Los dos sillones fueron colocados a ambos lados de la cama. Era conveniente hacerlo así. De este modo, podría dividir la atención entre sus dos hijos; eran personas distintas y, por consiguiente, sus reacciones serían distintas. Jane prefería permanecer de pie. Víctor le había pedido algo terrible: que revelara a sus hijos la historia de Salónica. Toda, sin omitir nada. Tenían que comprender que el cofre de Constantina era capaz de mover a hombres poderosos, instituciones e incluso gobiernos. De la misma manera que les había movido a ellos hacía tres décadas.
Él no podía contarles la historia. Se estaba muriendo; conservaba la suficiente lucidez para comprenderlo. Tenía que hacer acopio de toda su energía para responder a sus preguntas; tenía que hacer acopio de toda su fuerza para transmitir el encargo a sus hijos. Porque ahora la responsabilidad de los Fontini-Cristi sería de ellos.
Entraron en la estancia acompañados de su madre. Tan altos, tan iguales y, sin embargo, tan distintos. Uno enfundado en un uniforme, el otro en una anodina chaqueta de «tweed» y unos pantalones de franela. El rubio Andrew estaba enojado. Se notaba en su rostro, en la constante tensión de los músculos de su mandíbula, en la mueca de su boca, en la neutra y empañada mirada de sus ojos.
A Adrian, en cambio, se le veía muy poco seguro de sí mismo. Sus ojos azules mostraban una expresión inquisitiva y mantenía la boca entreabierta. Se alisó con la mano el oscuro cabello y miró a su padre con una mezcla de compasión y asombro.
Víctor les indicó los sillones. Los hermanos se miraron el uno al otro brevemente; era imposible definir la comunicación. La causa de su distanciamiento tenía que borrarse. Su responsabilidad lo exigía. Se sentaron, cada uno de ellos con las fotocopias de las páginas en las que se habían anotado los recuerdos de su padre del 14 de julio de 1920. Éste había instruido a Jane en el sentido de que se las facilitara para que las leyeran antes de pasar a verle. No se podía perder tiempo en explicaciones que pudieran ofrecerse de antemano. A Víctor le quedaban muy pocas fuerzas.
—No vamos a gastar palabras expresando sentimientos. Ya habéis oído a vuestra madre; ya habéis leído lo que he escrito. Tendréis algunas preguntas que hacerme.
Habló Andrew.
—Suponiendo que pueda encontrarse esta caja, y lo conseguiremos, ¿qué se deberá hacer?
—Prepararé una lista de nombres. Cinco o seis hombres, no más; no será fácil elegirles. Les entregaréis el cofre.
—¿Y qué harán ellos? —insistió Andrew.
—Eso dependerá de lo que específicamente contenga el cofre. Divulgarlo, destruirlo, volver a enterrarlo.
Adrian terció serenamente. El abogado se sintió súbitamente inquieto.
—¿Acaso existe una posibilidad de opción? Yo no lo creo; no nos pertenece a nosotros; debiera darse a conocer públicamente.
—¿Y sembrar el caos público? Las consecuencias tienen que sopesarse.
—¿Conoce alguien más la clave? —preguntó el soldado—. ¿La localización de esta excursión del 14 de julio de 1920?
—No. Carecería de significado. Sólo quedan algunos de los que tuvieron conocimiento del tren y de lo que éste transportaba realmente. Unos ancianos del patriarcado; uno de ellos se encuentra en Campo di Fiori y ya no dispone de mucho tiempo.
—Y no debemos decirle nada a nadie —prosiguió diciendo el comandante—. No debe saberlo nadie más que nosotros.
—Nadie. Habría quienes serían capaces de entregar la mitad de los arsenales del mundo a cambio de esta información.
—No creo que se llegara a tanto.
—En tal caso, no lo has pensado. Estoy seguro de que tu madre te lo ha explicado. Aparte las negaciones del Filioque, incluido el rollo arameo, el cofre contiene un pergamino en el que se halla escrita una confesión capaz de alterar la historia religiosa. Si piensas que los gobiernos y todas las naciones no serían más que unos indiferentes espectadores, te equivocas de medio a medio.
Andrew guardó silencio. Adrian le miró primero a él y después miró a su padre.
—¿Cuánto tiempo crees que se tardará en encontrar esta… esta caja? —preguntó.
—Calculo que un mes. Necesitaréis equipo, guías alpinos, una semana de instrucción… no más, creo.
Adrian sostuvo en alto las fotocopias.
—¿Puedes calcular la extensión que habrá que cubrir?
—Es difícil decirlo; dependerá en buena parte de lo que encontréis, de lo que haya cambiado. Pero, si la memoria no me falla, no podrá ser una extensión superior a los ocho o, como máximo, catorce kilómetros cuadrados.
—¡Ocho o catorce! —dijo Andrew con firmeza pero sin levantar la voz—. Perdona pero me parece una locura. Podríamos tardar años. Estás hablando de los Alpes. Un hoyo en el suelo, una caja de tamaño no superior al de un ataúd en cualquier lugar de una docena de montañas.
—Los más lógicos escondrijos son limitados; se reducen a uno de los tres o cuatro pasos por encima de las cotas a las que jamás ascendimos.
—He delineado mapas de terrenos en cincuenta situaciones de campaña distintas —dijo el soldado lentamente, utilizando un tono cortés rayano en la condescendencia—. Estás minimizando un problema extremadamente difícil.
—No lo creo. Estoy firmemente convencido de lo que acabo de decirle a Adrian. Todo dependerá de lo que encontréis. Vuestro abuelo era muy meticuloso. Solía tener en cuenta todos los aspectos de una situación, así como la mayoría de los imprevistos. —Víctor se detuvo y cambió de posición sobre las almohadas—. Savarone era un viejo; había una guerra y nadie lo sabía mejor que él. No hubiera dejado nada susceptible de ser reconocido por alguien de Campo di Fiori, pero no puedo creer que no dejara algo en la zona. Un signo, un mensaje… algo. Él era así.
—¿Dónde podríamos buscar? —preguntó Adrian mirando fugazmente a su hermano.
El comandante estaba contemplando las páginas que sostenía en la mano.
—Ya he anotado las posibilidades —repuso Víctor—. Había una familia de guías en la aldea de Champoluc. Los Goldoni. Los había utilizado mi padre y también mi abuelo. Y había una posada al norte de la aldea, regentada desde hacía varios siglos por una familia apellidada Capomonti. Jamás viajamos a Champoluc sin alojarnos en ella. Éstas eran las personas más cercanas a Savarone. Si éste habló con alguien, debió ser con ellos.
—De eso hace más de cincuenta años —protestó Adrian suavemente.
—Las familias de las montañas suelen estar muy unidas. Dos generaciones no constituyen un gran abismo. Si Savarone dijo algo, ello se debió transmitir del padre al hijo mayor. Recordadlo bien: al hijo o a la hija. —Víctor esbozó una débil sonrisa—. ¿Qué otra cosa se os ocurre? A veces, las preguntas pueden evocar otros recuerdos.
Se iniciaron las preguntas pero no consiguieron evocar nada. Víctor había seguido repetidamente la pista de todo lo que había podido. Lo demás escapaba a su memoria.
Hasta que a Jane se le ocurrió algo. Y, mientras escuchaba sus palabras, Víctor sonrió. Su inglesa Jane, la de los ojos garzos, era extraordinaria en los detalles.
—Has escrito que las vías del tren recorrían las montañas al Sur de Zermatt y descendían a Champoluc pasando por algunas paradas intermedias entre las estaciones para mayor comodidad de los alpinistas y esquiadores.
—Sí. Antes de la guerra. Hoy en día, los vehículos son más flexibles en la nieve.
—Parece lógico que un tren que transportara una caja que tú has descrito como pesada y de difícil manejo se detuviera en una de estas paradas. Para que pudieran trasladar la caja a otro vehículo.
—De acuerdo. ¿Adónde quieres ir a parar?
—Bueno, pues, que hay, o había, un determinado número de paradas entre Zermatt y Champoluc. ¿Cuántas dirías que había?
—Varias. Por lo menos, nueve o diez.
—Eso no nos sirve de mucho, perdona.
—Al norte de Champoluc, la primera parada se llamaba el Pico del Águila, creo. Después venía el Mirador del Cuervo y el del Cóndor… —Víctor se detuvo. Pájaros. Nombres de pájaros. Acababa de recordar algo, pero no se trataba de ningún recuerdo que se remontara a tres décadas. Hacía apenas unos días. En Campo di Fiori—. El cuadro —dijo suavemente.
—¿Qué cuadro? —preguntó Adrian.
—Debajo del de la Virgen. En el despacho de mi padre. Una escena de caza con pájaros.
—Y cada una de las paradas intermedias del tren —dijo Andrew rápidamente inclinándose hacia adelante en su sillón— se describe, o se describía, en parte con el nombre de un pájaro. ¿Qué pájaros se representaban en el cuadro?
—No lo recuerdo. Había poca luz y yo trataba de pensar. No me fijé en el cuadro.
—¿Pertenecía a tu padre? —preguntó Adrian.
—No estoy seguro.
—¿Podrías llamar? —dijo el comandante más en tono de petición que de orden.
—No. Campo di Fiori es una tumba sin líneas de comunicación. Sólo un apartado de correos en Milán bajo el nombre de Baricours, Père et Fils.
—Mamá nos ha dicho que vive allí un anciano sacerdote. ¿Qué existencia lleva? —preguntó el soldado sin mostrarse muy satisfecho.
—No se me ocurrió preguntarlo —contestó el padre—. Había un hombre, un chófer que acudió a recogerme a Milán. Supuse que debía de ser el contacto del monje con el exterior. El anciano sacerdote y yo permanecimos hablando buena parte de la noche, pero mis intereses eran muy limitados. Seguía siendo mi enemigo y él lo comprendía.
Andrew miró a su hermano.
—Acudiremos a Campo di Fiori —dijo el soldado lacónicamente.
Adrian asintió y volvió a dirigirse a su padre.
—¿No hay manera de convencerte de que encomiendes a otros esta tarea? ¿A eruditos responsables?
—No —repuso Víctor simplemente—. Los eruditos vendrán más tarde. Antes, no. No olvidéis lo que estáis manejando. El contenido de esta caja podría hacer tambalear al mundo civilizado mucho más que cualquier otro acontecimiento que se haya producido en la historia. La confesión contenida en este pergamino es un arma devastadora, no cometáis ningún error. No se le puede pedir a ningún comité que asuma la responsabilidad en esta fase. Los riesgos son demasiado grandes.
—Comprendo —dijo Adrian reclinándose de nuevo en el sillón y contemplando las hojas—. Mencionas el nombre de Annaxas, pero no especificas demasiado a este respecto. ¿Dices que el padre de Annaxas era el maquinista de aquel tren, asesinado por el monje de Jénope? ¿Quién es Annaxas?
—En caso de que estos papeles cayeran en otras manos que no fueran las vuestras, no quería que pudiera establecerse ninguna conexión. Annaxas es Theodore Dakakos.
Se escuchó un crujido. El soldado sostenía un lápiz en la mano y acababa de partirlo por la mitad. Padre y hermano le miraron. Andrew no dijo más que una palabra:
—Perdón.
—He oído este nombre —dijo Adrian—, pero no estoy seguro de dónde.
—Es griego. Un importante armador. El monje que viajaba en aquel tren era el hermano de su padre, es decir, su tío. Un hermano mató a otro hermano. Lo había ordenado Jénope con el objeto de que la localización de la caja quedara enterrada con ellos.
—¿Dakakos lo sabe? —preguntó el soldado serenamente.
—Sí. No sé exactamente qué papel desempeña. Sólo sé que busca respuestas y que anda en busca de la caja.
—¿Confías en él? —preguntó el abogado.
—No. No confío en nadie en relación con Salónica —repuso Víctor respirando hondo.
Ahora le resultaba difícil poder hablar; su respiración era afanosa y las fuerzas le estaban abandonando.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Jane pasando rápidamente frente a Adrian y acercándose a su marido. Después se inclinó y le rozó la mejilla con la mano.
—Sí —repuso él esbozando una sonrisa. Después miró a Andrew y a Adrian abarcando a cada uno de ellos con sus ojos—. No os he dirigido con ligereza esta petición. Tenéis vuestras propias vidas y vuestros intereses. Tenéis dinero. —Víctor se apresuró a levantar la mano—. Quiero añadir que teníais derecho a ello. Yo tuve también mi parte y vosotros no teníais por qué ser menos. A este respecto, somos una familia privilegiada. Pero los privilegios exigen responsabilidades por parte de aquellos que los disfrutan.
»Llegan inevitablemente unos momentos en los que es necesario interrumpir las propias ocupaciones con inesperada urgencia. Quiero que comprendáis que ahora ha llegado uno de estos momentos.
»Os habéis distanciado. Sospecho que sois adversarios, tanto desde un punto de vista filosófico como político. Todo eso no tiene nada de malo pero estas diferencias son insignificantes en comparación con lo que ahora tenéis que afrontar. Sois hermanos, los nietos de Savarone Fontini-Cristi, y ahora debéis hacer lo que su hijo no puede hacer. No busquéis aquí ningún privilegio porque no lo habrá.
Había terminado. Era todo lo que podía decir; cada acto respiratorio le resultaba doloroso.
—Durante todos estos años, jamás nos dijiste… —Adrian le estaba mirando una vez más con una expresión inquisitiva en la que se mezclaban el asombro y la tristeza—. Dios mío, cuánto debiste sufrir.
—Tenía dos opciones —replicó Víctor con voz apenas audible—. Resultar productivo. O bien morir de manera neutra. La elección no fue difícil.
—Hubieras debido matarles —dijo el soldado tranquilamente.
Se encontraban de pie en la calzada que había frente a la casa de North Shore. Andrew se apoyó contra la cubierta del motor de su Lincoln Continental de alquiler con los brazos cruzados sobre su planchado uniforme mientras el sol de la tarde arrancaba destellos de los botones de latón y de las insignias.
—Se está muriendo —dijo.
—Lo sé —repuso Adrian—. Y él también lo sabe.
—Y aquí estamos.
—Aquí estamos —repitió el abogado.
—Lo que él quiere es más fácil para mí que para ti —dijo Andrew mirando hacia las ventanas del dormitorio principal de la segunda planta.
—¿Qué quieres decir?
—Soy práctico. Tú no. Será mejor que trabajemos juntos y no ya por separado.
—Me asombra que reconozcas la posibilidad de que pueda ser útil. Ello debe herir tu vanidad.
—Cuando se trata de decisiones de campaña, no hay orgullo. Lo importante es el objetivo —dijo Andrew hablando en tono indiferente—. Podremos reducir el tiempo a la mitad si dividimos las posibilidades. Sus recuerdos son inconexos y vagos. Sus recuerdos del territorio son confusos; yo poseo cierta experiencia a este respecto. —Andrew se apartó del automóvil y se irguió—. Creo que tendremos que retroceder, Adrian. A siete años atrás. Antes de lo de San Francisco. ¿Podrás hacerlo?
Adrian miró a su hermano.
—Tú eres el único que puede responder a esta pregunta. Y, por favor, no mientas. Jamás se te dieron demasiado bien las mentiras. Por lo menos, conmigo.
—Y a ti tampoco conmigo.
Los dos hermanos se miraron el uno al otro sin pestañear.
—Un hombre fue asesinado el miércoles por la noche. En Washington.
—Yo me encontraba en Saigón. Ya lo sabes. ¿Quién era?
—Un abogado negro del Departamento de Justicia. Un hombre apellidado…
—Nevins —dijo Andrew interrumpiendo a su hermano y completando la frase.
—¡Santo cielo! ¡Lo sabías!
—Había oído hablar de él, sí. Pero no sabía que le hubieran asesinado. ¿Por qué iba a saberlo?
—¡El Cuerpo de Vigilancia! ¡Estaba en posesión de una confesión relativa al Cuerpo de Vigilancia! ¡La llevaba consigo! ¡La robaron de su automóvil!
—¿Acaso te has vuelto loco? —preguntó el soldado hablando despacio y sin urgencia—. Es posible que no te gustemos, pero no somos unos estúpidos. Un objetivo como este hombre, por remotamente que esté relacionado con nosotros, atraería a los investigadores a cientos. Hay medios mejores. El asesinato es un instrumento que no hay que usar contra uno mismo.
Adrian miró a su hermano estudiando sus ojos. Al final, habló despacio, casi en un susurro.
—Creo que es lo más cínico que jamás he escuchado.
—¿A qué te refieres?
—A eso de que el asesinato es un instrumento. Lo dices en serio, ¿verdad?
—Pues claro. Es la verdad. ¿He contestado a tu pregunta?
—Sí —dijo Adrian tranquilamente—. Retrocederemos a… antes de lo de San Francisco. Durante algún tiempo; tienes que saberlo. Hasta que todo eso haya terminado.
—Bien… Tienes asuntos que resolver antes de la partida y yo también. Digamos que dentro de una semana a partir de mañana.
—De acuerdo. Dentro de una semana a partir de mañana.
—Tomaré el avión de Washington de las seis. ¿Vienes conmigo?
—No, tengo que reunirme con alguien en la ciudad. Utilizaré uno de los coches de aquí.
—Es curioso —dijo Andrew sacudiendo lentamente la cabeza como si lo que estaba a punto de decir no tuviera la menor gracia—. Jamás te he pedido ni tu número de teléfono, ni tu dirección.
—Vivo en las District Towers. De la Avenida Nebraska.
—Las District Towers. Muy bien. Dentro de una semana contando a partir de mañana. Haré las reservas de pasaje. Directamente a Milán. ¿Tienes el pasaporte en regla?
—Creo que sí. Lo tengo en el hotel. Lo comprobaré.
—Muy bien. Ya te llamaré. Dentro de una semana. —Andrew hizo ademán de abrir la portezuela—. Por cierto, ¿qué ocurrió con aquella citación judicial?
—Ya sabes lo que ocurrió. No se envió.
—De todos modos, no hubiera dado resultado —dijo Andrew sonriendo al tiempo que subía al automóvil.
Se encontraban sentados junto a una mesa situada en un rincón de la terraza del café St. Moritz de Central Park South. Eran muy aficionados a semejantes lugares; seleccionaban a algunos peatones y se inventaban biografías instantáneas.
Pero ahora no se estaban inventando ninguna. En su lugar, Adrian había llegado a la conclusión de que las instrucciones de su padre en el sentido de que no le hablaran a nadie acerca del tren de Salónica no incluían a Bárbara. Su conclusión se basaba en la creencia de que, en el caso de que los papeles hubieran estado invertidos, ella se lo hubiera dicho. No iba a abandonar el país durante un período que oscilaría entre cinco y diez semanas sin decirle el porqué. Ella no se merecía semejante trato.
—Ahí tienes. Unos documentos religiosos que se remontan a hace mil quinientos años, un rollo arameo que provocó la casi locura del gobierno británico en plena guerra y una confesión escrita sobre un pergamino hace dos mil años, que Dios sabrá lo que contiene. Esta caja ha sido causa de terribles violencias. Si es cierto lo que dice mi padre, este rollo, y, sobre todo, el pergamino, podría alterar una considerable parte de la historia.
Bárbara se reclinó en su asiento mirándole con sus ojos castaños. Le observó unos instantes sin decir nada.
—Me parece altamente improbable. Diariamente se descubren documentos. La historia no cambia —se limitó a decir.
—¿Has oído hablar alguna vez de algo llamado la Cláusula del Filioque?
—Pues claro. Forma parte del Credo de Nicea, fue causa de la división entre la Iglesia oriental y la occidental y condujo al cisma de Focio en… el siglo noveno, creo. Lo cual, a su vez, provocó el cisma de 1054. La cuestión en disputa fue, en último extremo, la de la infalibilidad papal.
—¿Cómo demonios sabes todo eso?
—Es lo mío —dijo Bárbara riendo—. ¿Acaso no te acuerdas? Por lo menos, en sus aspectos externos.
—Has dicho el siglo noveno. Mi padre ha dicho hace mil quinientos años.
—Entre los siglos primero y séptimo hubo tantos concilios, tantos movimientos de vaivén hacia adelante y hacia atrás, tantas discusiones acerca de doctrinas y leyes que resulta prácticamente imposible aclararse. ¿Se refieren estos documentos al Filioque? ¿Son acaso las negaciones?
Adrian se quedó inmóvil sosteniendo en la mano el vaso que iba a acercarse a los labios.
—Sí. Eso es lo que ha dicho mi padre; es el término que utilizó. Las negaciones del Filioque.
—No existen.
—¿Cómo?
—Fueron destruidas, creo que en el transcurso de una ceremonia, en Estambul, en la mezquita de Santa Sofía a principios de la segunda guerra mundial. Existe documentación… testigos, si mal no recuerdo. Incluso fragmentos carbonizados cuya autenticidad ha sido confirmada por medio de análisis espectroquímicos.
Adrian la miró fijamente. Algo estaba fallando. Todo resultaba demasiado sencillo. Demasiado negativamente sencillo.
—¿De dónde has sacado esta información?
—¿De dónde? ¿Te refieres al lugar específico?
—Sí.
Bárbara se inclinó hacia adelante moviendo distraídamente el vaso, perdida en sus pensamientos. Tenía la frente fruncida.
—No es mi campo pero puedo averiguarlo, desde luego. De eso hace varios años. Recuerdo que conmovió a mucha gente.
—Hazme un favor —le dijo él hablando con rapidez—. Cuando regreses, averigua todo lo que puedas acerca de este fuego. ¡Es absurdo! Mi padre lo hubiera sabido.
—No veo por qué. Son cuestiones terriblemente académicas.
—Sigue siendo absurdo…
—Hablando de Boston —le interrumpió ella—. Mi servicio telefónico recibió dos llamadas de alguien que trataba de localizarte. Un tal señor Dakakos.
—¿Dakakos?
—Sí. Theodore Dakakos. Dijo que era urgente.
—¿Y tú qué dijiste?
—Que ya te daría el recado. Anoté el número pero no te lo quise dar. Sólo te hubieran faltado unas llamadas histéricas desde Washington. Has tenido unos días espantosos.
—No es de Washington.
—Las llamadas sí lo eran.
Adrian levantó los ojos por encima de los setos en miniatura que rodeaban la terraza del café. Vio lo que buscaba: una cabina telefónica.
—Vuelvo enseguida.
Se dirigió a la cabina y llamó a las District Towers de Washington.
—Recepción, por favor.
—Sí, señor Fontine. Hemos recibido varias llamadas de un tal señor Dakakos. En estos momentos se encuentra aguardándole en el vestíbulo un representante del señor Dakakos.
Adrian pensó rápidamente. Recordó las palabras de su padre; le había preguntado a su padre si confiaba en Dakakos. No confío en nadie en lo concerniente a Salónica…
—Oiga. Dígale a este hombre del vestíbulo que acaba de recibir noticias mías. No regresaré hasta dentro de unos días. No quiero ver a este Dakakos.
—Desde luego, señor Fontine.
Adrian colgó el aparato. Su pasaporte estaba en Washington. En la habitación. Entraría por el garaje. Pero aquella noche no; era demasiado pronto. Esperaría a mañana. Pernoctaría en Nueva York… Su padre. Tenía que comunicarle a su padre lo de Dakakos. Llamó a la casa de North Shore.
Jane hablaba con gran tensión en la voz.
—Está con el médico. Menos mal que ha permitido que le administren un calmante. No creo que hubiera podido soportarlo mucho tiempo. Ha tenido unos espasmos…
—Te llamaré esta noche.
Adrian salió de la cabina y se abrió paso entre los peatones para regresar a su mesa de la terraza del café.
—¿De qué se trata? —preguntó Bárbara alarmada.
—Llama a tu servicio de Boston. Diles que llamen a Dakakos y le comuniquen que no hemos podido vernos. He tenido que emprender viaje a… digamos que a Chicago. Por asuntos de negocios. Éste es el mensaje que se ha recibido en tu hotel de aquí.
—No quieres verle, ¿verdad?
—Tengo que esquivarle. Quiero despistarle. Es probable que haya tratado de establecer contacto con mi hermano.
El camino del Rock Creek Park. Había sido idea de Martin Greene, él lo había elegido. Greene había hablado en un tono muy extraño por teléfono, como desafiante. Como si ya nada le importara.
Cualquier cosa que preocupara a Greene se desvanecería en cuanto él le contara la historia. ¡Vaya si se desvanecería! ¡En una sola tarde, el Cuerpo de Vigilancia había dado un paso gigantesco! Superior a cualquier cosa que hubieran podido imaginar. ¡Si las cosas que había dicho su padre acerca de aquella caja, si las molestias que hombres poderosos y gobiernos enteros se habían tomado al objeto de adueñarse de ellas, fueran siquiera parcialmente ciertas, el Cuerpo de Vigilancia ocuparía una posición privilegiada! ¡Nadie podría alcanzarle!
Su padre había dicho que prepararía una lista. Bueno, pues, no sería necesario que su padre hiciera tal cosa; la lista ya existía. Los siete hombres del Cuerpo de Vigilancia controlarían aquella caja. Y él controlaría a los siete hombres del Cuerpo de Vigilancia.
¡Santo cielo, era increíble! Pero los acontecimientos no mentían; su padre no mentía. Quienquiera que se hallara en posesión de aquellos documentos, de aquel pergamino procedente de una olvidada cárcel romana, estaría en condiciones de exigir cosas extraordinarias. ¡En todas partes! Una omisión en la historia, ocultada al mundo a causa de un increíble temor. Su divulgación sería intolerable. Bueno, pues, el temor era también un instrumento. Tan grande como la muerte. A menudo más.
No olvidéis que el contenido de esta caja podría hacer tambalear el mundo mucho más que cualquier otro acontecimiento que se haya producido en la historia…
Las decisiones de unos hombres extraordinarios —en tiempo de paz y de guerra— corroboraban la opinión de su padre. Y ahora otros hombres extraordinarios, dirigidos por un hombre extraordinario, encontrarían aquella caja y contribuirían a configurar el último cuarto del siglo XX. Era necesario empezar a pensar así, a pensar en letras mayúsculas, a manejar conceptos superiores a la capacidad de los hombres corrientes. Su preparación, su herencia: se lo estaba imaginando todo con gran claridad y se veía capacitado para soportar el peso de la enorme responsabilidad. Resultaba adecuado para ello. La responsabilidad sería suya junto con aquella caja enterrada en los Alpes italianos.
Tendría que inmovilizar a Adrian. No demasiado en serio; su hermano era débil, indeciso, no poseía espíritu competitivo. Bastaría con que se le tranquilizara un poco. Visitaría a su hermano y se encargaría de ello.
Andrew echó a andar por el camino del Rock Creek Park. Había muy poca gente; el parque no resultaba un lugar muy apropiado para pasear de noche. ¿Dónde estaba Greene? Hubiera debido de estar allí; su apartamento estaba mucho más cerca que el aeropuerto. Y Greene le había dicho que se diera prisa.
—¡Fontine!
El soldado se dio la vuelta sobresaltado. A unos veinte metros de distancia, junto al tronco de un árbol, se encontraba Martin Greene. Iba vestido de paisano y llevaba en la mano izquierda una abultada cartera de documentos.
—¿Marty? Pero ¿qué demonios…?
—Ven aquí —le ordenó el capitán secamente.
Andrew se dirigió rápidamente al arracimamiento de árboles.
—¿Qué sucede?
—Todo se ha perdido, Fontine. Todo el maldito asunto. Llevo tratando de localizarte desde ayer por la mañana.
—Estaba en Nueva York. ¿De qué estás hablando?
—Cinco hombres se encuentran encerrados en una prisión de alta seguridad de Saigón. ¿Quieres adivinar quiénes?
—¿Cómo? ¡La citación judicial no fue enviada! ¡Tú lo confirmaste, yo lo confirmé!
—Maldita la falta que hacía la citación. Los investigadores han salido de sus escondrijos. Nos han atacado en todos los frentes. Calculo que tardarán unas doce horas en averiguar que yo soy el miembro que se encuentra en la sección de ofertas. Tú también estás marcado.
—Un momento. ¡Espera un momento! ¡Eso es una locura! ¡La citación fue anulada!
—Soy el único que se beneficiará de eso. Jamás mencionaste mi nombre en Saigón, ¿verdad?
—Pues claro que no. Lo único que dije fue que teníamos a un hombre aquí.
—Es lo único que les hacía falta; juntarán las piezas del rompecabezas.
—¿Cómo?
—De mil maneras distintas. Lo primero que se les ocurrirá será comprobar y comparar mis horas de salida con las tuyas. Algo ha ocurrido allí; algo que lo ha estropeado todo —dijo Greene con la mirada perdida.
Andrew respiraba con normalidad sin apartar los ojos del capitán.
—No, allí no —dijo suavemente—. Ha ocurrido aquí. El miércoles por la noche.
—¿Qué pasó el miércoles por la noche? —preguntó Greene levantando la cabeza.
—Este abogado negro, Nevins. Le mandaste asesinar, estúpido hijo de puta. ¡Mi hermano me ha acusado! ¡Nos ha acusado a nosotros! ¡Me ha creído porque yo también me lo creía! ¡Era demasiado estúpido!
El soldado hablaba en un susurro forzado. Era lo único que podía hacer para evitar propinarle una paliza al hombre que le estaba mirando.
—El total lo has calculado bien pero te has equivocado en los números —replicó Greene en tono tranquilo y seguro—. Es cierto que ordené que lo hicieran y tengo en mi poder la cartera de documentos de este bastardo con la declaración contra nosotros. Pero el contrato fue tan remoto que la gente que lo llevó a cabo ni siquiera sabe que existo. Para que estés al día, te diré que han sido detenidos esta mañana. En Virginia occidental. Estaban en posesión de un dinero sucio procedente de una empresa dedicada al fraude. Y nosotros no tenemos nada que ver con eso. No, Fontine, no he sido yo. Lo que haya sido ha tenido lugar allí. Yo creo que lo has estropeado tú…
—Imposible —dijo Andrew sacudiendo la cabeza—. Yo lo he manejado todo…
—Por favor. No me digas nada. No quiero saberlo porque me importa un comino. Tengo una maleta en el aeropuerto Dulles y un pasaje de ida a Tel Aviv. Pero te haré un último favor. Cuando todo empezó a estropearse, llamé a unos amigos de la sección de investigación; me debían un favor. Aquella declaración de Barstow por la que tanto nos habíamos preocupado ni siquiera formaba parte de los datos.
—¿Qué quieres decir?
—¿Recuerdas aquella investigación de rutina del Congreso? ¿Aquel griego de quien jamás habías oído hablar…?
—¿Dakakos?
—Exactamente. Theodore Dakakos. Allí en la sección de investigación la llaman la prueba Dakakos. Fue él. Nadie sabe cómo, pero este griego fue el que consiguió averiguar todo lo que hacía falta acerca del Cuerpo de Vigilancia. Y después lo canalizó pieza por pieza hacia los archivos de la sección de investigación.
Theodore Dakakos, pensó Andrew. Theodore Annaxas Dakakos, hijo de un maquinista griego de tren asesinado hacía treinta años en la sección de carga de la estación de Milán por un sacerdote que era su hermano. Hombres extraordinarios se habían tomado molestias extraordinarias con el objeto de controlar la caja de Constantina. El soldado experimentó una profunda calma.
—Gracias por decírmelo —dijo.
—Por cierto, he realizado un viaje a Baltimore —dijo Greene mostrándole la cartera.
—Los archivos de Baltimore figuran entre los mejores —dijo Fontine.
—Allí donde yo voy, es posible que se necesiten armas en el Negev. Con eso, tal vez las consigamos.
—Muy posiblemente.
Greene vaciló y después preguntó despacio:
—¿Quieres venir conmigo? Podemos ocultarte. Cosas peores podrías hacer.
—Puedo hacer cosas mejores.
—¡Deja de bromear, Fontine! Utiliza un poco de tu famoso dinero y lárgate de aquí cuanto antes. Cómprate un refugio. Estás acabado.
—Te equivocas. Estoy empezando.