La niña gritó y resbaló en la roca; su hermano se dio la vuelta y la asió por la mano, evitando su caída. La altura no debía superar los seis metros y el soldado se preguntó si no sería mejor obligarles a que se soltaran de la mano y dejarla caer. Si la niña se rompía un tobillo o una pierna, no podría ir a ninguna parte; y ciertamente que no podría descender por los caminos hasta el terreno llano y la carretera de abajo. Habían dejado atrás unos veinte kilómetros. Habían efectuado el recorrido inicial durante la noche.
Podría prescindir de los caminos iniciales de aquella excursión que había tenido lugar hacía cincuenta años. Si los demás empezaran a buscar, no sabrían hacerlo. Él sí sabía. Estaba en condiciones de leer los mapas al modo en que la gente normal suele leer los libros. A través de los símbolos, los colores y los números, podía imaginarse el terreno con la precisión de una cámara fotográfica. No había nadie mejor en el ejército. Era un maestro en todo lo real, desde los hombres a los mapas pasando por las máquinas.
El detallado mapa utilizado por los escaladores en la zona de Champoluc mostraba el ferrocarril de Zermatt doblándose en ángulo hacia el oeste y rodeando la curva de las montañas. Después seguía un trazado recto a lo largo de unos ocho kilómetros antes de llegar a Champoluc. Los sectores situados directamente al este del último tramo recto de las vías solían estar muy transitados a lo largo de todo el año. Se trataba de los sectores por los que discurrían los caminos descritos en el diario de Goldoni. Nadie que deseara ocultar algo de valor los hubiera tomado en consideración.
Pero más al norte, al comienzo de la curva occidental de las vías, se encontraban las antiguas paradas intermedias que conducían a los numerosos caminos específicamente mencionados en las páginas correspondientes a los días 14 y 15 de julio que Andrew había arrancado del libro mayor de Goldoni. Podía ser cualquiera de ellos. Una vez los hubiera visto a la luz del día y hubiera estudiado las posibilidades, decidiría cuál de ellos iba a seguir.
La elección se basaría en varios hechos. Primer hecho: El tamaño y el peso del cofre habría hecho necesario un vehículo o bien un medio de transporte animal. Segundo hecho: El tren de Salónica había efectuado el viaje en diciembre, época del año en que reinaba un frío intenso y los principales puertos de montaña se hallaban cerrados a causa de la nieve. Tercer hecho: Los deshielos primaverales y estivales, con sus impetuosas aguas y la erosión de la tierra, habrían exigido buscar un escondrijo situado en rocas elevadas en el que ocultar el cofre. Cuarto hecho: El escondrijo tendría que encontrarse lejos de las zonas frecuentemente transitadas, por encima de una ruta establecida pero en proximidad de un sendero por el que pudiera avanzar un animal o un vehículo. Quinto hecho: El camino tendría que arrancar de un sector de la vía en el que un tren pudiera detenerse con terreno llano a ambos lados. Sexto hecho: La parada intermedia en cuestión, todavía en uso o bien abandonada, tendría que conducir al cruce de caminos a que se hacía referencia en el libro de Goldoni. Examinando todos los caminos que arrancaban de las vías y estudiando las posibilidades de transitar por ellos —en medio del frío o la nieve, con un animal o un vehículo— se iría reduciendo el número de caminos hasta no quedar más que el que condujera al escondrijo.
Disponía de tiempo. Incluso de días si hiciera falta. Llevaba a la espalda una mochila con víveres para toda una semana. El mutilado Goldoni, la mujer Capomonti y Lefrac y su familia estaban demasiado aterrados para emprender alguna acción. Había sabido protegerse brillantemente. En combate, siempre resultaba más eficaz lo invisible que lo observable. Les había dicho a los atemorizados suizos que tenía contactos en Champoluc. Éstos vigilarían y, en el caso de que un Goldoni, un Capomonti o un Lefrac acudiera a la policía, se lo comunicarían a él en las montañas. Las comunicaciones no constituían ningún problema para los soldados. Y el resultado de la información sería la ejecución de los rehenes.
Había soñado con la presencia del Cuerpo de Vigilancia. El Cuerpo de Vigilancia tal como éste había sido: eficiente, fuerte y rápido en las maniobras.
Crearía un nuevo Cuerpo algún día, más fuerte y más eficaz, sin debilidades. Encontraría la caja de Salónica, sacaría los documentos de las montañas, convocaría a los santos varones y contemplaría sus rostros mientras él les describiera la inminente caída global de sus instituciones.
…El contenido de esta caja podría hacer tambalear al mundo civilizado mucho más que cualquier otro acontecimiento de la historia…
Se le antojaba reconfortante. No podría hallarse en mejores manos.
Se encontraban ahora en terreno llano y la primera elevación hacia el oeste podía verse a cosa de un kilómetro y medio de distancia. La muchacha cayó de rodillas sollozando. Su hermano le dirigió a Andrew una mirada de odio, temor y súplica. Andrew les mataría a los dos, pero no en seguida. De los rehenes se libraba uno cuando ya no los necesitaba.
Sólo los necios mataban indiscriminadamente. La muerte era un instrumento, un medio destinado a alcanzar un objetivo o llevar a cabo una misión y nada más.
El Fiat de Adrian abandonó la carretera y se adentró en los campos. Las piedras golpeaban el bastidor del vehículo. Ya no podía seguir avanzando. Había llegado a la primera de las empinadas colinas que conducían a la primera meseta descrita en el diagrama de Leinkraus. Se encontraba a unos quince kilómetros de Champoluc. La tumba se encontraba exactamente a unos ocho kilómetros de la primera de las mesetas a la que conducían los hitos que jalonaban el recorrido hasta el lugar en el que se había efectuado la inhumación.
Descendió del automóvil y echó a andar atravesando el campo de altas hierbas. Levantó los ojos. La colina que tenía delante se levantaba bruscamente del terreno como un súbito abultamiento, más roca que vegetación, sin que resultara visible ningún camino por el que poder ascender. Se arrodilló y se ajustó fuertemente los cordones de sus zapatos de suela de goma. La pistola le pesaba en el bolsillo de la gabardina.
Por un momento, cerró los ojos. No podía pensar. ¡Dios mío! ¡No me dejes pensar!
Tenía que ponerse en movimiento. Se levantó e inició el ascenso.
Las primeras dos paradas de ferrocarril resultaron negativas. No había manera de que un animal o vehículo pudiera avanzar por los caminos que conducían desde el ferrocarril de Zermatt a las colinas orientales. Quedaban otras dos paradas. Los nombres que figuraban en el viejo mapa de Champoluc eran Estupidez de Cazadores y Torre del Gorrión; no se mencionaba para nada a un halcón. Y, sin embargo, ¡tenía que ser una de ellas!
Andrew miró a sus rehenes. Hermano y hermana se hallaban sentados juntos sobre el suelo hablando en atemorizados susurros y mirándole fugazmente a él de vez en cuando. Su odio había desaparecido y ahora no les quedaba más que el temor y la súplica. En cierto modo le resultaban desagradables, pensó el soldado. Y entonces comprendió cuál era la causa.
Al otro lado del mundo, en las selvas del Sudeste Asiático, las personas de su edad participaban en los combates con las armas ajustadas a sus espaldas sobre unos uniformes que semejaban unos pijamas. Eran sus enemigos pero él respetaba a aquellos enemigos.
En cambio, no experimentaba el menor respeto en relación con aquellos niños. Sus rostros carecían de fuerza. Sólo reflejaban temor y el temor era algo que resultaba repulsivo para el comandante del Cuerpo de Vigilancia.
—¡Levantaos! —les gritó sin poderlo evitar, contemplando enojado a aquellos mocosos consentidos sin la menor dignidad en el rostro.
¡Santo cielo, cuánto despreciaba a los cobardes!
Nadie les echaría de menos.
Adrian contempló desde el cerro la lejana meseta, agradeciéndole a Dios que el viejo Goldoni le hubiera facilitado unos guantes. Aunque no hubiera hecho frío, sus manos y sus dedos se hubieran convertido en una masa de carne ensangrentada. No es que la escalada hubiera resultado difícil; para un hombre acostumbrado a un mínimo de ejercicio en la montaña hubiera sido muy fácil. Pero él jamás había acudido a las montañas como no fuera para esquiar y, en tales casos, los teleféricos y las telesillas se encargaban de transportarle monte arriba. Utilizaba unos músculos que raras veces empleaba y no se fiaba demasiado de su sentido del equilibrio.
Los últimos cientos de metros habían sido los más difíciles. El camino que figuraba en el diagrama de Leinkraus poseía una característica distintiva: un arracimamiento de grisáceas rocas junto a la base de un cristalino terraplén esquistoso que todos los escaladores sabían que era necesario evitar puesto que se quebraba fácilmente. La roca cristalina se transformaba posteriormente en un risco que se elevaba hasta unos treinta metros del terraplén esquistoso, con el borde perfectamente definido. A la izquierda de la roca cristalina había unos abruptos y espesos bosques alpinos que crecían verticalmente sobre la ladera convirtiéndose en un denso boscaje rodeado de rocas. El camino Leinkraus aparecía indicado a unos diez pasos de aquel terraplén. Conducía hasta lo alto de la boscosa ladera cuya cumbre constituía la segunda meseta: el término de la segunda etapa del viaje.
No se veía el camino por ninguna parte. Había desaparecido; los años de abandono y la maleza lo había borrado. Pero la cumbre podía verse claramente por encima de los árboles. El hecho de que pudiera verla resultaba indicativo del ángulo de la subida.
Se había adentrado entre la densa maleza alpina y había ido ascendiendo paso a paso por la empinada ladera abriéndose camino entre las ortigas y las punzantes agujas de los abetos.
Se sentó en la loma respirando afanosamente y con los hombros doloridos a causa de la constante tensión. Calculaba que la distancia que había recorrido desde la primera meseta debía de ser de por lo menos cinco kilómetros. Y había invertido casi tres horas. A algo más de un kilómetro y medio por hora escalando rocas y cruzando valles en miniatura y fríos arroyos y subiendo por interminables colinas. Apenas cinco kilómetros. En tal caso, debían de quedarle unos tres kilómetros y medio o tal vez menos. Levantó la mirada. El cielo había estado encapotado toda la mañana y lo seguiría estando a lo largo de todo el día. El cielo se parecía al de North Shore antes de que descargara una tormenta. Se reían mientras hacían frente al mal tiempo, seguros de su habilidad en el agua, luchando contra la lluvia y el viento del Sound.
No, no quería pensar en eso. Se levantó y examinó la copia del diagrama Leinkraus que había dibujado tomando por modelo el que había en la encuadernación posterior de una Torá familiar.
El diagrama resultaba muy claro, pero las elevaciones de terreno que tenía ante sus ojos lo eran mucho menos. Vio el objetivo… hacia el nordeste, la tercera meseta, aislada por encima de un mar de abetos alpinos. Sin embargo, la loma en la que se encontraba se inclinaba hacia la derecha, hacia el este, conduciendo hacia la base de otra montaña de rocas, lejos de cualquier línea directa que condujera a la meseta que podía observarse en la distancia. Caminó a lo largo del borde del oscuro e inclinado bosque por el que había ascendido. El precipicio caía en pico y las rocas de abajo se elevaban como un burbujeante río de piedras. El camino tal y como figuraba señalado en el diagrama pasaba de un bosque a otro sin rocas intermedias.
Se habían producido cambios geológicos en los años transcurridos desde la última vez que los miembros de la familia Leinkraus se habían desplazado hasta la tumba. Una súbita alteración natural, un terremoto o un alud, había borrado el camino.
Sin embargo, podía verse la meseta. Lo que le separaba de ella parecía impenetrable pero, una vez lo hubiera atravesado —y superado—, podría encontrar algún tortuoso camino en terreno más elevado que condujera hasta la meseta. Dudaba de que en éste se hubiera producido alguna modificación. Se deslizó por el terraplén hasta el río de piedras y, procurando torpemente que sus pies no resbalaran en los cientos de minúsculas grietas, ascendió hacia el bosque de abetos.
¡Era la tercera parada! ¡Sciocchezza di Cacciatori! ¡Estupidez de Cazadores! Largo tiempo abandonada pero perfecta en otros tiempos para la descarga del cofre. El camino que arrancaba de las vías del ferrocarril de Zermatt resultaba transitable y el terreno que rodeaba las vías era llano y accesible. Al principio, Andrew no estuvo seguro; a pesar de lo llano del terreno a ambos lados de las vías, el tramo era corto y aparecía bloqueado por una curva. Pero entonces se acordó: su padre había dicho que el tren de Salónica era un tren de mercancías de pocos vagones. Cuatro vagones y la locomotora.
Cinco unidades de ferrocarril podían rodear fácilmente la curva y detenerse en el tramo recto. Al oeste de las vías podían distinguirse las huellas inequívocas de un camino abandonado. El corte entre el bosque resultaba muy claro y los árboles de junto al corte eran más bajos que los que se veían a su alrededor. La maleza era también más baja. Ya no era un camino y ni siquiera un sendero pero su antigua existencia no podía negarse.
—¡Lefrac! —le gritó al muchacho de dieciocho años—. ¿Qué hay aquí abajo? —preguntó señalando hacia el noroeste por donde el camino del bosque parecía inclinarse.
—Una aldea. Se encuentra a unos ocho o diez kilómetros de aquí.
—¿No se encuentra junto a las vías del tren?
—No, signore. Se encuentra en medio de unos terrenos de cultivo, al pie de las montañas.
—¿Qué carreteras conducen hasta allí?
—La carretera principal de Zurich y…
—Muy bien.
Andrew había interrumpido al muchacho por dos razones. Había escuchado lo que deseaba escuchar y, a cosa de unos seis metros, la muchacha se había puesto de pie y se estaba encaminando hacia los bosques situados al este de las vías.
Fontine extrajo la pistola y efectuó dos disparos. Las explosiones resonaron por el bosque; las balas se estrellaron en la tierra a ambos lados de la muchacha. Ésta gritó aterrorizada. Su hermano se abalanzó contra Andrew llorando de rabia; Andrew dio un paso a un lado y golpeó la cabeza del muchacho con el cañón de la pistola.
El hijo de Lefrac cayó al suelo y sus sollozos de frustración y cólera llenaron el silencio de la abandonada parada de ferrocarril.
—Eres mejor de lo que yo pensaba —dijo el soldado fríamente al tiempo que levantaba los ojos y se dirigía a la muchacha—: Ayúdale. No está herido. Vamos a regresar.
Hay que dar esperanzas a los prisioneros, pensó el soldado. Cuanto más jóvenes e inexpertos sean éstos, tanta más esperanza hay que darles. Ello reducía el temor perjudicial en sí mismo con vistas a un rápido viaje. El temor era también un instrumento. Al igual que la muerte. Era necesario utilizarlo metódicamente.
Analizó por segunda vez el camino que arrancaba de las vías del ferrocarril de Zermatt. Ahora estaba seguro. No había nada que impidiera el paso de un animal o un vehículo. El terreno estaba despejado y era duro en buena parte y lo más importante era que se elevaba directamente hacia las laderas orientales, en dirección a los caminos claramente especificados en las descoloridas páginas del libro mayor. Una ligera capa de nieve y escarcha cubría la tierra. A cada metro que avanzaba, el soldado se decía a sí mismo que se estaba acercando a territorio enemigo. Porque de eso se trataba.
Llegaron al primer camino que cruzaba, descrito por el guía Goldoni en la mañana del día 14 de julio de 1920. A la derecha, el camino se inclinaba hacia abajo en dirección a una especie de bosque, una espesa muralla color verde oscuro, cubierta por un manto de encaje de color blanco. Parecía impenetrable.
Era un posible escondrijo. Aquel bosque montañoso no hubiera llamado la atención de ningún escalador ocasional y no hubiera revestido el menor interés para los montañeros expertos. Por otra parte, era un bosque —árboles y tierra, no roca— y, puesto que no era roca, no podía aceptarlo. El cofre tendría que estar protegido por la roca.
A la izquierda, el camino proseguía hacia arriba desviándose oblicuamente hacia la ladera de una pequeña montaña que se elevaba por encima de ellos. El camino era ancho, discurría sobre roca sólida y estaba bordeado de follaje. A la izquierda se levantaban bruscamente unas rocas formando una abrupta extensión de pesada piedra. Un vehículo o un animal hubieran seguido poseyendo espacio para avanzar; la línea directa desde las vías del ferrocarril de Zermatt no se había interrumpido.
—¡Moveos! —gritó señalando hacia la izquierda. Los muchachos Lefrac se miraron el uno al otro. A la derecha se encontraba el camino que conducía a Champoluc, el camino de regreso. La muchacha se abrazó a su hermano; Fontine se adelantó, separó a los hermanos y empujó a la muchacha hacia adelante.
—Signore! —gritó el muchacho interponiéndose entre ambos con los brazos levantados frente a sí y las palmas de sus jóvenes manos abiertas… para protegerse con aquel frágil escudo—. No haga eso —dijo tartamudeando en voz baja y quebrada por el miedo, desafiándose a sí mismo con su propia cólera.
—Vamos —dijo el soldado. No podía perder el tiempo con niñerías.
—¡Ya me ha oído usted, signore!
—Te he oído. Ahora, muévete.
En la ladera oriental del pequeño monte la anchura del camino se reducía bruscamente y penetraba en una enorme arcada natural de roca que conducía hasta una colina de roca pura. La arcada de formación geológica constituía la normal extensión del camino y la montaña de roca de más allá debía de ejercer una atracción irresistible en los escaladores bisoños. Podía escalarse sin gran dificultad pero su anchura y altura eran lo suficientemente impresionantes como para constituir un buen comienzo con vistas al ascenso a regiones de mayor altitud. Todo resultaba perfecto para un entusiasmado muchacho de diecisiete años bajo la mirada vigilante de un guía y de un padre.
Sin embargo, bajo la arcada, el camino se estrechaba y el piso de roca era demasiado suave, sobre todo en el caso de que hubiera nevado. Un animal —un mulo o un caballo— hubieran podido pasar por allí, pero con grave peligro de que sus cascos resbalaran.
Ningún vehículo hubiera podido avanzar por allí.
Andrew se volvió y estudió el terreno circundante. No había otros caminos pero, a unos treinta metros más abajo y hacia la izquierda, el terreno era llano y aparecía cubierto de maleza alpina. Se extendía hasta una pequeña muralla de roca que se elevaba hasta la cumbre de la montaña. La pared, aquel pequeño precipicio, no debía de medir más de seis metros de altura y se hallaba casi oculto por la maleza y los nudosos y retorcidos árboles que crecían en la roca. Sin embargo, el terreno situado al fondo del precipicio, bajo la cumbre, era llano. Se observaban obstáculos naturales en todas partes menos allí, en aquella zona en particular.
—Caminad hacía allí —ordenó a los jóvenes Lefrac para poder vigilarlos a los dos y disponer de perspectiva—. ¡Dirigíos a aquella parte llana situada entre las rocas! ¡Separad la maleza y entrad! ¡Hasta donde podáis!
Él, por su parte, retrocedió apartándose del camino y estudió la cumbre. También era llana o, por lo menos, eso parecía. Y, además era otra cosa, algo que tal vez no pudiera observarse más que desde el lugar en el que él se encontraba. Era… definida. Su borde, a pesar de presentarse mellado, formaba un semicírculo casi perfecto. Si aquel semicírculo proseguía, la cumbre de la montaña sería como una pequeña plataforma olvidada en una pequeña montaña sin importancia pero situada por encima de las más bajas colinas alpinas.
Calculó que el hijo de Lefrac debía de medir aproximadamente un metro setenta y ocho o un metro ochenta de estatura.
—¡Levanta las manos! —le gritó.
Con los brazos en alto, las manos del muchacho se encontraban justo por debajo del punto medio de la pequeña pared del precipicio.
Había que tener en cuenta la posibilidad de que el medio de transporte no hubiera sido un animal sino un vehículo. Una máquina de pesadas ruedas, un arado mecánico o un tractor. La posibilidad resultaba lógica; no había ningún sector del camino desde las vías del ferrocarril de Zermatt hasta el lugar en el que ahora se encontraban que un vehículo de esta clase no hubiera podido recorrer. Y tanto los arados como los tractores poseían cabrestantes…
—Signore! Signore! —Era la muchacha, y sus gritos dejaban traslucir una extraña exaltación, una mezcla de esperanza y desesperación—. ¡Si es eso lo que busca, déjenos ir!
Andrew regresó al camino y corrió hacia los Lefrac. Se adentró entre la enmarañada maleza hasta llegar a la pared de la roca.
—¡Allí abajo! —le gritó la muchacha.
Sobre el suelo, bajo la ligera capa de nieve, apenas visible entre la maleza, se observaba una vieja escala de mano. La madera estaba podrida y los travesaños se habían salido de su sitio en varios puntos. Pero por lo demás estaba intacta. Ahora ya no servía, pero el hombre no la había utilizado demasiado. Había permanecido oculta entre aquella maleza durante años o tal vez décadas, sin haber sido tocada más que por la naturaleza y el tiempo.
Fontine se arrodilló y la rozó con los dedos, la levantó del suelo y observó cómo se rompía al hacerlo. Había encontrado un instrumento humano allí donde no hubiera debido haber ninguno; sabía que a cosa de unos cuatro metros por encima de él…
¡Por encima de él! Levantó la cabeza y vio acercarse un borroso objeto. Se produjo el impacto; la cabeza le estalló en un intenso dolor, seguido de un instante de aturdimiento como si cientos de martillos les estuvieran golpeando. Cayó hacia adelante pugnando por librarse de los efectos del golpe y recuperar nuevamente la luz.
Escuchó los gritos.
—Fuggi! Presto! In la traccia!
El muchacho.
—Non senzza di te! Tu fuggi anche!
La muchacha.
El hijo de Lefrac había encontrado una piedra de gran tamaño en el suelo. El odio le había hecho perder el miedo; sosteniendo la primitiva arma en la mano, la descargó con fuerza contra la cabeza del soldado.
Estaba recuperando la luz. Fontine fue a levantarse y una vez más vio descender una borrosa mano mientras la piedra bajaba en sentido diagonal.
—¡Maldito hijo de puta! ¡Hijo de puta!
El hijo de Lefrac golpeó con la piedra el cuerpo del soldado —por todas partes, en un ataque final— y emergió de entre la maleza cubierta de nieve y corrió hacia el camino siguiendo a su hermana.
Andrew se percató de que su cólera había tocado fondo. Había experimentado aquella misma sensación como una docena de veces en su vida y siempre le había ocurrido en el calor del combate, cuando un enemigo le llevaba ventaja sin que él pudiera evitarlo.
Se arrastró por entre la maleza hasta llegar al borde del camino y miró hacia abajo. Vio a hermano y hermana corriendo con todas sus fuerzas por el resbaladizo y tortuoso camino.
Se introdujo la mano bajo la chaqueta y la acercó a la funda de la Beretta que llevaba ajustada al pecho. Pero una Beretta no resultaría adecuada porque carecía de la precisión necesaria en aquellas condiciones. Sacó la pistola Magnum 357 que había adquirido en la tienda de Leinkraus en Champoluc. Sus rehenes debían encontrarse a unos cuarenta metros de distancia. El muchacho llevaba a su hermana cogida de la mano; ambos caminaban muy juntos y sus figuras se superponían.
Andrew apretó el gatillo ocho veces consecutivas. Ambos cuerpos cayeron encogidos sobre las rocas. Pudo escuchar los gritos. A los pocos segundos, los gritos se transformaron en lamentos y los temblores se convirtieron en retorcimientos y sacudidas contra nada. Morirían, pero todavía no. Ya no irían a ninguna parte.
El soldado regresó al llano cul de sac abriéndose paso entre la maleza y se desprendió de la mochila que llevaba a la espalda desabrochando lentamente las correas y moviendo lo menos posible la ensangrentada cabeza. Abrió la mochila y sacó el estuche de primeros auxilios. Tenía que aplicarse un apósito sobre la piel desgarrada con el objeto de restañar la hemorragia lo mejor que pudiera. Y era necesario moverse. ¡Por el amor de Dios, moverse!
Ahora no disponía de rehenes. Podía pensar que daba lo mismo, pero sabía que no era cierto. Los rehenes eran un medio de huida. Si descendía solo de las montañas, le vigilarían. Santo cielo, le vigilarían… sería hombre muerto. Le arrebatarían la caja y le matarían.
Había otro camino. ¡El muchacho Lefrac lo había dicho!
¡El abandonado camino al oeste de la abandonada parada intermedia conocida con el nombre de Estupidez de Cazadores! Más allá de las vías, en dirección a una aldea cuya carretera principal conducía a Zurich.
Pero no iría a aquella aldea, a aquella carretera que conducía a Zurich, hasta que el contenido del cofre se encontrara en su poder. Y el instinto le decía que ya lo había encontrado.
A cosa de unos cuatro metros más arriba.
Desenrolló las cuerdas ajustadas al exterior de la mochila y extendió el gancho sobre su eje, con los dientes colocados en posición. Se levantó. Le pulsaban las sienes y le escocían las heridas a causa del antiséptico que les había aplicado, pero la hemorragia se había detenido.
Estaba volviendo a pensar con claridad.
Retrocedió y lanzó el gancho hacia el borde de la pared rocosa. El gancho se clavó. Andrew tiró de la cuerda.
La roca se resquebrajó y empezaron a caer fragmentos seguidos de porciones de mayor tamaño de piedra caliza. Saltó hacia un lado para evitar ser alcanzado por el gancho que estaba cayendo. El gancho se clavó en la fina capa de nieve del suelo.
Andrew maldijo por lo bajo y lanzó una vez más el gancho hacia el cielo arqueándolo por encima del borde para que prendiera en la llana superficie de arriba. Tiró más fuerte y el gancho resistió.
La cuerda estaba a punto; podía iniciar la escalada. Se agachó a recoger la mochila y pasó los brazos por entre las correas sin molestarse en ajustar las hebillas frontales. Tiró de la cuerda por última vez y se mostró satisfecho de los resultados. Saltó lo más alto que pudo lanzando las piernas contra la pared de roca y echando el cuerpo hacia atrás al tiempo que movía las manos —una tras otra— en rápido ascenso. Apoyó la pierna izquierda sobre el borde mellado y la mano derecha sobre la pared de roca, girando lateralmente el cuerpo y lanzándolo sobre la superficie. Fue a levantarse mientras sus ojos buscaban el lugar en el que se había clavado el gancho.
Pero permaneció de rodillas contemplando anonadado el espectáculo que se ofrecía ante sus ojos a unos trece metros de distancia, en el centro de la meseta. Incrustada en la piedra podía verse una vieja y herrumbrosa estrella: una estrella de David.
El gancho la envolvía y los dientes se habían clavado alrededor del hierro.
Estaba contemplando una tumba.
Escuchó los ecos por las montañas como el repetido retumbar de los truenos, uno tras otro. Como si unos relámpagos se hubieran abatido sobre el bosque desgarrando la madera de cientos de árboles a su alrededor. Pero no se trataba ni de relámpagos ni de truenos; eran disparos de arma de fuego.
A pesar del frío, el rostro de Adrian se llenó de sudor y, a pesar de la oscuridad del bosque, sus ojos se llenaron de imágenes no deseadas. Su hermano había vuelto a matar. El comandante del Cuerpo de Vigilancia estaba desempeñando con eficiencia su mortífera labor. Los gritos que siguieron fueron débiles —amortiguados por la barrera de los bosques— pero inconfundibles.
¿Por qué? Por el amor de Dios, ¿por qué?
No podía pensar. No podía pensar en esas cosas ahora. Tenía que pensar en un solo nivel… en el nivel del movimiento. Había efectuado media docena de intentos de salir de aquel oscuro laberinto y cada vez había perdido diez minutos buscando la luz del final del bosque y en dos ocasiones había perdido más tiempo porque sus ojos le habían engañado y en cada una de las ocasiones no había visto más que oscuridad infinita.
Estaba perdiendo rápidamente el juicio. Se encontraba atrapado en un laberinto. Los gruesos troncos y las interminables ramas le arañaban el rostro y las piernas. ¿Cuántas veces se habría movido en círculo? No podía saberlo. Todo empezaba a parecerse a todo. ¡Ya había visto aquel árbol! ¡Aquellas ramas habían formado una muralla ante él hacía cinco minutos! La linterna no le servía de nada. Lo iluminado se imitaba a sí mismo; no podía distinguir una cosa de otra. Se había perdido en mitad de una impenetrable ladera de bosques alpinos. La naturaleza había alterado el camino en el transcurso de las décadas desde que los dolientes miembros de la familia Leinkraus habían efectuado su última peregrinación. Las filtraciones de los deshielos estivales se habían extendido inundando el bosque antiguamente superable y facilitando un lecho de húmeda tierra muy favorable al desarrollo de una maleza ilimitada.
El hecho de saberlo resultaba, sin embargo, tan inútil como las distorsiones de su linterna. Los disparos iniciales se habían escuchado por allí. En aquella dirección. Poca cosa le quedaba por perder como no fuera el resuello y la escasa cordura que aún conservaba. Echó a correr con la cabeza llena de los disparos que acababa de escuchar hacía escasos segundos.
Cuanto más corría tanto más recto le resultaba el camino. Se abría paso con las manos, quebrando, doblando y rompiendo todo lo que se oponía a su avance.
Y vio la luz. Cayó de rodillas sin aliento a no más de nueve metros del término del bosque. Piedra gris cubierta de manchas de nieve elevándose más allá de la espesura de los árboles y perdiéndose de vista por encima de las más elevadas copas. Había llegado a la base de la tercera meseta.
Al igual que su hermano. El asesino del Cuerpo de Vigilancia había logrado lo que Goldoni no creía que pudiera lograr: Se había basado en las olvidadas descripciones de hacía cincuenta años y las había refinado aplicándolas a su búsqueda actual. Hubo un tiempo en que un hermano se hubiera sentido orgulloso de su hermano, pero aquel tiempo ya había pasado. Sólo quedaba la necesidad de impedir que siguiera actuando.
Adrian trató de no pensar en ello, preguntándose si sería capaz de aceptarlo cuando llegara el momento. El momento de angustia imposible de imaginar. Ahora lo estaba aceptando. Tranquilamente, sin experimentar la menor emoción pero lleno de fría tristeza. Porque se trataba de la única respuesta eminentemente lógica e innegable a todo aquel horror y aquel caos.
Mataría a su hermano. O su hermano le mataría a él.
Se levantó, emergió lentamente del bosque y encontró el camino de roca dibujado en el mapa de Leinkraus. El camino ascendía por la montaña en una serie de amplias curvas que suavizaban el ángulo del ascenso girando en el sentido de las manecillas del reloj hasta llegar a la cumbre. O casi hasta la cumbre, porque junto a la base de la meseta se levantaba una pared de roca que, según recordaba Paul Leinkraus, era bastante alta. Éste había realizado el viaje sólo dos veces —en el primero y el segundo año de guerra— y era muy joven. Era posible que la pared de roca no fuera tan alta como a él le parecía porque su recuerdo se encuadraba en el contexto de la perspectiva de un muchacho. Pero habían utilizado una escala de mano, eso lo recordaba muy bien.
Leinkraus reconoció que una solemne ceremonia en honor del muerto y el sentido vital de un muchacho resultaban incompatibles. Había otro camino que conducía a lo alto de la meseta, nada cómodo para los mayores, pero explorado por un joven carente del adecuado respeto hacia la observancia religiosa. Se encontraba al final del camino aparentemente borrado, más allá de un enorme arco natural que era la continuación del sendero de montaña. Estaba integrada por toda una serie de melladas rocas que seguían la línea de la inclinada ladera y precisaban de pies firmes y de voluntad de correr riesgos. Su padre y su hermano mayor le habían regañado severamente por haberla utilizado. La caída hubiera sido peligrosa; probablemente no fatal, pero sí suficiente para romperse un brazo o una pierna.
Si ahora él se rompiera un brazo o una pierna, el peligro sería fatal. Un hombre inmovilizado constituía un blanco muy fácil.
Echó a andar por el tortuoso camino entre las rocas intermitentes, agachándose para ocultarse tras ellas. La meseta se encontraba a unos cien a ciento veinte metros por encima del camino, la extensión aproximada de un campo de fútbol. Empezó a caer una ligera nevada, posándose suavemente sobre las blancas capas que ya cubrían las rocas. Sus pies resbalaban constantemente y él procuraba no perder el equilibrio agarrándose a la maleza y a los cantos salientes de las melladas rocas.
Llegó a la mitad del camino y apoyó la espalda contra una concavidad de piedra para poder recuperar el resuello sin que le vieran. Escuchaba los sonidos de arriba, metal contra metal o piedra contra piedra. Salió de su escondrijo y corrió con toda la rapidez que pudo subiendo y recorriendo las cuatro curvas del camino, desplomándose una vez al suelo para que el aire le llenara los pulmones y para que sus doloridas piernas pudieran descansar un poco.
Se sacó del bolsillo el diagrama Leinkraus y examinó las curvas en el mapa; debía de haber cubierto ocho, pensó. En cualquier caso, no debían faltar más que unos treinta metros para llegar al arco, simbolizado en el diagrama mediante una U invertida. Levantó la cabeza y percibió la frialdad de su rostro debida a la fugaz almohada de escarcha y nieve. Había un tramo recto bordeado a ambos lados por una grisácea y enmarañada maleza. Según el mapa, había otras dos curvas cerradas por encima de aquel tramo antes de llegar a la arcada de roca. Volvió a guardarse el diagrama en el bolsillo rozando con los dedos el acero de la pistola. Dobló las piernas bajo el cuerpo, se levantó y echó nuevamente a correr.
Vio primero a la muchacha. Se encontraba tendida entre la maleza al borde del camino contemplando con los ojos abiertos el cielo encapotado, con las piernas extendidas rígidamente hacia adelante. Podían verse sendos orificios de bala por encima de cada una de sus rodillas con la sangre pegada a la ropa. Un tercer orificio podía verse en la parte superior derecha del pecho debajo de la clavícula; la sangre había formado una sólida corriente en su blanca chaqueta alpina.
Estaba viva pero su estado de shock era tan profundo que ni siquiera parpadeaba al rozarle los ojos los copos de nieve. Sus temblorosos labios se movían y la nieve fundida formaba unos riachuelos de agua junto a las comisuras. Adrian se inclinó hacia ella.
Al ver su rostro, la muchacha parpadeó. Levantó la cabeza convulsivamente y trató de gritar. Él le cubrió suavemente la boca con su mano enguantada sosteniéndole el cuello con la otra mano.
—No soy él —murmuró.
La maleza se movió. Adrian se incorporó posando la cabeza de la muchacha con suavidad y saltó hacia atrás. Una mano se estaba abriendo paso entre la nieve… lo que quedaba de una mano. Era una masa de carne ensangrentada con el guante desgarrado y los dedos destrozados. Fontine se arrastró junto a la muchacha y se acercó a la enmarañada maleza, separando las ramas. El muchacho yacía tendido boca abajo sobre un lecho de hierbas de montaña. Una línea recta de cuatro heridas de bala le atravesaba diagonalmente la espalda cruzándole la columna vertebral.
Adrian giró delicadamente al muchacho de lado sosteniéndole la cabeza y le cubrió también suavemente la boca con su mano enguantada. Los ojos del muchacho se clavaron en los de él y, en pocos segundos, Adrian consiguió transmitirle el mensaje: él no era el asesino. Que el muchacho pudiera hablar resultaba extraordinario. Los silbidos del viento ahogaban sus susurros, pero Fontine pudo oírle.
—Mia sorella.
—No entiendo.
—¿Hermana?
—Está herida. Igual que tú. Haré todo lo que pueda.
—Pacco. La mochila. Lleva una mochila. Medicina.
—No hables. Ahorra fuerzas. ¿Una mochila?
—¡Sí!
…Una mochila alpina no es una simple colección de correas y envolturas de cuero. Es una obra de artesanía… Su padre lo había dicho.
El muchacho no cesaba de hablar. Sabía que se estaba muriendo.
—Una salida. El ferrocarril de Zermatt. Una aldea. No está lejos, signore. Al norte, no está lejos. Pensábamos echar a correr.
—Sssss. No hables más. Voy a colocarte al lado de tu hermana y os cubriré para que estéis más calientes.
Medio arrastró y medio llevó al muchacho sobre la hierba junto a la chica. Eran unos niños; unos niños asesinados por su hermano. Se quitó la gabardina y la chaqueta, arrancando el forro de la chaqueta con el objeto de vendar con él las heridas de la muchacha. No podía hacer gran cosa por el muchacho y por ello evitó mirarle a los ojos. Los cubrió a los dos, abrazados el uno al otro.
Se introdujo la pistola en el cinturón bajo el grueso jersey negro y se alejó a rastras de aquel refugio de la maleza. Echó a correr a toda prisa camino arriba en dirección al arco con los ojos escociéndole. Respiraba tranquilamente y había desaparecido el dolor de sus piernas.
Ahora sería uno contra uno. Tal como tenía que ser.