La tormenta de junio dificultaba ulteriormente el tráfico del mediodía en Washington. Era uno de aquellos diluvios sin tregua que obligaban a los peatones a correr de un portal a un toldo y de éste a otro portal. Los limpiaparabrisas apenas serían para otra cosa más que para entremeterse entre las sábanas de agua que cubrían los cristales, deformando la visión.
Adrian permanecía sentado en el asiento de atrás del taxi con sus pensamientos divididos por igual entre tres personas: Bárbara, Dakakos y su hermano.
Bárbara se encontraba en Boston, en aquellos momentos probablemente en los archivos de la biblioteca buscando la información —la extraordinaria información— relativa a la destrucción de las negaciones del Filioque. Si aquellos antiguos documentos habían estado guardados en la caja de Constantina y si existían pruebas irrefutables de su destrucción… ¿acaso significaría ello que la caja había sido encontrada? A igual a B igual a C. Por consiguiente, A igual a C. ¿No era cierto?
Theodore Dakakos, el infatigable Annaxas, estaría buscándole en todos los hoteles y bufetes jurídicos de Chicago. No había ningún motivo para que el griego se abstuviera de hacer tal cosa; un viaje de negocios a Chicago resultaba algo perfectamente normal. Lo que le hacía falta a Adrian era distraerse. Subiría a sus habitaciones, recogería el pasaporte y llamaría a Andrew. Ambos podrían abandonar Washington esquivando a Dakakos. La suposición tenía que consistir en que Dakakos trataba de impedirles los movimientos. Lo cual significaría en cierto modo que Dakakos-Annaxas estaba al corriente de lo que el padre de los gemelos había planeado. Era muy fácil. Un viejo regresa de Italia con muy pocas esperanzas de sobrevivir. Y manda llamar a sus dos hijos.
Uno de estos hijos era la tercera preocupación de Adrian. ¿Dónde estaría su hermano? Había estado llamando al apartamento de Adrian en Virginia durante toda la noche. Lo que más molestaba a Adrian, y reconocerlo así no le resultaba nada fácil, era que su hermano estuviera más capacitado que él para tratar con alguien como Dakakos. El movimiento y el contramovimiento formaban parte de su vida, no la tesis y la antítesis.
—Entrada del garaje —dijo el taxista—. Ya hemos llegado.
Adrian corrió bajo la lluvia hacia el garaje de las District Towers. Tuvo que orientarse para encontrar el ascensor. Mientras lo hacía, se metió la mano en el bolsillo para buscar la llave con la cartela de plástico que nunca dejaba en recepción.
—Hola, señor Fontine, ¿cómo está usted?
Era el empleado del garaje; Adrian recordó vagamente su rostro. Un pícaro de veinte años, de tez cetrina y ojos de hurón.
—Hola —dijo Adrian pulsando el botón del ascensor.
—Oiga, quiero darle las gracias otra vez. Se lo agradezco mucho, ya sabe usted a qué me refiero. No sé, ha sido muy amable por su parte.
—Pues, claro —dijo Adrian en tono distraído, pensando que ojalá bajara el ascensor.
—Oiga —dijo el empleado guiñándole el ojo—. Tiene usted mucha mejor pinta que anoche. Menuda curda, ¿eh?
—¿Cómo?
El empleado esbozó una sonrisa. No, no era una sonrisa sino una mueca socarrona.
—Yo también la pillé buena. Francamente buena. Tal como usted me dijo.
—¿Qué está diciendo? ¿Me vio usted anoche?
—Vamos, hombre. ¿Es que ni se acuerda? Tengo que reconocerlo, estaba usted como una auténtica cuba.
¡Andrew! ¡Andrew era capaz de hacerlo cuando quería! Caminar con paso vacilante, encasquetarse un sombrero, hablar con voz pastosa. Había hecho la imitación docenas de veces.
—Dígame, por favor, estoy un poco confundido ¿A qué hora regresé?
—¡Je-sús! Estaba lo que se dice completamente bebido. Sobre las ocho. ¿No lo recuerda? Me dio usted…
El empleado interrumpió la frase; su espíritu de bribón le indujo a no revelar la cantidad.
Se abrieron las puertas del ascensor. Adrian entró. O sea, que Andrew había acudido a verle mientras él trataba de llamarle a Virginia. ¿Habría averiguado Andy lo de Dakakos? ¿Habría salido de la ciudad? Tal vez Andy estuviera ahora arriba. La idea inquietó ligeramente a Adrian, pero también le tranquilizó un poco. Su hermano sabría cómo actuar.
Adrian avanzó por el pasillo en dirección a la puerta de su suite y entró. En aquellos momentos, escuchó unas pisadas a su espalda. Se volvió y vio a un oficial del ejército de pie junto a la puerta del dormitorio; no era Andrew sino un coronel.
—¿Quién demonios es usted?
El oficial no contestó inmediatamente. En su lugar, permaneció inmóvil mirando a Adrian con expresión enojada. Cuando habló, lo hizo arrastrando un poco las palabras.
—Sí, se parece usted a él. Con un uniforme y un poco más erguido, podría usted pasar por él. Bueno, ahora lo único que tiene que decirme es dónde está.
—¿Cómo ha entrado usted aquí? ¿Quién demonios le ha dejado entrar?
—No se contesta a una pregunta con otra pregunta. Lo mío viene primero.
—Lo que viene primero es que está usted cometiendo un allanamiento de morada. —Adrian se dirigió rápidamente al teléfono pasando junto al oficial—. A no ser que disponga de una orden de un tribunal civil, tendrá usted que salir ahora mismo hacia la comisaría de policía.
El coronel se desabrochó un botón de la chaqueta y sacó una pistola. Soltó el seguro y apuntó con el arma.
Adrian se quedó con el teléfono en la mano izquierda y con la mano derecha sobre el disco de marcar. El asombro paralizó todos sus movimientos; la expresión del rostro del oficial no se había modificado.
—Óigame bien —dijo el coronel suavemente—. Podría destrozarle a usted las rótulas con un par de balazos por el simple hecho de parecerse a él. ¿Lo entiende? Soy un hombre civilizado, un abogado al igual que usted. Pero, tratándose del Cuerpo de Vigilancia, arrojo todas las normas por la ventana. Haría cualquier cosa con tal de atrapar a este hijo de puta. ¿Me ha comprendido usted?
Adrian volvió a colgar lentamente el teléfono.
—Es usted un fanático.
—No tanto como él. Y ahora dígame dónde está.
—No lo sé.
—No le creo.
—¡Espere un momento! —En su asombro, Adrian no estuvo muy seguro de lo que había escuchado. Ahora sí lo estaba—. ¿Qué sabe usted acerca del Cuerpo de Vigilancia?
—Mucho más de lo que ustedes, paranoicos hijos de puta, quisieran. ¿Creían ustedes dos de veras que iban a poder salirse con la suya?
—¡Está usted en un error! ¡Lo sabría si efectivamente lo conociera todo acerca de mí! ¡En lo concerniente al Cuerpo de Vigilancia estamos del mismo lado! Y ahora dígame, por el amor de Dios, ¿qué tiene usted contra él?
El oficial contestó lentamente:
—Ha matado a dos hombres. A un capitán apellidado Barstow y a un letrado del ejército apellidado Tarkington. Se procuró que ambos asesinatos parecieran kai-sai… cosa de putas y borrachera. Pero no fueron tal cosa. En el caso de Tarkington resultaba absurdo porque no bebía.
—¡Dios mío!
—Y se robaron unos documentos del despacho de Tarkington en Saigón. Y eso no fue absurdo. Lo que ellos no sabían es que nosotros disponíamos de copias completas.
—¿Quiénes son «nosotros»?
—La oficina del general inspector —repuso el coronel sin bajar la pistola; hablaba en un llano acento del suroeste—. Le he concedido un margen de confianza, ahora dígame usted dónde está. Yo también me apellido Tarkington. Bebo y no poseo muy buenos modales y quiero encontrar al hijo de puta que ha asesinado a mi hermano.
—Lo siento… —dijo Adrian percatándose de que le estaba empezando a faltar el aire para respirar.
—Ahora ya sabe por qué he sacado esta pistola y por qué la utilizaré. ¿Dónde ha ido? ¿Cómo se ha ido?
Adrian tardó unos instantes en poder concentrarse.
—¿A dónde? ¿Cómo? No sabía que se hubiera ido. ¿Por qué está usted tan seguro de que lo ha hecho?
—Porque él sabe que le andamos pisando los talones. Sabemos que se lo han dicho; establecimos la conexión esta mañana. Un capitán del Pentágono apellidado Greene. De la sección de ofertas. Huelga decir que también ha desaparecido. Es probable que a estas horas se encuentre en la otra parte del mundo.
…en la otra parte del mundo… las palabras penetraron y la comprensión empezó a aflorar. En la otra parte del mundo. En Italia. Campo di Fiori. Un cuadro colgado de la pared y los recuerdos de hacía medio siglo. ¡La caja de Constantina!
—¿Han comprobado ustedes los aeropuertos?
—Poseía un pasaporte militar normal. Todos los militares…
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Adrian dirigiéndose hacia el dormitorio.
—¡Quieto ahí! —dijo el coronel asiéndole del brazo.
—¡Suélteme! —gritó Fontine librándose de la mano del oficial y corriendo al dormitorio. Hacia el escritorio.
Abrió el primer cajón de la derecha. La mano del coronel apareció por detrás cerrando el cajón y atrapándole la mano dentro.
—Como saque usted algo que no me guste, le mato —dijo el coronel soltando el cajón.
Fontine percibió el dolor y observó la hinchazón de la muñeca. Se sentía incapaz de pensar. Abrió una gran cartera de cuero. Su pasaporte había desaparecido. Al igual que su permiso de conducir internacional y su talonario de cheques de la Banque Genève con los números en clave y la fotografía en la solapa.
Adrian se volvió y cruzó nuevamente la estancia en silencio. Dejó la cartera de cuero sobre la cama y se acercó a la ventana. La lluvia caía torrencialmente azotando los cristales.
Su hermano le había hecho perder el tiempo. Andrew se había ido por la caja, le había dejado atrás sin querer su ayuda, sin haberla querido jamás. La caja de Constantina era el arma definitiva de Andrew. Y en sus manos se convertiría en un arma mortal.
Y lo más curioso, pensó Adrian, era que aquel oficial del ejército que tenía a su espalda podía ayudarle. Podía romper las barreras burocráticas, facilitarle un medio de transporte inmediato… pero al oficial del ejército no se le podía decir nada acerca del tren de Salónica.
Hay quienes entregarían la mitad de los arsenales de este mundo a cambio de la información. Las palabras de su padre.
—Ahí tiene usted la prueba, coronel —dijo con voz pausada.
—Creo que sí.
Adrian se volvió y miró al oficial.
—Dígame, de un hermano a otro hermano… ¿cómo consiguieron ustedes descubrir las actividades del Cuerpo de Vigilancia?
—Un hombre llamado Dakakos —contestó el coronel guardándose la pistola.
—¿Dakakos?
—Sí, es griego. ¿Le conoce usted?
—No, no le conozco.
—Al principio, los datos empezaron a llegar poco a poco. Directamente a mi departamento, enviados a mi nombre. Cuando Barstow confesó y prestó declaración en Saigón, Dakakos volvió a aparecer. Le mandó decir a mi hermano que hablara con Barstow. El Cuerpo de Vigilancia estaba siendo controlado tanto aquí como allí…
—Por parte de dos hermanos que podían establecer contacto telefónico y organizarlo todo —le interrumpió Adrian—, sin interferencias burocráticas.
—Eso pensamos. No sabemos por qué pero este Dakakos andaba tras el Cuerpo de Vigilancia.
—Está claro que sí —dijo Adrian asombrándose de la claridad de método de Dakakos.
—Ayer, acabó de concretarse todo. Dakakos mandó seguir a Fontine hasta Phan-thiet. Hasta un almacén. Ahora poseemos todos los archivos del Cuerpo de Vigilancia, disponemos de todas las pruebas…
Sonó el teléfono interrumpiendo la frase del militar. Adrian estaba tan absorto en las palabras que decía el coronel que no lo oyó.
El teléfono sonó por segunda vez.
—¿Me permite que conteste?
—Será mejor que lo haga —dijo Tarkington volviendo a mirarle con frialdad—. Voy a estar a su lado.
Era Bárbara llamando desde Boston.
—Estoy en los archivos. Tengo la información acerca de esta quema del cuarenta y uno en que destruyó el Filioque…
—Espera un momento —dijo Adrian volviéndose hacia el oficial con el teléfono en la mano. Se preguntó si podría hablar con naturalidad—. Puede escuchar por el teléfono de la otra habitación, si quiere. Es una información que había pedido.
La estratagema dio resultado. Tarkington se encogió de hombros y se dirigió hacia la ventana.
—Sigue —dijo Adrian.
Bárbara habló como un experto que examinara un informe con el que estuviera familiarizado; su voz se elevaba y descendía a medida que iba enumerando los puntos más destacados.
—Hubo una reunión de superiores el 9 de enero de 1941 a las once de la noche en la mezquita de Santa Sofía de Estambul, una ceremonia de salvación. Según los testigos, una entrega a los cielos de una propiedad santa… aquí el trabajo es muy chapucero, todo narrativo. Hubiera debido de haber citas directas y traducciones literales. Bueno, después se añade que el acto fue comprobado y se enumera a varios laboratorios de Estambul y Atenas donde se analizaron las cenizas para confirmar la época y el material. Ahí tienes, mi incrédulo Tomás.
—¿Qué me dices de los testigos? ¿De la sección narrativa?
—Quizás me muestre excesivamente severa pero el informe debiera incluir credenciales autorizadas y números de estereotipo aunque todo eso no son más que filigranas académicas. Lo importante es que lleva el sello del archivo y eso no se compra. Con eso no se juega. Ello significa que alguien por encima de toda sospecha se encontraba presente en el acto y confirmó la quema. La beca Annaxas consiguió lo que andaba buscando. El mismo sello lo atestigua.
—¿Qué beca dices? —preguntó Adrian con voz pausada.
—Annaxas. Es la empresa que facilitó el dinero necesario para las investigaciones.
—Gracias. Hablaré contigo más tarde —dijo Adrian colgando el aparato.
Tarkington se encontraba de pie junto a la ventana contemplando la lluvia. Aquél era el hombre de quien tenía que huir; ¡tenía que encontrar la caja!
Bárbara tenía razón en cierto sentido. Dakakos-Annaxas había conseguido exactamente lo que andaba buscando: un falso informe en los archivos.
Sabía adonde tenía que ir.
A Campo di Fiori.
Dakakos.
Dakakos, Dakakos, ¡Dakakos!
El nombre ardía en el cerebro de Andrew mientras éste contemplaba la costa italiana a 9000 metros más abajo. Theodore Annaxas Dakakos había destruido el Cuerpo de Vigilancia con la única finalidad de destruirle a él, de eliminarle de la búsqueda de una caja enterrada en las montañas. ¿Cuál habría sido la causa desencadenante de su decisión? ¿Cómo lo habría hecho? Era importante averiguar todo lo que se pudiera acerca de aquel hombre. Cuanto mejor se conocía al enemigo, tanto más fácil resultaba combatirle. Tal y como estaban las cosas, Dakakos era la única barrera, el único contendiente.
Había un hombre en Roma que podría ayudarle. Era un banquero que había estado apareciendo con creciente frecuencia en Saigón, un comprador en gran escala que adquiría muelles enteros, enviaba las mercancías a Nápoles y vendía los bienes robados por toda Italia. El Cuerpo de Vigilancia le había descubierto y le había utilizado y él, por su parte, había facilitado ciertos nombres de Washington.
Aquel hombre habría oído hablar sin duda de Dakakos.
A través del sistema de micrófonos del aparato de Air Canada se difundió el anuncio. Iniciarían el descenso al aeropuerto Leonardo da Vinci de Roma dentro de quince minutos.
Fontine sacó su pasaporte. Lo había comprado en Quebec. El pasaporte de Adrian le había permitido cruzar la frontera canadiense pero sabía que más adelante le sería inútil. Washington transmitiría el apellido Fontine a todos los aeropuertos del hemisferio.
Lo más curioso era que había establecido contacto con varios desertores del ejército a las dos de la madrugada en Montreal. Los moralistas exiliados necesitaban dinero; la moralidad no podía predicarse sin dinero. Un intelectual de lacia melena enfundado en una chaqueta de campaña le había acompañado a un apartamento que apestaba a hachís y, a cambio de 10 000 dólares, le había facilitado un pasaporte en cuestión de una hora.
Adrian había quedado tan lejos que jamás podría darle alcance.
…Podía tranquilizarse con respecto a Adrian. Si Dakakos había querido impedir los movimientos de uno de ellos, estaba claro que habría querido impedir los movimientos de ambos. El griego no podía competir con el soldado, pero podría competir ventajosamente con Adrian. Y, en el caso de que Dakakos no le parara los pies a Adrian, la ausencia de pasaporte sería suficiente para que éste se retrasara. Su hermano había desaparecido de la circulación, no podría rivalizar en absoluto con él.
El aparato tomó tierra. Andrew se desabrochó el cinturón; sería uno de los primeros pasajeros en descender. Tenía que efectuar inmediatamente una llamada telefónica.
Los viandantes que transitaban por la Via Veneto al anochecer eran muy numerosos y las mesas de la terraza del Café de Paris, instaladas bajo los toldos, estaban casi todas ocupadas. El banquero había elegido una en proximidad de la puerta de servicio, allí donde el tráfico resultaba más intenso. Era un cauteloso sujeto delgado de mediana edad, impecablemente vestido. Nadie podría escuchar lo que se dijera junto a aquella mesa.
El saludo fue de circunstancias porque el banquero estaba evidentemente deseoso de que la reunión finalizara cuanto antes.
—No le preguntaré por qué ha venido a Roma. Puesto que no luce su célebre uniforme, no me dirigiré a usted con el tratamiento que le corresponde. —El italiano habló rápidamente en un tono llano que, al no subrayar ninguna palabra en particular, las subrayaba todas—. Me he atenido a su petición en el sentido de que no llevara a cabo averiguaciones. No era necesario. Es usted un hombre perseguido.
—¿Cómo lo sabe?
El delgado italiano guardó silencio unos instantes y sus finos labios esbozaron una leve sonrisa.
—Me lo acaba de decir usted.
—Le advierto…
—Déjese de tonterías. Un hombre llega sin anunciar previamente su visita y dice que sólo se reunirá conmigo en un lugar público. Es suficiente como para inducirme a trasladarme a Malta y no tenga de este modo que tropezarme con usted. Además, lo lleva escrito en la cara. Se le ve incómodo.
El banquero estaba fundamentalmente en lo cierto. Se sentía incómodo. Tendría que adaptarse mejor, que tranquilizarse un poco.
—Es usted muy listo, pero eso ya lo sabíamos en Saigón.
—Jamás le había visto a usted en mi vida —replicó el italiano llamando por señas al camarero—. Due Campari, per favore.
—Yo no bebo Campari…
—No se lo beba. Dos italianos que piden unos Camparis en la Via Veneto no llaman la atención. Que es precisamente lo que yo pretendo. ¿De qué quería usted hablarme?
—De un hombre apellidado Dakakos. Un griego.
El banquero arqueó las cejas.
—Si por Dakakos se refiere usted a Theo Dakakos, se trata efectivamente de un griego.
—¿Le conoce usted?
—¿Y quién no le conoce en los círculos financieros? ¿Tiene usted negocios con Dakakos?
—Tal vez. Es un armador, ¿verdad?
—Entre otras muchas cosas. Es también muy joven y muy poderoso. Hasta los coroneles de Atenas se lo piensan dos veces antes de promulgar decretos que no le sean favorables. Sus competidores más veteranos le tienen miedo. La experiencia que le falta la suple con su energía. Es un toro.
—¿Cuál es su política?
—Él mismo —repuso el italiano arqueando nuevamente las cejas.
—¿Cuáles son sus intereses en el Sudeste Asiático? ¿Por cuenta de quién trabaja fuera de Saigón?
—No trabaja por cuenta de nadie. —Se acercó el camarero con las consumiciones—. Envía suministros con dotaciones medias al AID de Vientian. Al norte de Laos y Camboya. Tal como usted sabe, todo está dirigido por los servicios de espionaje. Tengo entendido que consiguió desbaratarlo todo.
Eso era, pensó Fontine, apartando a un lado el vaso de Campan. El Cuerpo de Vigilancia había descubierto la corrupción del AID y Dakakos les había descubierto a ellos.
—Se tomó muchas molestias para entremeterse.
—¿Consiguió entremeterse…? Ya veo que sí. Annaxas el Joven suele salirse siempre con la suya; a este respecto es muy perverso y sus reacciones son previsibles —dijo el italiano tomando delicadamente el vaso.
—¿Qué nombre ha dicho usted?
—Annaxas. Annaxas el Joven, hijo de Annaxas el Fuerte. Suena a tebano, ¿verdad? Las estirpes griegas, por insignificantes que sean, tienen nombres muy rimbombantes. Un poco pretencioso, me parece.
—¿Lo utiliza a menudo?
—Para sí mismo no demasiado. Su yate se llama Annaxas, varios de sus aviones son el Annaxas… Uno, Dos, Tres. El nombre figura también en la denominación de algunas de sus empresas. Es como una obsesión para él. Theodore Annaxas Dakakos. El hijo primogénito de una familia pobre educado por no sé qué orden religiosa del norte. Las circunstancias son nebulosas; él rehúye la curiosidad de los demás —dijo el italiano terminándose el contenido del vaso.
—Interesante.
—¿Le he dicho algo que usted no supiera?
—Tal vez —repuso Fontine con indiferencia—. Carece de importancia.
—Con lo cual me da usted a entender que posee importancia —dijo el italiano volviendo a sonreír con sus finos labios exangües—. Dakakos se encuentra en Italia, ¿sabe usted?
—¿De veras? —preguntó Fontine tratando de disimular su asombro.
—O sea, que tiene usted negocios con él. ¿Alguna otra cosa?
—No.
El banquero se levantó y se alejó rápidamente mezclándose entre los peatones que transitaban por la Via Veneto.
Andrew permaneció sentado junto a la mesa. Conque Dakakos estaba en Italia. Andrew se preguntó dónde se encontrarían. Ansiaba que se produjera aquel encuentro; casi tanto como ansiaba encontrar la caja de Salónica.
Deseaba asesinar a Theodore Annaxas Dakakos. El hombre que había destruido el Cuerpo de Vigilancia no merecía vivir.
Andrew se levantó de la mesa. Notaba en el bolsillo de la chaqueta el peso de los papeles. Los recuerdos de su padre relativos a hacía medio siglo.