21

El cielo nocturno fue adquiriendo gradualmente una coloración grisácea pero ningún rayo de sol italiano se filtró a través de las nubes. En su lugar, empezaría a llover muy pronto y un frío viento estival soplaría desde las montañas norteñas.

Víctor bajó por el camino de las cuadras en dirección al jardín. Estaba demasiado oscuro para poder distinguir los colores. Y, además, no había hileras de flores bordeando los caminos; eso sí podía verlo.

Encontró el camino con dificultad, sólo tras examinar la hierba sin cortar, iluminando el terreno con la linterna en busca de señales del pasado. Al penetrar en los bosques de más allá del jardín, empezó a recordar detalles conocidos: un nudoso y retorcido olivo de gruesas ramas; un arracimamiento de blancos abedules ocultos ahora por unas hayas y unos abetos moribundos.

El río se encontraba a no más de cien metros de distancia, en sentido diagonal a su derecha, si la memoria no le fallaba. Había hayas y elevados pinos; unas gigantescas hierbas formaban una muralla de tentáculos, suaves pero desagradables al tacto.

Se detuvo. Se escuchó un rumor de alas de pájaro, el crujido de una rama. Se volvió y contempló las negras sombras de la maleza.

Silencio.

Después quebró el silencio el rumor de un pequeño animal. Era probable que hubiera molestado a una liebre. Curioso que pudiera suponer con tanta naturalidad que se trataba de una liebre. El ambiente que le rodeaba había traído a su memoria recuerdos largo tiempo olvidados; de niño había atrapado liebres en aquellos bosques.

Ahora podía aspirar el agua. Siempre había estado en condiciones de percibir la humedad al acercarse a una corriente, de aspirarla antes de escuchar el rumor del agua. El follaje en proximidad del río era denso y casi impenetrable. Las filtraciones del agua habían alimentado a cientos de miles de raíces provocando el desarrollo de una lujuriante e incontrolada vegetación. Tuvo que apartar ramas y abrir matorrales para poder acercarse a la corriente.

El pie izquierdo se le enredó en una maraña de hierbas. Retrocedió con el pie derecho y, utilizando el bastón, trató de liberarse perdiendo el equilibrio al hacerlo. El bastón se le escapó de la mano perdiéndose en la oscuridad. Víctor se agarró a una rama para evitar la caída y ésta se rompió desprendiéndose de su tronco. Apoyándose sobre una rodilla, utilizó la gruesa rama para levantarse del suelo; el bastón había desaparecido; no podía verlo. Se apoyó en la rama y se abrió paso entre el denso follaje en dirección a la corriente.

La corriente parecía más estrecha de lo que él recordaba. Entonces se dio cuenta de que eran la oscuridad y la maleza las que le conferían aquel aspecto. Tres décadas de descuido habían permitido que el bosque se adentrara en el agua.

La gran roca se encontraba a su derecha, corriente arriba, a no más de unos seis metros de distancia, pero la muralla de maleza era tan densa que la distancia igual hubiera podido ser un kilómetro. Empezó a avanzar en aquella dirección, agachándose, volviéndose a incorporar y separando ramas mientras cada movimiento le resultaba una dolorosa lucha. En dos ocasiones tropezó con unos duros obstáculos en la tierra, demasiado altos, demasiado finos y estrechos, en su afán de encontrar rocas. Iluminó el terreno con la linterna; los obstáculos eran estacas de hierro, oxidadas y corroídas como los restos de un galeón sumergido.

Llegó a la base de la enorme roca que se extendía por encima del agua. Miró hacia abajo e iluminó con la linterna la separación de tierra y agua comprobando que los años le habían hecho cauteloso. La distancia hasta el agua era muy escasa, pero a él se le antojaba algo así como un golfo. Rodeó la roca para bajar a la corriente tanteando la profundidad con la gruesa rama.

El agua estaba fría —recordó que siempre solía estarlo— y le llegó hasta los muslos y después hasta más arriba de la cintura por debajo del corsé ortopédico enfriándole todo el cuerpo. Se estremeció y maldijo su edad.

Pero estaba allí. Aquello era lo único que le importaba.

Enfocó la roca con la linterna. Se encontraba ahora a cierta distancia de la orilla; tendría que organizar la búsqueda. Demasiados minutos podían perderse examinando dos o tres veces los mismos lugares por no poder él recordar con exactitud si los había examinado o no. Era honrado consigo mismo: no estaba seguro del tiempo que podría soportar el frío.

Se incorporó arañando con el extremo de la rama la superficie de la roca. El musgo que la cubría se desprendió fácilmente. Los detalles de la superficie de la roca, claramente visibles gracias a la blanca luz de la linterna, semejaban miles de diminutos cráteres y hondonadas.

Se le aceleró el pulso al descubrir las primeras señales de intervención humana. Eran débiles, apenas visibles, pero allí estaban. Y eran sus señales, grabadas hacía más de medio siglo. Líneas descendentes que habían arañado profundamente la roca como parte de un juego infantil largo tiempo olvidado.

La V era la letra más clara; se había asegurado de que la señal quedara claramente grabada. Después había una b, seguida de lo que tal vez fueran unos números. Y una te, seguida también probablemente de otros números. No tenía ni idea de lo que significaba todo aquello.

Eliminó el musgo por encima y por debajo de las grabaciones. Había otras débiles marcas; algunas de ellas parecían significativas; se trataba, sobre todo, de iniciales diseminadas aquí y allá, toscos diseños de árboles y flechas y cuartos de circunferencias trazados por unos niños.

Sus ojos se esforzaron por ver a la luz de la linterna; sus dedos desprendieron el musgo, restregaron y acariciaron una zona más vasta. Trazó dos líneas verticales con la rama para señalar la zona que había examinado y se adentró en las frías aguas pero muy pronto el frío le resultó demasiado intenso y tuvo que acercarse a la orilla, buscando calor. Las manos, los brazos y las piernas le temblaban a causa del frío y la edad. Se arrodilló sobre la maleza y observó cómo se esparcía por el aire el vapor de su respiración.

Regresó al agua, al lugar en el que había interrumpido su actividad. El musgo era más denso; debajo encontró otras señales grabadas, parecidas a las primeras que había descubierto más cerca de la orilla. Uves, bes, tes y unos números muy poco visibles.

Y entonces lo recordó a través de los años… débilmente, tan débilmente como estaban grabadas las letras y los números. Y comprendió que había acertado dirigiéndose al río y a aquella roca.

Burrone! Traccia! Lo había olvidado pero ahora lo recordaba. «Hondonada», «camino». ¡Siempre había tenido por costumbre grabar sus recorridos por los montes!

Parte de su infancia.

¡Dios mío, qué parte! Todos los veranos, Savarone reunía a sus hijos y se los llevaba al norte a practicar durante algunos días el deporte del montañismo. No eran escaladas peligrosas, más bien caminatas y acampadas. Para todos ellos solía constituir el máximo acontecimiento estival. Y su padre les entregaba mapas para que supieran dónde habían estado; y Vittorio, el mayor, solía grabar indeleblemente sus excursiones en la roca del río, de su «río».

Habían bautizado la roca con el nombre de El Argonauta. Y las grabaciones de El Argonauta servían de permanente registro de sus odiseas a través del monte. De los montes de su infancia.

De los montes.

¡El tren de Salónica se había dirigido a unos montes! ¡El cofre de Constantina se encontraba en algún lugar de las montañas!

Se apoyó en la rama y prosiguió. Se encontraba en proximidad de la cara de la roca; el agua le llegaba a la altura del pecho enfriándole el corsé de acero que llevaba bajo la ropa. Cuanto más proseguía la búsqueda, tanto más se convencía; ¡había estado en lo cierto al dirigirse allí! Las débiles inscripciones, las borrosas huellas de líneas quebradas y zig-zags, estaban resultando cada vez más numerosas. La superficie de El Argonauta estaba llena de inscripciones relativas a unos viajes largo tiempo olvidados.

El agua fría le provocó un espasmo en la base de la columna vertebral; la rama se le cayó de las manos. Chapoteó en el agua, agarrando la rama y sus pies se deslizaron a causa del esfuerzo. Cayó, o, mejor dicho, resbaló, sobre la roca y se incorporó clavando la rama en el légamo del fondo para no perder el equilibrio.

Entonces pudo ver el espectáculo que se ofrecía ante sus ojos en el agua. Había una breve línea horizontal profundamente grabada en la roca. Esculpida.

Se sostuvo lo mejor que pudo, se pasó la rama a la mano derecha y, sosteniéndola entre el pulgar y la linterna, recorrió con los dedos la superficie de la roca.

Siguió la línea. Ésta se doblaba súbitamente en ángulo hacia abajo y después se detenía bruscamente.

7. Era un 7.

Era distinto a los borrosos jeroglíficos que cubrían la roca; no era una torpe inscripción debida a unas manos juveniles sino una obra de precisión. El número no debía medir más allá de unos seis centímetros de altura… pero la grabación debía tener casi unos dos centímetros de profundidad.

¡Lo había encontrado! ¡Grabado durante un milenio! ¡Un mensaje grabado en la roca, esculpido en piedra!

Acercó ulteriormente la linterna y recorrió cuidadosamente la superficie con sus temblorosos dedos. ¡Santo cielo!, ¿qué era aquello? ¿Habría llegado el momento? A pesar del frío y de la humedad, la sangre fluyó a su cabeza y los latidos de su corazón se aceleraron. Sentía deseos de gritar; ¡pero tenía que estar seguro!

A medio camino de la línea vertical del 7, aproximadamente a unos tres centímetros a su derecha, se podía ver un guión. Y después otra línea vertical… un 1, seguido de otra línea vertical más corta que se torcía en ángulo hacia la derecha… y era cortada por una línea vertical de arriba abajo… Un 4. Era un 4.

Siete-guión-uno-cuatro. Más por debajo de la superficie del agua que por encima.

Más allá del 4 había otra corta línea horizontal. Un guión. Seguido de una Z, pero no era una Z. Los ángulos no eran bruscos sino redondeados.

2.

Siete-guión-uno-cuatro-guión-dos…

Había una última inscripción que no era un número. Era una serie de cuatro líneas rectas unidas. Una caja… un cuadrado. Un perfecto cuadrado geométrico.

¡Pues claro que era un número! ¡Un cero!

0.

Siete-guión-uno-cuatro-guión-dos-cero.

¿Qué significaba aquello? ¿Habría la edad inducido a Savarone a dejar un mensaje que no significara nada para nadie más que para el? ¿Habría sido todo brillantemente lógico menos el propio mensaje? No significaba nada.

7 - 14 - 20… ¿Una fecha? ¿Sería una fecha?

¡Dios mío!, pensó Víctor. 7 - 14. ¡14 de julio! ¡Su cumpleaños!

El día de la toma de la Bastilla. A lo largo de toda su vida, tal circunstancia había constituido un motivo de diversión. Un Fontini-Cristi nacido el famoso día en que se había iniciado la Revolución Francesa.

14 de julio… dos-cero… 20. 1920.

Aquella era la clave de Savarone. Algo había ocurrido el 14 de julio de 1920. ¿Qué habría sido? ¿Qué incidente habría sido tan significativo para su hijo primogénito? Algo que poseía un significado distinto al de otras veces, al de otros cumpleaños.

Una punzada de dolor —la segunda de lo que él sabía que iba a ser una serie— le recorrió el cuerpo irradiándose desde la base de su columna vertebral. El corsé ortopédico parecía de hielo; el frío del agua le había congelado la piel penetrándole en los tendones y el tejido muscular.

Con la delicadeza de un cirujano, recorrió con los dedos la superficie de los números esculpidos. No había más que la fecha; todo lo demás estaba liso e intacto. Tomó la rama con la mano izquierda y la clavó en el légamo del fondo. Después regresó dolorosamente hacia la orilla, hasta la zona en la que el agua le llegaba a los muslos. Se detuvo para recuperar el resuello. Las punzadas de dolor se aceleraron; se había causado más daño del que suponía. Se estaba desarrollando una gran conmoción; tensó los músculos de la mandíbula y la garganta. Tenía que salir del agua y tenderse. En su intento de agarrarse a la maleza de la orilla, cayó de rodillas en el agua. La linterna se le cayó de la mano y fue a parar sobre unos helechos arrojando su luz sobre el bosque. Víctor se agarró a unas gruesas raíces y se levantó clavando la rama en el légamo para poder impulsarse hacia adelante.

Todos sus movimientos se detuvieron en un paralizador instante de sobresalto.

Por encima de él, en la oscuridad de la orilla, podía verse la figura de un hombre. Un hombre corpulento vestido de negro, inmóvil, mirándole fijamente. Rodeándole la garganta y, en agudo contraste con sus negros ropajes, un reborde blanco. Un alzacuello sacerdotal. El rostro, lo que podía adivinarse del mismo a la escasa luz del bosque, parecía impasible. Pero los ojos clavados en él poseían fuego y odio.

El hombre habló. Hablaba con la lenta deliberación que nace del aborrecimiento.

—Ha vuelto el enemigo de Cristo.

—Es usted Gaetamo —dijo Fontine.

—Ha venido un hombre en automóvil para vigilar mi casa de las colinas. Conozco el automóvil y al hombre. Sirve al hereje de Jénope. Al monje que vive en Campo di Fiori. Ha estado allí para impedir que me acercara.

—Pero no lo ha logrado.

—No —dijo el sacerdote privado de los hábitos sin facilitar ulteriores explicaciones—. Conque aquí estaba. Tantos años y la respuesta estaba aquí. —Su profunda voz pareció como si flotara, sin empezar en ninguna parte y terminando bruscamente a media frase—. ¿Qué es lo que dejó? ¿Un nombre o qué? ¿Un banco? ¿Un edificio de las fábricas de Milán? Ya pensamos en eso; los registramos todos.

—Lo que sea carece de significado para usted. Y también para mí.

—Embustero —replicó Gaetamo muy despacio sin inflexión alguna en la voz. Giró la cabeza a la derecha y después a la izquierda tratando de recordar—. Colocamos estacas en todo el terreno de este bosque. Atamos unas cuerdas amarillas entre una y otra estaca señalando las distintas zonas examinadas. Consideramos la posibilidad de quemarlo, de talarlo… pero temíamos destruir algo. Represamos la corriente y rebuscamos entre el légamo. Los alemanes nos facilitaron instrumentos… pero nunca dimos con nada. Las grandes rocas estaban llenas de inscripciones carentes de significado, incluida la fecha de nacimiento de un arrogante joven de diecisiete años que sintió el deseo de grabar en piedra su altanería. Pero nunca nada.

Víctor se tensó. Gaetamo lo había dicho. ¡Con una breve frase el sacerdote privado de los hábitos había abierto la puerta! Un arrogante joven de diecisiete años que había grabado la piedra. ¡Sin embargo, él no la había grabado! ¡Donatti había descubierto la clave pero no la había reconocido! El razonamiento resultaba demasiado sencillo: un muchacho de diecisiete años que había señalado un día memorable en una roca familiar. Era tan lógico y tan esencialmente simple. Y tan claro.

El recuerdo estaba ahora muy claro. Buena parte de él.

7 - 14 - 20. Su diecisiete aniversario. Lo recordó porque no había habido ningún otro igual en su vida. ¡Santo cielo, pensó Víctor, Savarone era increíble! Parte de su infancia. En su diecisiete cumpleaños su padre le hizo el regalo que tanto había deseado y soñado alcanzar, el que tanto le había pedido: la posibilidad de subir a las montañas sin sus hermanos menores. De practicar un poco de auténtico alpinismo… algo mejor que las habituales y, para él, aburridas acampadas a los pies de las colinas.

En su diecisiete cumpleaños Savarone le regaló un auténtico equipo alpino como los que utilizaban los expertos escaladores. No es que su padre pretendiera llevárselo a escalar el Jungfrau; en realidad, jamás escalaron nada extraordinario. Pero aquella primera excursión, solo con su padre, fue un hito en los comienzos de su edad adulta. Aquel equipo y aquella excursión fueron símbolos de algo muy importante para él: la prueba de que, a los ojos de su padre, se estaba convirtiendo en un hombre.

Lo había olvidado; ni siquiera ahora estaba completamente seguro porque había habido otras excursiones en otros años. ¿Habían realizado aquella primera excursión dirigiéndose a Champoluc? Tal vez pero, ¿dónde? No podía recordarlo.

—…terminar su vida en el agua.

Gaetamo había hablado pero Fontine no le había prestado atención: sólo había captado la amenaza. De entre todos los hombres, de entre todos los sacerdotes, a quien menos podía revelársele algo era a aquel demente.

—Sólo he encontrado garabateos sin significado. Inscripciones infantiles, tal como usted ha dicho.

—¡Ha encontrado usted lo que por derecho pertenece a Cristo! —Las palabras de Gaetamo resonaron en el bosque. El sacerdote se agachó sobre una rodilla con su ancho tórax y su cabeza a escasos centímetros de Víctor y abrió mucho sus ardientes ojos—. ¡Ha encontrado usted la espada del arcángel del infierno! Ya basta de mentiras. ¡Dígame lo que ha encontrado!

—Nada.

—¡Embustero! ¿Por qué está usted aquí? ¡Un viejo en medio del fango y del agua! ¿Qué hay en esta corriente? ¡En esta roca!

Víctor contempló los grotescos ojos.

—¿Por qué estoy aquí? —repitió estirando el cuello y arqueando la torturada espalda al tiempo que contraía el rostro a causa del dolor—. Soy viejo. Tengo recuerdos. Me he convencido a mí mismo de que tal vez la respuesta se encuentre aquí. Cuando éramos niños nos dejábamos mensajes unos a otros aquí. Usted mismo lo ha visto. Inscripciones infantiles, garabateos, piedra grabada con piedra. He pensado que tal vez… Pero no he encontrado nada. Si había algo, ya ha desaparecido.

—¡Usted ha examinado la roca y se ha detenido! Estaba disponiéndose a marcharse.

¡Míreme! ¿Cuánto tiempo cree que puedo permanecer en el agua?

Gaetamo sacudió lentamente la cabeza.

—Le he estado vigilando. Era usted el hombre que acababa de encontrar lo que andaba buscando.

—Ha visto usted lo que quería ver. No lo que había aquí.

Víctor perdió pie; la rama que le permitía sostenerse se había deslizado hundiéndose en el barro. El sacerdote extendió una mano y agarró a Fontine por el cabello. Tiró perversamente arrastrando a Víctor hacia la orilla, torciéndole la cabeza y el cuello hacia un lado. La súbita contorsión le resultó insoportable; un agudo dolor se extendió por todo el cuerpo de Fontine. Los ojos abiertos del maniático que le miraban a la escasa luz no eran los de un hombre mayor enfundado en las prendas de un sacerdote, sino los de un joven fanático de hacía treinta años.

Gaetamo lo vio. Y lo comprendió.

—Creímos entonces que había usted muerto. No era posible que hubiera podido sobrevivir. ¡El hecho de que lo consiguiera convenció a nuestro santo hombre de que procedía usted del infierno!… Recuérdelo. ¡Porque ahora voy a proseguir lo que se inició hace treinta años! Y, a cada crujido de sus huesos, tendrá usted la posibilidad, como la tuvo entonces, de decirme lo que ha encontrado. Pero no mienta. El dolor sólo cesará cuando me diga la verdad.

Gaetamo se inclinó hacia adelante. Empezó a retorcer la cabeza de Víctor empujando su rostro contra la rocosa ribera, abriéndole la carne, obligando a Fontine a expulsar el aire de la garganta.

Víctor trató de echarse hacia atrás; el sacerdote le golpeó la frente contra una nudosa raíz. La sangre brotó de la herida fluyendo hacia sus ojos, cegándole y enfureciéndole. Fontine levantó la mano derecha y asió la muñeca de Gaetamo; el sacerdote privado de los hábitos agarró la mano y la torció hacia adentro, abriéndole los dedos. Empujó ulteriormente a Fontine contra el suelo sin dejar de retorcerle la cabeza y el cuello, haciendo que el corsé ortopédico se le clavara en la espalda.

—¡No terminaré hasta que me diga la verdad!

—¡Cerdo! ¡Cerdo de Donatti! —gritó Víctor tratando de ladearse.

Gaetamo replicó descargando un puñetazo contra sus costillas. El impacto fue paralizador y el dolor insoportable.

La rama. ¡La rama! Fontine giró a la izquierda. La mano izquierda la tenía abajo, asida todavía a la rama rota, asida como se suele asir un objeto en los momentos de agonía. Gaetamo había notado el corsé ortopédico y lo había agarrado tirando de él hacia adelante y hacia atrás hasta conseguir que el acero lacerara la carne que lo rodeaba.

Víctor consiguió levantar la rama empujándola contra la orilla. Notó que la rama le rozaba el pecho. Su extremo era mellado. Si pudiera encontrar la más pequeña abertura entre sí mismo y el monstruo de arriba, si pudiera encontrar espacio suficiente para lanzar la rama hacia arriba, hacia el rostro y el cuello de aquel hombre.

Se produjo la oportunidad. Gaetamo levantó una rodilla. Fue suficiente.

Fontine empujó la rama hacia arriba con toda la fuerza que pudo, clavándola en el sorprendido cuerpo de arriba. Escuchó un grito de angustia, un aullido que llenó el bosque.

Y entonces una explosión llenó la grisácea oscuridad. Se había disparado una potente arma. Los chillidos de los pájaros y de los animales atravesaron el bosque… y el cuerpo de Gaetamo se desplomó encima de Víctor rodando hacia un lado.

La rama se había clavado en su garganta. En la parte superior de su pecho se observaba una enorme abertura de carne desgarrada saturada de sangre; el hombre había sido abatido por un arma disparada en la oscuridad.

—Que Dios me perdone —dijo el monje de Jénope desde las sombras.

Un negro vacío envolvió a Víctor que tuvo la sensación de deslizarse hacia el agua mientras unas manos temblorosas le sostenían. Sus últimos pensamientos, extrañamente serenos, se dirigieron a sus hijos. Los Géminis. Aquellas manos hubieran podido ser las de sus hijos tratando de salvarle. Pero las manos de sus hijos no temblaban.