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El rumor de unos crujidos se escuchaba cada vez más cerca, como el de un martillo enfurecido. Sonaba directamente encima de él, en lo alto de aquella pared de roca que se elevaba frente a la pequeña meseta de la cara norte. El terreno que pisaba había sido hollado recientemente. La tierra y la nieve se mezclaban y las pisadas y las ramas quebradas de los arbustos formaban un semicírculo por debajo del saledizo. Los fragmentos de roca que se veían constituían un indicio del método utilizado para el ascenso: Se había lanzado una cuerda con un gancho y el primer o los primeros lanzamientos no habían alcanzado el éxito.

Una escala de mano podrida podía verse medio cubierta por la nieve y la maleza con varios de los travesaños sueltos. Era la escala que Paul Leinkraus recordaba. Debía medir unos seis metros de altura y debía superar ligeramente la altura de la pared de roca junto a la cual Adrian se hallaba agachado.

El lugar de la inhumación es, en realidad, una superficie pizarrosa. Se agrieta fácilmente mediante golpes de pico. El ataúd del muchacho se colocó en el terreno y se cubrió con una fina capa de cemento. Las palabras de Paul Leinkraus.

Allí arriba, su hermano había roto la capa de cemento descrita por Paul Leinkraus. Cesó el martilleo; un instrumento de metal fue arrojado a un lado sobre la dura superficie. Unas grandes partículas de cemento empezaron a caer, empujadas por pies impacientes, yéndose a reunir con los fragmentos de roca que previamente habían caído sobre el terreno y la maleza de abajo. Adrian se levantó rápidamente y se comprimió contra la pared del diminuto precipicio. Como le viera su hermano, podía considerarse muerto.

Cesó la caída de trozos de cemento. Adrian se estremeció; sabía que tenía que moverse. El frío estaba penetrando a través del negro jersey y su aliento formaba espirales de vapor frente a su rostro. La breve y ligera nevada estaba cesando; la luz del sol se abrió paso entre las nubes sin producir el menor calor.

Adrian avanzó pegado a la pared de roca hasta que no pudo seguir a causa del obstáculo de una peña que sobresalía de la montaña. Se adelantó hacia el terreno cubierto de nieve y maleza.

Súbitamente, la tierra cedió. Adrian dio un salto hacia atrás y permaneció inmóvil, petrificado, junto a la peña. El rumor de las piedras que caían fue transmitido por el viento. Escuchó unas pisadas arriba —fuertes, bruscas— y contuvo la respiración para que no emergiera vapor ni de su boca ni de su nariz. Cesaron los sonidos de las pisadas… y, a excepción del viento, no hubo más que silencio. Después se escucharon nuevamente las pisadas… menos fuertes y más lentas. La alarma del soldado había cesado.

Adrian miró hacia abajo. Había llegado al término del camino de Paul Leinkraus; ahora no quedaba más que montaña. Abajo, más allá del borde de roca mellada e hierbas silvestres, había un ancho precipicio cuyo espacio vacío se interponía entre el terreno de la cumbre y la vereda del otro lado, desde la que se ascendía a las regiones más altas. La hondonada era mucho más profunda de lo que Leinkraus recordaba; debía de medir unos nueve metros y el fondo estaba integrado por rocas melladas. El muchacho había sido regañado por los mayores, pero no lo suficiente como para asustarle o infundirle temor a la montaña.

Adrian giró el cuerpo y, agarrándose a la rugosa superficie, centímetro a centímetro, avanzó comprimiendo el tórax y las piernas contra la peña y asiéndose a todos los salientes que encontraba. Al otro lado había una estrecha franja de roca indiscriminadamente formada que se curvaba de manera brusca hacia arriba, hacia la llana superficie de la cumbre.

No estaba seguro de poder alcanzarla. Un muchacho podía avanzar por aquella franja separándose de la base inmediata de la peña saliente en la seguridad de que el pavimento no cedería bajo su peso. Pero un hombre adulto era otra cosa. La franja no había soportado el peso de Adrian; no lo soportaría.

La distancia desde el punto central de la peña —en el que ahora se encontraba— hasta el primer promontorio de roca era de aproximadamente un metro y medio. Él medía más de metro ochenta de estatura. Si pudiera inclinarse con los brazos extendidos, era posible que sus manos alcanzaran el borde. Y, si pudiera reducir la distancia, la posibilidad sería mayor.

Le dolían los músculos de los pies. Experimentaba calambres en ambos empeines; la tensión de los tobillos le había hinchado la piel y los tendones de debajo le dolían de manera casi insoportable. Trató de olvidar el dolor y el riesgo y se concentró exclusivamente en la distancia que podría cubrir alrededor de la enorme peña.

Había avanzado apenas un paso cuando la tierra cedió bajo su peso… lentamente, en diminutas e hipnotizadoras fases. Después pudo escuchar —pero escuchar de verdad— el crujido de las piedras y de la tierra helada. Extendió los brazos en el último medio segundo. La franja se vino abajo y, por unos momentos, Adrian quedó suspendido en el vacío. Sus manos se asían con fuerza; el viento le azotaba el rostro en pleno aire.

Su brazo derecho se golpeó contra la roca mellada de arriba. El hombro y la cabeza se golpearon también contra la áspera superficie. Ahuecó la mano alrededor de la cortante piedra arqueando instintivamente la espalda para absorber la fuerza del impacto.

Osciló como una marioneta sobre la cuerda de su propio peso, con los pies colgando. Tenía que elevarse. ¡Ahora! ¡No había segundos que perder! ¡No disponía de tiempo para acostumbrarse a la incredulidad!

¡Muévete!

Con la mano izquierda que tenía libre se asió a la áspera superficie; sus pies tanteaban a ciegas hasta que el zapato derecho encontró un diminuto saliente que soportaba su peso. Era suficiente. Como una araña aterrorizada escaló la pared de roca mellada echando las piernas una tras otra sobre la oblicua inclinación, empujando el cuerpo contra la base de la superficie interior.

Desde arriba no se le podía ver, pero sí oír. El rumor de las piedras de la franja al caer indujo a Andrew a acercarse al borde de la meseta. El sol le iluminaba por detrás y desde la derecha arrojando su sombra al otro lado de la hondonada, sobre la roca y la nieve. Adrian contuvo una vez más la respiración. La superficie de la linterna, iluminada ahora por el cegador sol alpino, le brindaría un espejo. Los movimientos del soldado se veían no sólo con toda claridad sino, además, ampliados. Andrew sostenía un objeto en la mano izquierda: una pala plegable de escalador.

El brazo derecho del soldado aparecía doblado por el codo; la sombra de su antebrazo se unía a la sombra de la parte superior de su cuerpo. No hacía falta devanarse demasiado los sesos para imaginarse lo que sostenía la mano derecha: un arma. Adrian acercó la mano derecha al cinturón. La pistola estaba todavía allí; se tranquilizó al rozar su superficie.

La sombra se movió junto al borde, tres pasos a la izquierda, cuatro a la derecha. Se inclinó y volvió a incorporarse, ahora con otro objeto en su mano derecha. El objeto fue arrojado: un gran trozo de cemento lanzado a no más de sesenta centímetros del rostro de Adrian. El trozo de cemento se estrelló contra las rocas de abajo. El soldado permaneció inmóvil durante la caída del objeto como si contara los segundos y calculara el tiempo de caída. Una vez se hubieron extinguido los últimos crujidos, el soldado se alejó. Su sombra desapareció y fue sustituida por los brillantes reflejos del sol.

Adrian permaneció tendido en su escondrijo, sin percatarse de su incómoda posición, con el rostro empapado en sudor. La curva de rocas desiguales por encima de su cabeza ascendía abruptamente como una primitiva escalera de caracol en un antiguo faro. La distancia debía de ser de unos siete metros y medio, pero resultaba difícil de calcular puesto que más allá no se veía más que el cielo y la cegadora luz del sol. No podía moverse hasta que volviera a escuchar rumores. Rumores que le dieran a entender que el soldado estaba cavando de nuevo.

Los escuchó. Un fuerte crujido de piedras, el chirrido de metal contra metal.

¡Andrew había encontrado el cofre!

Adrian salió a rastras de su escondrijo y, una mano sobre otra, un silencioso pie tras otro, avanzó por la escabrosa escalera de roca. El borde de la meseta se encontraba directamente encima de él; abajo ya no había la hondonada sino un precipicio de gran profundidad cuyo fondo estaba constituido por el tortuoso puerto de montaña. Mediaba posiblemente una distancia de unos veinte centímetros entre él y el espacio abierto. El viento soplaba con regularidad. Su rumor se parecía a un amortiguado silbido.

Se acercó la mano al cinturón, se sacó la pistola y —siguiendo las instrucciones de Goldoni— comprobó el seguro. Éste se hallaba cerrado en posición vertical.

Lo soltó dejándolo paralelo al gatillo y levantó la cabeza por encima del borde.

La llana superficie de la meseta era de forma ovalada y debía medir unos diez metros o más de longitud por aproximadamente unos seis de anchura. El soldado se encontraba agachado en el centro junto a un montículo de tierra cubierto de trozos de cemento. Más allá de la tierra, oculto parcialmente por las anchas espaldas del soldado, podía verse un sencillo ataúd de madera con bordes de metal; estaba notablemente bien conservado.

No había ningún cofre. No había nada más que tierra, los trozos de cemento y el ataúd. ¡Pero el cofre no estaba!

Oh, Dios mío, pensó Adrian. ¡Estábamos equivocados! ¡Ambos estábamos equivocados!

No era posible. No era posible. Porque, si no hubiera ningún cofre, el asesino del Cuerpo de Vigilancia estaría furioso. Conocía lo suficientemente bien a Andrew como para saberlo. Sin embargo, su hermano no estaba enojado. Se encontraba agachado como pensando, con la mirada dirigida hacia abajo; estaba contemplando la tumba. Y Adrian lo comprendió: El cofre estaba abajo, todavía en la tierra. Lo habían enterrado bajo el ataúd para que éste constituyera su protección final.

El soldado se levantó y se acercó, a la mochila alpina que había dejado apoyada contra el ataúd. Se inclinó, desabrochó una correa y sacó una pequeña y puntiaguda barra de hierro. Regresó junto a la tumba, se arrodilló bruscamente junto a la misma e introdujo la barra. Segundos más tarde, sacó la barra, la dejó caer al suelo y extrajo una pistola del interior de su chaqueta. Rápida y cuidadosamente, inclinó el arma hacia la tumba.

Siguieron tres explosiones. Adrian agachó la cabeza por debajo del borde de la meseta. Percibía el áspero olor de la pólvora y podía ver las espirales de humo transportadas por el viento.

Entonces escuchó las palabras y todo su cuerpo se estremeció en un temor que jamás hubiera creído posible experimentar. Era la angustia de la certeza de su inmediata ejecución.

—Levanta la cabeza, Lefrac —ordenó suavemente Andrew con voz de hielo—. Así será más rápido. No sentirás nada. Ni siquiera oirás el ruido.

Adrian se levantó de su estrecho soporte con la mente en blanco, sin experimentar miedo. Iba a morir; así de fácil.

Pero no era lo que el soldado esperaba. No era quien el soldado esperaba. El asesino del Cuerpo de Vigilancia se sintió súbitamente presa de un sobresalto absoluto. Éste fue tan intenso que sus ojos se abrieron con expresión de incredulidad y sus manos temblaron empuñando el arma. Dio involuntariamente un paso atrás con la boca abierta y el rostro exangüe.

¡Tú!

Ciega y salvajemente, sin pensar ni sentir, Adrian levantó la pesada pistola que había dejado sobre el borde de roca y disparó contra la sorprendida figura. Apretó el gatillo dos, tres veces. El arma se encasquilló. Las chispas y el humo de la caja del cañón le chamuscaron la carne y le escocieron en los ojos. ¡Pero había alcanzado al soldado! El asesino del Cuerpo de Vigilancia retrocedió sosteniéndose el estómago y doblando la pierna izquierda.

Pero Andrew no había soltado la pistola. Se produjo el disparo; la explosión detonó por encima de la cabeza de Adrian. Éste se abalanzó sobre el hombre caído golpeándole el rostro con su pistola encasquillada. Con la mano derecha asió el cálido acero del arma de Andrew golpeándolo contra la dura superficie de la meseta. Con su propia pistola golpeó el entrecejo del soldado; la sangre empezó a fluir hacia las órbitas de éste, impidiéndole la visión. Andrew soltó su arma. Adrian retrocedió.

Apuntó con su pistola y apretó el gatillo con toda su fuerza. Pero el arma no funcionaba, no disparaba. El soldado se incorporó arrodillado restregándose los ojos al tiempo que emitía enojados gruñidos. Adrian adelantó el pie golpeándole la sien; el cuello del soldado se arqueó hacia atrás pero sus piernas se extendieron hacia adelante golpeando las rodillas de Adrian, que se vio obligado a dar un paso a un lado con las rodillas doloridas.

Adrian no podía sostenerse en pie. Se movió hacia la derecha mientras el comandante se levantaba sin dejar de restregarse los ojos. Andrew saltó con las manos extendidas como unos rígidos garfios hacia el cuello del intruso. Adrian retrocedió más y cayó junto al ataúd que se encontraba en proximidad de la tumba. El salto del soldado había sido impreciso y su profunda cólera le hizo perder el equilibrio y caer hundiendo el brazo en el montículo de tierra y trozos de cemento.

Adrian se acercó al espacio abierto de la tumba; al otro lado se encontraba la barra de hierro. El soldado le siguió gritando y levantando las manos por encima de su cabeza a modo de martillo… como un monstruoso pájaro disponiéndose a matar. Los dedos de Adrian habían asido la barra y éste la dirigió ahora contra la figura dispuesta a atacarle.

La punta se clavó en la mejilla del soldado, aturdiéndole. La sangre volvió a manar de las mejillas de Andrew.

Adrian se alejó con toda la rapidez que le permitían sus doloridas y agotadas piernas, soltando la barra. Vio la pistola del soldado sobre la llana superficie de piedra y la cogió. Sus dedos se cerraron alrededor de la culata. Adrian levantó el arma.

La barra de hierro cruzó el aire, le desgarró la piel del hombro izquierdo y medio le arrancó la manga del jersey. Aterrorizado, retrocedió hasta el borde de la meseta. El pánico le había inducido a acercarse al pecho la mano en la que sostenía la pistola; comprendió en el momento de hacerlo que era la fracción de segundo que el soldado necesitaba desesperadamente. Una muralla de tierra y piedras se interpuso entre él y el asesino del Cuerpo de Vigilancia mientras los cortantes fragmentos de roca le golpeaban el rostro y los ojos. No podía ver.

Abrió fuego; la mano le tembló violentamente a causa de la explosión y sus dedos se arquearon debido a la vibración.

Trató de ponerse de pie pero una bota le golpeó el cuello. Asió la pierna mientras caía hacia atrás con los hombros junto al borde rocoso de la meseta. Giró a la izquierda sin soltar la pierna hasta que el cañón del arma rozó la carne.

Apretó el gatillo.

La sangre, los huesos y la carne llenaron el universo. El soldado saltó por el aire con la pierna derecha convertida en una masa de tejido ensangrentado. Adrian quiso arrastrarse pero no pudo; no le quedaba fuerza y sus pulmones carecían de aire. Se incorporó apoyándose sobre una mano y miró a Andrew.

El comandante oscilaba hacia adelante y hacia atrás gimiendo con la boca llena de sangre y saliva. Se arrodilló a medias contemplando enloquecido lo que le quedaba de la pierna. Después miró a su verdugo y gritó.

¡Ayúdame! ¡No puedes dejarme morir! ¡No tienes derecho!

¡Dame la mochila!

Tosió sosteniéndose la destrozada pierna con una mano mientras con la otra señalaba temblorosamente hacia la mochila alpina que había dejado apoyada contra el ataúd. La sangre le manaba por todas partes, empapándole la ropa. Los venenos se estaban extendiendo rápidamente; se estaba muriendo.

—No tengo derecho a dejarte vivir —dijo Adrian débilmente, casi sin aliento—. ¿Sabes lo que has hecho? ¿Las personas a las que has matado?

—¡El asesinato es un instrumento! —gritó el soldado—. ¡No es más que eso!

—¿Y quién decide cuándo hay que utilizarlo? ¿Tú?

—¡Sí! ¡Y los hombres como yo! Sabemos quiénes somos y qué podemos hacer. Las personas como tú no son… ¡Por el amor de Dios, ayúdame!

—Tú estableces las normas. Todos los demás tienen que obedecerlas.

—¡Sí! ¡Porque nosotros tenemos voluntad de hacerlo! La gente, en general, no tiene voluntad de hacerlo. ¡Quiere que las normas se las den hechas! ¡No puedes negarlo!

—Lo niego —dijo Adrian serenamente.

—Entonces mientes. ¡O eres un estúpido! Oh, Dios mío… —La voz del soldado se quebró interrumpida por un acceso de tos. Andrew se sostuvo el estómago y se volvió a mirar la pierna contemplando después el montículo de tierra. Apartó los ojos de éste y miró a Adrian—. Aquí. Aquí dentro.

El comandante se arrastró hacia la tumba. Adrian se levantó lentamente y contempló hipnotizado el horrible espectáculo. La poca compasión que le quedaba le decía que disparara el arma que sostenía en la mano y que acabara con aquella vida que estaba tocando a su fin. Pudo ver la caja de Salónica en el suelo; algunas tablas de madera habían sido arrancadas quedando al descubierto el hierro de debajo. La pólvora había destrozado unas tiras de metal y podía verse encima una cuerda enrollada. Había unos trozos de cartón con unos dibujos parecidos a unos círculos de espinas alrededor de unos crucifijos.

Lo habían encontrado.

—¿Es que no lo entiendes? —preguntó el soldado con voz apenas audible—. Está aquí. La respuesta. ¡La respuesta!

—¿Qué respuesta?

—Todo… —Durante varios segundos, los ojos de su hermano perdieron el control muscular y giraron en sus órbitas e incluso en determinado momento las pupilas desaparecieron. Andrew hablaba con el tono de voz de un niño enojado extendiendo la mano derecha hacia la tumba—. Ahora lo tengo. ¡No puedes entremeterte! ¡Ya no! Me puedes ayudar. Dejaré que me ayudes. Solía dejar que me ayudaras, ¿te acuerdas? ¿Te acuerdas que siempre solía dejar que me ayudaras? —preguntó el soldado casi gritando.

—La decisión siempre la adoptabas tú, Andy. Me refiero a lo de ayudarte —dijo Adrian suavemente, tratando de comprender aquellos desvaríos infantiles, hipnotizado por las palabras.

—Pues claro que adoptaba yo la decisión. La decisión tenía que ser mía. De Víctor y mía.

Adrian recordó súbitamente las palabras de su madre… veía los resultados de la fuerza; jamás comprendió sus complicaciones, su compasión…

El abogado que había en Adrian tenía que averiguarlo.

—¿Qué debemos hacer con el cofre? Ahora que lo tenemos, ¿qué debemos hacer con él…?

—¡Utilizarlo! —gritó nuevamente el soldado golpeando las piedras sueltas del borde de la tumba—. ¡Utilizarlo, utilizarlo!

¡Enderezar las cosas! ¡Les diremos que ahora podemos estropearlo todo!

—¿Y si no pudiéramos? ¿Y si no les importara? Tal vez no haya nada aquí.

—¡Pero nosotros les diremos que ! Tú no sabes cómo se hace. ¡Les diremos lo que queramos decirles! Se arrastrarán, gemirán…

—¿Tú quieres que hagan eso? ¿Que giman y se arrastren?

—¡Sí! ¡Son débiles!

—Pero tú no.

—¡No! ¡Lo he demostrado! ¡Una y otra y otra vez! —El cuello del soldado se arqueó y después se extendió convulsamente hacia adelante—. Tú crees que ves cosas que yo no veo. ¡Te equivocas! ¡Yo las veo pero da lo mismo, no cuentan para nada! ¡Lo que tú consideras tan cochinamente importante… carece… de importancia! —dijo Andrew espaciando las palabras como en un grito infantil de desafío.

—¿Qué es, Andy? ¿Qué es lo que yo considero tan importante?

—¡La gente! ¡Lo que ésta piensa! No cuenta para nada, no importa. Víctor lo sabe.

—Te equivocas, estás muy equivocado —le interrumpió Adrian serenamente—. Ha muerto, Andy. Murió hace un par de días.

Los ojos del soldado recuperaron parcialmente la facultad de concentrarse y adoptaron una expresión como de júbilo.

—¡Ahora todo es mío! ¡Yo lo haré! —Andrew volvió a toser y su mirada se perdió de nuevo—. Se lo haré comprender. No son importantes. Jamás lo fueron…

—Sólo tú.

—¡Sí! Porque no vacilo. ¡Tú sí! ¡No sabes adoptar decisiones!

—Tú eres decidido, Andy.

—Sí, soy decidido. Es muy importante.

—Y la gente no cuenta; por consiguiente, es natural que no se pueda confiar en ella.

—¿Qué demonios estás intentando decir? —preguntó el soldado dilatando el tórax a causa del dolor; su cuello se arqueó hacia atrás y después se dobló hacia adelante al tiempo que de sus labios brotaban moco y sangre.

—¡Qué tienes miedo! —gritó Adrian—. ¡Siempre has tenido miedo! ¡Has vivido con el temor de que alguien lo descubriera! ¡Tienes una enorme grieta en la armadura… monstruo!

Un terrible grito ahogado brotó de la garganta del soldado; fue a un tiempo gutural y claro, una mezcla de rugido de cólera final y de lamento.

—¡Eso es mentira! Tú y tus malditas palabras…

Súbitamente no hubo más palabras. Estaba ocurriendo lo increíble bajo el sol alpino y Adrian comprendió que tendría que actuar o morir. El soldado había introducido la mano en la tumba y, al sacarla, sostenía en ella una cuerda. Se incorporó un poco y arrojó la cuerda con violencia. En su extremo había un gancho de alpinismo con sus tres dientes azotando el aire.

Adrian saltó a la izquierda disparando la enorme pistola contra el enloquecido asesino del Cuerpo de Vigilancia.

El pecho del soldado estalló. La cuerda, asida por una garra de acero, giró en círculo —con el gancho dando vueltas como un giroscopio insensatamente averiado— alrededor de la cabeza de Andrew. El cuerpo se inclinó hacia adelante más allá de la pared rocosa y cayó mientras su grito retumbaba llenando las montañas con su horror.

Con una súbita y aterradora vibración, la cuerda se tensó temblando sobre la fina capa de nieve removida.

Se escuchó un sonido metálico procedente de la tumba. La cuerda había sido atada a una banda de acero que rodeaba el cofre. La banda se había roto. El cofre podía abrirse.

Pero Adrian no se acercó. Se dirigió cojeando al borde de la meseta y miró hacia abajo.

El cuerpo del soldado se hallaba suspendido con el gancho clavado en el cuello. Un diente se había clavado en la garganta de Andrew y su punta sobresalía por la boca abierta de éste.

Introdujo las tres cajas de acero herméticamente cerradas que había en el cofre en la gran mochila alpina. No estaba en condiciones de leer la antigua escritura grabada en el metal. No le era necesario; sabía lo que cada caja contenía. Ninguna de ellas era grande. Una era aplanada y más gruesa que las otras dos: en su interior se albergaban los documentos compilados por los eruditos de Constantina hacía 1500 años, los estudios en los que se analizaba lo que ellos consideraban una contradicción teológica por la cual un santo varón había sido elevado a la misma sustancia de Dios. Cuestiones destinadas a ser discutidas por los eruditos actuales. La segunda caja era corta y tubular; contenía el rollo arameo que tanto había aterrado a los poderosos de hacía treinta años y cuya posesión se había antepuesto a las estrategias de la guerra mundial. Sin embargo, la caja que contenía el documento más extraordinario era la tercera, más pequeña, de unos veinte centímetros de anchura por veinticinco de altura. Contenía una confesión escrita sobre un pergamino y sacada de una cárcel romana hacía aproximadamente unos 2 000 años. Aquel receptáculo —negro, cacarañado, reliquia de la antigüedad— era la esencia del cofre de Constantina.

Todos los documentos eran negaciones; sólo la confesión del pergamino romano podía provocar una angustia inimaginable. Pero él no era quien para juzgar eso. ¿O sí?

Se guardó los frascos de plástico de medicinas en los bolsillos, arrojó la mochila al terreno de abajo, descendió por la franja de roca —en proximidad del cuerpo del soldado— y llegó abajo. Se ajustó la pesada mochila a la espalda y echó a andar por el camino.

El muchacho había muerto. La muchacha viviría. Juntos podrían descender de la montaña, de eso Adrian estaba seguro.

Bajaron lentamente —pocos pasos cada vez— por el camino que conducía a las vías del ferrocarril de Zermatt. Adrian sostenía a la muchacha para que ésta apoyara el menor peso posible sobre sus piernas heridas.

Echó la mirada hacia atrás. En la distancia, el cuerpo del soldado aparecía suspendido contra la blanca pared rocosa. No podía distinguirse claramente —sólo en el caso de que uno supiera dónde mirar— pero allí estaba.

¿Sería la de Andrew la última muerte exigida por el tren de Salónica? ¿Merecerían los documentos contenidos en aquel cofre la pérdida de tantas vidas? ¿Tanta violencia durante tantos años? No conocía la respuesta.

Sólo sabía que se atribuía a la locura un valor inmerecido en nombre de cosas sagradas. Las guerras santas se habían combatido desde muy antiguo; y siempre se combatirían. Y él había asesinado a su hermano participando en una guerra impía.

Se sentía abrumado por el peso que sostenían sus espaldas. Experimentó la tentación de sacar las cajas de acero y arrojarlas al más hondo precipicio de las montañas. Rotas, para que se marchitaran convirtiéndose en nada al primer soplo del aire. Llevadas por los vientos alpinos hasta el olvido.

Pero no podía hacer eso. El precio había sido demasiado elevado.

—Vamos —le dijo a la muchacha colocando suavemente el brazo de ésta alrededor de su propio cuello. Sonrió contemplando la expresión asustada del rostro de la joven—. Vamos a conseguirlo.