Adrian se pasó la suave maleta de cuero a la mano derecha y se entretuvo un poco para no mezclarse con el numeroso grupo de pasajeros que avanzaba por el ancho pasillo del aeropuerto de Heathrow de Londres. No deseaba ser de los primeros en los controles de pasaportes. Prefería estar situado en medio o incluso al final para disponer de más tiempo, poder mirar a su alrededor y pasar más inadvertido al hacerlo. Se preguntó quién, de entre toda aquella gente que se encontraba en la terminal, le estaría vigilando.
El coronel Tarkington no era un estúpido; a los pocos minutos de haberse presentado la solicitud, debería de haberse enterado de que un tal Adrian Fontine se había dirigido a las oficinas de emigración del Rockefeller Center para solicitar la extensión de un nuevo pasaporte. Era muy posible que un agente de la oficina del general inspector le hubiera pillado antes de abandonar el edificio. El que alguien lo hiciera, no sería más que cuestión de tiempo. Y, en esta certeza, Adrian se había trasladado a Londres y no a Roma.
Mañana se iniciaría la persecución. Su primer paso consistiría en desaparecer pero no estaba seguro de cómo iba a hacerlo. Por una parte parecía sencillo: un ser humano entre millones; ¿podía ser muy difícil? Pero después pensó que tendría que cruzar fronteras nacionales, lo cual significaba que debería disponer de documentos de identificación, que tendría que comer y dormir en lugares susceptibles de ser vigilados y controlados.
No resultaría nada fácil en el caso de que el ser humano en cuestión careciera de experiencia. No tenía contactos con el mundo clandestino. No sabría cómo actuar en el caso de que se reuniera con algún representante del mismo. Dudaba de que pudiera abordar a alguien y decirle «Le pagaré a cambio de un pasaporte falso»… o bien «Trasládeme a Italia ilegalmente»… o tal vez «No le diré mi nombre, pero le entregaré dinero a cambio de ciertos servicios». Semejante descaro no se daba más que en las novelas. Los hombres y mujeres normales no hacían tales cosas; su torpeza causaría risa. Ocurría que los profesionales —aquéllos contra quienes él luchaba— no eran normales. Y hacían tales cosas con toda facilidad.
Observó las colas que se habían formado ante los controles de pasaportes. Había seis en total; eligió la más larga. Pero, al acercarse a la misma, comprendió que su decisión había sido la propia de un aficionado. Cierto que dispondría de más tiempo para mirar a su alrededor pero, por otra parte, también dispondrían de más tiempo quienes le estuvieran vigilando.
—¿Profesión, señor? —preguntó el oficial de inmigración.
—Soy abogado.
—¿Se encuentra aquí por motivos de trabajo?
—En cierto modo. Aunque también en viaje de placer.
—¿Tiene prevista la duración de su estancia?
—No estoy muy seguro. No más de una semana.
—¿En qué hotel piensa alojarse?
—No he hecho reserva. Probablemente en el Savoy.
El oficial levantó la mirada; resultaba difícil adivinar si se habría impresionado o bien si le habría molestado el tono de voz de Adrian. O si el nombre de Fontine figuraba en alguna lista oculta que guardaba en el cajón de su escritorio y deseaba echar un vistazo a la cara.
Sea como fuere, el oficial esbozó una sonrisa mecánica, selló las páginas del pasaporte recién extendido y se lo devolvió a Adrian.
—Que disfrute usted de su estancia en Gran Bretaña, señor Fontine.
—Muchas gracias.
En el Savoy le facilitaron una habitación que daba al patio ofreciéndole cambiarle a una suite que diera al Támesis tan pronto como quedara alguna libre. Aceptó el ofrecimiento y dijo que tenía previsto permanecer en Inglaterra durante buena parte del mes. Viajaría bastante —fuera de Londres, por regla general—, pero deseaba disponer de una suite entretanto durara su estancia.
Lo que más le sorprendió fue la facilidad con que había aprendido a mentir. Todo fluía suavemente, con la seguridad que es propia de los profesionales. No se trataba de ninguna maniobra importante, pero el hecho de que estuviera en condiciones de hacerlo tan bien aumentaba su confianza. Había sabido aprovechar la ocasión que se le había presentado; y eso era lo importante. Había vislumbrado una oportunidad y actuó en consecuencia.
Se sentó en la cama con toda clase de horarios aéreos extendidos sobre el cobertor. Encontró lo que buscaba. Un vuelo de la SAS desde París a Estocolmo a las 10.30 de la mañana. Y un vuelo de la Air Afrique desde París a Roma. Hora; 10.15 de la mañana. El vuelo de la SAS salía del aeropuerto De Gaulle y el de la Air Afrique del de Orly.
Quince minutos de diferencia entre los dos vuelos, partida anterior a llegada, en aeropuertos adyacentes. Se preguntó —ahora casi académicamente— si estaría en condiciones de inventarse un engaño, de organizar los hechos y de llevar a cabo la manipulación desde el principio hasta el final.
Tendría que tener en cuenta los más variados detalles. Todos los elementos que formaran parte del… «disfraz», ésa era la palabra. Parte de la estratagema capaz de llamar la atención adecuada en un abarrotado y bullicioso aeropuerto. Tomó un cuaderno de notas del Savoy y escribió:
Tres maletas — insólito
Abrigo — conspicuo
Gafas
Sombrero — ala ancha
Pequeña barba postiza
Este último elemento —la barba— le indujo a sonreír con inquietud, turbado ante su propia imaginación. ¿Acaso estaba loco? ¿Quién se había creído que era? ¿Qué demonios pensaba que iba a hacer? Acercó instintivamente el lápiz a la izquierda disponiéndose a tacharla. Pero entonces se detuvo. No estaba loco. Todo ello formaba parte del descaro que tenía que absorber, de las cosas poco naturales a las que tenía que acostumbrarse. Apartó el lápiz y, sin pensar, escribió el nombre: «Andrew».
¿Dónde estaría ahora? ¿Habría su hermano llegado a Italia? ¿Habría viajado hasta la otra parte del mundo sin ser descubierto? ¿Le estaría aguardando en Campo di Fiori?
Y, en el caso de que le estuviera aguardando, ¿qué se dirían el uno al otro? No había pensado en ello; no había querido pensar en ello. Al igual que en el caso de una difícil recapitulación de argumentos ante un jurado hostil, no podía ensayar las palabras. Sólo podía ordenar los hechos en su cabeza y confiar en sus procesos mentales cuando llegara el momento. Pero ¿qué podía decirle uno a un hermano gemelo que era el asesino del Cuerpo de Vigilancia? ¿Qué se le podía decir?
…No olvidéis que el contenido de esta caja podría hacer tambalear al mundo civilizado mucho más que cualquier otro acontecimiento que se haya producido en la historia.
Era necesario pararle los pies a su hermano. Simplemente.
Miró su reloj. Era la una de la madrugada. Se alegró de haber apenas dormido en el transcurso de los últimos días. Ahora le sería dado dormir. Tenía que descansar; tenía muchas cosas que hacer al día siguiente. París.
Se acercó al recepcionista del Hôtel Pont Royal y le entregó la llave de la habitación. Llevaba cinco años sin visitar el Louvre; constituiría un pecado cultural no visitarlo teniéndolo tan cerca. El recepcionista se mostró cortésmente de acuerdo, pero Adrian leyó en sus ojos una velada curiosidad. Ello constituía una ulterior demostración de lo que Adrian sospechaba; le estaban siguiendo; se habían hecho preguntas acerca de su persona.
Salió a la brillante luz de la Rue du Bac. Saludó con una sonrisa al conserje y sacudió la cabeza en respuesta a un ofrecimiento de taxi.
—Voy al Louvre. Iré andando, gracias.
Encendió un cigarrillo en la acera volviéndose ligeramente como para evitar la brisa y dirigió la mirada hacia las grandes ventanas del hotel. Dentro, a través del cristal, oscurecido por el reflejo del sol, pudo ver al recepcionista hablando con un hombre enfundado en un gabán marrón claro. Adrian no tenía una certeza absoluta, pero estaba casi seguro de que había visto aquel gabán hacía un par de horas en el aeropuerto.
Bajó por la Rue du Bac en dirección al Sena y al Pont Royal.
El Louvre estaba abarrotado. Los turistas se mezclaban con los estudiantes que se habían desplazado hasta allí en autocares. Adrian subió los peldaños pasando frente a la Victoria Alada y siguió por la escalinata hacia el rellano de la derecha que daba acceso a la sala de los maestros del siglo XIX. Se incorporó a un grupo de turistas alemanes.
Los alemanes se movieron al unísono hacia el siguiente lienzo, un Delacroix.
Adrian se encontraba ahora en el centro del grupo. Manteniendo la cabeza por debajo del nivel del alemán de más elevada estatura, se volvió y miró por entre los cuerpos aflojados y los rostros impasibles. Y vio lo que temía y deseaba ver a un tiempo.
El gabán marrón claro.
El hombre se encontraba a unos quince metros de distancia, simulando leer un folleto del museo y contemplar un Ingres que tenía delante. Pero no estaba leyendo ni contemplando: sus ojos se apartaban constantemente del folleto para dirigirse hacia el grupo de alemanes.
El grupo dobló una esquina y pasó a un corredor que cruzaba. Adrian se encontraba junto a la pared. Se abrió paso entre los cuerpos que tenía delante pidiendo disculpas hasta alejarse del guía y del grupo. Avanzó rápidamente hacia la derecha de la enorme sala y giró a la izquierda hacia una pequeña, escasamente iluminada. Unos diminutos reflectores iluminaban desde el oscuro techo una docena de estatuas de mármol.
Súbitamente se le ocurrió pensar que, en el caso de que el hombre del gabán marrón claro entrara en aquella sala, no habría modo de que él pudiera abandonarla.
Por otra parte, si el hombre entraba, tampoco habría modo de que éste pudiera salir. Adrian se preguntó cuál de ellos tendría más que perder. No acertó a dar con la respuesta y decidió permanecer en las sombras del extremo más alejado de la sala, lejos de los haces de luz de los reflectores, aguardando.
Vio al grupo de alemanes pasar frente a la puerta. Segundos más tarde pudo ver confusamente al gabán marrón claro; el hombre estaba corriendo, pero lo que se dice corriendo.
Adrian se acercó a la puerta, se detuvo el tiempo suficiente como para ver girar a los alemanes hacia otro pasillo que cruzaba a la izquierda, giró a la derecha y caminó rápidamente hacia el vestíbulo y escalinata.
Adrian lo comprendió súbitamente. El hombre le había perdido de vista y le aguardaría a la salida.
No podía hacer más que una cosa: tratar de alcanzar primero la salida.
Adrian bajó de prisa los peldaños, procurando que su apresuramiento no resultara sospechoso: un hombre que estaba llegando tarde a una cita para almorzar.
Al fondo de la escalinata y frente a la entrada un taxi estaba descargando a cuatro japoneses. Una pareja madura, evidentemente británica, estaba cruzando la acera en dirección al taxi. Adrian corrió adelantando a la pareja y alcanzó primero el taxi.
—Dépeche-vous, s’il vous plait, Très important.
El taxista sonrió y puso en marcha el vehículo. Adrian se volvió y miró a través de la ventanilla posterior. El hombre del gabán marrón claro se encontraba de pie en los peldaños mirando hacia arriba y hacia abajo con expresión enojada.
—Aeropuerto de Orly —ordenó Adrian—. Air Afrique.
Había más gente y más colas pero la cola en la que él se encontraba era corta. Y no se veía por ninguna parte el gabán marrón claro. Al parecer, nadie se interesaba por él en absoluto.
La negra enfundada en el uniforme de Air Afrique le dirigió una sonrisa.
—Quisiera un pasaje para el vuelo a Roma de las diez y cuarto de mañana por la mañana. El apellido es Llewellyn. Dos eles delante, dos al final y una y. Primera clase, por favor, y, a ser posible, desearía conocer la localización del asiento ahora. Mañana por la mañana estaré muy atareado pero conservaré la reserva. Pagaré en efectivo.
Emergió a través de las puertas automáticas de la terminal de Orly y llamó otro taxi.
—Aeropuerto De Gaulle, por favor. SAS.
La cola era más larga y el servicio más lento; tanto mejor, pensó Adrian. Aquí hubiera deseado ver el gabán marrón claro pero no había ni rastro de él. En cambio, había un hombre que le estaba mirando desde el otro lado de una hilera de sillas de plástico. En la terminal de Orly no había visto a nadie mirándole de aquella manera. Se preguntó si le estarían vigilando y abrigó la esperanza de que así fuera.
—Pasaje de ida y vuelta a Estocolmo —le dijo con arrogancia al empleado de la SAS situado detrás del mostrador—. Tienen ustedes un vuelo a las diez y media. Es el que quiero.
El empleado le miró apartando los ojos de los papeles que tenía delante.
—Veré lo que tenemos, señor —dijo en tono comedidamente irritado y acento acusadamente escandinavo—. ¿Cuál sería la fecha de regreso?
—No estoy seguro, la dejaré abierta. No me interesan las gangas. Me apellido Fontine.
Cinco minutos más tarde, los billetes ya estaban procesados y se había efectuado el pago.
—Preséntese, por favor, una hora antes de la partida, señor —dijo el empleado, molesto ante la impaciencia de Adrian.
—Desde luego. Existe un pequeño problema. Llevo en el equipaje ciertos objetos de valor que son muy frágiles. Me gustaría…
—No podemos responsabilizarnos de estas cosas —le interrumpió el empleado.
—No sea necio. Ya sé que no pueden. Quiero simplemente que peguen adhesivos que digan «Frágil» en sueco o en noruego o en lo que demonios sea. Mis maletas se reconocen fácilmente…
Abandonó la terminal del aeropuerto De Gaulle en la plena convicción de haberse ganado la antipatía de un buen muchacho que comentaría sus modales con sus colegas y subió a un taxi.
—Hotel Pont Royal, por favor. Rue de Bac.
Adrian le vio sentado en la terraza de un pequeño café de la Rue Dumont. Era norteamericano, estaba bebiéndose un vaso de vino blanco y parecía un estudiante que estuviera haciendo durar la consumición a causa del precio. Su edad no era problema. Daba la impresión de ser bastante alto. Adrian se le acercó.
—Hola.
—Hola —replicó el joven.
—¿Puedo sentarme e invitarte a un trago?
—Pues, claro.
—¿Estudias en la Sorbonne? —preguntó Adrian al tiempo que se sentaba.
—No. L’École des Beaux Arts. Soy un auténtico pintor figurativo. Le haré un retrato por treinta francos. ¿Qué le parece?
—No, gracias. Pero te pagaré mucho más que eso si me haces un favor.
El estudiante le miró con expresión recelosa y gesto de desagrado.
—Me parece que prefiero que no me lo diga.
—No me interpretes mal. Te pagaré para que subas a un avión en vuelo de primera clase y regreses el mismo día.
—Está usted chiflado, hombre. Yo no paso contrabando por cuenta de nadie. Será mejor que se largue. Yo soy muy observante de las leyes.
—Y yo más. Soy abogado. En realidad, un fiscal. Con una tarjeta que lo demuestra.
—Pues no lo parece.
—Escúchame. ¿Qué te cuesta? ¿Cinco minutos y un vino como Dios manda?
A las nueve y cuarto de la mañana Adrian emergió del automóvil frente a las puertas de cristal de la SAS en la terminal del aeropuerto De Gaulle. Iba enfundado en un largo y acampanado abrigo eduardino de color blanco; estaba horrendo, pero no podía pasar inadvertido. Se cubría la cabeza con un sombrero de fieltro blanco de ala ancha bien encasquetado hacia la cara al estilo Barrymore, de tal modo que le ocultara las facciones. Debajo llevaba unas enormes gafas ahumadas que le cubrían mucho más que los ojos y, bajo la barbilla, se observaba un pañuelo de seda azul que le sobresalía del abrigo blanco.
El chófer uniformado se dirigió al portaequipajes del automóvil, lo abrió y llamó a los mozos con el fin de que atendieran a tan importante cliente. Tres grandes maletas de cuero blanco fueron colocadas en el carrito de mano mientras Adrian se quejaba de que se las estaban rayando.
Cruzó las puertas electrónicas y se dirigió al mostrador de la SAS.
—¡Me siento muy mal! —dijo con voz entrecortada, dando a entender que se hallaba bajo los efectos de una resaca— y les agradecería que me evitaran todas las molestias. Quiero que carguen mi equipaje en último lugar; por favor, déjenlo aquí detrás del mostrador hasta que se reciba la última llamada para cargar. Me lo hacen siempre. El caballero de ayer me aseguró que no habría problema.
El empleado de detrás del mostrador le miró con expresión de perplejidad. Adrian entregó el sobre del pasaje.
—Puerta cuarenta y dos, señor —dijo el empleado devolviéndole el sobre—. La hora de embarque es a las diez en punto.
—Esperaré aquí —repuso Adrian señalando hacia la hilera de sillas de plástico que había en la sección reservada a la SAS—. Lo del equipaje lo he dicho en serio. ¿Dónde está el lavabo de caballeros?
A las diez menos veinte un hombre alto y delgado vestido con pantalones color caqui, botas de vaquero y una chaqueta de campaña del ejército norteamericano cruzó la puerta de la terminal. Llevaba una puntiaguda barbita y se cubría la cabeza con un sombrero australiano. Se dirigió al lavabo de hombres.
A las diez menos dieciocho minutos, Adrian se levantó de la silla de plástico y cruzó la abarrotada terminal. Empujó la puerta en la que figuraba el letrero de «Hommes» y entró.
En uno de los retretes efectuaron el cambio de ropa.
—Le digo que eso es muy raro, hombre. ¿Me jura que no hay nada en este maldito abrigo?
—Ni siquiera es lo suficientemente viejo como para estar deshilachado… Aquí tienes los pasajes, ve a la puerta cuarenta y dos. Puedes tirar los resguardos del equipaje, no me importa. A no ser que quieras quedarte con las maletas; son muy caras. Y están limpias.
—En Estocolmo nadie me detendrá. Me lo ha garantizado usted.
—Siempre y cuando utilices tu propio pasaporte y no digas que eres yo. Yo te he entregado mis pasajes y nada más. Tienes una nota que lo demuestra. Puedes estar seguro, nadie te molestará. No sabes dónde estoy yo y no existe ninguna orden de detención. No hay nada.
—Es usted un chiflado. Pero me ha pagado la matrícula para un par de años y me ha facilitado dinero para gastos. Es usted un buen chiflado.
—Esperemos que sea lo suficientemente bueno. Sostenme el espejo —dijo Adrian aplicándose la barbita al mentón. La barbita se adhirió rápidamente. Estudió los resultados y, satisfecho, se encasquetó el sombrero australiano ladeándolo un poco—. Muy bien, podemos irnos. Tienes muy buen aspecto.
A las diez menos once minutos, un hombre enfundado en un largo abrigo blanco y tocado con un sombrero blanco a juego, con un pañuelo azul anudado alrededor del cuello y unas gafas ahumadas cubriéndole los ojos, pasó frente al mostrador de la SAS en dirección a la puerta cuarenta y dos.
Treinta segundos más tarde, un joven con barba —evidentemente norteamericano— enfundado en una sucia chaqueta de campaña, unos pantalones caqui, unas botas de vaquero y un sombrero australiano, salió del lavabo de caballeros, giró bruscamente a la izquierda confundiéndose entre la gente y se dirigió hacia la salida. Una vez fuera, corrió hacia un taxi libre, subió al mismo y se quitó la barbita.
—¡Me apellido Llewellyn! —le gritó al empleado de Air Afrique que se encontraba junto a la puerta de salida—. Siento venir tarde; ¿llego a tiempo?
—Justo a tiempo, monsieur. —Repuso con acento francés el sonriente negro de agradable rostro—. Acabamos de efectuar la última llamada. ¿Lleva equipaje?
—Nada.
A las diez y veintitrés minutos, el vuelo de las diez quince de Air Afrique con destino a Roma empezó a avanzar por la pista siete. A las diez veintiocho ya se encontraba en el aire. Había despegado con apenas trece minutos de retraso.
El hombre que se hacía llamar Llewellyn se había acomodado en un asiento de ventanilla con el sombrero australiano sobre el asiento vacío de primera clase que tenía a su izquierda. Se notaba en la barbilla los granitos endurecidos del pegamento facial y se los frotó con expresión de asombro.
Lo había conseguido. Había desaparecido.
El hombre del gabán marrón claro subió a bordo del aparato de la SAS con destino a Estocolmo a las diez veintinueve minutos. La salida se había demorado. Mientras se dirigía a la sección de clase turística, pasó junto al elegante pasajero vestido con el largo abrigo blanco y sombrero blanco a juego. Pensó para sus adentros que el hombre al que estaba siguiendo era un maldito idiota. ¿Quién se había creído que era para vestir de aquel modo?
A las diez cincuenta el aparato con destino a Estocolmo ya se encontraba en el aire. Había despegado con veinte minutos de retraso, lo cual no era nada insólito. El hombre que viajaba en clase turística se había quitado el gabán y se hallaba sentado en la parte de delante, en sentido diagonal detrás del objetivo de su vigilancia. Cuando las cortinas se separaban —tal como ocurría en aquellos momentos— podía ver claramente al objetivo.
A los doce minutos de haberse iniciado el vuelo, se apagó la luz indicativa de que los pasajeros mantuvieran abrochados sus cinturones. El sujeto elegantemente vestido de la sección de primera clase se levantó de su asiento del pasillo y se quitó el largo abrigo blanco y el sombrero blanco a juego.
El hombre sentado detrás de él en sentido diagonal en la sección de clase turística se inclinó bruscamente hacia adelante, presa del asombro.
—¡Oh, mierda! —masculló por lo bajo.