31

Adrian regresó en automóvil a Milán, pero no se dirigió al hotel sino que enfiló la autopista que conducía al aeropuerto sin estar seguro de cómo iba a hacer lo que tenía que hacer, pero completamente convencido de que lo iba a hacer.

Tenía que ir a Champoluc. Un asesino andaba suelto y aquel asesino era su hermano.

En algún lugar del vasto complejo del aeropuerto de Milán tenía que haber un piloto y un avión. O alguien que supiera dónde podían encontrarse ambas cosas pagando el precio que fuera necesario.

Condujo el automóvil a toda velocidad con todas las ventanillas abiertas para que el viento penetrara a través de ellas y contribuyera a calmarle y a impedirle pensar, porque los pensamientos le resultaban demasiado dolorosos.

—Hay un pequeño campo de aviación privado en las cercanías de Champoluc, utilizado por los ricos que se trasladan a las montañas —dijo el piloto sin afeitar que había sido despertado y llamado al aeropuerto por un empleado del turno de noche de Alitalia a quien Adrian había entregado una generosa propina—. Pero no está en servicio a esta hora.

—¿Podría usted volar hasta allí?

—No está lejos, pero el terreno es malo.

—¿Podría hacerlo?

—Dispongo de suficiente combustible para regresar en el caso de que no pueda. La decisión me corresponderá a mí, no a usted. Pero no le devolveré ni una lira, ¿entendido?

—No me importa.

El piloto se dirigió al empleado de Alitalia hablando en tono autoritario para impresionar, al parecer, al hombre capaz de pagar tanto dinero por semejante viaje.

—Indíqueme el tiempo. Zermatt, estaciones del sur, dos-ochenta grados pasando a dos-noventa-y-cinco saliendo de Milán. Quiero los frentes de radar.

El empleado se encogió de hombros y lanzó un suspiro.

—Se le pagará —dijo Adrian lacónicamente.

El empleado descolgó un teléfono rojo.

—Operazioni —dijo en tono cortés.

El aterrizaje en Champoluc no fue tan peligroso como el piloto hubiera deseado que Adrian creyera. Era cierto que el campo no estaba en servicio —no se podía establecer contacto por radio y no se podía guiar al avión desde ninguna torre de control—, pero la única pista que había estaba muy bien señalada y sus perímetros este y oeste aparecían indicados por luces rojas.

Adrian cruzó el campo en dirección al único edificio en cuyo interior podía verse luz. Era una concha semicircular de unos quince metros de longitud y unos siete metros y medio de altura en su punto central. Se trataba de un hangar para pequeños aparatos particulares. Se abrió la puerta, la luz iluminó el terreno del exterior y un hombre enfundado en un mono se destacó en la puerta. Inclinó los hombres hacia delante escudriñando en la oscuridad; después se desperezó y reprimió un bostezo.

—¿Habla usted inglés? —le preguntó Fontine.

Lo hablaba bastante mal, pero con la suficiente claridad como para ser entendido. La información que le facilitó a Adrian fue más o menos la que éste esperaba. Eran las cuatro de la madrugada y no había ningún lugar abierto en el que pudiera alquilarse un automóvil; nada estaba abierto. ¿Qué piloto habría sido lo suficientemente loco para volar a Champoluc a aquella hora? Tal vez fuera conveniente llamar a la polizia.

Fontine se sacó varios billetes grandes del bolsillo y los mostró. Los ojos del vigilante se clavaron en el dinero. Adrian supuso que la cantidad debía superar con mucho la paga de un mes de aquel malhumorado hombre.

—He venido desde muy lejos a buscar a alguien. No he hecho nada malo como no sea alquilar un avión para poder trasladarme aquí desde Milán. La policía no siente interés por mí, pero yo debo encontrar a la persona que ando buscando. Necesito un automóvil e indicaciones.

—¿No es usted un criminal? Volar a estas horas…

—No soy un criminal —le interrumpió Adrian conteniendo su impaciencia y hablando con la mayor tranquilidad posible—. Soy un abogado. Un avvocato.

—Avvocato? —preguntó el hombre en tono respetuoso.

—Debo encontrar la casa de Alfredo Goldoni. Es el nombre que me han indicado.

—¿El que no tiene piernas?

—No lo sabía.

El automóvil era un viejo Fiat con la tapicería desgarrada y las ventanillas rotas. La granja Goldoni se encontraba a unos trece o quince kilómetros del centro de la localidad, junto a la carretera del oeste, según el vigilante. El hombre le había dibujado un sencillo plano, muy fácil de seguir.

Los faros frontales iluminaron una valla con postes y barandilla y, algo más allá, la silueta de una casa. A través de las ventanas de la casa se veía una luz que iluminaba débilmente las ramas de los pinos que caían en cascada frente al viejo edificio junto a la carretera. Adrian apartó el pie del acelerador del Fiat preguntándose acerca de la conveniencia de detenerse y recorrer a pie el resto del camino. No había esperado encontrar luces encendidas en una granja a las cinco menos cuarto de la madrugada.

Vio los postes del teléfono. ¿Habría el vigilante del campo de aviación llamado a Goldoni avisándole de la llegada de un visitante? ¿O acaso los campesinos de Champoluc tenían por costumbre levantarse habitualmente a una hora tan temprana?

Decidió no acercarse a pie. Si el vigilante nocturno del campo de aviación había avisado a Goldoni o bien si los Goldoni se habían levantado, un automóvil no resultaría un intruso tan sospechoso como un hombre que se acercara a pie en mitad de la noche.

Adrian enfiló un ancho camino sin asfaltar que discurría entre altos pinos; no se observaba ningún otro acceso para automóviles. Se acercó en sentido paralelo a la casa; el camino sin asfaltar atravesaba la finca y terminaba junto a un granero. Iluminados por los faros delanteros del automóvil y a través de las puertas abiertas del granero podían verse unos aperos de labranza. Adrian descendió del vehículo, pasó frente a las ventanas iluminadas protegidas por cortinas y se dirigió a la puerta principal. Se trataba de una típica puerta de granja, ancha y maciza, con la parte superior toda de una pieza y separada de la inferior para permitir el paso de la brisa e impedir la entrada de los animales. Había en el centro un pesado y gastado picaporte de latón y Adrian lo utilizó.

Esperó. No hubo respuesta ni rumores de movimiento en el interior de la casa.

Volvió a llamar más fuerte procurando que mediara un tiempo más prolongado entre los agudos golpes metálicos.

Se escuchó un ruido detrás de la puerta. Confuso, breve. Un crujido de tela o papel; ¿una mano que frotaba un trozo de tela? ¿Qué sería?

—Por favor —dijo Adrian amablemente—. Me apellido Fontine. Ustedes conocían a mi padre y a mi abuelo. De Milán. De Campo di Fiori. ¡Por favor, permítanme hablar con ustedes! No quiero causarles ningún daño.

Ahora sólo silencio. Nada.

Retrocedió pisando la hierba y se acercó a las ventanas iluminadas. Acercó el rostro al cristal y trató de ver algo a través de las transparentes cortinas. Las borrosas figuras del interior aparecían deformadas a causa del grueso cristal de la ventana alpina.

Entonces lo vio y, por unos instantes —mientras acomodaba los ojos a la borrosa deformación—, creyó haber perdido el juicio por segunda vez en una misma noche.

En el extremo izquierdo de la estancia podía verse a un hombre sin piernas arrastrándose en breves y espasmódicos movimientos por el suelo. El deforme cuerpo era muy vigoroso de cintura para arriba e iba enfundado en una especie de camisa que terminaba a la altura de los gruesos muñones, cubiertos por la tela de unos blancos calzoncillos.

El que no tiene piernas.

Alfredo Goldoni. Adrian vio que Goldoni se acercaba a un oscuro rincón de la pared más alejada. Sostenía algo entre los brazos y se aferraba a ello como si fuera un cable salvavidas en un tormentoso mar. Era un rifle de cañón ancho. ¿Por qué?

—¡Goldoni! ¡Por favor! —gritó Fontine desde fuera—. Sólo quiero hablar con usted. Si el vigilante le ha llamado, ya se lo habrá dicho.

El ruido fue estruendoso; vidrios rotos diseminados por todas partes, fragmentos que se habían clavado en la gabardina y la chaqueta de Adrian. En el último instante, Adrian había visto el negro cañón apuntando y se había desplazado a un lado cubriéndose el rostro. Los gruesos y mellados trozos de cristal que se habían clavado en su brazo parecían cientos de puntas de hielo. De no ser por el grueso jersey que se había comprado en Milán, a aquellas horas hubiera estado convertido en una masa sanguinolenta. Ahora, en cambio, los brazos y el cuello sólo le sangraban muy levemente.

Arriba, a través del humo y de los cristales rotos de la ventana, pudo escuchar el chasquido metálico del rifle; Goldoni había vuelto a cargar. Adrian se incorporó apoyando la espalda contra la pared de piedra de la casa. Se rozó el brazo izquierdo y se arrancó todos los fragmentos de vidrio que pudo. Los riachuelos de sangre le bajaban por el cuello.

Permaneció sentado respirando afanosamente y arrancándose fragmentos de vidrio y después volvió a llamar. No era posible que Goldoni pudiera recorrer la distancia que mediaba entre el oscuro rincón y la ventana. Eran dos prisioneros dispuestos a matarse el uno al otro y mantenidos a raya por una infranqueable pared invisible.

—¡Óigame! ¡No sé lo que le habrán dicho, pero no es cierto! ¡No soy su enemigo!

—Anímale! —rugió Goldoni desde dentro—. ¡Le mataré!

—Por el amor de Dios, ¿por qué? ¡No quiero causarle ningún daño!

—¡Usted es Fontini-Cristi! ¡Usted es un asesino de mujeres! ¡Un secuestrador de niños! Maligno! Animale!

Había llegado demasiado tarde. ¡Oh, Dios mío! ¡Había llegado demasiado tarde! El asesino había llegado a Champoluc antes que él.

Pero el asesino andaba todavía suelto. Quedaba una posibilidad.

—Por última vez, Goldoni —dijo Adrian, ahora con voz pausada—. Soy un Fontini-Cristi pero no soy el hombre que usted desea matar. No soy un asesino de mujeres ni he secuestrado a ningún niño. Conozco al hombre al que usted se refiere y no soy yo. Se lo digo con toda claridad y sencillez. Ahora voy a levantarme frente a esta ventana. No llevo armas… jamás he poseído ninguna. Si no me cree, supongo que tendrá usted que disparar. Ya no dispongo de tiempo para seguir discutiendo. Y creo que usted tampoco. Ninguno de ustedes.

Adrian comprimió la ensangrentada mano contra el suelo y se levantó trabajosamente dirigiéndose lentamente hacia la ventana de los cristales rotos.

Alfredo Goldoni dijo serenamente:

—Entre con los brazos en alto. No vivirá si vacila o interrumpe el paso.

Fontine emergió de entre las sombras de la habitación a oscuras de la parte de atrás. El hombre sin piernas le había indicado una ventana a través de la que podría entrar; el tullido no quería correr el riesgo de entregarse a las manipulaciones que hubieran sido necesarias para abrir la puerta principal. Al emerger Adrian de la oscuridad, Goldoni amartilló el arma disponiéndose a abrir fuego y habló en un susurro.

—Es usted el mismo hombre y, sin embargo, no lo es.

—Es mi hermano —dijo Adrian suavemente—. Y tengo que impedir que siga actuando.

Goldoni le miró en silencio. Al final, con los ojos clavados aún en el rostro de Fontine, desmontó el rifle y lo dejó a un lado.

—Ayúdeme a sentarme en mi silla —dijo.

Adrian se encontraba sentado frente al hombre sin piernas, desnudo de cintura para arriba y con la espalda al alcance de las manos de Goldoni. El ítalo-suizo le había arrancado los fragmentos de vidrio y le había limpiado las heridas con una solución alcohólica que escocía mucho, pero resultaba muy eficaz puesto que le había detenido la hemorragia.

—En las montañas, la sangre es muy valiosa. Nuestros paisanos del norte llaman leimen a este líquido. Es mejor que los polvos. Dudo que los doctores en medicina lo aprobaran, pero es muy útil. Póngase la camisa.

—Gracias.

Fontine se levantó e hizo lo que se le ordenaba. Habían hablado muy brevemente acerca de las cosas de que tenían que hablar. Con el sentido práctico propio de un alpino, Goldoni le había dicho a Adrian que se quitara la ropa allí donde se le hubieran clavado trozos de cristal. Un hombre herido y no atendido no le servía de gran cosa a nadie. Su papel de médico rural, sin embargo, no había disminuido su cólera y su angustia.

—Es un hombre infernal —dijo el tullido mientras Fontine se abrochaba la camisa.

—Está enfermo aunque comprendo que eso no le servirá a usted de consuelo. Anda en busca de algo. De un cofre oculto en algún lugar de las montañas. Lo trasladó hasta allí mi abuelo hace años, antes de la guerra.

—Lo sabemos. Sabíamos que alguien vendría algún día. Pero no sabemos nada más. No conocemos el lugar en que fue ocultado.

Adrian no podía creer las palabras del mutilado, pero no estaba seguro.

—Ha dicho usted asesino de mujeres. ¿A quién ha matado?

—A mi mujer. Ha desaparecido.

—¿Desaparecido? ¿Y cómo sabe que ha muerto?

—Ha dicho una mentira. Ha dicho que había echado a correr por el camino. Que él la persiguió y le dio alcance y ahora la tiene oculta en la aldea.

—Es posible.

—No lo es. Yo no puedo andar, signore. Mi mujer no puede correr. Tiene las venas de las piernas hinchadas. Calza unos zapatos muy gruesos para andar por la casa. Los zapatos los tiene usted aquí.

Adrian miró hacia el lugar que Goldoni le indicaba. Un par de feos zapatos muy pesados podían verse cuidadosamente colocados al lado de una silla.

—A veces las personas hacen cosas que no creen poder hacer…

—Hay sangre en el suelo —le interrumpió Goldoni con voz temblorosa indicándole una puerta abierta—. El hombre que se llama a sí mismo soldado no iba herido. ¡Vaya! Véalo por sí mismo.

Fontine se dirigió hacia la puerta abierta y penetró en la pequeña estancia. Una librería con puertas de cristal aparecía rota y se observaban fragmentos de vidrio por todas partes. Extendió la mano y tomó un volumen colocado en un estante detrás de los cristales rotos. Lo abrió. En caligrafía muy clara había varias páginas en las que se describían sucesivos ascensos a las montañas. Las fechas eran anteriores al año 1920. Y había sangre en el suelo junto a la puerta.

Había llegado demasiado tarde.

Adrian regresó rápidamente a la habitación frontal.

—Dígamelo todo. Con la mayor rapidez posible. Todo.

El soldado había actuado con mucha minuciosidad. Había inmovilizado a su enemigo y le había reducido a la impotencia a través del miedo y el pánico. El comandante del Cuerpo de Vigilancia había organizado su propia invasión de la posada Capomonti. Lo había hecho con rapidez y sin un solo movimiento innecesario, sorprendiendo a Lefrac y a los miembros de las familias Capomonti y Goldoni en una habitación del piso de arriba en la que estaban celebrando una reunión apresuradamente convocada.

La puerta se había abierto de golpe y un aterrorizado recepcionista había sido empujado con tanta violencia a través de la misma que había caído al suelo. El soldado había entrado rápidamente cerrando la puerta de la habitación antes de que ellos pudieran darse cuenta de lo que estaba ocurriendo y les había inmovilizado a todos a punta de pistola.

A continuación, el soldado les había expuesto sus condiciones. Ante todo, tendrían que entregarle el viejo libro mayor en el que se describía una excursión a las montañas que había tenido lugar hacía cincuenta años. Y mapas. Mapas muy detallados, de los que usan los escaladores en la zona de Champoluc. En segundo lugar, los servicios del hijo o bien del nieto de dieciocho años de Lefrac para que le acompañara a través de las montañas. En tercer lugar, la nieta como segundo rehén. El padre de la niña había perdido la cabeza y se había abalanzado contra el hombre armado pero el soldado era muy experto y el padre había sido reducido sin necesidad de efectuar ningún disparo.

Al viejo Lefrac se le ordenó que abriera la puerta y llamara a una criada. Trajeron a la habitación prendas de vestir adecuadas y los muchachos se vistieron a punta de pistola. Fue entonces cuando el hombre infernal le dijo a Goldoni que había hecho prisionera a su esposa. Tendría que regresar a su casa y permanecer en ella a solas, despidiendo al chófer, es decir, a su sobrino. Si acudía a avisar a la policía, jamás volvería a ver a su esposa.

—¿Por qué? —preguntó Adrian rápidamente—. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué ha querido que regresara usted solo aquí?

—Nos ha separado. Mi hermana y mi sobrino regresan a su casa de la Via Sestina; Lefrac y su hijo se quedan en la posada. Juntos nos envalentonaríamos. Separados tenemos miedo y nos sentimos desvalidos. Un arma contra la cabeza de una niña no se olvida fácilmente. Sabe que, si estamos solos, nos limitaremos a esperar.

—Dios mío —murmuró Adrian cerrando los ojos.

—Este soldado es muy hábil —dijo Goldoni en voz baja, rebosante de odio.

Fontine le miró. He corrido con la manada —en medio de la manada— pero ahora he llegado a los bordes y me alejaré.

—¿Por qué ha disparado usted contra mí? Si creía que era él, ¿cómo ha podido correr este riesgo? Sin saber lo que había hecho.

—Vi su rostro contra el cristal. Quería cegarle, no matarle. Un hombre muerto no puede decirme dónde se ha llevado a mi mujer. O dónde ha dejado su cuerpo. O dónde tiene a los niños. Soy un buen tirador; he disparado a pocos centímetros de su cabeza.

Fontine cruzó la estancia y se dirigió a la silla sobre la que había dejado su chaqueta y sacó del bolsillo de la misma las fotocopias de los recuerdos de su padre de hacía cincuenta años.

—Usted debe haber leído aquel diario. ¿Puede recordar lo que en él se escribió?

—No puede usted seguirle. Le mataría.

—¿No puede usted recordar?

—¡Fue una escalada de dos días con muchos caminos que se cruzaban! Podría estar en cualquier parte. Está tratando de localizar el sitio que busca. Anda a ciegas. Si le viera a usted, mataría a los chicos.

—No me verá. ¡No me verá si llego primero! ¡Si le espero allí!

Adrian desdobló las fotocopias.

—Ya me las han leído. No contienen nada que pueda ayudarle.

—¡Tiene que haber algo! ¡Está aquí!

—Se equivoca —dijo Goldoni y Adrian comprendió que no mentía—. Traté de decírselo a él, pero no quiso hacerme caso. Su abuelo adoptó disposiciones, pero el padrone no tuvo en consideración la posibilidad de un fallecimiento inesperado o de un fallo humano.

Fontine levantó la mirada de las páginas que estaba leyendo. Los ojos del anciano mostraban una expresión desvalida. Un asesino andaba suelto por las montañas y él no podía hacer nada. La muerte seguiría a la muerte porque estaba claro que su esposa había sido asesinada.

—¿Qué disposiciones fueron esas? —preguntó Adrian suavemente.

—Se lo diré. Usted no es como su hermano. Hemos guardado el secreto durante treinta y cinco años, Lefrac, los Capomonti y nosotros. Y otra persona, no uno de nosotros, cuya muerte se produjo repentinamente antes de que adoptara sus propias disposiciones.

—¿Quién era?

—Un comerciante apellidado Leinkraus. No le conocíamos muy bien.

—Siga usted.

—Durante todos estos años hemos estado aguardando la llegada de un Fontini-Cristi.

El mutilado empezó a explicarlo:

El hombre que ellos —los Goldoni, Lefrac y los Capomonti— esperaban, llegaría en son de paz buscando el cofre de hierro enterrado en lo alto de las montañas. El hombre hablaría de una excursión realizada hacía muchos años por padre e hijo y sabría que aquella excursión se hallaba descrita en los libros mayores de los Goldoni… tal como lo sabían todos aquellos que contrataban los servicios de los guías Goldoni. Y, dado que la excursión había durado dos días abarcando una considerable extensión de terreno, el hombre mencionaría específicamente una abandonada parada intermedia de ferrocarril conocida con la denominación de Sciocchezza di Cacciatori. Estupidez de Cazadores. La parada intermedia había sido abandonada hacía más de cuarenta años, mucho antes de que se enterrara el cofre de hierro, pero existía todavía cuando padre e hijo realizaron la excursión a Champoluc en el verano de 1920.

—Yo creía que estas paradas se conocían…

—¿Con nombres de pájaros?

—Sí.

—La mayoría de ellas, sí, pero no todas. El soldado preguntó si había alguna parada que se llamara del halcón. No hay halcones en las montañas de Champoluc.

—El cuadro de la pared —dijo Adrian como hablando consigo mismo y no ya con el alpino.

—¿Cómo dice?

—Mi padre recordaba un cuadro que colgaba de una de las paredes de Campo di Fiori, una escena de caza. Él creía que revestía un significado a este respecto.

—El soldado no me habló de él. Y tampoco me dijo por qué buscaba la información; sólo dijo que necesitaba dar con ella. No me habló de la búsqueda. Ni de los libros mayores. Ni de la razón por la que era importante la parada intermedia de ferrocarril. Se mostró muy cauteloso. Y es evidente que no vino en son de paz. Un soldado que amenaza a un hombre sin piernas es un comandante sin compasión. No me inspiró confianza.

Todo lo que había hecho su hermano estaba en contradicción con los recuerdos que aquellas gentes conservaban acerca de los Fontini-Cristi. Todo hubiera sido muy sencillo si se hubiera mostrado sincero con ellos y si hubiera acudido allí en son de paz; pero el soldado no sabía hacer tal cosa. Siempre se encontraba en combate.

—Entonces, ¿la zona que rodea esta parada intermedia abandonada, la Estupidez de Cazadores, es aquélla en la que se halla enterrado el cofre?

—Es de suponer. Hay varios antiguos caminos hacia el este que conducen desde las vías del tren a los más altos picos. Pero ¿qué camino, qué pico?

—Los archivos deben describirlo.

—Siempre y cuando uno sepa verlo. El soldado no sabe.

Adrian pensó. Su hermano había viajado por todo el mundo escapando a los servicios de espionaje de la más poderosa nación de la tierra.

—Es posible que usted le subestime.

—No es uno de los nuestros. No es un hombre de las montañas.

—No —dijo Fontine en voz baja—. Es otra cosa. ¿Qué es lo que buscará? Eso es lo que tenemos que averiguar.

—Un lugar inaccesible. Lejos de los caminos. Un terreno que no se recorra fácilmente por distintos motivos. Hay muchas zonas con estas características. En las montañas las hay a cientos.

—Pero usted lo ha dicho hace un momento. Que trataría de localizar el sitio… eligiendo entre varias… opciones.

—¿Signore?

—Nada. Estaba pensando que… no importa. Mire, él sabe lo que no tiene que buscar. Sabe que el cofre pesaba mucho; que tuvieron que transportarlo… mecánicamente. Empezará con algo más, aparte el registro.

—No habíamos pensado en eso.

—Él sí pensará.

—De poco le servirá en la oscuridad.

—Mire hacia la ventana —dijo Adrian. Fuera empezaba a vislumbrarse la primera luz matinal—. Hábleme del otro hombre. Del comerciante.

—¿Leinkraus?

—Sí. ¿Cómo se vio mezclado en el asunto?

—La respuesta se la llevó su muerte. Ni siquiera Francesca lo sabe.

—¿Francesca?

—Mi hermana. Al morir mis hermanos, ella fue la mayor. El sobre se lo entregaron a ella…

—¿El sobre? ¿Qué sobre?

—Las instrucciones de su abuelo.

…Por consiguiente, si Alfredo no fuera el mayor, buscad a una hermana, según la costumbre ítalo-suiza…

Adrian desdobló las hojas del testamento de su padre. Si tales fragmentos de verdad se habían transmitido a lo largo de los años con tanta precisión, era necesario prestar una atención más cuidadosa a los inconexos recuerdos de su padre.

—Mi hermana lleva viviendo en Champoluc desde que se casó con un Capomonti. Conocía a la familia Leinkraus mucho mejor que todos nosotros. El viejo Leinkraus murió en su tienda. Se declaró un incendio; muchos creyeron que no había sido accidental.

—No lo entiendo.

—La familia Leinkraus es judía.

—Comprendo. Prosiga —dijo Adrian examinando las páginas.

…El comerciante no era apreciado. Era judío y para alguien que luchaba amargamente… semejante manera de pensar era inadmisible.

Goldoni siguió hablando. Al hombre que acudiera a Champoluc y hablara del cofre de hierro y de la excursión largo tiempo olvidada y de la vieja parada intermedia de ferrocarril tendría que entregársele el sobre que obrara en poder del mayor de los Goldoni.

—Debe usted comprenderlo, signore —dijo el mutilado interrumpiendo sus explicaciones—. Ahora todos somos familia. Los Capomonti y los Goldoni. Tras haber transcurrido tantos años sin que viniera nadie, lo discutimos entre todos.

—Eso me imaginaba.

—El sobre dirigía al hombre que acudiera a Champoluc hacia el viejo Capomonti…

Adrian pasó las páginas. Si hubiera habido algún secreto que confiar en Champoluc, el viejo Capomonti hubiera sido una roca de silencio y confianza.

—Al morir, el viejo Capomonti transmitió las instrucciones a su yerno Lefrac.

—Entonces Lefrac lo sabe.

—Sólo una palabra. El apellido Leinkraus.

Fontine se inclinó hacia adelante en su asiento. Y permaneció sentado en el borde, perplejo. Parecía como si hubiera saltado algún resorte en su cerebro. Al igual que solía ocurrir en el transcurso de las largas y complejas repreguntas, las frases aisladas y las palabras solitarias destacaban con súbita fuerza adquiriendo un significado allí donde previamente no había habido el menor significado.

Las palabras. Tenía que buscar las palabras del mismo modo que su hermano buscaba la violencia.

Examinó las páginas que sostenía en sus manos pasándolas rápidamente hasta encontrar lo que buscaba.

…Recuerdo vagamente que aquella tarde se produjo un desagradable incidente en la tienda… no recuerdo con exactitud el motivo de dicho incidente… fue muy grave y provocó la cólera de mi padre… una cólera triste… me parece recordar que no me fueron revelados los detalles…

No fueron revelados. Cólera. Tristeza.

…provocó la cólera de mi padre…

—Óigame, Goldoni. Tiene usted que pensar. En lo que ocurrió. Sucedió algo. Algo desagradable, triste, que provocó la cólera. Relacionado con la familia Leinkraus.

—No.

Adrian se detuvo. El mutilado Goldoni no le había dejado terminar.

—¿Qué significa «no»? —preguntó con voz pausada.

—Ya se lo he dicho. No les conocía bien. Apenas nos hablábamos.

—¿Porqué eran judíos? ¿Así se comportaba la gente del norte en aquella época?

—No le entiendo.

—Yo creo que sí me entiende. —Adrian miró fijamente a los ojos al alpino y éste apartó la mirada. Fontine prosiguió diciendo suavemente—: No tenía usted por qué conocerles… en absoluto, tal vez. Pero, por primera vez, me está usted mintiendo. ¿Por qué?

—No miento. No eran amigos de los Goldoni.

—¿Ni de los Capomonti?

—¡Ni de los Capomonti!

—¿No les gustaban a ustedes?

—¡No les conocíamos! Se mantenían apartados. Vinieron otros judíos y se relacionaban con ellos. Así de sencillo.

—No tanto. —Adrian sabía que tenía la respuesta a su alcance. Tal vez sin que el propio Goldoni lo supiera—. Algo ocurrió en julio de 1920. ¿Qué fue?

—No puedo recordarlo —repuso Goldoni lanzando un suspiro.

—¡Catorce de julio de 1920! ¿Qué ocurrió?

Goldoni respiraba afanosamente y mantenía las mandíbulas en tensión. Los gruesos muñones, que en otros tiempos habían sido sus piernas, se movieron en la silla de ruedas.

—No significa nada —dijo en un susurro.

—Permítame que sea yo quien lo juzgue —dijo Adrian.

—Los tiempos han cambiado. Han cambiado muchas cosas en toda una vida —dijo el alpino con voz temblorosa—. Todo el mundo se avergonzó.

—¡Catorce de julio de 1920! —dijo Adrian acorralando al testigo.

—¡Le digo que no significa nada!

—¡Maldita sea! —exclamó Adrian levantándose de un salto de la silla.

Hubiera sido capaz de golpear al anciano inválido. Pero entonces escuchó sus palabras.

—Un judío fue apaleado. Un joven judío que entró en la escuela de la iglesia… fue golpeado. Murió tres días más tarde.

El alpino lo había dicho. Pero sólo una parte. Fontine se apartó de la silla de ruedas.

—¿El hijo de Leinkraus? —preguntó.

—Sí.

—¿La escuela de la iglesia?

—No podía frecuentar la escuela estatal. Era un lugar para aprender. Los sacerdotes le aceptaron.

Fontine volvió a sentarse lentamente manteniendo los ojos clavados en Goldoni.

—Aún hay más, ¿verdad? ¿Quién le agredió?

—Cuatro muchachos del pueblo. No sabían lo que hacían. Todo el mundo lo dijo.

—No me cabe la menor duda. Así es más fácil. Muchachos ignorantes a los que era necesario proteger. ¿Qué era la vida de un judío?

Las lágrimas asomaron a los ojos de Goldoni.

—Sí.

—Usted fue uno de estos muchachos, ¿verdad?

Goldoni asintió con la cabeza en silencio.

—Creo que puedo decirle lo que ocurrió —prosiguió diciendo Adrian—. Leinkraus fue amenazado. Su mujer, sus demás hijos. Nada se dijo, nada se comunicó. Un joven judío había muerto y basta.

—Hace ya tantos años —murmuró Goldoni mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas—. Ya nadie piensa así. Y nosotros hemos vivido con el remordimiento de lo que hicimos. Ahora que se acerca el término de mi vida, todo resulta más difícil. La tumba ya está muy cerca.

Adrian contuvo el aliento, aturdido por las palabras de Goldoni. La tumba está cerca… la tumba. ¡Dios mío! ¿Sería eso? ¡Hubiera deseado levantarse de un salto de la silla y rugir las preguntas hasta que el alpino sin piernas se acordara! Pero no podía hacerlo y decidió hablar con voz baja y tono incisivo.

—¿Qué ocurrió entonces? ¿Qué hizo Leinkraus?

—¿Hacer? —preguntó Goldoni encogiéndose tristemente de hombros—. ¿Qué podía hacer? Callarse.

—¿Se celebró un funeral? ¿Un entierro?

—Si lo hubo, no nos enteramos.

—Al hijo de Leinkraus tenían que enterrarlo. Ningún cementerio cristiano hubiera aceptado a un judío. ¿Había algún cementerio judío?

—Entonces no. Ahora sí lo hay.

—¡Entonces! Entonces, ¿qué? ¿Dónde le enterraron? ¿Dónde enterraron al hijo asesinado de Leinkraus?

Goldoni reaccionó como si le hubieran propinado un bofetón.

—Se dijo que el padre y los hermanos —los hombres de la familia— se habían llevado al hijo muerto a las montañas. A un lugar en el que el cuerpo del muchacho no pudiera ser ulteriormente ultrajado.

Adrian se levantó de la silla. Ya tenía la respuesta.

La tumba del judío. El cofre de Salónica.

Savarone Fontini-Cristi había descubierto una verdad eterna en la tragedia de una aldea. Y la había utilizado. No permitiendo, al final, que los santos varones lo olvidaran.

Paul Leinkraus tenía aproximadamente unos cincuenta años y era nieto del comerciante y él también comerciante, aunque de otra época. Pocas cosas podía contar de un abuelo al que apenas había conocido, de una era de servilismo y temor que jamás había conocido. Pero era un hombre inteligente a juzgar por la expansión del negocio, de la que era responsable. Como tal, había comprendido la urgencia y la legitimidad de la súbita visita de Adrian.

Leinkraus había llevado a Adrian a su biblioteca, lejos de su esposa e hijo, y había tomado de un estante la Torá de la familia. El diagrama ocupaba toda la superficie de la cubierta posterior. Era un mapa minuciosamente dibujado que indicaba el camino de la tumba del hijo primogénito de Reuven Leinkraus, enterrado en las montañas el 17 de julio de 1920.

Adrian había trazado todas las líneas y después había comparado su dibujo con el original. Era exacto y constituía su último pasaporte. Hacia dónde, estaba seguro. Hacia qué, no lo sabía.

Le había dirigido una última petición a Leinkraus. Una conferencia telefónica a Londres que, como es lógico, le pagaría.

—Su abuelo efectuó todos los pagos que esta casa puede aceptar. Haga usted la llamada.

—Por favor, quédese. Quiero que lo escuche.

Efectuó una llamada al Savoy de Londres. Su petición era muy sencilla. Cuando abriera la embajada norteamericana, que el Savoy dejara, por favor, un recado para el coronel Tarkington de la oficina del general inspector. Si éste no se hallaba en Londres, la embajada ya sabría dónde localizarle.

El coronel Tarkington tendría que ponerse en contacto con un hombre llamado Paul Leinkraus de la ciudad de Champoluc, en los Alpes italianos. El recado tendría que ir firmado por Adrian Fontine.

Saldría de caza a las montañas, pero no se hacía demasiadas ilusiones. No poseía aptitudes para enfrentarse con el soldado. Su gesto tal vez no fuera más que eso: un gesto inútil. Y era muy posible que condujera a su propia muerte; eso también lo comprendía.

El mundo podría sobrevivir perfectamente sin su presencia. No se salía demasiado de lo corriente aunque a él le gustara creer que poseía cierto talento. En cambio, no estaba muy seguro de lo que le ocurriría al mundo en el caso de que Andrew saliera de Champoluc con el contenido de un cofre de hierro que había sido transportado en un tren desde Salónica hacía más de treinta años.

Si sólo descendiera de las montañas un hombre y este hombre fuera el asesino del Cuerpo de Vigilancia, habría que apresarle.

Una vez finalizada la conferencia, Adrian miró a Paul Leinkraus.

—Cuando el coronel Tarkington establezca contacto con usted, cuéntele exactamente lo que ha ocurrido aquí esta mañana.

Fontine saludó con un movimiento de la cabeza a Leinkraus que se había quedado junto a la puerta. Abrió la portezuela del Fiat y subió al automóvil, donde se dio cuenta de que, debido al nerviosismo que le embargaba al llegar, había dejado las llaves puestas. Se trataba de un descuido que ningún soldado hubiera cometido.

Este hecho le indujo a inclinarse hacia adelante y abrir la guantera. Introdujo las manos y sacó una pesada pistola negra de repetición; Alfredo Goldoni le había explicado el mecanismo de carga.

Giró la llave de encendido y bajó el cristal de la ventanilla porque súbitamente le pareció como si le faltara el aire. Respiraba afanosamente y el corazón le latía en la garganta. Y recordó.

Sólo una vez en su vida había disparado una pistola. Hacía años, en un campamento juvenil de New Hampshire, cuando los directores les habían acompañado a un campo de tiro de la policía local. Su hermano iba con él y los dos emocionados chiquillos se habían reído mucho juntos.

¿Dónde se habían ido las risas?

¿Dónde se había ido su hermano?

Adrian descendió por la calle arbolada y giró a la izquierda para enfilar la carretera que le conduciría al norte, hacia las montañas. En lo alto del cielo el sol matinal se había ocultado tras una manta de nubes que se estaban acumulando progresivamente.

El cielo estaba enojado.