28

Sorprendido, Adrian tomó el cablegrama que le estaba mostrando el recepcionista. Se dirigió hacia la entrada principal del hotel, se detuvo y lo abrió.

Sr. Adrian Fontine

Hotel Excelsior

Roma, Italia

Mi querido Fontine:

Es urgentemente necesario que hablemos porque no puede usted actuar en solitario. Debe confiar en mí. No tiene nada que temer de mí. Comprendo su inquietud y, por consiguiente, no habrá intermediarios, ninguno de mis hombres entorpecerá sus movimientos. Le esperaré a usted solo y solos podremos adoptar nuestras decisiones. Compruebe su fuente.

Theo Dakakos

¡Dakakos le había localizado! El griego esperaba reunirse con él. Pero ¿dónde? ¿Cómo?

Adrian sabía que, una vez hubiera pasado por la aduana de Roma, nada impediría que aquellos que le seguían la pista supieran que había llegado a Italia; ésta había sido la razón de la siguiente fase de su estrategia. Sin embargo, el hecho de que Dakakos estableciera abiertamente contacto con él se le antojaba extraordinario. Era como si Dakakos diera por sentado que ambos trabajaban juntos. No obstante, Dakakos había perseguido a Andrew; le había perseguido implacable e ingeniosamente, envolviendo al Cuerpo de Vigilancia en un lazo sedicioso que había escapado a los esfuerzos conjuntos del general inspector y del Departamento de Justicia.

Los hijos de Víctor Fontine —los nietos de Savarone Fontini-Cristi andaban tras la caja. ¿Por qué razón hubiera Dakakos pretendido impedir los movimientos de uno y no los de otro?

La respuesta tenía que consistir en que estaba haciendo precisamente eso. Mostrar zanahorias al asno; hacer unos ofrecimientos de seguridad y confianza que, de hecho se traducirían en control y confinamiento.

…Le esperaré a usted solo y solos podremos adoptar nuestras decisiones. Compruebe su fuente…

¿Se estaría Dakakos dirigiendo a Campo di Fiori? ¿Cómo era posible? ¿Y cuál era la fuente? ¿Un coronel de la oficina del general inspector apellidado Tarkington con quien Dakakos había establecido líneas de comunicación con el objeto de atrapar al Cuerpo de Vigilancia? ¿Qué otra fuente podían él y Dakakos tener en común?

—¿Signor Fontine?

Era el gerente del Excelsior que había salido rápidamente de su despacho dejando la puerta abierta.

—¿Sí?

—He llamado a su habitación, claro. No estaba usted allí —dijo el hombre sonriendo con nerviosismo.

—Exactamente —dijo Adrian—. Estoy aquí. ¿Qué sucede?

—Nuestros clientes son siempre nuestra máxima preocupación —dijo el italiano sonriendo de nuevo. Aquello resultaba enloquecedor.

—Por favor, tengo mucha prisa.

—Hace unos momentos hemos recibido una llamada de la embajada norteamericana. Dicen que están llamando a todos los hoteles de Roma. Le están buscando a usted.

—¿Y usted qué ha dicho?

—Nuestros clientes son siempre…

—¿Qué ha dicho usted?

—Que se había marchado. Se ha marchado usted, signore. De todos modos, si desea usar mi teléfono…

—No, muchas gracias —dijo Adrian encaminándose hacia la puerta. Después se detuvo y se dirigió al gerente—: Llame a la embajada. Dígales dónde he ido. En recepción lo saben.

Era la segunda parte de su estrategia en Roma y, mientras la organizaba, se percató de que se trataba de una simple extensión de lo que había hecho en París. Antes de que finalizara el día, los profesionales que le seguían sabrían exactamente dónde estaba. Las computadoras, los sellos de los pasaportes y la cooperación internacional permitían una rápida transmisión de información. Tenía que inducirles a creer a todos que se dirigía a un lugar al que no se dirigía.

Roma era el mejor sitio para empezar. Si se hubiera trasladado a Milán, los agentes de la oficina del general inspector hubieran rebuscado en sus archivos y hubiera aparecido Campo di Fiori. No podía permitir que ocurriera semejante cosa.

Había pedido a la recepción del Excelsior que le trazara un itinerario para dirigirse al sur. A Nápoles, Salerno y Policastro a lo largo de unas carreteras que posteriormente le conducirían a través de Calabria hasta el Adriático. Había alquilado un automóvil en el aeropuerto.

Ahora Theodore Dakakos se había incorporado a la persecución. Dakakos cuyos servicios de información eran más rápidos y mucho más peligrosos que los del espionaje del ejército de los Estados Unidos. Adrian sabía lo que buscaba el ejército de los Estados Unidos: el asesino perteneciente al Cuerpo de Vigilancia. Dakakos, en cambio, iba en busca de la caja de Constantina. Un trofeo mucho más valioso.

Adrian se adentró en el melodramático tráfico de Roma para dirigirse al aeropuerto Leonardo da Vinci. Devolvió el automóvil alquilado y adquirió un pasaje para Milán en las líneas aéreas Itavia. Se incorporó a la cola situada frente a la puerta de salida con la cabeza inclinada y el cuerpo aflojado, buscando protección entre la gente. Mientras le empujaban hacia adelante —y por motivos que no acertó a comprender— recordó las palabras de un extraordinario abogado.

Puedes correr con la manada, en medio de la manada, pero, si deseas conseguir algo, acércate al borde y aléjate. Darrow.

Una vez en Milán, llamaría a su padre. Mentiría en relación con Andrew; se inventaría algo; pero ahora no podía pensar en ello. Tenía que averiguar algo más acerca de Theodore Dakakos.

Dakakos se estaba acercando.

Se sentó en su cama del Hotel di Piemonte de Milán, tal como se había sentado en su cama del Savoy de Londres, y examinaba unos papeles. Sin embargo, en este caso no se trataba de horarios de aviones sino de las fotocopias relativas a los recuerdos de su padre de hacía cincuenta años. Los estaba volviendo a leer, no para conocer nueva información puesto que estaba al corriente del contenido, sino porque la lectura aplazaría el momento en que tomara el teléfono. Se preguntó hasta qué extremo habría estudiado su hermano aquellas páginas con sus vagas descripciones y sus vacilantes y a menudo oscuras reflexiones. Lo más probable era que Andrew las hubiera examinado con la precisión de un soldado en combate. Había nombres: Goldoni, Capomonti, Lefrac. Personas con quienes sería necesario establecer contacto.

Adrian sabía que ya no podía aplazar el momento por más tiempo. Dobló las páginas, se las guardó en el bolsillo de la chaqueta y tomó el teléfono.

A los diez minutos, la centralita volvió a llamarle; estaba sonando el teléfono de North Shore a 8000 kilómetros de distancia. Contestó su madre en tono sereno, sin pesar en la voz, porque su dolor era íntimo.

—Tu padre murió anoche.

Ambos guardaron silencio unos instantes y el silencio fue capaz de transmitir el mutuo afecto como si madre e hijo estuvieran físicamente en contacto.

—Volveré en seguida —dijo él.

—No lo hagas. Él no lo hubiera querido. Ya sabes lo que tienes que hacer.

Otra vez el silencio.

—Sí —dijo Adrian finalmente.

—¿Adrian?

—¿Sí?

—Tengo que decirte un par de cosas pero no quiero discutir acerca de ellas. ¿Lo has entendido?

—Creo que sí —repuso Adrian tras una pausa.

—Vino a vernos un oficial del ejército. Un tal coronel Tarkington. Tuvo la gentileza de hablar únicamente conmigo. Sé lo de Andrew.

—Lo lamento.

—Tráele a casa. Necesita ayuda. Toda la ayuda que podamos ofrecerle.

—Lo intentaré.

—Es tan fácil mirar hacia atrás y decir: «Sí, ahora lo comprendo. Me doy cuenta». Él siempre había observado los resultados de la fuerza; jamás comprendió sus complicaciones ni su compasión esencial, creo.

—No lo discutamos —le recordó el hijo.

—Sí, no quiero discutirlo… ¡Dios mío, estoy asustada!

—Por favor, mamá.

La profunda respiración de Jane se escuchó a través del teléfono.

—Hay otra cosa. Dakakos estuvo aquí. Habló con tu padre. Con nosotros dos juntos. Debes confiar en él. Tu padre lo deseaba; estaba convencido de ello. Y yo también lo estoy.

…compruebe su fuente…

—Me envió un cablegrama. Dijo que me estaría aguardando.

—En Campo di Fiori —dijo Jane completando la información.

—¿Qué dijo de Andrew?

—Que pensaba que tal vez tu hermano se demoraría; no facilitó más explicaciones. Sólo habló de ti. Utilizó tu nombre repetidamente.

—¿Estás segura de que no deseas que regrese a casa?

—No. No puedes hacer nada aquí. Él no lo hubiera querido. —Jane guardó silencio unos instantes—. Adrian, dile a Andrew que su padre jamás llegó a saberlo. Murió en el convencimiento de que sus Géminis eran los hombres que él creía.

—Se lo diré. Volveré a llamarte muy pronto.

Se despidieron serenamente.

Su padre había muerto. La fuente había desaparecido y la sensación de vacío era terrible. Adrian permaneció sentado junto al teléfono, se percató de que le sudaba la frente a pesar de que la habitación estaba fría. Se levantó de la cama; tenía cosas que hacer y era necesario actuar con rapidez. Dakakos se estaba dirigiendo a Campo di Fiori. Al igual que el asesino perteneciente al Cuerpo de Vigilancia, pero eso Dakakos no lo sabía.

Se sentó junto al escritorio y empezó a escribir. Parecía que se encontrara en su apartamento de Boston, anotando datos con vistas a la repregunta del día siguiente.

Pero, en este caso, no se trataba del día siguiente. Sería esta noche. Y se le ocurrían muy pocos datos.

Detuvo el automóvil al llegar a la bifurcación de la carretera, tomó el mapa y lo examinó bajo la luz del tablero de instrumentos. La bifurcación aparecía representada en el mapa. No había otras carreteras hasta la localidad de Laveno. Su padre había dicho que había unos grandes pilares de piedra a la izquierda; dichos pilares constituían la entrada de Campo di Fiori.

Puso nuevamente en marcha el automóvil, forzó la vista en la oscuridad para tratar de distinguir los pilares de piedra junto a los bosques de la izquierda. Los descubrió unos ocho kilómetros más adelante. Detuvo el automóvil frente a los enormes pilares medio derruidos, encendió la linterna y dirigió su haz de luz hacia aquel lado. Pudo ver el tortuoso camino que su padre les había descrito, curvándose bruscamente y desapareciendo en los bosques.

Giró el automóvil hacia la izquierda y cruzó la entrada. Súbitamente experimentó sequedad de boca y el corazón empezó a latirle con fuerza resonando en su garganta. El temor a lo desconocido inmediato se había apoderado de él. Deseaba hacerle frente en seguida, antes de que el temor le dominara. Pisó el acelerador.

No se veía ninguna luz.

La enorme casa blanca aparecía envuelta en un pavoroso silencio, destacando con su mortal esplendor en la oscuridad. Adrian aparcó el automóvil a la izquierda de la calzada circular, frente a los peldaños de mármol, apagó el motor y también —a regañadientes— los faros delanteros. Descendió del vehículo, se sacó la linterna del bolsillo de la gabardina y echó a andar cruzando la calzada en dirección a los peldaños.

La mortecina luz de la luna iluminó fugazmente el macabro escenario y volvió a ocultarse. El cielo estaba cubierto, pero no iba a llover; había nubes por todas partes pero eran muy delgadas y se desplazaban con excesiva rapidez. El aire era seco; todo estaba en silencio.

Adrian llegó al último peldaño y encendió la linterna para poder mirarse el reloj. Eran las once y media. Dakakos no estaba allí. Y su hermano tampoco. Uno u otro, o bien ambos, hubieran escuchado el rumor del automóvil; ninguno de los dos hubiera estado durmiendo a aquella hora. Quedaba el anciano sacerdote. A aquella hora, un anciano en el campo ya se habría acostado. Decidió llamar.

—¡Oiga! ¡Me llamo Adrian Fontine y me gustaría hablar con usted!

Nada.

¡Y algo! Escuchó un movimiento. Unos golpecitos acompasados, una serie como de arañazos, acompañados de unos diminutos y confusos chillidos. Dirigió la linterna hacia el lugar del que procedían los ruidos. La luz iluminó las confusas figuras de unos ratones —tres, cuatro, cinco— saltando por el antepecho de una ventana abierta.

Adrian mantuvo inmóvil la linterna. La ventana estaba rota; podían verse mellados fragmentos del cristal. Se acercó lentamente, presa de un súbito temor.

Sus pies se hundieron en la tierra y sus zapatos machacaron unos vidrios rotos. Permaneció frente a la ventana y levantó la linterna.

Contuvo el aliento en un involuntario jadeo al quedar dos pares de ojos animales atrapados súbitamente en el cegador haz de luz. Los animales brincaron perplejos y enfurecidos al tiempo que se escuchaba un terrible chillido mientras los pequeños seres huían a la oscuridad de otro lugar de la casa. Se oyó un estrépito. Un atemorizado animal había tropezado con algún objeto inestable de porcelana o cristal.

Adrian volvió a respirar hondo y después se estremeció. Las ventanas de su nariz percibieron un penetrante hedor, un olor a podrido que le hizo atragantarse y le llenó los ojos de lágrimas. Contuvo el aliento y se encaramó al antepecho de la ventana. Se cubrió la nariz y la boca con la mano izquierda para filtrar el mal olor e iluminó la enorme estancia con su linterna.

El espectáculo le llenó de espanto. Las figuras de dos hombres muertos, uno atado a un sillón con los ropajes hechos jirones y el otro medio desnudo en el suelo resultaban horribles. La tela había sido desgarrada por dientes de animales, la carne había sido arrancada por mandíbulas de animales y la orina y saliva de animales habían humedecido la sangre reseca.

Adrian fue presa del aturdimiento y vomitó. Avanzó hacia la izquierda; la luz iluminó una puerta y él caminó en aquella dirección jadeando en busca de un aire que pudiera respirarse.

Se encontraba en el despacho de Savarone Fontini-Cristi, un hombre al que jamás había conocido y al que ahora odiaba con todo el odio de que era capaz. El abuelo que había desencadenado toda una serie de asesinatos y recelos que, a su vez, habían provocado más muerte y más odio.

¿Por qué? ¿Para qué?

—¡Maldito seaaaas…!

Había gritado sin poderse controlar; asió una vieja silla por el alto respaldo y la arrojó al suelo con toda su fuerza.

Súbitamente, en silencio y sabiendo perfectamente lo que tenía que hacer, Adrian permaneció inmóvil y apuntó con la linterna hacia la pared situada detrás del escritorio. A la derecha, recordó, debajo del cuadro de una Virgen.

El marco estaba allí, el cristal aparecía roto.

Y el lienzo había desaparecido.

Cayó de rodillas, temblando. Las lágrimas asomaron a sus ojos y empezó a sollozar sin poder contenerse.

—Dios mío —murmuró sin poder soportar el dolor—. ¡Mi hermano!