Andrew miró a través del parabrisas y leyó la señalización iluminada por la luz de los faros delanteros. Estaba amaneciendo, pero la niebla era muy espesa.
MILANO, 5 KM
Había estado conduciendo toda la noche tras haber alquilado el automóvil más rápido que había podido encontrar en Roma. Viajar de noche minimizaba los riesgos de ser seguido. Los faros delanteros constituían una buena indicación de su paradero en los largos tramos de las oscuras carreteras.
Sin embargo, no creía que le hubieran seguido. En el Rock Creek Park, Greene le había dicho que estaba marcado. Lo que no sabía el judío era que, si la oficina del general inspector le hubiera querido atrapar rápidamente, le hubiera podido detener en el aeropuerto. El Pentágono sabía exactamente dónde estaba; un cablegrama de la secretaría del ejército le había mandado llamar de Saigón.
Por consiguiente, no se había dado la orden de que le detuvieran. Lo cual no significaba que no fueran a hacerlo dentro de unos días o incluso unas horas; pues claro que lo harían. Pero él era el hijo de Víctor Fontine. El Pentágono no se apresuraría demasiado a dictar una orden oficial de arresto. El ejército no acusaba así por las buenas a un Rockefeller, un Kennedy o un Fontine. El Pentágono insistiría en que regresaran los oficiales del Cuerpo de Vigilancia con el objeto de confirmar la veracidad de la declaración. El Pentágono procuraría no dejar nada al azar o al error.
Lo cual significaba que dispondría de tiempo para huir. Cuando el ejército se dispusiera a actuar, él ya se encontraría en las montañas buscando una caja que modificaría las normas básicas como jamás habían sido modificadas.
Andrew pisó el acelerador. Necesitaba dormir. Un profesional se daba cuenta de ello cuando el cuerpo ansiaba descansar a pesar de la tensión y cuando los ojos eran conscientes de las órbitas. Encontraría alguna pequeña pensión o posada campestre y se pasaría durmiendo buena parte del día. A última hora de la tarde se dirigiría al norte, hacia Campo di Fiori, y buscaría el cuadro colgado de la pared. La primera clave en la búsqueda de una caja enterrada en las montañas.
Pasó frente a la entrada sin aminorar la marcha y siguió avanzando a lo largo de varios kilómetros. Dejó que dos automóviles le adelantaran observando a sus conductores; éstos no mostraban el menor interés por él. Dio la vuelta y pasó por segunda vez frente a la entrada. No había manera de saber lo que habría dentro; si se habrían adoptado medidas de seguridad… si se habrían instalado alarmas o habría perros. Lo único que podía ver era un tortuoso camino asfaltado que se perdía en el bosque.
El rumor de un automóvil por aquel camino constituiría de por sí una señal de alarma. No podía correr aquel riesgo; no tenía intención de anunciar su llegada a Campo di Fiori. Aminoró la marcha y se adentró en el bosque que bordeaba la carretera alejándose al máximo de ésta.
Cinco minutos más tarde se acercó a la verja. La fuerza de la costumbre le indujo a comprobar la posible existencia de alambres o células fotoeléctricas; no había nada de todo eso, razón por la cual cruzó la verja y echó a andar por el camino que se adentraba en el bosque.
Siguió avanzando oculto entre los árboles y la maleza hasta llegar a las cercanías del edificio principal. Su aspecto era el que su padre les había descrito: más muerto que vivo.
Las ventanas estaban a oscuras y no se veían lámparas en el interior. Hubiera debido haberlas. La casa estaba en sombras. Un viejo que vivía solo necesitaba luz; los viejos no se fiaban demasiado de su vista. ¿Acaso habría muerto el monje?
Súbitamente y como por ensalmo se escuchó una voz quejumbrosa y estridente. Después se oyó el rumor de unas pisadas. Procedían del camino de más allá de la curva norte de la calzada; el camino que su padre les había descrito y que conducía a las cuadras. Fontine se agachó al suelo por debajo del nivel de la hierba y permaneció inmóvil. Levantó la cabeza unos centímetros y aguardó vigilando.
Apareció ante su vista el anciano sacerdote. Iba enfundado en una larga sotana negra y llevaba un cesto de mimbre. Hablaba en voz alta pero Andrew no podía ver con quién estaba hablando. Y tampoco podía entender sus palabras. Después el monje se detuvo, se volvió y habló de nuevo.
Hubo una respuesta. Rápida, autoritaria, expresada en un lenguaje que Andrew no reconoció inmediatamente. Después vio al acompañante del monje y en seguida le empezó a estudiar tal como suele hacerse en el caso de un adversario. Era un hombre corpulento y de anchos hombros, enfundado en una chaqueta de lana de camello y unos pantalones de muy buen corte. Los últimos rayos del sol iluminaban a ambos hombres; no demasiado bien porque la luz venía de detrás, pero lo suficiente para poder verles el rostro.
Andrew se concentró en el hombre joven y fornido que caminaba detrás del sacerdote. Tenía un rostro ancho y unos ojos muy separados bajo unas finas cejas y una bronceada frente de la que nacía un corto cabello descolorido por el sol. Debía de tener unos cuarenta y tantos años, no más. Y su manera de hablar era la de un hombre pausado, capaz de moverse con rapidez, pero no deseoso de que los demás lo supieran. Fontine había tenido bajo sus órdenes a hombres de aquella clase.
El viejo monje avanzó en dirección a los peldaños de mármol pasándose el pequeño cesto al brazo izquierdo y levantando con la mano derecha los pliegues del hábito. Se detuvo al llegar al último peldaño y se volvió de nuevo hacia el hombre joven. Hablaba en tono más calmado, como si se hubiera resignado a soportar la presencia o las instrucciones o ambas cosas de aquel seglar. Hablaba despacio y Fontine no tuvo ahora ninguna dificultad en reconocer el idioma. Era griego.
Mientras escuchaba al monje, llegó a otra conclusión análogamente obvia. Aquel hombre de vigorosa complexión era Theodore Annaxas Dakakos. Es un toro.
El sacerdote cruzó el porche de mármol en dirección a la puerta; Dakakos le siguió subiendo los peldaños. Ambos hombres entraron en la casa.
Fontine permaneció tendido varios minutos sobre la hierba, al borde de la calzada. Tenía que pensar. ¿Qué habría traído a Dakakos a Campo di Fiori? ¿Qué andaría buscando allí?
Halló la lógica respuesta mientras formulaba la pregunta. Dakakos, el solitario, era el poder invisible de aquel lugar. La conversación que acababa de desarrollarse en la calzada circular no había sido una conversación entre desconocidos.
Lo que había que averiguar era si Dakakos había acudido solo a Campo di Fiori. ¿O acaso se habría traído su propia protección y sus propias armas? No había nadie en la casa, no se veían luces a través de las ventanas y no se escuchaba ningún rumor procedente del interior. Quedaban las cuadras.
Andrew se arrastró por la húmeda hierba hasta que la maleza impidió que le vieran desde las ventanas de la casa. Se levantó detrás de unos arbustos y se sacó del bolsillo un pequeño revólver Beretta. Ascendió por el terraplén que se elevaba por encima de la calzada y calculó el ángulo del camino de las cuadras, al otro lado de la loma. Si los hombres de Dakakos se encontraban en las cuadras, sería muy sencillo eliminarles. Sin efectuar ningún disparo; aquello sería lo esencial. El arma sería un simple instrumento; los hombres se venían abajo ante su amenaza.
Fontine se agachó y cruzó la loma en dirección al camino de las cuadras. La brisa del anochecer movía las hierbas y las ramas de los árboles; el soldado profesional se adaptó instintivamente al ritmo de su movimiento. Apareció ante sus ojos el tejado de las cuadras y Andrew descendió en silencio por la pendiente que conducía al camino.
Frente a las cuadras se hallaba estacionado un alargado Maserati color gris acero con los neumáticos sucios de barro reseco. No se escuchaban voces ni se observaba la menor señal de vida; sólo se percibía el suave murmullo de los bosques circundantes. Andrew se arrodilló, recogió un puñado de tierra y la arrojó al otro lado del camino, a cosa de unos veinte metros, contra las ventanas de las cuadras.
No apareció nadie. Fontine repitió la acción utilizando más tierra mezclada con piedrecillas. El ruido fue mayor; era imposible que pasara inadvertido.
Nada. Nadie.
Con mucho cuidado, Andrew descendió al camino y se dirigió hacia el automóvil. Se detuvo antes de llegar a la altura de éste. La superficie del camino era dura, pero estaba todavía parcialmente húmeda a causa de la reciente lluvia.
El Maserati estaba encarado hacia el norte; no se observaban pisadas procedentes de la portezuela del asiento del pasajero. Andrew rodeó el automóvil; podían distinguirse claramente unas pisadas procedentes de la portezuela del conductor: huellas de zapato de hombre. Dakakos había acudido solo.
Ahora no había tiempo que perder. Era necesario apoderarse de un cuadro colgado de la pared e iniciar un viaje a Champoluc. Tenía gracia haber encontrado a Dakakos en Campo di Fiori. La vida del confidente acabaría allí donde se había iniciado su obsesión. El Cuerpo de Vigilancia se lo merecía.
Ahora pudo ver luces en el interior de la casa, pero sólo en las ventanas situadas a la izquierda de la entrada principal. Andrew avanzó pegado a la pared, agachándose bajo los antepechos hasta llegar a la ventana en la que la luz brillaba con mayor intensidad. Acercó el rostro al alféizar y miró hacia el interior.
La estancia era muy espaciosa. Había sofás y sillones y una chimenea. Dos lámparas estaban encendidas; una junto al sofá del fondo y otra más cerca, a la derecha de un sillón. Dakakos se hallaba de pie junto a la repisa de la chimenea gesticulando despacio con las manos. El sacerdote se hallaba acomodado en un sillón de espaldas a Fontine, apenas visible. La conversación se desarrollaba en tono comedido y no podía oírse nada. Resultaba imposible establecer si el griego iba armado; cabía suponer que sí.
Andrew arrancó un ladrillo del borde de la calzada y regresó junto a la ventana. Se incorporó sosteniendo la Beretta en la mano derecha y el ladrillo en la izquierda. Dakakos se había acercado al sacerdote acomodado en el sillón; el griego estaba suplicando o bien explicando algo, completamente concentrado.
Había llegado el momento.
Cubriéndose los ojos con el revólver, Fontine extendió el brazo izquierdo hacia atrás y después lo arqueó hacia adelante y arrojó el ladrillo contra el centro de la ventana esparciendo vidrios rotos y astillas de madera por todas partes. Rompió con la Beretta el resto del cristal introduciendo el arma a través del espacio y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
—¡Como se mueva un centímetro, le mato!
Dakakos se quedó congelado.
—¿Usted? —dijo en un susurro—. ¡Le habían apresado!
La cabeza del griego se inclinó hacia adelante. Las heridas que en su rostro había producido el cañón de la pistola sangraban profusamente. Nada resultaba más adecuado para aquel hombre, pensó Fontine, que una muerte dolorosa.
—¡En nombre de Dios, tenga usted compasión! —dijo el sacerdote desde el sillón en el que había sido atado y se hallaba imposibilitado de moverse.
—¡Cállese! —rugió el soldado mirando a Dakakos—. ¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué está usted aquí?
El griego le miró con sus ojos hinchados, respirando afanosamente.
—Dijeron que le habían atrapado. Que ya tenían todo lo que necesitaban.
Su voz resultaba apenas audible y hablaba tanto para sus adentros como con el hombre que tenía delante.
—Cometieron un error —dijo Andrew—. Sus señales se entrecruzaron. No iría usted a esperar que le cablegrafiaran disculpándose, ¿verdad? ¿Qué le dijeron? ¿Que iban a pillarme?
Dakakos guardó silencio parpadeando a causa de los riachuelos de sangre que le bajaban a los ojos desde la frente. Fontine ya se imaginaba las palabras de los comandantes del Pentágono. Jamás reconocer. Jamás explicar. Alcanzar el objetivo, lo demás es fácil.
—No se preocupe —le dijo glacialmente a Dakakos—. Dígame simplemente por qué está aquí.
Los ojos del griego pareció como si nadaran en sus órbitas y sus labios se movieron.
—¡Es usted una basura y nosotros le pararemos los pies!
—¿Quiénes son nosotros?
Dakakos arqueó el cuello echándolo hacia adelante y escupió contra el rostro del soldado. Fontine acercó el cañón de la pistola a la mandíbula del griego. La cabeza de éste se inclinó hacia adelante.
—¡Ya basta! —gritó el monje—. Yo se lo diré. Hay un sacerdote apellidado Land. Dakakos y Land trabajan juntos.
—¿Quién? —preguntó Fontine volviéndose bruscamente para mirar al monje.
—Es lo único que sé. ¡El apellido! Llevan muchos años en contacto.
—¿Quién es? ¿Qué es?
—No lo sé. Dakakos no lo ha dicho.
—¿Le está esperando? ¿Va a venir aquí este sacerdote?
La expresión del monje se modificó súbitamente. Sus párpados se estremecieron y sus labios temblaron.
Andrew lo comprendió. Dakakos estaba esperando a alguien, pero no a un sacerdote apellidado Land. Fontine levantó el cañón de la pistola y lo introdujo en la boca del griego semiinconsciente.
—Muy bien, padre, dispone usted de diez segundos para decirme quién es. ¿A quién está esperando este hijo de puta?
—Al otro…
—Al otro, ¿qué?
El anciano monje se le quedó mirando. Fontine experimentó una dura sensación de vacío en el estómago. Y apartó la pistola.
Adrian.
¡Adrian estaba de camino hacia Campo di Fiori! ¡Su hermano había conseguido escapar y se había vendido a Dakakos!
¡El cuadro! ¡Tenía que cerciorarse de que el cuadro estuviera allí! Se volvió buscando la puerta de la…
El golpe le paralizó. Dakakos se había librado del cordón de la lámpara con que Fontine le había atado las muñecas y se había abalanzado hacia éste golpeándole los riñones con un puño mientras con la otra mano asía el cañón de la pistola retorciéndole el brazo hasta que Fontine pensó que el codo se le iba a romper.
Andrew replicó cayendo de lado y girando con la fuerza de la arremetida de Dakakos. El griego saltó encima de él aplastándole como un gigantesco martillo. Comprimió los nudillos de Fontine contra el suelo hasta que el arma se disparó y la bala fue a incrustarse en el marco de madera de la puerta. Andrew levantó la rodilla golpeando con ella la ingle de Dakakos y aplastándole los testículos hasta que el griego arqueó la espalda haciendo una mueca de dolor.
Fontine volvió a girar liberando la mano izquierda, extendiéndola hacia el ensangrentado rostro que tenía encima y arrancándole la carne. Pero Dakakos no se retiraba ni se daba por vencido; en su lugar aplastó con los antebrazos la garganta de Fontine.
¡Había llegado el momento! Andrew se arqueó hacia adelante clavando los dientes en la carne del brazo de Dakakos, mordiéndole como un perro enloquecido, percibiendo cómo la sangre caliente le manaba hacia la garganta. El griego levantó el brazo —apartando la mano— con lo que le proporcionó a Fontine el espacio que le hacía falta. Éste volvió a golpear la ingle de Dakakos con la rodilla y deslizó todo el cuerpo bajo el del gigante; mientras lo hacía, extendió la mano izquierda hacia el hueco de la axila de Dakakos y presionó el nervio con toda la fuerza que pudo.
El griego levantó la parte derecha del cuerpo a causa del dolor. Andrew giró a la izquierda, apartando el pesado cuerpo de un puntapié y liberando su brazo.
Con la rapidez adquirida en cientos de encarnizados combates, Fontine se incorporó, apuntó con la Beretta y empezó a escupir balas contra el pecho descubierto del informador que tan a punto había estado de matarle.
Dakakos había muerto. Annaxas ya no existía.
Andrew se levantó medio tambaleándose; iba cubierto de sangre y tenía todo el cuerpo magullado. Contempló al monje de Jénope sentado en el sillón. El anciano mantenía los ojos cerrados y sus labios se movían en silenciosa plegaria.
Quedaba una sola bala en la Beretta. Andrew levantó el arma y disparó.