22

El comandante Andrew Fontine se hallaba sentado rígidamente junto a su escritorio escuchando los rumores de la mañana. Eran las ocho menos cinco; los despachos estaban empezando a llenarse. Se escucharon voces distantes y próximas en los pasillos mientras el Pentágono iniciaba su jornada.

Disponía de cinco días para pensar. No, no para pensar sino para moverse. No tenía que pensar demasiadas cosas; era necesario actuar y cortar. Dar al traste con lo que Adrian y sus «preocupados ciudadanos» habían iniciado.

El Cuerpo de Vigilancia era la unidad clandestina más legítima del ejército. Estaba haciendo ni más ni menos lo mismo que los disidentes creían estar haciendo, pero sin destruir el sistema, sin dar a la publicidad las debilidades. Conservar la fuerza y la apariencia de fuerza. Eso era lo más importante. Habían probado el otro método. El Cuerpo de Vigilancia no había nacido en Georgetown entre copas de coñac y puros y fotografías del Pentágono colgadas de las paredes. ¡Todo aquello era mierda! Había nacido en una cabaña del Delta del Mekong. Tras regresar él de Saigón y comunicarles a sus tres oficiales subalternos lo que había ocurrido en el cuartel general del mando.

Se había trasladado a Saigón para exponer unas quejas legítimas, demostrativas de la corrupción que reinaba en las líneas de suministros. Material por valor de cientos de miles de dólares se perdía cada semana en el Mekong, abandonado por las tropas del ARVN a la menor señal de hostilidad, y se canalizaba hacia el mercado negro. Las nóminas eran cobradas por los comandantes del ARVN y las drogas eran compradas y distribuidas por las redes de tráfico vietnamitas en Hue y Da Nang. Millones de dólares se extraían de la operación del Sudeste Asiático y, al parecer, nadie sabía qué hacer al respecto.

Por consiguiente, él se fue con las pruebas a Saigón, directamente a los más altos jefes. ¿Y qué hicieron los altos jefes? Pero ¿qué era lo que tenían que investigar? Él les había traído suficientes pruebas como para formular una docena de acusaciones.

Un general de brigada se lo llevó a tomar un trago.

—Mine, Fontine. Es mejor una pequeña corrupción que hacer saltar todo un depósito de municiones. Esta gente es ladrona por naturaleza y nosotros no vamos a cambiarlo.

—Podríamos imponer algún castigo ejemplar, señor. Que alcanzara gran resonancia.

—¡Por el amor de Dios! ¡Bastantes problemas tenemos ya en la nación! Esta clase de publicidad sería aprovechada por los antimilitaristas. Usted tiene una magnífica hoja de servicios; no la vaya a estropear.

Y entonces fue cuando todo empezó, cuando nació el Cuerpo de Vigilancia. Su mismo nombre lo decía: una unidad de hombres que vigilaban y archivaban. A medida que transcurrían los meses, los cuatro se ampliaron a cinco y después a siete. Últimamente se les había añadido un octavo hombre: el capitán Martin Greene del Pentágono. Estaban asqueados. El ejército estaba dirigido por putas, por mujeres, de rodillas temblorosas que temían ofender. ¿Qué clase de postura era aquella por parte de los dirigentes militares de la nación más poderosa de la tierra?

Pero es que, además había ocurrido otra cosa. A medida que crecían sus archivos y los enemigos eran identificados como tales, los hombres del Cuerpo de Vigilancia lo vieron todo con mayor claridad que nunca: ¡ellos eran los herederos! Ellos eran los incorruptibles, ellos eran la élite.

Puesto que los canales habituales no daban resultado, lo harían a su manera. Organizarían los archivos, redactarían fichas sobre todos los inadaptados, los desviados, los corruptores grandes y pequeños. La fuerza residiría en aquellos que pudieran encararse con los corrompidos y obligarles a arrastrarse por los suelos. A hacer exactamente lo que los hombres fuertes e incorruptibles quisieran que hicieran.

El Cuerpo de Vigilancia estaba a punto de alcanzar la meta. Casi tres años archivando basura. ¡Santo cielo! El Sudeste Asiático era el lugar en el que más basura había. Pronto se harían con el poder; ¡acudirían al mismísimo Pentágono y se harían cargo del poder! Eran necesarios hombres como ellos con la habilidad, el adiestramiento y el espíritu de entrega que hace falta para dirigir todo el conjunto de la potencia armada del país. No era un engaño; ellos eran la élite.

Para él era muy lógico. Su padre lo comprendería, si alguna vez pudiera hablarle de ello. Y era posible que algún día lo hiciera. Desde su más temprana edad se había acostumbrado a percibir la influencia, el orgullo, la importancia. Y el poder… sí, el poder. ¡No era una palabrota! Pertenecía a aquellos que sabían manejarlo; y a él le correspondía por derecho de nacimiento.

¡Y Adrian lo quería echar todo a rodar! Pues, bueno, el aguafiestas no iba a echarlo a rodar. No iba a destruir el Cuerpo de Vigilancia.

…se pueden negociar acuerdos. Eso era lo que Adrian había dicho en la caseta de embarcaciones.

¡Cuánta razón tenía! Se podían negociar acuerdos; pero no cualquier acuerdo que se les ocurriera a Adrian y a sus preocupados ciudadanos. Antes ocurrirían muchas cosas.

Cinco días. Adrian no estaba acostumbrado a considerar las opciones. Alternativas prácticas y materiales, nada de palabras y abstracciones y «posiciones». Al ejército le costaría un gran trabajo tratar de alcanzarle dentro de cinco días en el caso de que se encontrara en una zona de combate a 17 000 kilómetros de distancia, participando en unas operaciones protegidas por un paraguas de seguridad. Tenía suficientes conexiones como para hacer eso; para trasladarse allí y construirse el paraguas.

Había un alfeñique en Saigón que les había traicionado. Había traicionado al resto del Cuerpo de Vigilancia. El principal motivo de su traslado hasta allí sería averiguar quién era puesto que había sido uno de los seis. Encontrarle… y después adoptar una decisión.

Una vez le hubiera encontrado, y se hubiera adoptado la decisión, lo demás sería fácil. Informaría a los demás componentes del Cuerpo de Vigilancia. Las versiones se completarían y sincronizarían.

Hasta el ejército precisaba de pruebas. Y no habría forma de que consiguiera esta prueba.

Allí en Washington, el octavo miembro del Cuerpo de Vigilancia ya sabría cuidar de sí mismo. El capitán Martin Greene estaba hecho de cuero y de acero. Y era listo. Sabría hacer frente a cualquier ataque de batería antiaérea dirigido contra él. Su familia procedía del Irgun, los más duros combatientes de la historia judía. Si los altos jefes de Washington se ponían pesados, se largaría a Israel en un segundo y saldría ganando el ejército judío.

Andrew miró su reloj. Eran algo más de las ocho, hora de ponerse en contacto con Greene. La noche anterior no había podido hacerlo. Adrian y sus civiles estaban tratando de localizar a un desconocido oficial que trabajaba en el Pentágono. De los teléfonos exteriores no podía fiarse uno. Él y Marty tendrían que hablar; no podían esperar a la próxima reunión que tenían en programa. Tomaría un avión con destino a Saigón antes de que finalizara aquel día.

Habían acordado que jamás se les viera juntos. Si, por casualidad, coincidían en alguna conferencia o alguna fiesta, fingían no haberse visto nunca. Era de primordial importancia que no resultara aparente ninguna conexión entre ellos. Siempre se reunían en lugares apartados tras haber organizado previamente el programa. Durante sus encuentros, reunían las perjudiciales informaciones obtenidas a través de los archivos del Pentágono a lo largo de la semana, introducían las páginas en un sobre y lo enviaban todo a un apartado de correos de Baltimore. Se catalogaban enemigos del Cuerpo de Vigilancia en todas partes.

En situaciones de emergencia o bien cuando alguno de ellos precisaba del consejo inmediato del otro, se avisaban mediante una llamada telefónica «errónea» a través de la centralita del Pentágono. Era la señal para inventarse cualquier pretexto, abandonar el despacho y dirigirse a un bar del centro de Washington. Andrew había efectuado la llamada «errónea» hacía un par de horas.

El bar era oscuro, vulgar y chillón con unos reservados en la parte del fondo que permitían ver la entrada con toda claridad. Andrew permanecía sentado en un reservado jugueteando con un bourbon que no le interesaba demasiado. No hacía más que mirar en dirección a la puerta situada a unos quince metros de distancia. Siempre que se abría la puerta, el sol matinal se filtraba como un intruso. Greene se estaba retrasando; no era propio de él.

Se abrió nuevamente la puerta y apareció la silueta de un hombre fornido y musculoso cuyos anchos hombros se destacaron sobre el trasfondo de luz. Era Marty que se había despojado del uniforme e iba enfundado en una camisa blanca con el cuello desabrochado y lo que, al parecer, eran unos pantalones a cuadros. Marty saludó al propietario del bar y se dirigió hacia la parte del fondo. Todo en Greene resultaba poderoso, pensó Andrew. Desde sus gruesas piernas hasta la maraña de cabello rojizo brillante cortado en cepillo.

—Perdona que haya tardado —dijo Greene sentándose en el reservado frente a Andrew—. He pasado por casa para cambiarme. Y después he salido por la parte de atrás.

—¿Había algún motivo?

—Tal vez sí, tal vez no. Anoche, al sacar el coche del garaje, me pareció que me vigilaban… un Electra verde oscuro. Cambié de dirección; aún estaba allí. Regresé a casa.

—¿Qué hora era?

—Hacia las ocho y media o nueve menos cuarto.

—Es lógico. Por eso te he llamado. Esperaban que me pusiera en contacto con alguien de tu sector; que concertara una cita inmediatamente. Es probable que vigilaran a otra media docena de hombres.

—¿Quiénes?

—Uno de ellos es mi hermano.

—¿Tu hermano?

—Es abogado. Está trabajando con…

—Sé perfectamente lo que es —le interrumpió Greene— y con quién está trabajando. Son tan listos como chacales.

—Jamás me hablaste de ello. ¿Cómo es posible?

—No había motivo. Son un hato de exaltados del Departamento de Justicia. Les ha organizado un negro apellidado Nevins. Les vigilamos de cerca; están fisgoneando en los contratos de compra de armamento más de lo debido. Pero no han descubierto nada en relación con nosotros.

—Sí han descubierto. Por eso te he llamado. Uno de los seis del Vietnam ha confesado. Disponen de una declaración. Y de una lista. Ocho oficiales, siete de ellos identificados.

Greene contrajo sus fríos ojos. Y habló despacio y con cuidado.

—¿Qué demonios estás diciendo?

Andrew se lo contó. Una vez hubo terminado, Greene habló sin mover ni un sólo centímetro de su vigoroso cuerpo.

—Este hijo de puta negro de Nevins se trasladó a Saigón hace un par de semanas. Pero la cosa no tuvo consecuencias.

—Ahora las tiene —dijo el comandante.

—¿Quién está en poder de la declaración? ¿Existen copias?

—No lo sé.

—¿Por qué han retrasado la citación?

—Tampoco lo sé —repuso Andrew.

—¡Tiene que haber una razón! Por el amor de Dios, ¿por qué no lo preguntaste?

—Espera, Marty. Todo fue una sorpresa…

—Estamos adiestrados para las sorpresas —le interrumpió Greene con voz helada—. ¿No puedes averiguarlo?

Andrew ingirió unos sorbos de bourbon. Jamás había visto al capitán en aquel estado.

—No puedo llamar a mi hermano. Si lo hiciera, tampoco me lo diría.

—Menuda familia. Que los hermanos vivan felices. Tal vez yo pueda hacer algo mejor. Tenemos contactos en el Departamento de Justicia; en la misma sección de ofertas. Haré lo que pueda. ¿Se encuentran nuestros archivos en Saigón? Son el principal elemento.

—No se encuentran en Saigón. Están en Phanthiet, en la costa. En una sección vallada de un almacén. Soy el único que conoce la localización. Un par de cajas entre mil pertenecientes al G-Dos.

—Muy listo —dijo Greene asintiendo con la cabeza en gesto de aprobación.

—Lo primero que haré será echarles un vistazo. Saldré esta misma tarde. Un súbito viaje de inspección.

—Estupendo —dijo Greene volviendo a asentir—. ¿Encontrarás al hombre?

—Sí.

—Comprueba a Barstow. Es muy eficiente. Demasiadas medallas.

—No le conoces.

—Sé cómo actúa —dijo Greene.

Andrew se sorprendió ante la similitud de palabras. Su hermano las había utilizado aplicándolas al Cuerpo de Vigilancia.

—Es excelente en combate…

—La valentía —le interrumpió el capitán— no tiene nada que ver con ello. Comprueba a Barstow primero.

—Lo haré —dijo Andrew, molesto ante las suposiciones de Greene. Tenía que resarcirse un poco de ellas—. ¿Qué me dices de Baltimore? Estoy preocupado.

Los sobres los recogía en Baltimore un sobrino de veinte años de Greene.

—Es perfecto. Antes se mataría. Estuve allí este último fin de semana. Lo hubiera sabido.

—¿Estás seguro?

—No merece la pena discutirlo siquiera. Quiero saber algo más acerca de esta maldita declaración. Cuando consigas que Barstow confiese, procura enterarte de todo lo que declaró. Es probable que le facilitaran una copia; cerciórate de si dispone de un letrado militar.

El comandante volvió a beber evitando mirar los contraídos ojos de Greene. A Andrew no le estaba gustando nada el tono de voz del capitán. Le estaba dando órdenes; se estaba extralimitando. Pero, en el fondo, resultaba muy útil poder echar mano de Greene en los casos graves.

—¿Qué podrás averiguar en el Departamento de Justicia?

—Mucho más de lo que este hijo de puta negro puede imaginarse. Disponemos de fondos para pagar a los mostrencos que meten las narices en los contratos de armamentos. Nos da lo mismo quien se gane unos cuantos dólares de más, nosotros lo que queremos es averiguar detalles acerca de la quincallería. Te sorprenderías de lo aficionados que suelen ser los abogados mal pagados del gobierno a las vacaciones en el Caribe. —Greene esbozó una sonrisa y se reclinó en su asiento—. Ya lo arreglaremos. La citación judicial no significará nada sin nuestros archivos. Los oficiales andan constantemente elevando quejas, ¿qué tiene eso de nuevo?

—Es lo que yo le dije a mi hermano —dijo Andrew.

—A ése no le conozco —dijo Greene. Tras lo cual, el capitán se inclinó hacia adelante y añadió—: Cualquier cosa que hagas en Vietnam, piénsalo bien. Si utilizas los prejuicios, hazlo por control a distancia.

—Creo que en estas cosas tengo más experiencia que tú —dijo Andrew encendiendo un cigarrillo.

A pesar de su creciente irritación, no le temblaba la mano y se alegró de ello.

—Es probable que así sea —dijo Greene en tono indiferente—. Bueno, ahora tengo una cosa para ti. Pensaba que podría esperar hasta nuestra próxima reunión pero no hay razón para que no te la diga.

—¿De qué se trata?

—El viernes pasado vino un investigador del Congreso. En nombre de un político apellidado Sandor; pertenece al Comité de Servicios Armados. Se refería a ti y, por consiguiente, presté una especial atención.

—¿Qué querían?

—Poca cosa. Tu programa de rotación. Cuánto tiempo ibas a permanecer en Washington. Yo les facilité una información de rutina. Dije que eras material destinado a los más altos cargos, un candidato a la Academia de Guerra. Muy permanente.

—No sé qué…

—No he terminado —le interrumpió Greene—. Llamé a este ayudante de Sandor y le pregunté que por qué se interesaba por ti este congresista. Consultó los papeles y dijo que la petición procedía de un amigo de Sandor, un hombre apellidado Dakakos. Theodore Dakakos.

—¿Quién es?

—Un armador griego. De la misma categoría que tu familia. Posee millones.

—¿Dakakos? Jamás he oído hablar de él.

—Estos griegos son muy listos. A lo mejor, quiere hacerte un regalo. Como, por ejemplo, un pequeño yate o bien un batallón para ti solo.

—¿Dakakos? —preguntó Fontine encogiéndose de hombros—. Un yate me lo puedo comprar. Prefiero el batallón.

—Eso también te lo puedes comprar —dijo Greene esbozando una sonrisa al tiempo que se levantaba de su asiento del reservado—. Que tengas buen viaje. Llámame cuando regreses.

—¿Qué vas a hacer?

—Averiguar todo lo que pueda acerca de este hijo de puta negro apellidado Nevins.

Greene se alejó rápidamente pasando frente a los reservados en dirección a la salida. Andrew esperaría cinco minutos antes de marcharse. Tenía que regresar a su apartamento y hacer el equipaje. El avión salía a la una y media.

¿Dakakos? Theodore Dakakos.

¿Quién sería?

Adrian se levantó de la cama muy despacio, un pie después del otro, con el mayor sigilo posible para no despertarla. Bárbara estaba durmiendo profundamente.

Eran apenas las nueve y media de la noche. Había acudido a recibirla al aeropuerto poco después de las cinco. Bárbara había anulado sus seminarios del jueves y del viernes, demasiado emocionada para poder dar clase a unos indiferentes estudiantes de verano.

Le habían concedido una beca de ayudante del antropólogo Sorkis Khertepian de la Universidad de Chicago. Khertepian estaba analizando unos objetos procedentes de la zona de la presa de Assuan. Bárbara se sentía alborozada; tenía que tomar un avión y contárselo todo a Adrian. Se la veía intensamente viva cuando las cosas marchaban bien en su mundo, era una estudiosa que jamás perdía el sentido del asombro.

Era curioso. Tanto él como Bárbara se habían iniciado en sus profesiones con una especie de sentimiento de revancha. Los sentimientos de Adrian se remontaban a la época de las callejas de San Francisco, los de Bárbara habían nacido de una madre inteligente a la que se había negado un lugar en un centro de estudios superiores del Medio Oeste por el hecho de ser madre. Una mujer para la que no había habido sitio en la Universidad. Y cada uno de ellos había conseguido encontrar valores capaces de compensar con creces su cólera.

Todo ello formaba parte del lazo que los unía.

Adrian cruzó despacio la estancia y se acomodó en un sillón. Sus ojos se posaron en la cartera de documentos que había dejado sobre el escritorio. Jamás la dejaba de noche en el salón; Jim Nevins le había advertido del peligro de los descuidos. Algunas veces Nevins se mostraba un poco paranoico en estas cosas.

Nevins también había iniciado su profesión con sentimientos de desquite. El deseo de desquite era a menudo el que le sostenía. No sólo a causa de las decepciones sufridas por un negro en su intento de superar las barreras levantadas por el escepticismo de los blancos, sino también a causa del enojo del abogado ante la considerable ilegalidad que se observaba en la ciudad en la que precisamente se hacían las leyes.

Sin embargo, nada había enfurecido más a Nevins que el descubrimiento del Cuerpo de Vigilancia. La idea de una minoría de militares que habían suprimido las pruebas de una corrupción en masa para sus propios fines resultaba más peligrosa que cualquier otra cosa que el letrado negro pudiera imaginar.

Al aparecer el nombre del comandante Andrew Fontine en la lista, Nevins le había pedido a Adrian que se retirara. Adrian se había convertido en uno de sus mejores amigos, pero nada le impediría que persiguiera al Cuerpo de Vigilancia.

Los hermanos eran hermanos. Aunque fueran blancos.

—Te veo tan serio. Y tan desnudo —dijo Bárbara apartándose del rostro el cabello castaño claro; se volvió de lado y abrazó la almohada.

—Perdona, ¿te he despertado?

—Qué va. Estaba dormitando.

—Permíteme que te corrija. Tus ronquidos podían escucharse desde la Colina del Capitolio.

—Estás mintiendo con tus dientes legales… ¿Qué hora es?

—Las diez menos veinte —contestó él al mirar el reloj.

Ella se incorporó y se desperezó. La sábana se cayó y el movimiento y la lenta expansión de sus encantadores pechos atrajeron los ojos de Adrian, excitándole. Ella se percató de su mirada y sonrió al tiempo que se cubría de nuevo con la sábana y se reclinaba contra la cabecera de la cama.

—Hablemos —dijo ella con firmeza—. Disponemos de tres días para agotarnos hasta quedar rendidos. Mientras tú sales de día a cazar osos, yo me acicalo como una concubina. Satisfacción garantizada.

—Debieras hacer todo eso que hacen las damas no universitarias. Pasarte horas en los salones de Elizabeth Arden, tomar baños de leche y comer bombones para acompañar la ginebra. Eres una muchacha cansada.

—No hablemos de mí —dijo Bárbara sonriendo—. He estado hablando de mí toda la noche… casi. ¿Qué tal van las cosas por aquí? ¿O no me lo puedes decir? Estoy segura de que Jim Nevins cree que en esta suite han instalado aparatos de escucha.

Adrian se rió cruzando las piernas. Después extendió la mano hacia una cajetilla de cigarrillos y un encendedor que había sobre la mesa.

—El complejo de conspiración que padece Jim sigue siendo el mismo de siempre. Se niega a dejar la documentación de los casos en su despacho. Todos los documentos más importantes los guarda en su cartera, que es la cosa más grande que hayas visto jamás —dijo Adrian sonriendo.

—¿Y por qué lo hace?

—No quiere que se saquen copias. Sabe que la gente del piso de arriba le quitaría la mitad de casos si conociera sus progresos.

—Es asombroso.

—Es estremecedor —dijo él.

Sonó el teléfono. Adrian se levantó rápidamente del sillón y se dirigió a la mesilla de noche.

Era su madre. La voz de ésta no podía ocultar la inquietud que sentía.

—He tenido noticias de tu padre.

—¿Qué quieres decir con eso de que has tenido noticias?

—Emprendió viaje a París el lunes pasado. Después se fue a Milán…

—¿A Milán? ¿Para qué?

—Él mismo te lo dirá. Quiere que tú y Andrew estéis aquí el domingo.

—Un momento —dijo Adrian pensando rápidamente—. No creo que pueda.

—Debes poder.

—No lo entiendes, en estos momentos no te lo puedo explicar. Andy no va a querer verme y no estoy muy seguro de que yo quiera verle a él. Y tampoco estoy muy seguro de que ello sea aconsejable dadas las circunstancias.

—¿De qué estás hablando? —preguntó su madre con súbita frialdad en la voz—. ¿Qué habéis hecho?

Adrian guardó silencio unos instantes antes de contestar.

—Nos encontramos en los lados opuestos de una… disputa.

—Independientemente de lo que sea, ¡da lo mismo! Vuestro padre os necesita. —Su madre estaba perdiendo los estribos—. Le ha ocurrido algo. ¡Le ha ocurrido algo a él! ¡Apenas podía hablar!

Se escucharon varios clics en la línea seguidos de la apremiante voz de una telefonista del hotel.

—Señor Fontine, lamento interrumpirle pero se ha recibido una llamada urgente para usted.

—Oh, Dios mío —murmuró su madre desde Nueva York—. Víctor…

—Te volveré a llamar si se trata de algo relacionado con él. Te lo prometo —dijo Adrian rápidamente—. De acuerdo, señorita. Páseme…

Fue lo único que alcanzó a decir. La voz que habló lo hizo en tono histérico. Era una mujer que lloraba y gritaba frases casi incoherentes.

—¡Adrian! ¡Dios mío, Adrian! ¡Le han matado! ¡Le han asesinado! ¡Le han asesinado! ¡Adriaaaaaan!

Los gritos llenaron la estancia. Y el terror de los gritos llenó a Adrian de una congoja que éste jamás había experimentado… La muerte. La muerte le había tocado.

La mujer que hablaba por teléfono era Carol Nevins. La esposa de Jim.

—¡Voy ahora mismo!

—Llama a mi madre —le dijo Adrian a Bárbara mientras se vestía con la mayor rapidez posible—. Al número de North Shore. Dile que la llamada no tenía nada que ver con papá.

—¿Quién es?

—Nevins.

—¡Oh, Dios mío!

Adrian salió al pasillo y corrió hacia los ascensores. Pulsó el botón; los ascensores eran lentos… ¡demasiado lentos! Corrió hacia las puertas de bajada, las abrió y bajó a toda prisa por la escalera hasta llegar al vestíbulo. Una vez allí, lo cruzó como una exhalación corriendo hacia la entrada de cristal.

¡Disculpe! ¡Perdone! ¡Permítame, por favor!

Al salir a la acera, corrió hacia la derecha en la que había observado un taxi libre. Facilitó al taxista la dirección del apartamento de Nevins.

¿Qué había ocurrido? ¿Qué demonios había ocurrido? ¿Qué había querido decir Carol? ¡Le han matado! ¿Quiénes le habían matado? ¡Dios mío! ¿Habría muerto?

¿Jim Nevins muerto? La corrupción, sí. La codicia, desde luego. La mendacidad, normal. ¡Pero no el asesinato!

Se registraba cierta densidad de tráfico en New Hampshire y Adrian pensó que iba a volverse loco. ¡Todavía faltaban dos manzanas!

El taxi reanudó la marcha en cuanto cambió el semáforo, el conductor aceleró y después se detuvo a media manzana. Se había producido un embotellamiento de tráfico. Se podían ver unas luces girando al fondo; todo estaba detenido.

Adrian descendió del vehículo y empezó a correr todo lo aprisa que pudo entre los automóviles. En la Avenida Florida los vehículos de la policía bloqueaban el paso. Los agentes tocaban silbatos y con sus anaranjados guantes iridiscentes encauzaban el tráfico hacia el oeste.

Adrian atravesó el bloqueo; dos agentes de la policía situados a varios metros de distancia a ambos lados le gritaron.

—¡No se puede pasar por aquí, señor!

—¡Retroceda, amigo! ¡No querrá usted entrar en aquel sitio!

Pero él quería entrar; ¡tenía que entrar! Se introdujo entre dos coches patrulla y corrió hacia las luces giratorias que se observaban en proximidad de un amasijo de metal retorcido y cristales rotos que Adrian reconoció inmediatamente. Era el automóvil de Jim Nevins. Lo que quedaba del automóvil.

Las portezuelas traseras de una ambulancia permanecían abiertas. Dos camilleros estaban transportando desde el lugar del accidente una camilla enteramente cubierta por una blanca manta de hospital. Un tercer hombre, portando un negro botiquín médico, caminaba a su lado.

Adrian se acercó apartando a un agente que mantenía el brazo extendido para impedir el paso.

—Quítese de en medio —dijo Adrian con voz temblorosa no exenta de firmeza.

—Perdone, señor. No puedo…

—¡Soy abogado! Y este hombre, creo, es amigo mío.

El médico percibió la desesperación de su voz y le hizo un gesto al agente.

Adrian fue a levantar la manta; la mano del médico le asió por la muñeca.

—¿Es negro su amigo?

—Sí.

—¿Y se dice en sus documentos de identidad que se apellida Nevins?

—Sí.

—Ha muerto, puede creerme. Será mejor que no mire.

—No lo entiende. Tengo que mirar.

Adrian apartó la manta. Las náuseas se apoderaron de él; se sentía hipnotizado y aterrorizado por lo que estaba viendo. El rostro de Nevins estaba destrozado y se veía más sangre y huesos que carne. La zona de la garganta era peor; la mitad del cuello había desaparecido.

—¡Oh, Jesús! ¡Dios mío!

El médico volvió a subir la manta y ordenó a los camilleros que siguieran. Era un hombre joven de cabello rubio y cara aniñada.

—Será mejor que se siente —le dijo a Adrian—. Ya se lo he dicho. Venga, permita que le acompañe a un automóvil.

—No. No, gracias. —Adrian trató de reprimir sus náuseas y de respirar hondo. ¡Pero no había suficiente aire!—. ¿Qué ha ocurrido?

—Aún no conocemos detalles. ¿Es usted de veras abogado?

—Sí. Y este hombre era mi amigo. ¿Qué ha sucedido?

—Al parecer, giró a la izquierda para enfilar la calzada cochera de su edificio de apartamentos y, cuando se encontraba a medio camino, un mastodonte se le echó encima a toda velocidad.

—¿Un mastodonte?

—Un camión de remolque, de esos con enrejado de acero. Avanzó como si bajara por una autopista.

—¿Y dónde está?

—No lo sabemos. Permaneció detenido unos instantes dejando sonar el claxon y después se largó. Un testigo dice que era de alquiler; llevaba en uno de los costados una de esas placas que suelen verse en los camiones de alquiler. Como puede suponer, la policía en estos momentos ya debe de estar registrando toda la zona.

Súbitamente, Adrian recordó algo y se sorprendió de que pudiera hacerlo. Asió al médico por la manga y le dijo:

—¿Puede usted conducirme hasta los restos del automóvil sin que me lo impida la policía? Es importante.

—Yo soy un médico, no un agente de policía.

—Por favor. ¿Quiere intentarlo?

El joven médico aspiró aire a través de los dientes y después asintió con la cabeza.

—De acuerdo. Le acompañaré. Pero no haga ninguna barrabasada.

—Sólo quiero ver una cosa. Ha dicho usted que un testigo vio cómo el camión se detenía.

—Sé que se detuvo —replicó enigmáticamente el rubio médico—. ¡Venga!

Se dirigieron hacia los restos del automóvil de Nevins que aparecía hundido por el costado izquierdo y destrozado por todas partes con las ventanillas rotas. El depósito de gasolina había sido rociado con espuma y unas blancas burbujas brotaban a través de las ventanillas.

—¡Oiga, doctor! ¿Qué está usted haciendo? —preguntó un policía con voz hastiada y enojada.

—Vamos, muchacho, retírese. ¡Y usted también! —gritó un segundo agente.

El joven médico levantó su botiquín negro.

—Análisis forense, amigos. ¡No discutan conmigo, llamen a la comisaría!

—¿Cómo?

—¿Forense ha dicho?

—¡Patología, hombre! —gritó el médico empujando a Adrian hacia adelante—. Venga, señor del laboratorio, tome las muestras y larguémonos de aquí. Estoy hecho polvo. —Adrian examinó el interior del automóvil—. ¿Ve usted algo? —le preguntó perspicazmente el médico.

Adrian lo vio. Había desaparecido la cartera de Nevins.

Ambos hombres regresaron a la ambulancia atravesando el cordón policial.

—¿Ha encontrado usted algo? —preguntó el joven médico.

—Sí —contestó Adrian anonadado sin estar seguro de la claridad de sus ideas—. Algo que debiera de haber estado allí no estaba.

—Bueno, pues, ahora le diré por qué le he acompañado.

—¿Cómo?

—Ya ha visto usted a su amigo; no he permitido a la esposa que lo viera. Tenía la cara y el cuello destrozados por fragmentos de vidrio y de metal.

—Sí… lo sé. Ya lo he visto —dijo Adrian percatándose de que las náuseas habían vuelto a apoderarse de él.

—Sin embargo, es una noche bastante calurosa. Creo que la ventanilla debía estar abierta. No podría jurarlo porque el automóvil ha quedado completamente destrozado pero es muy posible que su amigo haya sido alcanzado por los disparos de una escopeta.

Adrian levantó los ojos. Un resorte había saltado en su cerebro; las palabras que su hermano le había dicho hacía siete años en San Francisco volvieron a cruzar por su imaginación.

…Allí hay una guerra… ¡los disparos son auténticos!

Entre los documentos que Nevins guardaba en su cartera se encontraba la declaración que le había sido tomada a un oficial en Saigón. La acusación contra el Cuerpo de Vigilancia.

Y él había advertido a su hermano con cinco días de antelación.

¡Dios mío! ¿Qué había hecho?

Tomó un taxi y se dirigió a la comisaría del barrio. En su calidad de abogado, consiguió mantener una breve conversación con un sargento.

—Si ha habido juego sucio, lo descubriremos —dijo el hombre mirando a Adrian con el desprecio que la policía reservaba a los abogados que metían las narices en los accidentes.

—Era amigo mío y tengo motivos para creer que lo ha habido. ¿Han encontrado el camión?

—No. Sabemos que no se encuentra en ninguna de las carreteras. La policía del estado ya ha sido advertida.

—Era de alquiler.

—Eso también lo sabemos. Se están efectuando comprobaciones en las agencias de alquiler. ¿Por qué no se va a su casa, señor?

Adrian se inclinó sobre el escritorio del sargento apoyando las manos en el borde del mismo.

—Me da la impresión de que no me toma usted demasiado en serio.

—Los informes de accidentes mortales se reciben en esta comisaría a docena la hora. ¿Qué demonios quiere usted que haga? ¿Suspender todo lo demás y colocar a todo un pelotón en este caso de accidente con fuga de los autores?

—Yo le diré lo que quiero, sargento. Quiero un informe patológico acerca de las lesiones craneanas sufridas por el difunto. ¿Está claro?

—¿De qué está usted hablando? —replicó despectivamente el oficial de policía—. ¿Craneanas…?

—Quiero saber qué es lo que destrozó a este hombre.