23

El tren de Salónica había exigido un último sacrificio, pensó Víctor tendido en su cama mientras los rayos del sol matinal penetraban a través de las ventanas de su casa de North Shore que daban al mar. No había ninguna razón para que se perdieran más vidas en su nombre. Enrici Gaetamo había sido la última víctima y su muerte no había sido lamentada.

A él, por su parte, le quedaba muy poco tiempo. Lo podía adivinar en los ojos de Jane, en los ojos de los médicos. Era de esperar; su sentencia había sido suspendida demasiadas veces.

Había dictado todo lo que había podido recordar acerca de aquel día de julio de hacía muchos años. Había rebuscado en los más recónditos escondrijos de su mente y había rechazado los narcóticos que le hubieran aliviado el dolor porque éstos le hubieran borrado, al mismo tiempo, los recuerdos.

Era necesario encontrar el cofre de Constantina y el contenido del mismo tenía que ser evaluado por hombres responsables. Lo que había que evitar —por lejana que pudiera ser la posibilidad— era un descubrimiento fortuito, una divulgación irreflexiva. Encargaría de ello a sus hijos: Salónica sería ahora de ellos. De los Géminis. Ellos conseguirían lo que él no había conseguido: encontrar la caja de Salónica.

Pero faltaba una pieza del rompecabezas. Tenía que encontrarla antes de hablar con sus hijos. ¿Qué era lo que sabía Roma? ¿Qué había averiguado el Vaticano acerca de Salónica? Ésta era la razón de que le hubiera pedido a un hombre que le visitara aquella mañana. Un sacerdote apellidado Land, el monseñor de la archidiócesis de Nueva York que había acudido a visitarle al hospital hacía varios meses.

Fontine escuchó unas pisadas fuera del dormitorio así como las voces en susurros de Jane y del visitante. Había llegado el sacerdote.

La pesada puerta se abrió en silencio. Jane hizo pasar al monseñor y después se retiró al pasillo cerrando la puerta a su espalda. El sacerdote permaneció de pie al otro lado de la estancia con un libro encuadernado en cuero en la mano.

—Muchas gracias por venir —dijo Víctor.

El sacerdote sonrió.

—Conquista con Piedad. En Nombre de Dios —dijo rozando con los dedos la cubierta de cuero del libro—. La historia de los Fontini-Cristi. He pensado que le gustaría, señor Fontine. Lo encontré en una librería de Roma hace años.

El monseñor depositó el libro sobre la mesilla de noche. Se estrecharon la mano y Víctor se percató de que ambos se estaban estudiando el uno al otro.

Land no debía de tener más de cincuenta años. Era de estatura mediana y ancho de tórax y espalda. Sus facciones eran afiladas, anglicanas; sus ojos de color castaño destacaban bajo unas pobladas cejas más oscuras que su corto cabello entrecano. Era un rostro agradable, de ojos inteligentes.

—Una publicación algo jactanciosa, me temo. Una costumbre de dudoso valor de principios de siglo. Hace tiempo que se agotó la edición. El idioma es italiano…

—Una anticuada variante norteña. Creo que su equivalente inglés sería el estilo de la corte victoriana. Situado en un punto intermedio entre el «usted» y el «vos».

—Me lleva usted ventaja. Mis conocimientos idiomáticos no son en modo alguno tan eruditos.

—Fueron suficientes para Loch Torridon —dijo el sacerdote.

—Sí, lo fueron. Por favor, siéntese, monseñor Land —dijo Víctor señalando un sillón que había junto a la cama.

El sacerdote tomó asiento. Ambos hombres se miraron el uno al otro. Fontine habló.

—Hace varios meses acudió usted a mi habitación de hospital. ¿Por qué?

—Quería conocer al hombre cuya vida había estudiado yo con tanto detenimiento. ¿Me permite que le hable con franqueza?

—No hubiera acudido aquí esta mañana si hubiera pretendido lo contrario.

—Me dijeron que era posible que muriera. Fui lo suficientemente presuntuoso como para esperar que me permitiera usted administrarle los últimos sacramentos.

—A eso le llamo yo ser sincero. El presuntuoso fui yo.

—Me di cuenta. Por eso jamás regresé. Es usted un hombre educado, señor Fontine, pero no pudo ocultar sus sentimientos.

Víctor estudió el rostro del sacerdote. Se observaba en él la misma tristeza que el día que había acudido a visitarle al hospital.

—¿Por qué ha estudiado usted mi vida? ¿Acaso el Vaticano sigue investigando? ¿No fue rechazada la causa de Donatti?

—El Vaticano estudia constantemente. Examina. No se detiene jamás. Y Donatti fue algo más que rechazado. Fue excomulgado y se negó a sus restos la santidad de un sepelio católico.

—Ha contestado usted a mis dos últimas preguntas. No a la primera. ¿Por qué usted?

El monseñor cruzó las piernas y juntó las manos sobre sus rodillas entrelazando los dedos.

—Soy un historiador político y social. Lo cual equivale a decir que investigo las relaciones incompatibles entre la Iglesia y el ambiente circundante en determinados períodos de la historia. —Land esbozó una sonrisa y miró con expresión pensativa—. La razón inicial de semejante labor era la de demostrar la virtud de la Iglesia y el error de cualquiera que se hubiera opuesto a ella. Pero la virtud no siempre se encontraba. Y ciertamente que no se encontró en los incontables fallos de juicio o de moralidad que se iban descubriendo.

La sonrisa de Land había desaparecido; su confesión estaba clara.

—¿La ejecución de los Fontini-Cristi fue un fallo? ¿De juicio? ¿De moralidad?

—Por favor. —El sacerdote habló rápidamente en tono suave pero firme—. Usted y yo sabemos lo que fue. Un acto de asesinato. Imposible de sancionar e imperdonable.

Víctor descubrió una vez más la tristeza en los ojos de aquel hombre.

—Acepto lo que usted me dice. No lo comprendo, pero lo acepto. O sea, que me convertí en objeto de sus investigaciones sociales y políticas.

—Entre otros muchos asuntos de la época. Estoy seguro de que usted es consciente de ellos. A pesar de que hubo muchas cosas buenas en aquellos años, hubo también muchas cosas imperdonables. Usted y su familia entran, sin duda, en esta categoría.

—¿Se interesó usted por mí?

—Usted se convirtió en mi obsesión —repuso Land volviendo a sonreír con aire cohibido—. Recuerde que soy norteamericano. Estaba estudiando en Roma y el nombre de Víctor Fontine me era muy conocido. Había leído muchas cosas acerca de su labor en la Europa de la posguerra; los periódicos hablaban de ella incesantemente. Sabía de su influencia tanto en el sector público como en el privado. Puede imaginarse mi sorpresa cuando, estudiando aquella época, descubrí que Vittorio Fontini-Cristi y Víctor Fontine eran la misma persona.

—¿Había mucha información en los archivos vaticanos?

—Acerca de los Fontini-Cristi, sí. —Land señaló con la cabeza hacia el libro encuadernado en cuero que había depositado sobre la mesilla de noche—. Al igual que la de este libro, me temo que algo parcial. Pero en modo alguno tan halagadora, naturalmente. Acerca de usted, sin embargo, apenas había nada de importancia. Se hacía referencia a su persona: el hijo primogénito de Savarone, ahora ciudadano norteamericano con el nombre de Víctor Fontine. Nada más. Los archivos finalizaban bruscamente con la información en el sentido de que los demás miembros de la familia Fontini-Cristi habían sido ejecutados por los alemanes. Era un final incompleto. Faltaba incluso la fecha.

—Cuanto menos se escriba, mejor.

—Sí. Entonces empecé a estudiar los archivos del Tribunal de Indemnizaciones. Éstos eran mucho más completos. Lo que comenzó siendo una curiosidad se trocó en inquietud. Usted formulaba acusaciones ante el tribunal de jueces. Acusaciones que me parecían increíbles e intolerables puesto que incluía en ellas a la Iglesia. Y se refería usted a un hombre de la Curia, a Guillamo Donatti. Era el eslabón que faltaba. Era lo único que necesitaba.

—¿Me está usted diciendo que el nombre de Donatti no figuraba en los archivos de los Fontini-Cristi?

—Ahora sí figura. Pero por aquel entonces, no. Parecía como si los archiveros no se atrevieran a dejar constancia de aquella conexión. Los documentos relativos a Donatti han sido sellados, tal como ocurre en todos los casos de excomunión. Tras su muerte, se habían encontrado en posesión de un ayudante…

—El padre Enrici Gaetamo. Privado de los hábitos —le interrumpió Fontine suavemente.

Land se detuvo.

—Sí. Gaetamo. Recibí autorización para romper los sellos. Leí los paranoicos desvaríos de un demente, de un fanático autocanonizado. —El monseñor se detuvo brevemente una vez más y sus ojos vagaron por la estancia—. Lo que allí encontré me llevó a Inglaterra. Hasta un hombre llamado Teague. Sólo tuve ocasión de hablar con él una vez, en su casa de campo. Estaba lloviendo y él no hacía más que levantarse para atizar el fuego de la chimenea. Jamás había visto a un hombre manosear tanto un reloj de pulsera. Sin embargo, estaba retirado y no tenía ningún lugar a dónde ir.

—Lo del reloj era una costumbre muy molesta —comentó Víctor sonriendo—. Yo se lo dije muchas veces.

—Sí, eran ustedes muy buenos amigos, lo supe enseguida. Le tenía a usted mucho respeto, ¿sabe?

—¿Respeto a mí? ¿Alec? No puedo creerlo. Era una persona demasiado sincera.

—Dijo que jamás lo había reconocido, pero que así era. Dijo que no se sentía a su altura cuando estaba con usted.

—Pues no lo daba a entender.

—Me dijo también otras muchas cosas. Me lo dijo todo. La ejecución de Campo di Fiori, la huida desde Celle Ligure, Loch Torridon, el condado de Oxford, su esposa, sus hijos. Y Donatti, cuyo nombre le había ocultado a usted.

—No tenía más remedio que hacerlo. Este dato hubiera obstaculizado la operación Loch Torridon.

Land desenlazó las manos y descruzó las piernas. Daba la impresión de que no acertara a encontrar las palabras.

—Era la primera vez que oía hablar del tren de Salónica.

Víctor levantó bruscamente los ojos que habían estado contemplando las manos del sacerdote.

—Eso no es lógico. Usted había leído los documentos de Donatti.

—Y súbitamente todo estuvo muy claro. Los insensatos desvaríos, las frases inconexas, las referencias aparentemente de loco a lugares y momentos insólitos… súbitamente todo resultó lógico. Ni siquiera en sus documentos más personales se refería Donatti a ello directamente; su temor era demasiado grande… Todo se reducía a un tren. Y a lo que había en dicho tren.

—¿No lo sabe usted?

—Llegué a saberlo. Lo hubiera sabido antes, pero Brevourt se negó a recibirme. Murió varios meses después de que yo intentara ponerme en contacto con él. Acudí a la prisión en la que Gaetamo se hallaba recluido. Éste me escupió a través de la tela metálica y se asió con las manos al borde de la misma hasta que le sangraron. No obstante, ya había averiguado la fuente. Constantina. El patriarcado. Conseguí ser recibido en audiencia por uno de los superiores. Era un hombre muy anciano y me lo reveló todo. El tren de Salónica transportaba las negaciones del Filioque.

—¿Nada más?

—Desde un punto de vista teológico —repuso monseñor Land sonriendo—, era suficiente. Para aquel viejo y sus colegas de Roma los documentos del Filioque representaban el triunfo y el cataclismo.

—¿Acaso no representan lo mismo para usted? —preguntó Víctor estudiando al sacerdote y concentrando la mirada en sus ojos castaños que le miraban a su vez sin pestañear.

—No. La Iglesia no es la Iglesia de los siglos pasados y ni siquiera la de las generaciones pasadas. Dicho en otras palabras, no podría sobrevivir si lo fuera. Hay algunos viejos que se aferran a lo que consideran incontrovertible… porque, en la mayoría de los casos, ello constituye lo único que les queda; no hay por qué despojarles de sus convicciones. Los imperativos de los tiempos cambian suavemente; nada es como era. A cada año que pasa, y a medida que la vieja guardia nos va dejando, la Iglesia se va acercando cada vez más al ámbito de la responsabilidad social. Está en condiciones de hacer mucho bien y posee los medios necesarios, desde un punto de vista espiritual y pragmático, de aliviar muchos sufrimientos. Hablo con cierto conocimiento de causa porque formo parte de este movimiento. Estamos en todas las diócesis del mundo. Es nuestro futuro. Ahora estamos con el mundo.

Fontine apartó la mirada. El sacerdote había terminado; había descrito unas fuerzas del bien en un mundo tristemente privado de muchas cosas. Víctor se dirigió de nuevo a Land.

—Entonces, ¿no sabe usted exactamente qué contienen estos documentos de Salónica?

—¿Qué más da? En el peor de los casos, material para discusiones teológicas. Ambigüedades doctrinales. Existió un hombre llamado Jesús de Nazaret… o el esseniano arcángel de la luz… y habló desde lo más hondo de su corazón. Sus palabras han llegado hasta nosotros y la veracidad de las mismas ha sido sancionada por los estudiosos arameos y bíblicos, tanto cristianos como no cristianos. ¿Qué más da que se le llame carpintero, profeta o Hijo de Dios? Lo importante es que comunicó la verdad tal y como él la veía, tal como le fue revelada. Su sinceridad, si usted quiere, es la única cuestión que se ventila y a este respecto no hay discusión posible.

Fontine contuvo el aliento. Sus pensamientos volvieron a Campo di Fiori, al viejo monje de Jénope que le había hablado de un pergamino sacado de una cárcel romana.

…el contenido de este pergamino rebasa cualquier cosa que pueda usted imaginar… es necesario encontrarlo… destruirlo… porque nada ha cambiado pero todo está cambiado…

Destruirlo.

…lo importante es que comunicó la verdad tal y como él la veía, tal como le fue revelada. Su sinceridad es la única cuestión que se ventila y a este respecto no hay discusión posible…

¿O sí la había?

¿Estaba aquel sacerdote y erudito, aquel hombre de buena voluntad, preparado para afrontar lo que era necesario afrontar? ¿Era siquiera remotamente justo pedirle que lo hiciera?

Porque nada ha cambiado, pero todo está cambiado.

Independientemente de lo que pudieran significar aquellas contradictorias palabras, serían necesarios unos hombres excepcionales capaces de llevar a cabo lo que más conveniente resultara. Prepararía una lista para sus hijos.

El sacerdote apellidado Land sería uno de los candidatos.

Las cuatro poderosas hélices superiores redujeron la velocidad de sus revoluciones hasta detenerse, produciendo unas sacudidas metálicas en todo el aparato. Un piloto abrió la escotilla y apretó la palanca de extensión de la escalerilla situada bajo el tren de aterrizaje. El comandante Andrew Fontine emergió al sol matinal y descendió por la escalerilla metálica pisando el suelo de la base Cobra de las Fuerzas Aéreas en Phan-thiet.

En sus documentos se le autorizaba a ser transportado urgentemente y a examinar los almacenes de la costa. Utilizaría un jeep de los oficiales y se dirigiría inmediatamente a los muelles. Y a un archivador del Almacén Cuatro. Los archivos del Cuerpo de Vigilancia se encontraban allí y allí permanecerían porque era el lugar más seguro del Sudeste Asiático, una vez se hubiera cerciorado de que todo estaba en orden. Tenía que efectuar otras dos paradas tras visitar el almacén: una en el norte, en Da Nang y otra en el sur, más allá de Saigón, en el Delta. En Can-tho.

El capitán Jerome Barstow se encontraba en Can-tho. Marty Greene estaba en lo cierto; Barstow había traicionado al Cuerpo de Vigilancia. Los demás se mostraban de acuerdo; su comportamiento era el de un hombre que había confesado. Había sido visto en Saigón en compañía de un letrado militar apellidado Tarkington. No resultaba difícil comprender lo que había ocurrido: Barstow estaba preparando una defensa y, en tal caso, una defensa significaba que se disponía a declarar. Barstow no sabía dónde se encontraban los archivos del Cuerpo de Vigilancia, pero los había visto. Los había visto, ¡maldita sea! Él mismo había preparado unos veinte o treinta. La declaración de Barstow podría significar el final del Cuerpo de Vigilancia. No podían permitir que ocurriera tal cosa.

El letrado del ejército apellidado Tarkington se encontraba en Da Nang. Él no lo sabía, pero iba a conocer a otro miembro del Cuerpo de Vigilancia. Sería la última persona que viera. En una calleja, con un cuchillo en el estómago y whisky en la camisa y en la boca.

Y después Andrew se trasladaría al Delta. Hasta el traidor apellidado Barstow. A Barstow le pegaría un tiro una puta; resultaba fácil comprarlas.

Pisó el cálido suelo de hormigón para dirigirse al edificio de tránsito. Le estaba aguardando un teniente coronel. Al principio, Andrew se alarmó. ¿Habría ocurrido algo? ¡Los cinco días aún no habían pasado! Entonces vio que el coronel le dirigía una sonrisa paternal no exenta de amistad.

—¿Comandante Fontine?

Al saludo se acompañó una mano tendida; no se esperaba ningún saludo militar.

—¿Sí, señor?

El apretón de manos fue breve.

—Cablegrama de Washington, recibido directamente de la secretaría del Ejército. Tiene que regresar a casa, comandante. Tan pronto como sea posible. Lamento tener que decírselo, pero se refiere a su padre.

—¿A mi padre? ¿Acaso ha muerto?

—Es cuestión de tiempo. Tiene usted prioridad en cualquier aparato que despegue de Tan Son Nhut.

El coronel le entregó un sobre bordeado de rojo con el membrete del cuartel general de Saigón en la parte superior. Era la clase de sobre reservada a los enlaces de la Casa Blanca y a los correos del Estado Mayor Conjunto.

—Mi padre lleva enfermo muchos años —dijo Fontine lentamente—. No se trata de nada inesperado. Me queda otro día de trabajo aquí. Estaré en Tan Son Nhut mañana por la noche.

—Lo que usted diga. Lo principal es que le hayamos encontrado. Ya ha recibido usted el mensaje.

—He recibido el mensaje —dijo Andrew.

En la cabina telefónica, Adrian escuchó la cansada voz del sargento de policía. El sargento estaba mintiendo; pero lo más probable era que alguien le hubiera mentido a él. El informe patológico acerca de Nevins, James, varón, negro, víctima de un accidente de tráfico cuyos autores se habían dado a la fuga, no se refería a ninguna lesión craneana, del cuello o de la parte superior del tórax que no hubiera sido causada por el impacto de la colisión.

—Envíeme el informe y las radiografías —dijo Adrian en tono seco—. Ya tiene usted mi dirección.

—El informe patológico no iba acompañado de ninguna radiografía —replicó mecánicamente el sargento.

—Pues, búsquelas —dijo Adrian colgando el aparato.

Mentiras. Mentiras y evasivas en todas partes.

Y la suya era la mayor de todas las mentiras; se había mentido a sí mismo y había aceptado la mentira y la había utilizado para convencer a los demás. Se había plantado ante un grupo de jóvenes y asustadizos abogados del Departamento de Justicia y les había dicho que, dadas las circunstancias, debería aplazarse la citación contra el Cuerpo de Vigilancia. Necesitaban reunir todas las pruebas; obtener una segunda declaración; acudir al general ayudante con sólo una lista de nombres no significaría nada.

¡No era cierto que no significara nada! El momento resultaba adecuado para enfrentarse con los militares y exigir una inmediata investigación. Un hombre había sido asesinado; las pruebas que éste llevaba consigo habían sido eliminadas del escenario de su muerte. ¡Aquellas pruebas eran la acusación contra el Cuerpo de Vigilancia! ¡Éstos son los nombres! ¡Éstos son los puntos esenciales de la declaración!

¡Adelante con ello!

Pero no podía hacerlo. El nombre de su hermano figuraba en primer lugar de la lista. Enviar la citación equivalía a acusar a su hermano de asesinato. No había ninguna otra conclusión. Andrew era su hermano, su hermano gemelo, y él no estaba preparado para llamarle asesino.

Adrian salió de la cabina telefónica y echó a andar manzana abajo en dirección a su hotel. Andrew iba a regresar de Saigón. Había salido del país el lunes anterior; no hacía falta devanarse demasiado los sesos para comprender el porqué. Su hermano no era estúpido; Andrew quería preparar su defensa en la misma fuente de sus delitos, delitos entre los que se incluían la conspiración, la supresión de pruebas y la obstrucción de la justicia. Motivos: complejos y no carentes de cierta base, pero delitos al fin.

Pero no el asesinato de noche en una calle de Washington.

¡Oh, Cristo! ¡Ahora mismo estaba volviendo a mentir! O, para ser más caritativo, se estaba negando a enfrentarse con la posibilidad. ¡Vamos! ¡Dilo, piénsalo!

La probabilidad.

Había un octavo miembro del Cuerpo de Vigilancia en Washington. Quienquiera que fuera, este hombre había sido el asesino de Nevins. Y el asesino de Nevins no hubiera actuado sin tener conocimiento de la información que un hermano le había facilitado a otro hermano en una caseta de embarcaciones de la North Shore de Long Island.

Cuando su aparato tomara tierra, Andrew se enteraría de que la citación judicial no había sido enviada. El Cuerpo de Vigilancia se conservaría intacto durante algún tiempo, sería libre de maniobrar y manipular.

Sin embargo, había una cosa que se lo impediría. Que se lo impediría instantáneamente y animaría de nuevo a un grupo de atemorizados abogados que se estaban preguntando si lo que le había ocurrido a Nevins podría ocurrirles a ellos; ellos eran unos abogados, no los miembros de un comando.

Adrian miraría a su hermano a los ojos y, en el caso de que viera en ellos la muerte de Jim Nevins, la vengaría. Si el soldado había dado la orden de ejecución, el soldado sería destruido.

¿O acaso estaba volviendo a mentirse a sí mismo? ¿Podría llamar asesino a su hermano? ¿Podría hacerlo realmente?

¿Qué demonios querría su padre? ¿Qué más daba?