29

Andrew acercó el Land Rover a la cuneta de la carretera alpina y vertió café humeante en el tapón del termo. Había conseguido un buen tiempo; según el mapa Michelin se encontraba a unos diecisiete kilómetros de la aldea de Champoluc. Era por la mañana; los primeros rayos del sol habían asomado por detrás de las montañas circundantes. Dentro de poco llegaría a Champoluc y adquiriría el equipo que necesitaba.

Adrian había quedado muy lejos. Andrew sabía que podía detenerse un poco a reflexionar. Además, su hermano se estaba acercando a una situación que le dejaría paralizado. Adrian descubriría los cadáveres en Campo di Fiori y sería presa del pánico. Sus pensamientos se confundirían y vacilarían. No sabría qué hacer. Su hermano no estaba acostumbrado a enfrentarse con la muerte violenta; todo eso estaba muy lejos de él. En el caso de los soldados era distinto: en su caso, era distinto. La confrontación física —incluso el derramamiento de sangre— agudizaba sus sentidos y le infundía una profunda sensación de alborozo. Sus energías se estimulaban al máximo y se sentía confiado y seguro de sus movimientos.

La caja ya estaba prácticamente en su poder. Había llegado el momento de concentrarse. De estudiar cada palabra y cada clave. Tomó las fotocopias de los recuerdos de su padre y las examinó a la luz matinal que penetraba a través del parabrisas.

…En la aldea de Champoluc se encontraba la familia Goldoni. Según los actuales registros de Zermatt, dicha familia existe todavía y sus miembros se hallan diseminados por toda la zona. El jefe de la familia es un tal Alfredo Goldoni. Reside en la casa de su padre —y de su abuelo— que se levanta en medio de un terreno al pie de la montaña en las estribaciones occidentales. Durante varios siglos, los Goldoni han sido los más expertos guías de los Alpes italianos. Savarone utilizaba sus servicios con frecuencia y, aparte de eso, eran «amigos del norte», una frase que mi padre empleaba para distinguir a los hombres del campo de los de la ciudad. Solía confiar mucho más en los primeros que en los segundos. Es posible que dejara información al padre de Alfredo Goldoni. A su muerte, la información se hubiera transmitido al hijo mayor, tanto si se trataba de un varón como de una hembra, según la costumbre ítalo-suiza. Por consiguiente, si Alfredo no fuera el mayor, buscad a una hermana mayor.

Al norte, en las montañas —entre las paradas intermedias de ferrocarril de Krahen Ausblick y Greier Gipfel, creo—, se encuentra una pequeña posada regentada por la familia Capomonti. También según Zermatt (no llevé a cabo averiguaciones en la zona de Champoluc para no despertar sospechas), dicha posada existe todavía. Tengo entendido que ha sido ampliada. Está regentada actualmente por Naton Lefrac, descendiente por matrimonio de los Capomonti. Recuerdo a este hombre. Por aquel entonces no era un hombre, claro, puesto que tenía uno o dos años menos que yo, y era hijo de un comerciante que tenía negocios con los Capomonti. Nos hicimos muy buenos amigos. Recuerdo claramente que era muy querido de los Capomonti y que éstos abrigaban la esperanza de que se casara con una de las hijas de la casa. Es evidente que así lo hizo.

De niños —y de jóvenes— jamás íbamos a Champoluc sin alojamos en la Locanda Capomonti. Recuerdo sus cordiales acogidas y las risas y los fuegos de las chimeneas y la diversión. Se trataba de una familia muy sencilla —en la común acepción de la palabra—, extremadamente cordial y sincera. Savarone les tenía en especial estima. Si hubiera habido algún secreto que confiar en Champoluc, el viejo Capomonti hubiera sido una roca de silencio y confianza…

Andrew posó las páginas y tomó el mapa de carreteras Michelin. Examinó una vez más las indicaciones relativas al ferrocarril de Zermatt. De las muchas paradas que su padre recordaba, sólo quedaban cuatro. Y ninguna de ellas se denominaba halcón.

Porque el cuadro que representaba una escena de caza en el despacho de Campo di Fiori no era lo que su padre recordaba; no mostraba a unos pájaros alzando el vuelo de unos arbustos. En su lugar, podía verse a unos cazadores en medio de unos campos de labranza con los ojos y las armas apuntando hacia adelante mientras unos halcones volaban perezosamente por el lejano cielo; una especie de comentario del artista acerca del carácter absurdo de la caza.

Su padre había dicho que las paradas se llamaban Pico del Águila, Mirador del Cóndor y Cumbre del Cuervo. Tenía que haber una parada que incluyera la palabra «halcón». Si la había habido, ahora ya no existía. Había transcurrido medio siglo y las oscuras paradas intermedias de ferrocarril por debajo de puertos alpinos separados entre sí por varios kilómetros ya no constituían ninguna señal distintiva. ¿Quién recordaba la exacta localización de una parada de tranvía treinta años después de que sus vías hubieran sido cubiertas por el asfalto? Posó el mapa y volvió a tomar las fotocopias. La clave inicial se encerraba en aquellas palabras.

Nos detuvimos en la aldea a almorzar o bien a tomar el té, no recuerdo bien, y Savarone abandonó el restaurante y se dirigió a la oficina de telégrafos para ver si había algún mensaje, eso sí lo recuerdo bien. Al regresar, le vi muy contrariado y temí que la excursión a la montaña quedara anulada antes de empezar. No obstante, durante la comida se recibió otro mensaje y Savarone se calmó. Ya no se habló de la posibilidad de regresar a Campo di Fiori. Había pasado el terrible momento para un inquieto muchacho de diecisiete años.

Al salir del restaurante, nos dirigimos a la tienda de un comerciante cuyo apellido era alemán y no ya italiano o francés. Mi padre solía adquirirle el equipo y los suministros porque le daba lástima de él. Era judío y para Savarone, que luchaba amargamente contra los pogroms zaristas y cuyos tratos con los Rotschild solían cerrarse con un apretón de manos, semejante manera de pensar era inadmisible. Recuerdo vagamente que aquella tarde se produjo un desagradable incidente en la tienda. No recuerdo con exactitud el motivo de dicho incidente pero fue muy grave y provocó la contenida cólera de mi padre. Una cólera velada de tristeza, si mal no recuerdo. Me parece tener una vaga impresión de que no me fueron revelados los detalles, aunque ahora, al cabo de tantos años, bien pudiera tratarse de una falsa impresión.

Abandonamos la tienda y nos dirigimos en un carro tirado por caballos a la granja de los Goldoni. Recuerdo que les mostré a éstos mi mochila alpina con sus correas y el martillo y los clavos, así como los dobles tomillos de sujeción para las cuerdas. Me sentía muy orgulloso de todo ello en la creencia de que constituía una demostración de mi mayoría de edad. Tengo también la vaga impresión de que, mientras nos encontrábamos en casa de los Goldoni, se respiraba una atmósfera de difuso pesar. No sé por qué recuerdo estos sentimientos al cabo de tantos años, si bien lo atribuyo al hecho de no haber conseguido llamar suficientemente la atención de los varones de la familia Goldoni al mostrarles mi equipo. El padre, uno o dos tíos y, sin lugar a dudas, los dos hijos mayores daban la impresión de estar distraídos. Se acordó que uno de los hijos de los Goldoni se reuniría con nosotros al día siguiente y nos acompañaría a las montañas. Permanecimos en casa de los Goldoni varias horas antes de reanudar el viaje en carro hasta la Locanda Capomonti. Recuerdo que ya había oscurecido cuando nos marchamos y, puesto que estábamos en verano, debían de ser pasadas las siete y media o las ocho.

Cuáles eran los hechos, pensó Andrew. Hombre y muchacho habían llegado a la aldea, habían comido algo, habían adquirido suministros a un judío poco apreciado, habían acudido a la casa de los guías cuyos servicios iban a contratar y un muchacho mimado se había ofendido porque nadie había prestado excesiva atención a su equipo de montañero. La información más significativa se reducía al apellido Goldoni.

Andrew se terminó el café y volvió a tapar el termo. El sol ya se había levantado; era el momento de actuar. Se sentía rebosante de alborozo. Los años de adiestramiento, experiencia y decisiones en campaña le habían preparado para los acontecimientos que iba a vivir en los próximos días. ¡Había una caja en las montañas y él la iba a encontrar!

El Cuerpo de Vigilancia quedaría plenamente resarcido.

El soldado giró la llave de encendido y puso en marcha el motor. Tenía que adquirir ropa, equipo y armas. Y tenía que acudir a ver a un hombre apellidado Goldoni. O tal vez a una mujer apellidada Goldoni; pronto lo sabría.

Adrian permaneció sentado en la oscuridad tras el volante del automóvil aparcado, secándose la boca con un pañuelo. No podía borrar de su garganta el sabor de la repugnancia y no podía borrar de su mente el espectáculo de los dos cuerpos destrozados en el interior de la casa. Ni librar las ventanas de su nariz del hedor a muerte.

El sudor producido por una tensión que jamás había conocido y un miedo que jamás había experimentado empezó a empaparle el rostro.

Volvió a sentir deseos de vomitar, pero se contuvo aspirando rápidamente aire. Debía recuperar cierta apariencia de cordura, tenía que actuar. No podía quedarse en la oscuridad, en el interior de un automóvil detenido durante todo el resto de la noche. Debía superar la angustia y recobrar su mente. Era lo único que le quedaba: la facultad de pensar.

Instintivamente, se sacó del bolsillo las fotocopias de los recuerdos de su padre y encendió la linterna. Las palabras se habían convertido en su refugio; era un analista de palabras, de sus matices, de sus sutiles interpretaciones, de su simplicidad y complejidad. Era tan experto en las palabras como su hermano lo era en la muerte.

Adrian separó las páginas y empezó a leer lenta y meticulosamente. Un muchacho y un hombre habían llegado a la aldea de Champoluc; se respiraba una atmósfera de discordia y tal vez de algo más que discordia. Al regresar, le vi muy contrariado… temí que la excursión a la montaña quedara anulada. Hubo la tienda de un judío y cólera. No recuerdo con exactitud el motivo de dicho incidente… fue muy grave y provocó la cólera de mi padre. Y tristeza. Una cólera velada de tristeza, si mal no recuerdo. Después la cólera y la tristeza se desvanecieron y fueron sustituidas por unos confusos sentimientos de pesar y turbación; el muchacho no fue objeto de interés por parte de aquellos cuya atención buscaba. El padre, uno o dos tíos y, sin lugar a dudas, los dos hijos mayores daban la impresión de estar distraídos. Su atención estaba en otra parte. ¿En la cólera o la discordia? ¿En la tristeza? Después, aquellos oscuros recuerdos habían sido sustituidos a su vez por la cordialidad vivida en una posada situada al norte de la aldea, una cordial acogida, similar a la de tantas otras veces. Al poco rato, aquel pacífico interludio fue sustituido nuevamente por vagos sentimientos de pesar y preocupación.

Apenas recuerdo nada en especial acerca de lo que ocurrió en la posada Capomonti como no fuera una cordial acogida, similar a la de tantas otras veces. Una de las cosas que recuerdo fue que, por primera vez en las montañas, dispuse de habitación propia sin tener que compartirla con mis hermanos menores. Fue un comiendo significativo que me hizo sentir persona mayor. Hubo otra comida y, a continuación, mi padre y el viejo Capomonti bebieron mucho whisky. Lo recuerdo porque me acosté pensando en la escalada del día siguiente y más tarde escuché unos gritos enojados en el piso de abajo y pensé que aquel ruido tal vez despertara a los demás huéspedes. Era una posada muy pequeña y debía de haber otros tres o cuatro clientes más. Mi preocupación era insólita puesto que jamás había visto a mi padre borracho. Todavía no sé si lo estaba, pero el ruido fue considerable. Para un joven que cumplía diecisiete años y estaba a punto de recibir el mejor regalo de su vida —una auténtica escalada en el Champoluc— la idea de un padre enojado y debilitado por la mañana resultaba perturbadora.

Sin embargo, no ocurrió nada de todo eso. El guía Goldoni llegó con nuestros suministros, compartió el desayuno con nosotros y juntos emprendimos la marcha.

Un hijo de los Capomonti —o tal vez fuera el joven Lefrac— nos condujo en carro tirado por caballos hasta varios kilómetros al norte. Nos despedimos de él y acordamos que nos reuniríamos en el mismo lugar a última hora de la tarde del día siguiente. ¡Dos días en las montañas y una acampada por la noche con adultos! Me sentía muy contento porque sabía que íbamos a acampar a mayor altitud de lo que hubiera sido posible de habernos acompañado mis hermanos menores.

Adrian posó las páginas en el otro asiento del automóvil. Los restantes párrafos describían esquemáticamente las colinas, los senderos y los panoramas. La excursión a las montañas se había iniciado.

Era muy posible que la información específica se hallara oculta en aquellas vagas descripciones. Tal vez quedaran al descubierto algunos elementos aislados y emergiera un esquema; pero ¿qué elementos, qué esquemas?

¡Dios mío! El cuadro de la pared. ¡Andrew se había apoderado del cuadro!

Adrian se tranquilizó y se libró de la súbita sensación de alarma. Era posible que el cuadro del despacho de Savarone permitiera averiguar la localización de la parada intermedia pero ¿y qué? Habían transcurrido cincuenta años. Medio siglo de hielo y agua y deshielos estivales y desarrollo de maleza y erosión.

Tal vez el cuadro de la pared constituyera una clave y tal vez ésta fuera sumamente importante, pero Adrian tenía el presentimiento de que había otras de tan vital importancia como el cuadro. Estaban contenidas en las palabras del testamento de su padre. Unos recuerdos que habían sobrevivido a cincuenta años de vida extraordinaria.

Hacía cincuenta años debía de haber ocurrido algo que nada tuvo que ver con un padre y un hijo que habían efectuado una excursión a la montaña.

…No olvidéis que el contenido de esta caja podría hacer tambalear al mundo mucho más que cualquier acontecimiento que se haya producido en la historia…

Tenía que llegar hasta ella, encontrarla. Tenía que pararle los pies al asesino del Cuerpo de Vigilancia.