante una redada en un prostíbulo. Rebus sacudió la cabeza. Era un mundo cruel. Luego sonrió, se lo tenía merecido por no metérsela a su esposa.
Holmes entró de nuevo. Hizo un gesto hacia la carpeta.
—Hace que te preguntes cosas, ¿no?
Rebus sonrió.
—En realidad no, Brian. En realidad no.
—Bueno, acábate el whisky y siéntate a la mesa. Me ha informado la dirección que la cena está a punto de servirse.
Fue una muy buena cena. Rebus insistió en hacer tres brindis: uno por la felicidad de la pareja, otro por su nuevo hogar y otro por el ascenso de Holmes. Para entonces iban por la segunda botella de vino y por el plato principal de la noche: rosbif. Después hubo queso, y después del queso, cranachan. Y después de todo eso, hubo café, Laphroaig y el sopor en una butaca y en el sofá para todos los presentes. A Rebus no le había costado mucho relajarse: el alcohol se había ocupado de ello. Pero seguía algo nervioso a pesar de todo, como si tuviese la sensación de haber hablado demasiado, básicamente de tonterías.
Se habló un poco del trabajo, por supuesto, y Nell lo permitió mientras fuera interesante. Pensó que era interesante el hábito por la bebida del Granjero Watson («quizá no bebe en absoluto. Quizás es adicto a las pastillas extra fuertes de menta»). Pensaba que la ambición del inspector jefe Lauderdale era interesante. Y que la redada en el prostíbulo sonaba interesante. Quiso saber cuál era la gracia de que te azotasen, de usar pañales o de tener relaciones sexuales con un buzo. Rebus admitió que no tenía respuestas. «Pruébalo y verás», fue la aportación de Brian Holmes. No costó que le pegasen con un cojín en la cabeza.
A las once y cuarto Rebus sabía dos cosas. Una era que estaba demasiado borracho para conducir. La otra era que, aun si pudiera conducir (o ser conducido), ignoraba su destino: ¿Oxford Terrace o su apartamento en Marchmont? ¿Dónde vivía? Se imaginó a sí mismo aparcando el coche en Lothian Road, a medio camino entre las dos direcciones y durmiendo allí. Pero Nell decidió por él.
—La cama del dormitorio libre está hecha. Necesitamos que alguien la estrene para poder comenzar a llamarlo el dormitorio de invitados. Bien podrías ser tú.
Su tranquila autoridad no podía ser desafiada. Rebus aceptó con un encogimiento de hombros. Un poco más tarde, Nell se fue a la cama. Holmes encendió el televisor pero no encontró nada digno de interés, así que conectó el equipo de alta fidelidad.
—No tengo nada de jazz —admitió, porque conocía los gustos de Rebus—. Pero ¿qué opinas de esto…?
Era el Sargeant Pepper. Rebus asintió.
—Si no puedo escuchar a los Rolling Stones siempre me conformo con los segundos mejores.
Así que hablaron de la música pop de los años sesenta, de fútbol durante un rato y de trabajo un poco más.
—¿Cuánto tiempo crees que tardará el doctor Curt?
Holmes se refería a uno de los patólogos habituales de la policía. Habían pescado un cuerpo en Water of Leith, justo debajo del puente Dean. ¿Suicidio, accidente o asesinato? Confiaban en que los hallazgos del doctor Curt señalarían el camino.
Rebus se encogió de hombros.
—Algunas de las pruebas tardan semanas, Brian. Pero en realidad, por lo que he oído, no tardará mucho más. Quizás un día o dos.
—¿Y qué dirá?
—Solo Dios lo sabe. —Sonrieron a la vez; Curt era famoso por su arsenal de chistes malos y gracias inoportunas.
—¿Tendríamos que prepararnos para repeler los chistes? —preguntó Holmes—. ¿Qué te parece este?: «Muerto hallado cerca de una cascada. El estudio ocular revela que no hay rastro de cataratas».
Rebus se rio.
—No está mal. Quizá demasiado sutil, pero no está mal.
Pasaron un cuarto de hora recordando algunas de las auténticas joyas de Curt, antes de que, de alguna manera, pasaran a hablar de política. Rebus admitió que solo había votado tres veces.
—Una vez laborista, otra SNP, y una vez conservador.
A Holmes pareció hacerle gracia. Preguntó por el orden cronológico, pero Rebus no lo recordaba, lo que motivó, al parecer, una carcajada.
—Quizá la próxima vez tendrías que probar con un independiente.
—¿Te refieres a alguien como Gregor Jack? —Rebus sacudió la cabeza—. No creo que haya un «independiente» en Escocia. Es como vivir en Irlanda e intentar no tomar partido. Un trabajo endemoniado. Y hablando de trabajo… alguno de nosotros ha estado trabajando hoy. Si no te importa, Brian, creo que me uniré a Nell… —Más risas—. Si entiendes a qué me refiero.
—Por supuesto —dijo Holmes—, adelante. No me lo tomaré mal. Quizá vea un vídeo o algo así. Te veré por la mañana.
—Ten cuidado, no me despiertes —dijo Rebus con un guiño.
De hecho, ni siquiera un fallo en el reactor Torness le hubiese mantenido despierto. Sus sueños estuvieron llenos de escenas pastorales, buceadores, gatos y goles en el último minuto. Pero cuando abrió los ojos había una sombría figura que se alzaba sobre él. Se levantó apoyado en los codos. Era Holmes, vestido y enfundado en una cazadora vaquera. Llevaba las llaves del coche en una mano, y una selección de periódicos que lanzó sobre la cama, en la otra.
—¿Has dormido bien? Ah, por cierto, no suelo comprar estos periodicuchos, pero pensé que podías estar interesado. El desayuno estará listo en diez minutos.
Rebus consiguió murmurar unas cuantas sílabas. Se sentó en la cama y observó la primera página del tabloide que tenía delante. Era lo que había estado esperando y sintió que parte de la tensión abandonaba su cuerpo y su cerebro. El titular era, en realidad, sutil —¡JACK EL TRAVIESO!—, pero el subtítulo era mucho más duro: DIPUTADO PILLADO EN UN ANTRO SEXUAL. También la foto, que mostraba a Gregor Jack bajando las escaleras rumbo al furgón. Se prometían más fotos en el interior. Rebus pasó a las páginas relevantes. El Granjero Watson con el rostro pálido, una pareja de escoltas posando para las cámaras y otras cuatro fotos de Jack dirigiéndose al furgón. Ninguna de comisaría, así que, presumiblemente, las habían ocultado. De toda maneras, fotogénico o no, no podría ocultarse. ¡Ja! Rebus descubrió las facciones de querubín del sargento Brian Holmes en el fondo de una de las fotos. Sin duda, una más para su libro de recortes.
Había otros dos periódicos, y ambos relataban una historia similar agraciada con fotos similares (algunas veces incluso idénticas). EL MIEMBRO SIN HONOR; EL VERGONZOSO VICIO DEL DIPUTADO. ¡Ah!, los grandes titulares de los dominicales británicos, elegidos por una selección de vírgenes abstemias que se vanagloriaban de tener la sabiduría de Salomón y la magnanimidad de un fanático. Rebus podía ser tan puritano como cualquiera, pero esto estaba a un nivel superior. Apartó las sábanas y se levantó. El alcohol en su interior también. Aunque este comenzó a saltar por su cabeza como un canguro. Vino tinto y whisky. Malas noticias y una persecución. ¿Cuál era el dicho? Nunca mezcles el grano con la uva. No importa, un par de litros de zumo de naranja le dejarían como nuevo.
Pero primero estaba el pequeño asunto de la fritanga. Nell parecía haberse pasado toda la noche en la cocina. Había lavado todo el desastre de anoche, y ahora estaba sirviendo un desayuno de proporciones gigantescas. Cereales, tostadas, bacón, salchichas y huevos. Con una cafetera ocupando el lugar de honor en la mesa. Solo faltaba una cosa.
—¿Hay zumo de naranja? —sugirió Rebus.
—Lo siento —dijo Brian—. Creía que habría en el quiosco, pero se les había acabado. Sin embargo, hay mucho café. Siéntate. —Estaba ocupado con otro periódico, esta vez uno grande—. No han tardado mucho en asestar la puñalada, ¿verdad?
—¿Te refieres a Gregor Jack? No, bueno, ¿qué esperabas?
Holmes pasó una página.
—Sin embargo es extraño —comentó, y lo dejó colgado, como si se preguntase si Rebus sabría…
—¿Te refieres a que es extraño que un dominical de Londres supiese lo de la Operación Rastrera? —dijo Rebus.
Pasó otra página. No se tardaba mucho en leer un periódico, a menos que estuvieses interesado en los anuncios. Holmes plegó el periódico en cuatro y lo dejó en la mesa, a su lado.
—Sí —dijo, y cogió una tostada—. Como he dicho, es extraño.
—Venga, Brian. Los periódicos siempre reciben aviso de las historias jugosas. Un poli que busca dinero, algo por el estilo. La estadística dice que si haces una redada en un prostíbulo de lujo te encontrarás con algunas caras muy conocidas.
Un momento. Incluso mientras hablaba, Rebus sabía que había algo más. Aquella noche, los reporteros habían estado esperando, ¿no? Como si supiesen muy bien quién o qué podía salir de aquella puerta y bajar las escaleras. Holmes le miraba.
—¿En qué piensas? —preguntó Rebus.
—En nada. En nada en absoluto… todavía. No es asunto nuestro, ¿no? Además, hoy es domingo.
—Eres un capullo muy ladino, Brian Holmes.
—He tenido un buen maestro, ¿no?
Nell entró en la habitación con dos platos, rebosantes de resplandeciente comida frita. El estómago de Rebus le suplicó a su amo que no hiciese nada descabellado, nada que tuviera que lamentar más tarde, a lo largo del día.
—Trabajas demasiado —le dijo Rebus a Nell—. Pero no dejes que te trate como a una criada.
—No te preocupes —respondió ella—. No le dejo. Pero hay que ser justos. Brian lavó los platos anoche. Y también los lavará esta mañana.
Holmes gimió. Rebus abrió uno de los tabloides y tocó una foto con el dedo.
—Mejor que no le hagas trabajar demasiado, Nell, ahora que sale en los periódicos.
Nell cogió el diario, lo observó un momento y gritó:
—¡Dios mío, Brian! Pareces un teleñeco.
Holmes se había levantado y miraba por encima del hombro.
—¿Es esa la pinta que tiene el comisario Watson? Podría pasar por un buey Angus escocés.
Rebus y Holmes compartieron una sonrisa. No le llamaban Granjero porque sí…
Rebus deseó lo mejor a la joven pareja. Se habían comprometido a vivir juntos. Habían comprado una casa y creado un hogar. Parecían contentos. Sí, les deseo lo mejor de todo corazón.
Pero su cerebro les dio dos o tres años, como mucho.
La vida de un policía no es del todo feliz. En su lucha por llegar a inspector, Brian Holmes se encontraría trabajando todavía más horas. Si podía olvidarse de todo cuando volvía a casa, de noche o por la mañana, bien. Pero Rebus dudaba que lo hiciese. Holmes era de los que se involucraban en cada caso, dejaba que gobernase sus horas, estuviese o no de servicio. Y eso era malo para una relación.
Malo y, a menudo, terminal. Rebus conocía a más polis divorciados y separados (incluido él mismo), que felizmente casados. No eran solo las horas trabajadas, era la manera en que el trabajo policial se filtraba en ti como un gusano, cada vez más hondo. Te devoraba por dentro. Debías llevar una armadura para protegerte del gusano; a menudo más pesada de lo necesario. Y la armadura te apartaba de los amigos, de la familia, de los «civiles»…
Pensamientos muy agradables para una mañana de domingo. Sin embargo, no todo era lúgubre. El coche había arrancado sin problemas (o sea, no había tenido que pedir que le llevasen hasta el taller más cercano), y todavía había suficiente azul en el cielo como para alentar a los domingueros para salir al campo. Rebus también iba a dar una vuelta. Una vuelta sin rumbo, se dijo a sí mismo. Un día bonito para conducir. Pero sabía adónde iría, aunque no sabía del todo por qué.
Gregor Jack y su esposa vivían en una gran residencia antigua y aislada, rodeada por un muro en las afueras de Rosebridge, un poco más al sur que Eskwell, un poco más rural. La nobleza campesina. Campos y ondulantes colinas y una aparente moratoria en las construcciones de nuevos edificios. Rebus no tenía ninguna excusa salvo su curiosidad para tomar el desvío, pero por lo visto no estaba solo. La casa de Jack era reconocible por la media docena de coches aparcados en el exterior de sus rejas y por el grupo de reporteros reunidos, charlando los unos con los otros o instruyendo a los fotógrafos, que parecían estar hartos, sobre lo lejos que debían llegar (más moral que geográficamente), por esa foto esquiva. ¿Escalar el muro? ¿Trepar en aquel árbol cercano? ¿Probar por la parte de atrás de la casa? Los fotógrafos no parecían muy entusiasmados. Sin embargo, algo pareció galvanizarles.
Para entonces, Rebus había aparcado su coche más allá de la carretera. A un lado había una hilera de quizá media docena de casas, ninguna de ellas espectacular en términos de diseño o tamaño, pero preciosamente aisladas por sus muros altos, largos caminos de entrada y, sin duda, enormes jardines traseros. El otro lado de la carretera era pasto. Vacas divertidas y ovejas gordas. Algunos corderos grandecitos, sus balidos todavía infantiles. La vista acababa en unas colinas empinadas, a cinco o seis kilómetros de distancia. Era bonito. Incluso el troglodita Rebus podía apreciarlo.
Y eso que explicaba, quizá, que los periodistas tuvieran un sabor de boca ligeramente más amargo de lo habitual. Se detuvo detrás de ellos, como un observador. La casa era de piedra oscura, rojiza a esta distancia. Una construcción de dos pisos, probablemente de principios del siglo XX. Pegado a un lado había un garaje grande. Frente a la casa, al final del camino de coches, había un Saab blanco, uno de la serie 9000. Robusto y seguro; nada barato, pero nada llamativo. Y distinguido: un coche con estilo.
Un hombre joven, de unos treinta y tantos, con una mueca de burla en su rostro, estaba abriendo la verja solo lo suficiente para que una joven, que parecía no tener todavía los veinte pero intentaba aparentar diez años más, pudiese pasar una bandeja de plata a los reporteros. Habló más alto de lo necesario.
—Gregor pensó que les apetecería un té. Puede que no haya bastantes tazas, así que tendrán que compartirlas. Hay galletas en la lata. Me temo que no hay de jengibre. Se nos han terminado.
Hubo sonrisas en respuesta, gestos de aprecio. Pero se siguieron formulando preguntas.
—¿Alguna probabilidad de hablar con el señor Jack?
—¿Hará alguna declaración?
—¿Cómo se lo está tomando?
—¿Está en casa?
—¿Alguna posibilidad de que diga algo?
—Ian, ¿va a decir cualquier cosa?
Esta última pregunta iba dirigida al hombre burlón, que ahora levantó una mano para pedir silencio. Esperó con paciencia y el silencio se hizo. Y entonces dijo:
—Sin comentarios.
Y comenzó a cerrar la reja. Rebus se abrió paso entre la amable multitud, hasta que se encontró cara a cara con el señor Burla.
—Soy el inspector Rebus. ¿Podría hablar con el señor Jack?
El señor Burla y la señorita Bandeja de Té parecían muy suspicaces, incluso cuando aceptaron y examinaron la identificación de Rebus. Era muy justo: conocía a periodistas que intentaban de todo, con identificaciones falsas y todo lo demás. Pero, finalmente, hubo un corto asentimiento y la reja se abrió de nuevo lo bastante para permitirle pasar. Las rejas volvieron a cerrarse. Rebus estaba dentro.
Tuvo un súbito pensamiento: «¿Qué demonios estoy haciendo?». La respuesta era: «No estoy seguro». Algo en la escena de la verja le había hecho desear estar a este lado de la puerta. Bueno, aquí estaba. Era conducido por el camino de grava hacia el gran coche, hacia la casa aún más grande que quedaba detrás; y el garaje, a un lado. Le iban a llevar hasta Gregor Jack, el diputado, con quien, al parecer, quería hablar.
«Creo que quería hablar, inspector».
«No, señor, solo curioseaba».
No era una gran frase de presentación, ¿verdad? Watson le había advertido antes sobre esta… esta… ¿sería un defecto de carácter? Esta necesidad de abrirse paso hasta el centro de las cosas, de involucrarse, de averiguar por sí mismo más que aceptar las palabras de los demás, sin importar quiénes fueran.
Pasaba por aquí y pensé en presentar mis respetos. Dios. Jack podía reconocerle, ¿no? Del prostíbulo. Sentado en la cama, mientras la mujer levantaba las piernas y se carcajeaba en el colchón. No, quizá no. A fin de cuentas, tendría otras cosas en mente.
—Soy Ian Urquhart, el agente del municipio electoral de Gregor. —Ahora que daba la espalda a los reporteros, la burla había desaparecido de su rostro. Lo que quedaba era una mezcla de preocupación y asombro—. Anoche nos avisaron de lo que se avecinaba. He estado aquí desde entonces.
Rebus asintió. Urquhart era compacto, unos músculos bien formados bajo un traje a medida. Era un poco más pequeño y un poco menos apuesto que el diputado. En otras palabras, lo correcto para un agente. También parecía eficiente, algo que Rebus consideraba un añadido.
—Ella es Helen Greig, la secretaria de Gregor. —Urquhart hizo un gesto hacia la joven, que dirigió una rápida sonrisa—. Helen ha venido esta mañana para ver si podía hacer algo.
—El té fue en realidad idea mía —dijo.
Urquhart la miró.
—Idea de Gregor, Helen —le advirtió.
—¡Oh, sí! —dijo Helen, y se ruborizó.
«Eficiente y leal», pensó Rebus. Unas cualidades muy raras, por cierto. Helen Greig, como el propio Urquhart, hablaba con un educado acento escocés que, en realidad, no delataba su condado de origen. Podía arriesgarse a decir que ambos eran de la Costa Este, pero no podía ir más allá. Helen parecía haber estado en misa temprano, o considerar hacerlo más tarde. Vestía un traje de dos piezas de lana clara, con una sencilla blusa blanca y una sencilla cadena de oro alrededor del cuello. Calzaba zapatos negros y medias negras gruesas. Tenía la estatura de Urquhart, un metro setenta o setenta y dos, y compartía algo de su constitución. No podía decirse que fuera hermosa, pero sí guapa, al igual que sucedía con Nell Stapleton, aunque eran diferentes en muchos sentidos.
Ahora pasaban junto al Saab, con Urquhart en cabeza.
—¿Hay algo en particular, inspector? Estoy seguro de que usted entenderá que Gregor apenas está en estado de…
—No tardaré mucho, señor Urquhart.
—Bien, entonces adelante. —Abrió la puerta principal y permitió que Rebus y Helen Greig entraran antes que él. Rebus se sorprendió de inmediato por lo moderno que era el interior. Suelo de pino encerado, alfombras dispersas. Butacas y mesas bajas de diseño italiano. Cruzaron el vestíbulo y entraron en una habitación más grande donde había todavía más mobiliario moderno. El orgullo del lugar era un largo y anguloso sofá de cuero y cromo. En él estaba sentado, más o menos en la misma posición que la primera vez que Rebus le había visto, Gregor Jack. El diputado se rascaba, ausente, un dedo y miraba al suelo. Urquhart carraspeó.
—Tenemos visita, Gregor.
Fue como ver a un actor de talento que cambia de registro: de la tragedia a la comedia. Gregor Jack se levantó y mostró una sonrisa. Ahora sus ojos brillaban, mostraban interés, todo su rostro transmitía sinceridad. Rebus se maravilló ante la facilidad de la transformación.
—Inspector Rebus —dijo, y aceptó la mano que se le tendía.
—¿Inspector, qué podemos hacer por usted? Por favor, siéntese. —Jack señaló una silla negra rechoncha, que hacía juego con el diseño del sofá. Era como hundirse en gelatina—. ¿Le apetece algo de beber? —Ahora Jack pareció recordar algo y se volvió hacia Helen Greig—. Helen, ¿has llevado el té a nuestros amigos?
Ella asintió.
—Excelente. No podemos dejar a los caballeros de la prensa sin su desayuno. —Sonrió a Rebus, y luego se sentó en el filo del sofá, con los brazos apoyados sobre las rodillas de modo que pudiera mover las manos—. Entonces, inspector, ¿cuál es el problema?
—Verá, señor, pasaba por aquí y vi al grupo frente a la reja y me detuve.
—Pero ¿sabe por qué están ahí?
Rebus se obligó a asentir. Urquhart carraspeó de nuevo.
—Vamos a redactar una declaración durante la comida —dijo—. Es probable que no sea suficiente para que se vayan, pero podría ayudar.
—Usted sabe, por supuesto —dijo Rebus, consciente de que debía ir con pies de plomo—, que no ha hecho nada malo, señor. Me refiero a nada ilegal.
Jack sonrió de nuevo, y se encogió de hombros.
—No necesita ser ilegal, inspector. Solo tiene que ser una noticia. —Sus manos continuaron moviéndose, al igual que sus ojos y su cabeza. Era como si su mente estuviese en otra parte. Entonces algo pareció encajar—. No me ha dicho, inspector, si quiere té o café. ¿Quizás algo más fuerte?
Rebus sacudió la cabeza con cuidado. Su resaca era ahora una presencia sorda. No tenía sentido estimularla. Jack dirigió sus conmovedores ojos hacia Helen Greig.
—Me encantaría una taza de té, Helen. Inspector, ¿está seguro de que no…?
—No, gracias.
—¿Ian?
Urquhart le hizo un gesto a Helen Greig.
—¿Te importaría, Helen? —dijo Gregor Jack.
«¿Qué mujer rehusaría?», se preguntó Rebus. Eso le recordó…
—Entonces, ¿su esposa no está aquí, señor Jack?
—Está de vacaciones —respondió Jack en el acto—. Tenemos una casa de campo en las Highlands. No es gran cosa, pero nos gusta. Es probable que esté allí.
—¿Probable? Entonces, ¿no lo sabe?
—No dejó un itinerario, inspector.
—Pero ¿sabe…?
—No tengo ni idea, inspector. —Jack se encogió de hombros—. Quizás. Es una insaciable lectora de periódicos. Hay un pueblo cerca que vende los dominicales.
—Pero ¿no se ha puesto en contacto?
Urquhart no se molestó esta vez en carraspear antes de interrumpir:
—No hay teléfono.
—Es lo que más nos gusta de la casa —explicó Jack—. Aislados del mundo.
—Pero si lo supiera se pondría en contacto, ¿no? —insistió Rebus.
Jack exhaló un suspiro y comenzó a rascarse el dedo de nuevo. Se descubrió a sí mismo haciéndolo y se detuvo.
—Un eczema —explicó—. Solo en un dedo, pero de todas maneras es irritante. —Hizo una pausa—. Liz… mi esposa… es muy suya, inspector. Quizá se ponga en contacto, quizá no. Lo más probable es que no quiera hablar del tema. ¿Entiende a lo que me refiero? —Otra sonrisa, una débil, que buscaba el voto del simpatizante. Jack se pasó los dedos por el abundante pelo oscuro. Rebus se preguntó distraídamente si su perfecta dentadura estaría enfundada. Quizás el pelo también. La camisa no parecía de una tienda cualquiera.
Ian Urquhart continuaba de pie. Mejor dicho, estaba de pie pero en constante movimiento. Iba a la ventana para espiar por el visillo. Iba a la mesa de superficie acristalada para revisar unos documentos. Iba a una mesa más pequeña donde estaba el teléfono, desconectado de la clavija de la pared. Así que, por mucho que la señora Jack intentara llamar… Al parecer ni Urquhart ni Jack lo habían pensado. Curioso. La habitación destilaba un gusto que a Rebus le pareció que no era de Jack, sino de su esposa. Jack parecía un hombre de mobiliario antiguo, butacas cómodas y sofá clásico. Un gusto conservador. Bastaba con mirar el coche que conducía…
Sí, el coche de Jack era buena idea; o, mejor dicho, una buena excusa para explicar la presencia de Rebus.
—Si pudiésemos tener lista la declaración para antes de la comida, Gregor —decía Urquhart—. Cuanto antes calmemos las cosas, mejor.
«Eso no es muy sutil», pensó Rebus. El mensaje era: diga lo que quiere y márchese. Rebus sabía la pregunta que quería formular: «¿Cree que es víctima de un montaje?». Quería preguntarlo, pero no se atrevía. No estaba aquí oficialmente, solo era un turista.
—Se trata de su coche, señor Jack —comenzó—. Cuando me detuve vi que está aparcado en el camino de entrada, digamos que a la vista de todos. Hay fotógrafos ahí afuera. Si alguna foto de su coche aparece en los periódicos…
—¿Todos lo reconocerán en el futuro? —Jack asintió—. Comprendo lo que quiere decir, inspector. Sí, gracias. No habíamos pensado en eso, ¿no es así, Ian? Lo mejor será guardarlo en el garaje. No queremos que todos los que lean los periódicos sepan qué clase de coche conduzco.
—Y la matrícula —añadió Rebus—. Hay toda clase de personas ahí afuera… terroristas… gente rencorosa… chalados habituales. No es bueno.
—Gracias, inspector. —Se abrió la puerta y Helen Greig entró con dos grandes tazones de té. Muy lejos de la bandeja de plata de la verja. Le dio uno a Urquhart y otro a Gregor Jack, y luego cogió la caja delgada que sujetaba entre su brazo y el costado. Era una caja de galletas de jengibre. Rebus sonrió.
—Gracias, Helen, perfecto —dijo Gregor Jack. Sacó dos galletas del paquete.
Rebus se levantó.
—Será mejor que me vaya. Como dije, solo pasaba…
—Se lo agradezco, inspector. —Jack había dejado las galletas y el tazón en el suelo y ahora también estaba de pie, con la mano de nuevo extendida hacia Rebus. Una mano cálida y fuerte—. Quería preguntarle, ¿vive usted en la circunscripción?
Rebus sacudió la cabeza.
—Uno de mis colegas. Pasé la noche en su casa.
Jack levantó la cabeza poco a poco antes de asentir. El gesto podría haber significado cualquier cosa.
—Yo le abriré la verja —se ofreció Ian Urquhart.
—Quédate aquí y bebe tu té —dijo Helen Greig—. Yo acompañaré al inspector a la salida.
—Si lo prefieres, Helen —asintió Urquhart con voz pausada. ¿Había una advertencia en su voz? Si la había, Helen Greig pareció no notarlo. Sacó las llaves del bolsillo y se las dio.
—Muy bien —dijo Rebus—. Adiós, señor Jack… señor Urquhart. —Cogió la mano de Urquhart por un momento y la apretó. Pero su atención estaba en su mano izquierda. Llevaba la alianza matrimonial en un dedo y un anillo grabado en otro. La mano izquierda de Gregor Jack mostraba solo un grueso anillo de oro. Sin embargo, no en el dedo de la alianza, sino en el siguiente. El dedo de la alianza era el del eczema.
¿Y Helen Greig? Unos pocos anillos baratos en las dos manos, pero no estaba casada o comprometida.
—Adiós.
Helen Greig fue la primera en salir de la casa, pero le esperó junto al coche, haciendo sonar las llaves en su mano derecha.
—¿Lleva tiempo trabajando para el señor Jack?
—Tiempo suficiente.
—Ser diputado es un trabajo duro, ¿verdad? Supongo que necesita relajarse de vez en cuando…
Ella se detuvo y le miró furiosa.
—¡Usted también! ¡Es tan malo como esa panda! —Hizo un gesto con las llaves hacia la reja y las figuras al otro lado—. No quiero oír ni una palabra en contra de Gregor. —Comenzó a caminar de nuevo, esta vez con más energía.
—Entonces, ¿es un buen jefe?
—No es un jefe en absoluto. Mi madre ha estado enferma. Me dio una gratificación en otoño para que la llevara de vacaciones por la costa. Esa es la clase de hombre que es. —Aparecieron lágrimas en sus ojos, pero las contuvo. Los reporteros se pasaban las tazas y se quejaban por el azúcar o su falta. No parecían esperar gran cosa de las dos figuras que se acercaban.
—Habla con nosotros, Helen.
—Unas palabras con Gregor y nos iremos todos a casa. Ya sabes, tenemos familias en las que pensar.
—Me estoy perdiendo una comunión —bromeó uno de ellos.
—Sí, la comunión con tu pinta del mediodía —replicó otro.
Uno de los reporteros locales —a juzgar por su acento, no había muchos— había reconocido a Rebus.
—Inspector, ¿alguna declaración? —Algunos oídos se alertaron al oír «inspector».
—Sí —dijo Rebus, y Helen Greig se puso tensa—. Largaos de aquí.
Hubo sonrisas al oírle y unos cuantos gemidos. La reja se abrió y estaba a punto de cerrarse y dejar de nuevo a Rebus en el exterior. Pero apoyó su peso contra los barrotes y se inclinó hacia la joven, su boca cerca de su oreja.
—Me olvidé, tengo que volver.
—¿Qué?
—Me olvidé, o mejor dicho el señor Jack lo hizo. Quería que averiguase cómo está su esposa, por si se está tomando las noticias de mala manera…
Esperó que sus palabras calasen. Helen Greig frunció los labios en un silencioso «¡Oh!». Las palabras habían calado.
—Solo —continuó Rebus— que olvidé pedirle la dirección…
Ella se puso de puntillas y, para que los reporteros no la oyesen, le susurró al oído:
—Deer Lodge. Está entre Knockandhu y Tomnavoulin.
Rebus asintió y dejó que ella cerrase la verja con llave. Su curiosidad no se había desvanecido del todo. De hecho, ahora sentía más curiosidad que cuando había entrado. Knockandhu y Tomnavoulin: dos nombres de un par de whiskys de malta. Su cabeza le dijo que no volviese a beber nunca más. Su corazón le dijo algo del todo distinto…
Maldita sea, había querido llamar a Patience desde casa de Holmes, solo para decirle que iba de camino. No es que le controlara, ni nada por el estilo… pero quería llamarla. Fue hacia el periodista que le había reconocido, un chico local, Chris Kemp.
—Hola, Chris. ¿Tienes teléfono en tu coche? ¿Te importa si hago una llamada…?
—¿Qué tal tu ménage à trois? —preguntó la doctora Patience Aitken.
—No estuvo nada mal —respondió Rebus, antes de darle un sonoro beso en los labios—. ¿Qué tal tu orgía?
Ella puso los ojos en blanco.
—Charla de trabajo y lasaña demasiado hecha. Entonces, ¿no conseguiste llegar a casa? —Rebus la miró, desconcertado—. Intenté llamarte a Marchmont, pero tampoco estabas allí. Parece que hayas dormido con el traje puesto.
—Culpa al maldito gato.
—¿Lucky?
—Estaba bailando el twist sobre la chaqueta hasta que la rescaté.
—¿El twist? Nada revela mejor la verdadera edad de un hombre que la elección de su baile.
Rebus comenzó a quitarse el traje.
—No tendrás zumo de naranja, ¿verdad?
—¿Todavía un poco de resaca? Es hora de dejar de beber, John.
—Es hora de asentarse, quieres decir. —Se quitó los pantalones—. ¿Te parece bien si me doy un baño?
Ella le observaba.
—Sabes que no tienes que preguntarlo.
—No, pero de todas maneras, me gusta preguntar.
—Permiso concedido. Como siempre. ¿Lucky también te hizo eso? —señalaba los rasguños en la muñeca.
—Estaría en el microondas si lo hubiese hecho.
Ella sonrió.
—Me ocuparé del zumo de naranja.
Rebus la miró mientras iba a la cocina. Intentó emitir un silbido de admiración con la boca seca. Desde un lugar cercano, uno de los periquitos le mostró cómo hacerlo correctamente. Patience se volvió hacia el periquito y sonrió.
Él se sumergió en la espuma del baño, cerró los ojos y respiró hondo, como le había recomendado su doctor. Lo llamaba técnica de relajación. Quería que Rebus se relajase un poco más. Tenía la presión alta, nada grave, pero de todas maneras… por supuesto, había pastillas que podía tomar, betabloqueantes. Pero el médico estaba a favor de la autoayuda. Relajación profunda. Autohipnosis. Rebus casi le había confesado al médico que su padre había sido hipnotizador, que su hermano quizá siguiera hipnotizando profesionalmente en alguna parte…
Respiración profunda… vaciar la mente… relajar la cabeza, la frente, la mandíbula, los músculos del cuello, el pecho, los brazos. Contar hacia atrás hasta cero… nada de estrés, nada de tensiones…
Al principio, Rebus había tachado al doctor de avaro, de no querer recetar medicamentos costosos. Pero la maldita cosa parecía funcionar. Podía ayudarse a sí mismo. Podía beneficiarse de Patience Aitken…
—Aquí tienes —dijo ella cuando entró en el baño. Sostenía una copa alta de zumo de naranja—. Exprimido por la doctora Aitken.
Rebus sacó un brazo cubierto de espuma y se lo pasó alrededor de las caderas.
—Exprimidas por el inspector Rebus.
Ella se inclinó para besarle en la cabeza. Luego le acarició el pelo con un dedo.
—Tienes que comenzar a utilizar un acondicionador, John. Tus folículos se están quedando sin vida.
—Eso es porque van a alguna otra parte.
Ella entrecerró los ojos.
—Abajo, muchacho —dijo. Luego, antes de que pudiese sujetarla de nuevo, huyó del baño. Rebus sonrió y se sumergió un poco más en el agua.
Respiración profunda… vaciar la mente… ¿le habían tendido a Jack una trampa? Si era así, ¿quién? ¿Con qué objetivo? Un escándalo, por supuesto. Un escándalo político, un escándalo de primera plana. Pero la atmósfera en la casa de Jack había sido… bueno, rara. Tensa, desde luego, pero también fría e inquieta, como si lo peor estuviese por ocurrir.
La esposa… Elizabeth… No parecía que las cosas marcharan bien. Algo resultaba muy extraño. Antecedentes, necesitaba más antecedentes. Necesitaba estar seguro. Tenía la dirección de la casa grabada, pero por lo que sabía de las comisarías de las Highlands, de poco serviría llamar en domingo. Antecedentes… pensó de nuevo en Chris Kemp, el reportero. ¿Por qué no? Despertad, brazos; despierta pecho, cabeza y cuello. El domingo no es momento para descansar. Para algunos, el domingo era un día de trabajo.
Patience asomó la cabeza por la puerta.
—¿Una noche tranquila? —sugirió—. Prepararé un…
—Una noche tranquila y una porra —respondió Rebus, y se levantó espectacularmente del agua—. Salgamos a tomar una copa.
—Tú me conoces, John. No me importa un poco de mala fama, pero este lugar es un antro. ¿No crees que me merezco algo mejor?
Rebus le dio un beso en la mejilla. Patience dejó las bebidas en la mesa y se sentó a su lado.
—Te he traído uno doble —dijo.
—Ya lo veo. —Ella cogió la copa—. No queda mucho lugar para la tónica, ¿verdad?
Estaban sentados en la habitación trasera del bar Horsehair en Broughton Street. A través del portal se veía la barra, tan ruidosa como siempre. La persona que tenía ganas de hablar se colocaba como un duelista a unos diez pasos de distancia de la persona con la que quería hablar. El resultado eran montones de gritos, mucho fuego cruzado y más cables cruzados. Era ruidoso, pero divertido. El cuarto trasero era más silencioso. Tenía forma de U, unos cuantos asientos mullidos repartidos alrededor de las paredes, y unas cuantas sillas desvencijadas. Las mesas estrechas estaban atornilladas en el suelo. El rumor decía que los asientos mullidos habían sido rellenados con crin de caballo allá por 1920 y que no se habían vuelto a rellenar desde entonces.
Patience vertió la mitad de la pequeña botella de tónica en la ginebra, mientras Rebus bebía a sorbos una pinta de cerveza.
—Salud —dijo ella, sin entusiasmo. Luego añadió—: Sé muy bien que tiene que haber una razón. Me refiero a una razón por la que estemos aquí. Supongo que tiene que ver con tu trabajo.
Rebus dejó la copa.
—Sí —respondió.
Ella dirigió la mirada al techo teñido de nicotina.
—Dame fuerzas —dijo.
—No tardaremos mucho —se disculpó Rebus—. Pensé que después iríamos a algún sitio… más de tu estilo.
—No seas paternalista conmigo, cerdo.
Rebus miró su bebida y pensó en los varios significados de la afirmación.
Luego vio a un nuevo cliente en el bar y le hizo un gesto a través del portal. Un joven se acercó, con una sonrisa cansada.
—No se le ve a menudo por aquí, inspector Rebus.
—Siéntese —dijo Rebus—. Esta es mi ronda. Patience, deja que te presente a uno de los mejores jóvenes reporteros de Escocia, Chris Kemp.
Rebus se levantó y fue a la barra. Chris Kemp acercó una silla y, después de probarla, se sentó en ella.
—Debe querer algo —le dijo a Patience, con un gesto hacia la barra—. Sabe que me encanta un poco de adulación.
No era un halago. Chris Kemp había ganado premios en su primer trabajo, en un periódico vespertino de Aberdeen. Luego se había trasladado a Glasgow, donde fue elegido Joven Periodista del Año, antes de llegar a Edimburgo, donde llevaba un año y medio «removiendo» (como decía él mismo). Todos sabían que algún día se marcharía al sur. Él también. Era inevitable. No parecía que quedase mucho por remover en Escocia. El único problema era que su novia era estudiante, que no acabaría la carrera hasta dentro de un año y no quería pensar en trasladarse al sur hasta entonces, si es que lo hacía…
Cuando Rebus volvió, Patience había oído todo esto y más. Tenía una película en los ojos que, pese a todas sus cualidades, Chris Kemp no podía ver. Él hablaba. Y mientras lo hacía, ella pensaba: «¿John Rebus merece todo esto? ¿Todos los esfuerzos que hago?». No la quería: quedaba sobreentendido. El «amor» era algo que le había pasado unas pocas veces en la adolescencia y en los veinte; e incluso, sí, en los treinta. Siempre con resultados poco concluyentes o atroces. Así que, a día de hoy, le parecía que el «amor» podía significar tanto el fin de una relación como su principio.
Lo veía en su consulta. Veía a hombres y mujeres (pero sobre todo a mujeres), enfermos de amor, por amar demasiado y no ser suficientemente correspondidos. Llegaban tan enfermos como un niño con dolor de oídos o un jubilado con anginas. Tenía piedad y palabras para ellos, pero no les daba ningún medicamento.
El tiempo lo cura todo, podía decir en un momento de descuido. Sí, la cicatriz con un callo sobre la herida, duro y protector. Tal como se sentía ella: dura y protectora. Pero ¿John Rebus necesitaba su solidez, su protección?
—Aquí estamos —dijo Rebus cuando volvió—. El camarero está un poco lento esta noche, lo siento.
Chris Kemp aceptó la copa con una débil sonrisa.
—Le estaba diciendo a Patience…
«¡Oh, Dios!», pensó Rebus mientras se sentaba. «Parece un cubito de hielo. No tendría que haberla traído aquí. Pero si le hubiese dicho que me largaba para pasar la noche por mi cuenta… bueno, hubiese terminado igual. Acaba con esto y quizá podamos salvar la noche».
—A ver, Chris —interrumpió al joven—, ¿cuáles son los trapos sucios de Gregor Jack?
Chris Kemp creía que había muchos. La introducción de Gregor Jack en la conversación animó un poco a Patience, que se olvidó durante un rato de que no se estaba divirtiendo.
Rebus estaba interesado, sobre todo, en Elizabeth Jack, pero Kemp comenzó por el diputado y lo que dijo era interesante. Habló de un Jack diferente al de su imagen pública, al de la opinión popular, pero diferente también a la idea que Rebus se había hecho de él al conocerse. Por ejemplo, no le hubiese considerado un bebedor.
—Es terrible cómo le da al whisky —afirmó Kemp—. Es probable que media botella al día, y más cuando está en Londres, según dicen.
—Nunca parece borracho.
—Eso es porque no se emborracha. Pero de todas maneras, bebe.
—¿Qué más?
Había más, mucho más.
—Es un tío listo, pero astuto. Muy pero que muy astuto. No confiaría en él ni un pelo. Conozco a alguien que le conoció en la universidad. Dice que Gregor Jack nunca hizo nada en su vida que no fuese premeditado. Y eso también incluye a su mujer.
—¿A qué se refiere?
—La historia es que se conocieron en la universidad, en una fiesta. Gregor la había visto antes por allí, pero no le había prestado mucha atención. Una vez que se enteró de que era rica, fue otra historia. Se lanzó a fondo, hasta derretirle las bragas. —Se movió hacia Patience—. Lamento la mala elección de las palabras.
Patience, que iba por su segundo gin tonic, se limitó a inclinar un poco la cabeza.
—Verá, es calculador. Recuerde que estudió para ser contable y, desde luego, tiene la mente de un contable. ¿Qué va a tomar? —Pero Rebus se estaba levantando.
—No, Chris, yo me encargo.
Kemp insistió.
—No crea que le estoy contando todo esto por lo que valen dos cervezas, inspector…
Una vez pagadas y traídas las bebidas a la mesa, Kemp siguió con el tema.
—De todas maneras, ¿qué quiere saber?
Rebus se encogió de hombros.
—¿Hay una historia?
—Podría ser. Todavía es pronto.
Ahora hablaban como profesionales: el sentido estaba en todo lo que no se decía.
—Pero ¿podría haber una historia?
—Si la hay, Chris, en lo que a mí me concierne, es suya.
Kemp bebió su cerveza.
—Estuve allí todo el día, ya lo sabe. Y todo lo que conseguimos fue una declaración. Simple y llanamente. Ningún comentario más que hacer, etcétera. ¿Encaja la historia con Jack?
Rebus se encogió de hombros.
—Todavía es pronto. Era interesante lo que estaba diciendo de la señora Jack…
Pero los ojos de Kemp eran fríos.
—¿Yo recibo la historia primero?
Rebus se masajeó el cuello.
—Hasta donde yo la sepa.
Kemp pareció considerar la oferta. Como el propio Rebus sabía, apenas había ninguna oferta a considerar. Luego Kemp dejó su copa en la mesa. Estaba preparado para decir algo más.
—Lo que Jack no sabía de Liz Ferrie era que iba con una pandilla muy juerguista. Una pandilla de ricos muy fiesteros. Personas como ella. A Gregor le llevó bastante tiempo integrarse. No olvide que es de clase trabajadora. Era larguirucho y un tanto desmañado. Pero resultó que tenía a Liz bien pillada. Donde él iba, ella iba también. Y Jack también tenía su propia pandilla. Todavía la tiene.
—No le sigo.
—En su mayoría, viejos amigos de la escuela, unas cuantas personas que conoció en la universidad. Podría decirse que era su círculo.
—Uno de ellos tiene una librería, ¿verdad?
—Ese es Ronald Steele —asintió Kemp—. Conocido en la jauría como Suey. De ahí que su librería se llame Suey Books.
—Un apodo curioso —comentó Patience.
—No sé de dónde lo sacó —admitió Kemp—. Me gustaría saberlo, pero no lo sé.
—¿Quién más forma parte? —preguntó Rebus.
—No estoy seguro de cuántos son. Los interesantes son Rab Kinnoul y Andrew Macmillan.
—¿Rab Kinnoul el actor?
—El mismo.
—Es curioso. Tengo que hablar con él. O, mejor aún, con su esposa.
—¡Ah!
Kemp estaba olfateando su historia, pero Rebus sacudió la cabeza.
—No tiene nada que ver con Jack. Algunos libros robados… La señora Kinnoul es una coleccionista.
—¿No serán los libros robados al profesor Costello?
—Los mismos.
Kemp era un periodista hasta la médula.
—¿Algún progreso?
Rebus se encogió de hombros.
—No me lo diga —dijo Kemp—. Todavía es muy pronto.
Se rio y Patience se rio con él.
Pero algo acababa de ocurrírsele a Rebus.
—No será Andrew Macmillan, ¿verdad?
Kemp asintió.
—Fueron a la escuela juntos.
—¡Jesús! —Rebus miró la mesa cubierta de plástico. Kemp le explicó a Patience quién era Andrew Macmillan.
—Un tipo de mucho éxito. Un día se le fue la olla. Fue a casa y le cortó la cabeza a su esposa.
Patience soltó una exclamación.
—Lo recuerdo —dijo—. Nunca encontraron la cabeza, ¿verdad?
Él sacudió la cabeza.
—También se hubiera cargado a la hija, pero consiguió escapar. Ahora también está un poco trastornada, aunque no es de extrañar.
—¿Qué pasó con él? —preguntó Rebus. Había ocurrido hacía varios años; en Glasgow, no en Edimburgo. No en su territorio.
—¡Oh! —dijo Kemp—, está en el nuevo psiquiátrico, el que acaban de construir.
—¿Se refiere a Duthil? —preguntó Patience.
—Ese es. Arriba en las Highlands. Cerca de Grantown, ¿no?
«Bueno», pensó Rebus, «cada vez resulta más curioso». Sus nociones de geografía no eran brillantes, pero no creía que Grantown estuviese muy lejos de Deer Lodge.
—¿Sigue Jack en contacto con él?
Ahora fue el turno de Kemp de encogerse de hombros.
—No tengo ni idea.
—¿Fueron a la escuela juntos?
—Esa es la historia. Para ser sincero, creo que Liz Jack es, de lejos, el personaje más interesante. Los camaradas de Jack se esmeran en mantenerla apartada.
—¿Sí? ¿Y eso?
—Porque todavía es la proverbial niña salvaje. Todavía corre por allí con su viejo grupo. Jamie Kilpatrick, Matilda Merriman, todos de la misma clase. Fiestas, bebidas, drogas, orgías… solo Dios sabe qué más. La prensa nunca esnifa nada. —De nuevo se volvió hacia Patience—. Si me lo perdona, no esnifamos nada. Y cualquier cosa que conseguimos acaba censurada con bastante prejuicio.
—¡Ah!
—Los editores son nerviosos por naturaleza, ¿verdad? Hay que recordar que sir Hugh Ferrie nunca es lento con las demandas por difamación cuando se trata de su familia.
—¿Se refiere a la fábrica de electrónica?
—Por ejemplo.
—¿Qué hay de la vieja pandilla de la señora Jack?
—Son aristócratas, algunos con dinero de siempre, algunos nuevos ricos.
—¿Y ella?
—Espoleó a Jack desde el principio. Él siempre quiso meterse en política, y los diputados no se pueden permitir no estar casados. La gente sospecha que pierden aceite. Yo diría que buscó a una chica bonita, con dinero y un papá con influencias. La encontró y no era cuestión de soltarla. Ha sido un matrimonio de éxito, al menos para el público. Liz sale en las fotos correctamente y luego desaparece de nuevo. Gregor es completamente distinto, ya lo ve. Fuego y hielo. Ella es el fuego; él, el hielo, por lo general con el whisky añadido…
Kemp tenía esta noche ganas de hablar. Había más, pero eran conjeturas. Sin embargo, era interesante conseguir una perspectiva diferente, ¿verdad? Rebus lo consideró mientras se disculpaba para ir al lavabo. El urinario en forma de abrevadero del Horsehair rebosaba líquido, como siempre desde que Rebus recordara. La condensación en la cisterna colgada arriba goteaba infaliblemente sobre las cabezas de los que cometían la imprudencia de acercarse demasiado. Los graffitis eran en su mayoría obras de un disléxico intolerante: RECUERDEN 1960. Había, sin embargo, algunos nuevos, escritos con bolígrafo. «Cubata nuestro que estás en la copa, perdona nuestras borracheras así como nosotros perdonamos a los que se emborrachan, Bendito sea tu nombre…».
Rebus admitió que, si bien no tenía todo lo que necesitaba, había conseguido todo lo que Chris Kemp le podía dar. No había ninguna razón para demorarse. Ninguna razón en absoluto. Salió del lavabo con paso enérgico y vio a un joven que se había detenido junto a la mesa para hablar con Patience. Ahora se alejaba, en dirección a la barra, mientras Patience le despedía con una sonrisa.
—¿Quién era ese? —preguntó Rebus, sin sentarse.
—Es mi vecino en Oxford Terrace —respondió Patience con toda naturalidad—. Trabaja en Trading Standards. Me sorprende que no le hayas visto.
Rebus murmuró algo y luego tocó su reloj con el dedo.
—Chris —dijo—, todo esto es culpa suya. Es usted demasiado interesante. Se suponía que debíamos estar en el restaurante hace veinte minutos. Kevin y Myra nos matarán. Vamos, Patience. Oiga, Chris, me mantendré en contacto. Mientras tanto… —Se inclinó hacia el reportero y bajó la voz—. A ver si puede descubrir quién avisó a los periódicos de la redada en el prostíbulo. Ese podría ser el principio de la historia. —Se irguió de nuevo—. Nos vemos, ¿eh? Adiós.
—Adiós, Chris —dijo Patience y se levantó de su asiento.
—De acuerdo, entonces adiós. Ya nos veremos. —Y Chris Kemp se encontró solo y se preguntó si había sido algo que había dicho.
Afuera, Patience se volvió hacia Rebus.
—¿Kevin y Myra? —preguntó.
—Nuestros viejos amigos —explicó Rebus—. Y una excusa para largarse tan buena como cualquiera. Además, te prometí una cena. Podrás contármelo todo sobre nuestro vecino.
La cogió del brazo y caminaron hacia el coche; el de ella. Patience nunca había visto a John Rebus celoso, así que resultaba difícil decirlo, pero hubiese jurado que ahora lo estaba. Vaya, vaya, los milagros nunca se acaban…