30

Andrew aparcó el Land Rover junto a una valla que cercaba un campo de labranza. La granja de los Goldoni se encontraba a unos doscientos metros carretera abajo a la izquierda; aquel campo pertenecía a los Goldoni. Había un hombre conduciendo un tractor a lo largo de unas hileras de tierra removida, con el cuerpo vuelto hacia atrás, sentado en el asiento, observando el resultado de su labor. No había otras casas en la zona y no se veía a nadie más. Andrew decidió detenerse y hablar con aquel hombre.

Eran algo más de las cinco de la tarde. Se había pasado el día vagando por Champoluc, adquiriendo ropa, suministros y equipo de escalar, incluyendo la mejor mochila alpina, llena de todos aquellos objetos que se recomiendan para la montaña junto con otro que no se suele recomendar. Una pistola Magnum 357. Había efectuado todas las compras en el comercio, actualmente muy ampliado, a que su padre había hecho referencia en el relato de sus recuerdos. Él apellido era Leinkraus; había una mezuzah en el marco de la puerta de entrada. El dependiente de detrás del mostrador confirmó que Leinkraus llevaba vendiendo el mejor equipo de los Alpes italianos desde el año 1913. Ahora tenía sucursales en Gstaad y en el lago de Lucerna.

Andrew descendió del Land Rover y se acercó a la valla agitando la mano hacia adelante y hacia atrás para llamar la atención del tractorista. Éste era un ítalo-suizo de baja estatura con un enmarañado cabello castaño por encima de unas cejas oscuras y las ásperas y acusadas facciones de los mediterráneos del norte. Debía de llevarle unos diez años a Fontine y su expresión era cautelosa, como si no estuviera acostumbrado a los rostros desconocidos.

—¿Habla usted inglés? —le preguntó Andrew.

—Un poco, signore —repuso el hombre.

—Busco a Alfredo Goldoni. Me han indicado esta casa.

—Se la han indicado bien —dijo el ítalo-suizo en un inglés más que pasable—. Goldoni es mi tío. Yo le cuido las tierras. Él no puede trabajar.

El hombre se detuvo sin facilitar más explicaciones.

—¿Dónde podría encontrarle?

—Donde está siempre. En la habitación de la parte de atrás de la casa. Mi tía le acompañará. Le gustan mucho los visitantes.

—Muchas gracias —dijo Andrew volviéndose hacia el Land Rover.

—¿Es usted norteamericano? —preguntó el hombre.

—No, canadiense —repuso Andrew ampliando su disfraz con vistas a una docena de inmediatas posibilidades. Subió al vehículo y miró al hombre a través de la ventanilla abierta—. Hablamos con el mismo acento.

—Y son ustedes iguales y visten igual —dijo el campesino serenamente contemplando la chaqueta alpina forrada de piel—. La ropa es nueva —añadió.

—Pues su inglés no lo es —dijo Fontine girando la llave de encendido.

La esposa de Goldoni era delgada y ascética. Llevaba el liso cabello gris peinado hacia atrás, el tirante rodete era una corona de abnegación. Acompañó al visitante cruzando varias estancias escasamente amuebladas hasta llegar a la parte de atrás de la casa. No había puerta y se había eliminado el umbral y nivelado el pavimento. Fontine entró en el dormitorio. Alfredo Goldoni aparecía sentado en una silla de ruedas junto a una ventana que daba a los campos que se extendían al pie de la montaña.

No tenía piernas. Los muñones de sus, en otros tiempos, vigorosas extremidades se hallaban enfundados en los pantalones doblados y sujetos por unos alfileres imperdibles. El resto del cuerpo, al igual que su rostro, era ancho y torpe. La edad y la mutilación se habían cobrado su tributo.

El viejo Goldoni le saludó con falsa energía. Un cansado tullido, temeroso de ofender a un visitante al que agradecía aquella poco frecuente interrupción.

Se efectuaron las presentaciones, se describieron las indicaciones y el viaje desde la ciudad, la malhumorada esposa trajo vino y Fontine se acomodó en una silla frente al tullido. Los muñones de éste se encontraban al alcance de su brazo; la palabra grotesco acudió a su imaginación. A Andrew no le gustaba la fealdad; no sentía deseos de soportarla.

—¿No reconoce usted el apellido de Fontine?

—No, señor. Es francés, creo. Pero usted es norteamericano.

—¿Reconoce usted el apellido de Fontini-Cristi?

La expresión de los ojos de Goldoni se modificó. Había sonado una alarma largo tiempo olvidada.

—Sí, claro que lo reconozco —replicó el mutilado modificando también el tono de voz y midiendo sus palabras—. Fontine; Fontini-Cristi. O sea que el italiano se convierte en francés y el posesor en norteamericano. Han pasado muchos años. ¿Es usted un Fontini-Cristi?

—Sí. Savarone era mi abuelo.

—Un gran padrone de las provincias del norte. Le recuerdo. No muy bien, desde luego. Dejó de venir por Champoluc a finales de los años veinte, creo.

—Los Goldoni eran sus guías. Padre e hijos.

—Nosotros éramos los guías de todo el mundo.

—¿Fue usted alguna vez guía de mi abuelo?

—Es posible. Empecé a trabajar en las montañas cuando todavía era muy joven.

—Pero ¿no lo recuerda?

—He acompañado a miles de personas por los Alpes…

—Acaba de decirme que le recordaba.

—No demasiado bien. Y más por el apellido que por la cara. ¿Qué es lo que desea?

—Información. Acerca de una excursión a las montañas que realizaron mi padre y mi abuelo hace cincuenta años.

—¿Bromea usted?

—De ninguna manera. Mi padre, Víctor, Vittorio Fontini-Cristi, me ha enviado desde Norteamérica con el objeto de que consiga esta información. Para mí, se trata de una enorme molestia. No dispongo de mucho tiempo, por consiguiente, necesito su ayuda.

—Estaría dispuesto a ofrecérsela con muchísimo gusto, pero no sabría por dónde empezar. ¡Una escalada de hace cincuenta años! ¿Cómo iba a recordarla?

—El hombre que les acompañó. El guía. Según mi padre, era un hijo de los Goldoni. La fecha fue el 14 de julio de 1920.

Fontine no estuvo muy seguro —tal vez el grotesco tullido hubiera tratado de disimular el agudo dolor que le producían los muñones o bien hubiera intentado mover el cuerpo sin piernas en un gesto reflejo, pero Goldoni reaccionó. Era la fecha. E inmediatamente disimuló su reacción hablando.

—Julio de 1920. De eso hace dos generaciones. Es imposible. ¿No podría concretar usted un poco más?

—El guía. Era un Goldoni.

—Yo, no. No tenía más que quince años. Empecé a trabajar en las montañas muy joven pero no tanto. Y mucho menos en calidad de prima guida.

Andrew miró al tullido a los ojos; Goldoni se sentía incómodo, no le gustaba aquel intercambio de miradas y apartó los ojos. Fontine se inclinó hacia adelante.

—Pero algo sí recordará, ¿no es cierto? —preguntó pausadamente sin poder evitar un tono de frialdad.

—No, signore Fontini-Cristi. No hay nada.

—Hace unos segundos le he indicado la fecha: 14 de julio de 1920. Conocía usted la fecha.

—Yo lo único que sé es que hace demasiado tiempo para que piense en ello.

—Le advierto que soy un militar. He interrogado a cientos de hombres; muy pocos han conseguido tomarme el pelo.

—No es ésta mi intención, signore. ¿Por qué iba a hacerlo? Me gustaría poder ayudarle.

Andrew siguió mirándole fijamente.

—Hace años habían algunas paradas intermedias de ferrocarril al sur de Zermatt.

—Aún quedan algunas —añadió Goldoni—. No muchas, desde luego. Actualmente no son necesarias.

—Dígame. Cada una de ellas tenía el nombre de un pájaro…

—Algunas —le interrumpió el alpino—. No todas.

—¿Había alguna que se llamara halcón? ¿Algo… del halcón?

—¿Halcón? ¿Por qué me lo pregunta usted?

El vigoroso mutilado miró a Fontine sin pestañear.

—Dígamelo. ¿Había alguna parada de cuyo nombre formara parte la palabra «halcón»?

Goldoni guardó silencio unos instantes.

—No —contestó al final.

Andrew se reclinó en su asiento.

—¿Es usted el hijo mayor de la familia Goldoni?

—No. Es evidente que debieron contratar a alguno de mis hermanos para esta escalada de hace cincuenta años.

Fontine estaba empezando a comprenderlo. A Alfredo Goldoni le habían asignado la casa porque había perdido las piernas.

—¿Dónde están sus hermanos? Hablaré con ellos.

—Debo preguntarle de nuevo si bromea usted, signore. Mis hermanos han muerto, todo el mundo lo sabe. Mis hermanos, un tío y dos primos. Todos muertos. Ya no queda ningún guía Goldoni en Champoluc.

Andrew contuvo el aliento. Absorbió la información y respiró hondo. Una sola frase había destruido su atajo.

—Me resulta difícil de creer —dijo fríamente—. ¿Todos estos hombres muertos? ¿Qué los mató?

—Un alud, signore. Toda una aldea quedó sepultada en el año sesenta y ocho. Cerca de Valtournanche. Se enviaron equipos de rescate hasta Zermatt por el norte y hasta Châtillon por el sur. Los Goldoni los dirigían. Tres naciones nos otorgaron sus más altas condecoraciones. A los demás les sirvieron de muy poco. A mí me permiten disfrutar de una pequeña pensión. Perdí las piernas a causa del frío.

Se dio unas palmadas en los muñones de sus, en otros tiempos, musculosas piernas.

—¿Y no dispone usted de información acerca de aquella excursión del día catorce de julio de 1920?

—Si no me facilita usted ningún otro detalle, ¿cómo quiere que me acuerde?

—Tengo descripciones. Redactadas por mi padre —dijo Fontine sacándose del bolsillo las fotocopias de las páginas.

—¡Estupendo! ¡Me lo hubiera usted debido de decir antes! Léamelas.

Andrew así lo hizo. Las descripciones eran inconexas y las escenas evocadas contradictorias. Las secuencias cronológicas retrocedían y se adelantaban y los distintos detalles se confundían entre sí.

Goldoni escuchaba; de vez en cuando cerraba sus hinchados y arrugados párpados y ladeaba la cabeza como si tratara de evocar sus propios recuerdos visuales. Cuando Fontine hubo terminado, sacudió lentamente la cabeza.

—Lo siento, signore. Lo que usted me ha leído podría corresponder a veinte o treinta escaladas distintas. Muchos de los detalles a que se hace referencia ni siquiera existen en esta zona. Perdone pero creo que su padre se ha confundido con otras zonas de más al oeste del Valais. Es fácil.

—¿No hay nada que le resulte familiar?

—Por el contrario. Todo. Y nada. Fragmentos de muchos lugares situados a cientos de kilómetros a la redonda. Lo lamento. Es imposible.

Andrew estaba perplejo. Seguía teniendo la impresión de que el alpino mentía. Se le ofrecía otra alternativa antes de ir directamente al grano. En el caso de que ésta no le condujera tampoco a ninguna parte, regresaría y se enfrentaría con el tullido mediante el empleo de distintas tácticas.

…Si Alfredo no fuera el mayor, buscad a una hermana…

—¿Es usted el miembro superviviente de más edad de la familia?

—No. Tenía dos hermanas mayores. Una de ellas vive.

—¿Dónde?

—En Champoluc. En la Via Sestina. Su hijo trabaja mis tierras.

—¿Cuál es su apellido? Su apellido de casada.

—Capomonti.

—¿Capomonti? Es el apellido de la familia que regenta la posada.

—Sí, signore. Se casó con un miembro de esta familia.

Fontine se levantó de la silla guardándose las fotocopias en el bolsillo. Se encaminó hacia la puerta y se volvió.

—Es posible que regrese —dijo.

—Será un placer recibirle.

Fontine subió al Land Rover y puso en marcha el motor. Al otro lado de la valla, en el campo, el sobrino-bracero permanecía sentado inmóvil en el tractor observándole desde el vehículo detenido. Andrew volvió a intuir algo; la expresión del rostro del campesino parecía estar diciéndole: Lárguese de aquí. Tengo que acudir corriendo a la casa para averiguar lo que ha dicho usted.

Andrew soltó el freno y pisó el acelerador. El Land Rover avanzó por la carretera; efectuó una rápida vuelta en U y se dirigió a la aldea.

Súbitamente, sus ojos se clavaron en el espectáculo más obvio y lógico del mundo. Maldijo por lo bajo. Era tan obvio que no se había dado cuenta.

La carretera aparecía flanqueada por postes de teléfonos.

Era absurdo acudir a visitar a una anciana en la Via Sestina; no podría encontrarla. Otra estrategia acudió a los pensamientos del soldado. Las circunstancias le serían favorables.

—¡Mujer! —gritó Goldoni—. ¡Rápido! ¡Ayúdame! ¡El teléfono!

La esposa de Goldoni entró corriendo en la habitación y asió los agarraderos de la silla.

—¿Quieres que haga las llamadas? —le preguntó acercándole al teléfono.

—No. Yo lo haré —repuso mientras marcaba—. ¿Lefrac? ¿Me oyes…? Ha venido. Al cabo de tantos años. Fontini-Cristi. Pero no trae las palabras. Busca una parada intermedia que se llame del halcón. No me dice más y eso no es nada. No me fío de él. Tengo que localizar a mi hermana. Reúne a los demás. Nos reuniremos dentro de una hora… ¡Aquí no! En la posada.

Andrew permanecía tendido boca abajo sobre la tierra al otro lado de la granja. Sus prismáticos enfocaban alternativamente la puerta y las ventanas. El sol se estaba ocultando tras los picos occidentales de los Alpes; pronto oscurecería. En la granja se habían encendido las luces; unas sombras se movían de un lado para otro. Se estaba desarrollando una gran actividad.

Un coche hizo marcha atrás desde un camino sin asfaltar situado a la derecha de la casa; se detuvo y descendió del mismo el sobrino-bracero que corrió hacia la puerta. Ésta se abrió.

Goldoni se encontraba en la silla de ruedas y su esposa le empujaba. El sobrino la sustituyó y condujo a su tío cruzando el césped en dirección al automóvil cuyo motor se encontraba funcionando en mínima.

Goldoni sostenía algo en sus brazos. Andrew enfocó el objeto con los prismáticos.

Era un libro de gran tamaño, pero se trataba de algo más que de un libro. Era como una especie de pesado y ancho volumen. Un libro mayor.

Una vez junto al automóvil, la esposa de Goldoni mantuvo abierta la portezuela mientras el sobrino tomaba en sus brazos al grotesco mutilado y acomodaba su mole en el asiento. Goldoni se retorció y se movió; su mujer ajustó una correa a su alrededor y la abrochó.

A través de la portezuela abierta, Andrew pudo observar claramente al antiguo guía alpino mutilado. El centro de su atención fue una vez más el enorme libro que Goldoni sostenía entre sus brazos casi con desesperación, como si se tratara de algo de extraordinario valor que no se atreviera a soltar. Entonces Andrew observó que Goldoni sostenía en sus brazos algo que a él como soldado le resultaba mucho más familiar. Una pieza alargada de reluciente metal se hallaba alojada entre el abultado volumen y el poderoso tórax del alpino. Se trataba del cañón de una pequeña y potente escopeta de caza; un modelo que se identificaba especialmente con las belicosas familias del sur de Italia. De Sicilia. Se llamaba la lupo, «lobo». Su precisión era escasa en distancias superiores a los veinte metros pero, disparada a bocajarro, podía levantar a un hombre a tres metros del suelo.

Goldoni protegía el volumen que estrechaba entre sus brazos con un arma mucho más potente que la pistola Magnum 357 que Andrew guardaba en su mochila alpina. Andrew enfocó brevemente al sobrino de Goldoni, en cuyo atuendo se observaba un nuevo detalle. Metida en el cinto, llevaba una pistola cuya gruesa culata resultaba indicativa de su gran calibre.

Ambos alpinos protegían el libro. Nadie podía acercarse a él. ¿Qué habría…?

¡Santo cielo! Súbitamente, Fontine lo comprendió. ¡Archivos! ¡Archivos relacionados con excursiones a las montañas! ¡No podía ser otra cosa! Jamás se le había ocurrido —y tampoco se le había ocurrido a Víctor— preguntar si se conservaban dichos archivos. Sobre todo, habida cuenta de los años transcurridos; sencillamente, no se había considerado esta posibilidad. ¡Santo cielo, había transcurrido medio siglo!

Sin embargo, según su padre, y el padre de su padre, los Goldoni eran los mejores guías de los Alpes italianos. Era lógico que unos profesionales con semejante reputación colectiva conservaran archivos; era lo más natural. ¡Archivos de pasadas excursiones a las montañas, remontándose a muchas décadas!

Goldoni había mentido. La información que su visitante le había pedido se encontraba en la casa. Pero Goldoni no se la había querido facilitar.

Andrew siguió observando. El sobrino dobló la silla de ruedas, abrió el portaequipajes, la introdujo en el mismo y corrió hacia el asiento del conductor sentándose al volante mientras la esposa de Goldoni cerraba la portezuela de éste.

El automóvil abandonó la calzada y se dirigió al norte, hacia Champoluc. La esposa de Goldoni regresó al interior de la casa.

El soldado permaneció tendido boca abajo sobre la hierba y volvió a guardar lentamente los prismáticos en su funda al tiempo que reflexionaba acerca de las alternativas que se le ofrecían. Podía correr hacia el Land Rover que había dejado aparcado en un lugar oculto y seguir a Goldoni pero ¿con qué propósito? ¿Con cuánto riesgo? El alpino era un medio hombre pero la lupo que sostenía en sus manos compensaba con creces la falta de piernas. Por otra parte, el sobrino no vacilaría en utilizar la pistola que llevaba al cinto.

Si el libro que llevaba Goldoni era lo que él suponía, se lo estaban llevando para ocultarlo en algún lugar. No para destruirlo; un archivo de tan incalculable valor no se destruía.

Si. Tenía que cerciorarse, estar seguro de su suposición. Entonces podría actuar.

Tenía gracia. No esperaba que Goldoni saliera de su casa; había imaginado que otras personas acudirían a verle. Un hombre sin piernas no se alejaba a toda prisa hacia la indignidad y la incomodidad del mundo exterior a no ser que sus motivos fueran extraordinarios.

El soldado adoptó una decisión. Las circunstancias le eran favorables; la esposa de Goldoni se encontraba sola. Ante todo, averiguaría si aquel libro era lo que él se imaginaba; después averiguaría a dónde había ido Goldoni.

Una vez hubiera averiguado ambas cosas, adoptaría la decisión: seguirle o bien esperarle.

Andrew se levantó de la hierba; era absurdo seguir perdiendo el tiempo. Echó a andar en dirección a la casa.

—No hay nadie aquí, signore —dijo la sorprendida y delgada mujer mirándole con expresión atemorizada—. Mi marido se ha marchado con su sobrino. Juegan a las cartas en el pueblo.

Andrew empujó a la mujer a un lado sin replicar. Cruzó toda la casa y se dirigió a la habitación de Goldoni. No había más que viejas revistas y ejemplares de periódicos atrasados. Buscó en un armario; todo aquello resultaba desagradable y patético a un tiempo. Pantalones colgados con las perneras dobladas y sujetas mediante alfileres imperdibles. No había libros ni registros como el que el alpino sostenía en sus brazos.

Regresó a la parte de delante de la casa. La asustada esposa se encontraba junto al teléfono golpeando el soporte mediante nerviosos movimientos de sus huesudos dedos.

—Los hilos están cortados —le dijo él simplemente al tiempo que se le acercaba.

—No —murmuró la mujer—. ¿Qué desea usted? ¡Yo no tengo nada! ¡Nosotros no tenemos nada!

—Yo creo que sí —dijo Fontine acorralando a la mujer contra la pared con su rostro a escasos centímetros del de ésta—. Su marido me ha mentido. Ha dicho que no podía decirme nada, pero ha abandonado la casa a toda prisa llevándose un libro de gran tamaño. Es un diario, ¿verdad? Un viejo diario en el que se describía un ascenso a las montañas que tuvo lugar hace cincuenta años ¡Los diarios! ¡Muéstreme los diarios!

—¡No sé de qué está usted hablando, signore! ¡No tenemos nada! ¡Vivimos de una pensione!

—¡Cállese! ¡Deme estos archivos!

—Per favore…

—¡Maldita sea! —Fontine tiró del liso cabello gris de la mujer hacia adelante y después brutalmente hacia atrás golpeándole la cabeza contra la pared—. No dispongo de tiempo. Su marido me ha mentido. ¡Muéstreme dónde están estos libros! ¡Ahora!

La sangre empezó a brotar del arrugado cuello de la mujer y sus ojos se llenaron de lágrimas.

El soldado comprendió que había ido demasiado lejos. La opción del combate ya se había definido; no sería la primera vez. En el Vietnam abundaban los campesinos que se negaban a colaborar. Tiró de la mujer hacia adelante, apartándola de la pared.

—¿Me ha entendido usted? —dijo sin inflexión alguna en la voz—. Voy a encender una cerilla delante de sus ojos. ¿Sabe lo que ocurre entonces? Se lo pregunto por última vez. ¿Dónde están esos archivos?

La mujer de Goldoni cayó al suelo sollozando. Fontine la sostuvo por la tela del vestido. Con un brazo tembloroso e inquieto y unos dedos estremecidos, la mujer le mostró una puerta de la pared de la derecha.

Andrew la arrastró por el suelo. Se sacó la Beretta del bolsillo y golpeó la puerta con la bota consiguiendo abrirla. No había nadie dentro.

—El interruptor de la luz. ¿Dónde está?

La mujer levantó la cabeza manteniendo la boca abierta y respirando dificultosamente al tiempo que movía los ojos hacia la izquierda.

—Lampada, lampada —dijo en un susurro.

Andrew la arrastró al interior de la pequeña estancia, le soltó la tela del vestido y encontró la lámpara. La mujer permaneció acurrucada en el suelo, temblando. La luz iluminó una librería con puertas de cristal, adosada a la pared del otro lado. Había cinco estantes y, en cada uno de ellos, una hilera de libros. Corrió hacia ella, asió una manija situada en la parte de en medio y trató de levantar el cristal. Estaba cerrada bajo llave; probó con las otras. Todas cerradas.

Rompió con la Beretta dos hojas de cristal. La luz de la lámpara era escasa, pero resultaba suficiente. Las descoloridas letras y los números escritos a mano en las encuadernaciones de color marrón podían leerse con toda claridad.

Cada año estaba dividido en dos períodos de seis meses y los volúmenes diferían en cuanto al grosor. Fontine miró hacia la parte superior izquierda; no había roto el cristal y el reflejo de la luz le impedía ver las letras con claridad. Rompió el cristal y eliminó los fragmentos que habían quedado adheridos golpeándolos repetidamente con el cañón de acero de su pistola.

El primer volumen correspondía al año 1917. No había ningún mes anotado debajo; el sistema había evolucionado posteriormente.

Recorrió los volúmenes con el cañón de la pistola hasta llegar al año 1920.

El volumen de enero a junio estaba allí.

Faltaba el correspondiente al período de julio a diciembre. En su lugar y ocupando su espacio se había insertado apresuradamente un volumen correspondiente al año 1967.

Alfredo Goldoni, el tullido sin piernas, se le había adelantado. Se había alejado con la llave de la puerta cerrada que guardaba el secreto de una excursión a las montañas realizada hacía cincuenta años. Fontine se volvió hacia la mujer de Goldoni. Ésta se encontraba de rodillas sosteniéndose el tembloroso y frágil cuerpo con los delgados brazos.

No sería difícil hacer lo que tenía que hacer, aprender lo que tenía que aprender.

—Levántese —le dijo.

Arrastró el cuerpo sin vida por el campo y se adentró con él en los bosques. No había luna; en su lugar, el aire olía a lluvia inminente y el cielo aparecía negro como la pez a causa de las nubes sin que brillara la luz de ninguna estrella. El haz de la luz de la linterna se movía hacia adelante y hacia atrás siguiendo sus pasos.

El tiempo. El tiempo era lo único que ahora importaba.

Y el sobresalto. Le haría falta el sobresalto.

Alfredo Goldoni se había ido a la posada de los Capomonti, según la muerta. Todos se habían ido allí, había dicho ésta. Los consigliatori de Fontini-Cristi se habían reunido. Se había presentado un extraño con un santo y seña falso.