34

Adrian se encontraba de pie junto a la ventana que daba a los oscuros bosques del Central Park. Se hallaba en la pequeña sala de juntas del Museo Metropolitano. Sostenía el teléfono junto a su oído escuchando al coronel Tarkington que le hablaba desde Washington. Al otro lado de la estancia se encontraba un sacerdote de la archidiócesis de Nueva York, un tal monseñor Land. Era pasada la medianoche y al oficial del ejército de Washington se le había facilitado el número privado del museo indicándosele que el señor Fontine aguardaría su llamada a la hora que fuera.

La documentación oficial relativa a los acontecimientos que habían rodeado las actividades del Cuerpo de Vigilancia sería dada públicamente a conocer por el Pentágono a su debido tiempo, le dijo el oficial a Adrian. La administración deseaba evitar el escándalo que resultaría al revelar la corrupción e intentos de insurrección en el ámbito de las fuerzas armadas. Sobre todo teniendo en cuenta que se hallaba implicado en el asunto un nombre importante. Todo ello resultaría perjudicial para los intereses de la seguridad nacional.

—Fase primera —dijo Adrian—. Encubrimiento.

—Tal vez.

—¿Va a conformarse con eso? —preguntó Adrian serenamente.

—Se trata de su familia —replicó el coronel—. De su hermano.

—Y del suyo. Yo podré soportarlo. ¿Usted no? ¿Washington tampoco?

Hubo silencio al otro extremo de la línea. Al final, el militar decidió hablar.

—He conseguido lo que quería. Tal vez Washington no pueda permitirse este lujo. En estos momentos.

—Nunca se debe pensar «en estos momentos».

—No me largue sermones. Nadie le impide a usted convocar una rueda de prensa.

Ahora fue Adrian quien guardó momentáneamente silencio.

—Si lo hago, ¿podré solicitar la documentación oficial? ¿O acaso aparecerían súbitamente unos documentos en los que se describiera…?

—En los que se describiera con toda clase de detalles psiquiátricos —le interrumpió el coronel— las actividades de un joven perturbado que había recorrido el país viviendo en comunas hippies y había prestado su ayuda a tres desertores convictos del ejército en San Francisco. No gaste bromas, Fontine. Lo tengo todo aquí encima de mi escritorio.

—Eso me figuraba. Estoy empezando a aprender, es usted muy minucioso, ¿verdad? ¿Cuál de los hermanos era realmente el lunático?

—La cosa llega mucho más lejos. Influencia familiar utilizada con vistas a eludir el servicio militar; pasada pertenencia a organizaciones radicales… actualmente utilizan dinamita. Sus recientes y extrañas relaciones en Washington, incluyendo sus relaciones con un abogado negro que fue asesinado en extrañas circunstancias, siendo el tal abogado negro sospechoso de actividades delictivas. Muchas cosas más. Y eso es únicamente lo que se refiere a usted.

—¿Cómo?

—Antiguas verdades, verdades documentadas, han sido sacadas del olvido. Un padre que ganó una fortuna estableciendo relaciones por todo el mundo con gobiernos considerados por muchos como hostiles a nuestros intereses. Un hombre que trabajó en estrecha relación con los comunistas y cuya primera esposa murió hace años en extrañas circunstancias en Montecarlo. Se trata de un panorama más bien sombrío. Se suscitarán preguntas. ¿Podrán los Fontine soportar todo eso?

—Me repugna usted.

—Me repugno a mí mismo.

—Entonces, ¿por qué?

—¡Porque era necesario adoptar una decisión que nos rebasa a usted y a mí con todas nuestras revulsiones personales! —repuso el coronel levantando la voz y controlándose posteriormente—. No me gustan lo más mínimo algunos de los que se dedican a escarbar en la mierda desde aquí arriba. Lo único que sé, o creo saber, es que tal vez no sea el momento más propicio para hablar del Cuerpo de Vigilancia.

—Y las cosas siguen igual. No me parece usted el mismo hombre con quien estuve hablando en una habitación de hotel.

—Tal vez no lo sea. Espero en bien de su honrada indignación que jamás tenga que verse en una situación como la mía.

Adrian miró al sacerdote sentado al otro extremo de la estancia. Land estaba mirando hacia la pared escasamente iluminada, sin ver nada. Y, sin embargo, estaba en sus ojos, siempre está en los ojos. Una desesperación que le consumía. El monseñor era un hombre fuerte, pero ahora estaba asustado.

—Espero que jamás me vea en nada parecido —le dijo Adrian al coronel.

—¿Fontine?

—¿Sí?

—Reunámonos un día a tomar una copa juntos.

—Pues claro que lo haremos —dijo Adrian colgando el aparato.

¿Dependería ahora de él?, se preguntó Adrian. ¿Todo? ¿Acaso existía alguna vez un momento que resultara propicio para revelar la verdad?

Pronto conocería la respuesta. Con la ayuda del coronel, había conseguido sacar de Italia los documentos del cofre; el coronel estaba en deuda y el coronel no le había hecho preguntas. El pago recibido por el coronel había sido un cuerpo suspendido frente a una pared rocosa en las montañas de Champoluc. Hermano por hermano. La deuda estaba saldada.

Bárbara Pierson había sabido qué hacer con los documentos. Había establecido contacto con un amigo de ella que era conservador de reliquias y otros objetos en el Museo Metropolitano. Un erudito que había consagrado su vida al estudio del pasado. Éste conocía demasiado bien la Antigüedad como para poder emitir juicios.

Bárbara se había desplazado desde Boston a Nueva York y en aquellos momentos se encontraba en el laboratorio en compañía del estudioso. Ambos llevaban allí desde las cinco y media de la tarde. Siete horas. Con los documentos de Constantina.

Pero ahora lo más importante era uno de los documentos. Se trataba del pergamino sacado de una cárcel romana hacía unos 2000 años. El pergamino lo era todo. Todo. El estudioso lo sabía.

Adrian se apartó de la ventana y cruzó la estancia en dirección al sacerdote. Hacía dos semanas, cuando estaba a punto de morir, Víctor había confeccionado una lista de hombres a quienes confiar el cofre de Constantina. El nombre de Land figuraba en aquella lista. Cuando Adrian estableció contacto con él, Land le dijo ciertas cosas que jamás le había dicho a Víctor Fontine.

—Hábleme de Annaxas —dijo Adrian sentándose frente al sacerdote.

El monseñor apartó, sobresaltado, la mirada de la pared. No por haber oído el nombre, pensó Fontine, sino a causa de la intrusión. Sus grandes y penetrantes ojos grises bajo las oscuras cejas miraron momentáneamente desenfocados. Parpadeó como si tratara de recordar dónde estaba.

—¿Theodore Dakakos? ¿Qué puedo yo decirle? Nos conocimos en Estambul. Yo iba en busca de lo que me constaba eran unas pruebas falsas. La llamada destrucción mediante el fuego de los documentos del Filioque. Él averiguó que me encontraba allí y se desplazó desde Atenas para conocer al entremetido sacerdote de los archivos vaticanos. Hablamos, ambos experimentábamos una enorme curiosidad. Yo por el hecho de que un destacado hombre de negocios mostrara semejante interés por unos oscuros documentos teológicos. Y él por el hecho de que un estudioso romano estuviera tratando de demostrar, o hubiera sido autorizado a demostrar, una tesis en modo alguno favorable a los intereses vaticanos. Era un hombre muy hábil. Estuvimos hablando toda la noche y, al final, nos venció el cansancio. Yo creo que la causa fue el cansancio. Y el hecho de considerar que nos conocíamos mutuamente y tal vez hasta incluso nos éramos bastante simpáticos el uno al otro.

—¿La causa de qué?

—De que se mencionara el tren de Salónica. Y lo más curioso es que no recuerdo quién de los dos lo mencionó primero.

—¿Él estaba al corriente de eso?

—Tanto o más que yo. El maquinista era su padre que, además, era el único pasajero; el sacerdote de Jénope era el hermano de su padre. Ninguno de los dos regresó jamás. En el transcurso de sus investigaciones, había conseguido conocer parte de la respuesta. Los archivos de la policía de Milán contenían una documentación correspondiente al mes de diciembre de 1939. Dos muertos en un tren de mercancías griego estacionado en la sección de carga. Asesinato y suicidio. Sin identificación. Annaxas tenía que averiguar el porqué.

—¿Qué le llevó a Milán?

—Más de veinte años dedicados a hacer preguntas. Tenía motivos más que sobrados. Había visto enloquecer a su madre. Ella enloqueció porque la Iglesia no quiso facilitarle explicaciones.

—¿Su Iglesia?

—Una rama de la Iglesia, si usted quiere. La orden de Jénope.

—Ella sabía por tanto lo del tren.

—No hubiera debido saberlo. Se creía que no sabía nada al respecto. Pero a veces los hombres les cuentan a sus esposas lo que no cuentan a nadie más. Antes de marcharse a primeras horas de la mañana de un día de diciembre de 1939, Annaxas le dijo a su esposa que no iba a Corinto, tal como todo el mundo suponía. En su lugar, Dios les miraría con benevolencia porque acompañaría a su hermano Petride. Ambos emprenderían un viaje que les llevaría muy lejos. Participarían en una obra de Dios.

El sacerdote manoseó la cruz de oro que colgaba de un cordón alrededor de su alzacuello. Sus movimientos no eran suaves, sino casi coléricos.

—Del que jamás regresó —dijo Adrian serenamente—. Y no había ningún hermano en la Iglesia al que poder dirigirse porque éste también había muerto.

—Sí. Creo que ambos podemos imaginarnos la reacción de la mujer, una buena mujer, sencilla y cariñosa, abandonada con seis hijos.

—Se volvería loca.

Land soltó la cruz y volvió a mirar hacia la pared.

—En un acto de caridad, los monjes de Jénope acogieron a la mujer. Y se adoptó otra decisión. La mujer murió al cabo de un mes.

Fontine se inclinó lentamente hacia adelante.

—La mataron —dijo en tono afirmativo y no ya interrogativo.

Land le miró de nuevo. Podía leerse en sus ojos una especie como de súplica.

—Sopesaron las consecuencias de su vida. No en relación con las negaciones del Filioque sino en relación con un pergamino cuya existencia nadie en Roma conocía. Yo jamás había oído hablar de él hasta esta noche. Aclara muchas cosas.

Adrian se levantó de la silla y se acercó nuevamente a la ventana. No deseaba hablar del pergamino. Los santos varones ya no tenían derecho a dirigir las investigaciones. El abogado que había en Adrian no aprobaba la conducta de los sacerdotes. Las leyes se habían hecho para todos.

Abajo en el Central Park, por un camino escasamente iluminado, un hombre estaba paseando a dos enormes perros Labrador y los animales tiraban fuertemente de las correas. Él también estaba tirando de una correa pero no podía permitir que Land se diera cuenta. Se apartó de la ventana.

—Dakakos lo organizó todo, ¿verdad?

—Sí —repuso Land aceptando la negativa de Adrian a ser guiado—. Era su legado. Se propuso averiguarlo todo. Accedimos a intercambiar información, pero yo fui más sincero que él. Afloró a la superficie el apellido Fontini-Cristi, pero el pergamino jamás se mencionó. El resto supongo que ya lo sabe.

—No suponga nada. Cuéntemelo.

Land titubeó. No se esperaba aquella reprimenda.

—Lo siento. Pensaba que lo sabía. Dakakos se hizo cargo de la responsabilidad de Campo di Fiori. Durante años pagó los impuestos —que eran considerables—, alejó a los compradores y a los promotores inmobiliarios, facilitó medidas de seguridad, corrió con los gastos de mantenimiento…

—¿Y qué me dice de Jénope?

—La orden de Jénope está prácticamente extinguida. Un pequeño monasterio al norte de Salónica. Unos pocos monjes ancianos con unas reducidas tierras de labranza y sin dinero. Para Dakakos, sólo quedaba un eslabón: un monje moribundo en Campo di Fiori. No podía soltarlo. Averiguó todo lo que sabía el anciano. En el fondo, estaba en lo cierto. Gaetamo salió de la cárcel; Aldobradini, el sacerdote desterrado, regresó de África, enfermo de varias fiebres, y finalmente su padre regresó a Campo di Fiori. Al escenario de la ejecución de su familia. Y se inició de nuevo la terrible búsqueda.

Adrian reflexionó unos instantes.

—Dakakos impidió actuar a mi hermano. Se tomó extraordinarias molestias con el fin de atraparle y de poner al descubierto las actividades del Cuerpo de Vigilancia.

—Para evitar por todos los medios que se apoderara del cofre. El anciano monje debió decirle a Dakakos que Víctor Fontine conocía la existencia del pergamino. Pensó que su padre actuaría al margen de las autoridades y que utilizaría a sus hijos para buscar el cofre. Tenía que hacerlo. Sopesando las consecuencias, no quedaba más remedio. Dakakos les estudió a ustedes dos. En realidad, les estuvo observando durante varios años. Lo que descubrió en uno de los hijos le aterró. No podía permitir que su hermano siguiera adelante. Era necesario destruirle. Con usted, en cambio, tenía la impresión de que podría colaborar llegado el caso.

El sacerdote se había detenido. Respiró hondo y sus dedos acariciaron una vez más la cruz que colgaba sobre su pecho. Estaba pensando y era evidente que los pensamientos le resultaban dolorosos. Adrian lo comprendía porque había experimentado aquellos mismos sentimientos en las montañas de Champoluc.

—¿Qué hubiera hecho Dakakos de haber encontrado la caja?

La penetrante mirada de Land se posó en Adrian.

—No lo sé. Era un hombre compasivo. Conocía la angustia de la búsqueda de dolorosas respuestas a dolorosas preguntas; es posible que su compasión hubiera guiado su juicio. No obstante, era un hombre amante de la verdad. Creo que hubiera sopesado las consecuencias. Aparte eso, no puedo decirle otra cosa.

—Utiliza usted mucho esta frase, ¿verdad? «Sopesar las consecuencias».

—Pido disculpas si le molesta.

—Me molesta.

—En tal caso, perdóneme pero tendré que molestarle ulteriormente. Le he pedido permiso para venir aquí, pero he cambiado de idea. Voy a marcharme. —El sacerdote se levantó de la silla—. No puedo quedarme. Trataré de decírselo con sencillez…

—Dicho con sencillez —le interrumpió Adrian ásperamente—. No me interesa.

—Me lleva usted ventaja —dijo Land rápidamente—. Verá, a mí sí me interesa usted, lo que usted percibe. —El sacerdote no quería que le interrumpieran y se adelantó un paso—. ¿Cree usted que las dudas se borran por el hecho de haber hecho unos votos? ¿Cree usted que siete mil años de comunicación humana quedan en cierto modo invalidados para nosotros? ¿Para cualquiera de nosotros, independientemente de las vestiduras que luzcamos? ¿Cuántos dioses y profetas y santos varones han sido evocados a lo largo de los siglos? ¿Acaso el número disminuye la devoción? Yo creo que no. Porque cada cual acepta lo que puede aceptar y eleva sus propias creencias por encima de todas las demás. Mis dudas me dicen que dentro de miles de años es posible que los estudiosos analicen los vestigios de lo que fuimos y lleguen a la conclusión de que nuestras creencias, nuestras devociones, eran singularmente curiosas y releguen al nivel de un mito aquellas cosas que nosotros consideramos más sagradas. Tal como nosotros hemos relegado al nivel del mito los vestigios de otras generaciones. Mire usted, mi inteligencia lo puede comprender. Pero ahora, aquí, en mi época, para mí, el compromiso ya está adquirido. Es mejor tenerlo que no tenerlo. Yo creo. Estoy convencido.

Adrian recordó las palabras.

—¿«La revelación divina no puede ser alterada por el hombre mortal»?

—Eso está muy bien. Y lo acepto —dijo Land simplemente—. En último extremo, prevalecen las lecciones de Santo Tomás. Si bien podría añadir que éstas no son propiedad exclusiva de nadie. Cuando se agota la razón en su última barrera, la fe se convierte en razón. Yo poseo esta fe. Pero, en mi calidad de mortal, soy débil. No estaría en condiciones de someterme a ulteriores pruebas. Debo retirarme al consuelo de mi compromiso en la conciencia de que estaré mejor con él que sin él. —El sacerdote extendió la mano—. Adiós, Adrian.

Fontine contempló la mano que le tendían y la estrechó.

—Debe usted comprender que lo que más me molesta es la arrogancia de su «compromiso» y de sus creencias. No sabría decírselo de otra manera.

—Lo comprendo y tomo nota de su objeción. Esta arrogancia es el primero de los pecados que condujeron a la muerte espiritual. Y el que más a menudo se suele pasar por alto: el orgullo. Es posible que éste nos mate a todos algún día. Entonces, mi joven amigo, no quedará nada.

Land se volvió y se dirigió hacia la puerta de la pequeña estancia. La abrió con la mano derecha sin dejar de sostener con la izquierda la cruz de oro, como si la envolviera con los dedos. El gesto resultaba inequívoco. Era un acto de protección. Miró una vez más a Adrian y después abandonó la estancia cerrando la puerta tras él.

Fontine encendió un cigarrillo y después lo apagó aplastándolo en el cenicero. Tenía la boca irritada a causa del exceso de cigarrillos y de la falta de sueño. En su lugar, se acercó a la placa de preparar café y se llenó una taza.

Una hora antes, Land se había quemado los dedos al comprobar si la placa estaba caliente rozando con ellos el borde metálico de la misma. A Adrian se le ocurrió pensar que el monseñor era uno de aquellos hombres que solían someter a prueba la mayoría de las cosas en la vida. Y, sin embargo, no había podido aceptar la prueba final. Se había limitado a marcharse; su actitud resultaba en cierto modo honrada.

Mucho más que la que él había puesto de manifiesto en relación con su madre, pensó Adrian. No le había mentido a Jane; hubiera sido inútil y la mentira se hubiera descubierto. Pero tampoco le había dicho la verdad. Había hecho otra cosa mucho más cruel: la había evitado. Todavía no estaba preparado para una confrontación.

Escuchó unas pisadas en el pasillo de fuera de la estancia. Posó la taza de café y se dirigió al centro de la habitación. Se abrió la puerta y entró Bárbara, acompañada del erudito que le había cedido el paso, enfundado todavía en su bata de laboratorio y con el rostro como ensanchado por sus gafas de montura de concha. Los ojos castaños de Bárbara, habitualmente rebosantes de calor y alegría, mostraban ahora una severa expresión profesional.

—El doctor Shire ha terminado —dijo—. ¿Podemos tomarnos un café?

—Pues, claro —dijo Adrian acercándose a la placa y llenando dos tazas.

El estudioso se acomodó en la silla de la que Land se había levantado hacía escasos minutos.

—Solo, por favor —dijo Shire colocándose sobre las rodillas una hoja de papel—. ¿Se ha marchado su amigo?

—Sí, se ha marchado.

—¿Lo sabía? —preguntó el anciano tomando la taza que Adrian le ofrecía.

—Lo sabía porque yo se lo he dicho. Ha adoptado una decisión. Y se ha marchado.

—Lo comprendo —dijo Shire parpadeando tras las gafas veladas por el vapor del café—. Siéntense, los dos.

Bárbara tomó la taza de café, pero no se sentó. Cruzó una mirada con el erudito y se dirigió hacia la ventana mientras Adrian se sentaba frente a Shire.

—¿Es auténtico? —preguntó Fontine—. Me imagino que ésta es la primera pregunta.

—¿Auténtico? Por lo que respecta al material, a la escritura y al lenguaje… sí, yo diría que saldría airoso de estas pruebas. Parto de la suposición de que sí. Los análisis químicos y prismáticos llevan mucho tiempo, pero he visto cientos de documentos del mismo período; desde este punto de vista, es auténtico. En cuanto a la autenticidad del contenido, cabe señalar que fue escrito por un hombre medio loco próximo a morir. Próximo a una muerte muy cruel y dolorosa. Este juicio tendrán que emitirlo otras personas, si es que se puede emitir. —Shire miró a Adrian mientras posaba la taza sobre la mesita que había junto a la silla, y tomó la hoja de papel que sostenía sobre las rodillas. Fontine guardó silencio y el estudioso prosiguió—. Según las palabras de este pergamino, el prisionero que iba a perder la vida en la arena a la tarde siguiente, renunció al nombre de Pedro que le había dado el revolucionario llamado Jesús. Dijo que no era merecedor del mismo. Quería que en su muerte fuera recordado como Simón de Betsaida, su nombre de nacimiento. Se sentía consumido por el remordimiento, afirmando haber traicionado a su Salvador… Porque el hombre que había sido crucificado en el Calvario no era Jesús de Nazaret.

El viejo erudito se detuvo y dejó flotar las palabras en suspenso como interrumpiéndose a media frase.

—¡Oh, Dios mío! —dijo Adrian levantándose de la silla y mirando a Bárbara que se encontraba junto a la ventana. Ella le devolvió la mirada sin hacer el menor comentario. Adrian se dirigió a Shire—. ¿Se especifica así?

—Sí. El hombre estaba atormentado. Escribe que tres de los discípulos de Cristo actuaron por su cuenta en contra de los deseos del carpintero. Con la ayuda de unos guardianes de Pilato a quienes habían sobornado, sacaron al inconsciente Jesús de las mazmorras y lo sustituyeron por un condenado de su misma estatura y aspecto, vistiéndole con las ropas del carpintero. Entre la histérica muchedumbre del día siguiente, la túnica y la sangre de las espinas fueron suficientes para oscurecer los rasgos del hombre que llevaba la cruz y que en ella fue clavado. No era la voluntad del hombre al que llamaban Mesías…

—«Nada ha cambiado —le interrumpió Adrian suavemente, recordando las palabras—, pero todo está cambiado».

—Fue involuntariamente apartado. Su intención era morir, no vivir. El pergamino resulta muy claro a este respecto.

—Pero no murió. Sino que vivió.

—Sí.

—No fue crucificado.

—No. Eso, siempre y cuando se acepten las palabras del hombre que escribió el documento… en las condiciones en que lo escribió. Al borde de la locura, me parece. Yo no las aceptaría por el mero hecho de su antigüedad.

—Ahora está usted emitiendo un juicio.

—Una observación de probabilidad —le corrigió Shire—. El autor del escrito del pergamino se entrega a extrañas plegarias y lamentos. Sus razonamientos son lúcidos en determinados momentos y confusos en otros. ¿Era un loco o un asceta que se autoflagelaba? ¿Un simulador o un penitente? Por desgracia, el hecho material de que se trate de un documento de hace dos mil años le confiere una credibilidad que le sería negada en circunstancias menos llamativas. Recuerde que era la época de las persecuciones de Nerón, un período de locura social, política y teológica. La gente se las apañaba a menudo para sobrevivir gracias a la astucia. ¿Quién era realmente?

—El documento lo dice claramente. Simón de Betsaida.

—Para poder afirmarlo, contamos únicamente con la palabra del autor del escrito. No existe ningún documento que atestigüe que Simón Pedro murió con los primitivos mártires cristianos. Podría formar parte de la leyenda pero no se menciona para nada en los estudios bíblicos. En tal caso, si se hubiera pasado por alto, sería una terrible omisión, ¿no le parece?

El estudioso se quitó las gafas y se limpió los gruesos cristales de las mismas con el borde de la bata.

—¿Qué pretende usted decir?

El anciano volvió a ponerse las gafas agrandando con ello sus tristes y pensativos ojos.

—Supongamos que un ciudadano de Roma, destinado a la más horrible de las formas de ejecución, se inventa una historia que niega los odiados orígenes de una nueva y peligrosa religión y lo hace de manera creíble. Semejante hombre hallaría el favor de los pretores, de los cónsules y del propio césar. Muchos lo intentaron, ¿sabe usted? De una u otra manera. Se conservan restos de cientos de «confesiones» de este tipo. Y ahora nos llega una de ellas en su totalidad. ¿Existe alguna razón para aceptarla con mayor interés que las demás? ¿Por el simple hecho de habernos llegado completa? La astucia y la supervivencia son moneda corriente en la historia.

Adrian miró intensamente al erudito y habló. Se percibía una extraña inquietud en sus palabras.

—¿Usted qué piensa, doctor?

—Lo que yo piense no tiene importancia —repuso Shire sin mirar a Adrian.

Se produjo un silencio profundamente conmovedor.

—¿Lo cree usted?

—Se trata de un documento extraordinario —repuso Shire tras guardar silencio un instante.

—¿Dice lo que le ocurrió al carpintero?

—Sí —repuso Shire mirando a Adrian—. Se quitó la vida tres días más tarde.

—¿Que se quitó la vida? Eso es contrario a todo lo…

—Sí, lo es —le interrumpió el estudioso serenamente—. La coherencia reside en el factor tiempo: tres días. Coherencia e incoherencia, ¿dónde está el equilibrio? La confesión añade que el carpintero reprendió a quienes se habían interpuesto pero que, al final, invocó a Dios rogándole que les perdonara.

—Eso es coherente.

—¿Acaso esperaba usted otra cosa? Astucia con vistas a la supervivencia, señor Fontine.

Nada ha cambiado, pero todo está cambiado.

—¿En qué condiciones se encuentra el pergamino?

—Se encuentra extraordinariamente bien conservado. Una solución de aceites animales, creo, prensada y cubierta por pesadas rocas de cuarzo.

—¿Y los demás documentos?

—No los he examinado como no fuera para distinguirlos del pergamino. Los documentos que se refieren a los acuerdos del Filioque desde el punto de vista de sus oponentes no están muy bien conservados. El rollo arameo es metálico, naturalmente, y serán precisos mucho tiempo y muchos cuidados para desentrañarlo.

Adrian se sentó.

—¿Es ésta la traducción literal de la confesión? —preguntó señalando la hoja que el estudioso sostenía en su mano.

—Más o menos. Sin pulir. No la presentaría académicamente.

—¿Puedo quedarme con ella?

—Puede usted quedarse con todo —repuso Shire inclinándose hacia adelante. Adrian extendió la mano y tomó la hoja—. El pergamino, los documentos, todo es suyo.

—No me pertenecen.

—Lo sé.

—¿Por qué entonces? Creía que iba usted a suplicarme que le permitiera quedarse con ellos. Examinarlos. Asombrar al mundo con ellos.

El estudioso se quitó las gruesas gafas. Sus cansados ojos aparecían contraídos por el agotamiento y habló con voz pausada.

—Me ha traído usted un extraño descubrimiento. Bastante aterrador. Soy demasiado viejo para hacerle frente.

—No le entiendo.

—En tal caso, le ruego que reflexione. Se niega una muerte, no una vida. Esta muerte es el símbolo. Si se pone en entredicho el símbolo, se corre el peligro de arrojar dudas acerca de todo lo que este símbolo ha llegado a significar. No estoy seguro de que ello esté justificado.

Adrian guardó silencio unos instantes.

—El precio de la verdad es demasiado elevado. ¿Es eso lo que usted quiere decir?

—En el caso de que se trate efectivamente de la verdad. Pero existe la terrible cuestión de su antigüedad. Las cosas se aceptan por su mera existencia. Homero crea ficción y, siglos más tarde, los hombres siguen rutas marítimas en busca de las cavernas habitadas por gigantes de un solo ojo. Froisart es el cronista de una historia que jamás existió y, sin embargo, es aclamado como si fuera un auténtico historiador. Le ruego que sopese las consecuencias.

Adrian se levantó de la silla y se acercó a la pared. A la misma pared que Land había estado mirando previamente: lisa, escasamente iluminada, pintada de blanco. Nada.

—¿Podría usted conservarlo aquí durante algún tiempo?

—Podría guardarse en una caja del laboratorio. Le enviaría a usted un recibo que lo atestiguara.

—¿Una caja? —preguntó Fontine volviéndose.

—Sí. Una caja.

—Hubiera podido quedarse en otra.

—Tal vez sí. ¿Durante cuánto tiempo, señor Fontine?

—¿Durante cuánto tiempo?

—¿Durante cuánto tiempo permanecerá aquí?

—Una semana, un mes, un siglo. No lo sé.

Se encontraba de pie junto a la ventana de su habitación de hotel contemplando la silueta de los edificios de Manhattan que se recortaban contra el cielo. Nueva York simulaba dormir, pero la miríada de luces de las calles de abajo negaba dicha simulación.

Habían estado hablando varias horas, no sabía cuántas, en realidad. Había hablado él; Bárbara le había estado escuchando induciéndole suavemente a que se lo contara todo.

Tenía tantas cosas que hacer, tantas dificultades que resolver, antes de que recuperara la cordura.

Súbitamente —con sonido en cierto modo aterrador— sonó el teléfono. Adrian se volvió, consciente del pánico que experimentaba, sabiendo que éste se reflejaba en sus ojos.

Bárbara se levantó de su sillón y se le acercó pausadamente. Extendió las manos y le acarició el rostro. El pánico disminuyó.

—No quiero hablar con nadie. En estos momentos.

—Pues no lo hagas. Dile a quien sea que llame mañana por la mañana.

Era muy sencillo. La pura verdad.

El teléfono volvió a sonar. Adrian cruzó la estancia en dirección a la mesilla de noche y descolgó el teléfono, seguro de su intención, confiando en su fuerza.

—¿Adrian? ¡Pero por el amor de Dios! ¡Te hemos estado buscando por todo Nueva York! Un coronel de la oficina del general inspector apellidado Tarkington nos ha indicado tu hotel.

Su interlocutor era uno de los abogados del Departamento de Justicia reclutados por Nevins.

—¿De qué se trata?

—¡Lo hemos conseguido! Todo aquello por lo que habíamos estado trabajando está empezando a encajar. La ciudad ha estallado. En la Casa Blanca ha cundido el pánico. Estamos en contacto con el comité judicial del Senado; buscamos un fiscal especial. No hay otra manera de manejar el asunto.

—¿Disponéis de pruebas concretas?

—De mucho más que eso. Testigos, declaraciones. Los ladrones andan buscando coartadas. Volvemos a trabajar, Fontine. ¿Estás con nosotros? ¡Ahora podemos movernos!

Adrian lo pensó muy brevemente antes de contestar.

—Sí, estoy con vosotros.

Lo importante era moverse. Ciertas luchas proseguían. Otras tenían que concluir. La sabiduría estribaba en establecer cuáles.

FIN