El gran automóvil se acercó a la verja de Campo di Fiori. Víctor miraba a través de la ventanilla, consciente del espasmo de dolor que le estaba recorriendo la espalda; el ojo registraba, la mente recordaba.
Su vida había sido alterada dolorosamente en aquella porción de tierra situada al otro lado de la verja. Trató de controlar el recuerdo; no pudo borrarlo. Las imágenes que estaba viendo fueron sustituidas sin poderlo evitar por unos ropajes negros y unos alzacuellos blancos.
El automóvil cruzó la verja; Víctor contuvo el aliento. Se había trasladado a Milán desde París con el mayor sigilo posible. En Milán había alquilado una habitación individual en el Albergo Milano, registrándose simplemente como V. Fontine, Nueva York.
Los años habían realizado su trabajo. Nadie arqueó las cejas, nadie le miró con curiosidad; su nombre no provocaba asombro. Treinta años antes un Fontine o Fontini en Milán hubiera sido objeto de comentarios. Ahora ya no.
Antes de abandonar Nueva York había hecho una sola averiguación… cualquier otra indagación hubiera podido suscitar alarma. Había averiguado la identidad de los propietarios de Campo di Fiori. La adquisición se había llevado a efecto hacía veintisiete años; no se había producido ningún cambio de propietario desde entonces. Sin embargo, el nombre no causaba impacto en Milán. Nadie había oído hablar de él.
Baricours, Père et Fils. Una empresa franco-suiza de Grenoble, eso decían los documentos de venta. A pesar de lo cual, no había en Grenoble ningún Baricours, Père et Fils. Ningún detalle podía averiguarse tampoco acerca del abogado que había negociado la venta. Éste había fallecido en 1951.
El automóvil pasó junto al terraplén y enfiló la calzada circular deteniéndose frente a la mansión principal. El espasmo de la espalda de Víctor se combinaba con una aguda sensación punzante detrás de los ojos; le pulsó la cabeza al pisar el escenario de las ejecuciones.
Se asió la muñeca y se clavó los dedos en la carne. El dolor le resultó beneficioso; pudo mirar por la ventanilla y ver lo que había ahora y no ya hacía treinta y tres años.
Lo que vio fue un panteón. Muerto pero bien cuidado. Todo estaba como siempre aunque no para los vivos. Hasta los anaranjados rayos del sol poniente poseían una especie de característica mortal: majestuosamente ornamentales, pero muertos.
—¿No hay jardineros ni vigilantes junto a la verja? —preguntó.
—Esta tarde, no, padrone —repuso el chófer volviéndose—. No hay guardianes. Y tampoco sacerdotes de la Curia.
Fontine se inclinó hacia adelante en su asiento. El bastón de metal se deslizó al suelo. Miró fijamente al conductor.
—He sido engañado.
—Vigilado. Esperado. Lo que se dice engañado, no. Dentro le está aguardando un hombre.
—¿Un hombre?
—Sí.
—¿No se llamará Enrici Gaetamo?
—Ya se lo he dicho. Aquí no hay sacerdotes de la Curia. Entre, por favor. ¿Necesita ayuda?
—No, ya me las arreglaré yo solo —repuso Víctor descendiendo lentamente del automóvil.
Cada movimiento suyo era una lucha, el dolor de sus ojos se fue reduciendo al igual que el espasmo de su espalda. Lo comprendía. Su mente se estaba centrando. Había acudido a Campo di Fiori a buscar respuestas. A enfrentarse con alguien. Pero no esperaba que ello ocurriera de aquel modo.
Subió los peldaños de mármol hasta la puerta de roble de su infancia. Se detuvo a la espera de lo inevitable: una sensación de abrumadora tristeza. Sin embargo, ésta no se produjo porque allí no había vida.
Escuchó el ruido del motor y se dio la vuelta. El conductor había girado y había pasado junto al terraplén enfilando el camino que conducía a la verja principal. Quienquiera que fuera, resultaba claro que deseaba alejarse de allí cuanto antes.
Mientras miraba, Víctor escuchó el sonido metálico de una aldaba. Volvió la cabeza hacia la enorme puerta de roble y observó que estaba abierta.
No pudo ocultar su espanto y tampoco se molestó en hacerlo. La cólera le recorrió el cuerpo y le hizo estremecerse.
¡El hombre que se encontraba en la puerta era un sacerdote! Enfundado en los negros ropajes de la Iglesia. Era un viejo de aspecto frágil. De no haberlo sido, tal vez Fontine le hubiera golpeado.
En su lugar, se quedó mirando al viejo y habló serenamente.
—Que un sacerdote se encuentre en esta casa me resulta de lo más doloroso.
—Lamento que piense tal cosa —replicó el sacerdote hablando un italiano con acento extranjero—. Nosotros reverenciábamos al padrone de los Fontini-Cristi. Depositamos en sus manos nuestros más preciados tesoros.
Los ojos de ambos hombres se cruzaron; ninguno de ellos vaciló, pero la cólera de Víctor se fue transformando lentamente en incredulidad.
—Es usted griego —dijo éste con voz apenas audible.
—Lo soy pero eso no tiene importancia. Soy un monje de Constantina. Entre, por favor. —El anciano retrocedió para permitirle a Víctor el paso y después añadió suavemente—: No se apresure. Que sus ojos lo contemplen todo. Pocas cosas han cambiado; se tomaron fotografías y se hicieron inventarios de todas las habitaciones. Lo hemos conservado todo exactamente igual como estaba.
Un panteón.
—También lo hicieron los alemanes —dijo Víctor penetrando en el espacioso vestíbulo—. Es curioso que aquellos que tantas molestias se tomaron para hacerse con la propiedad de Campo di Fiori no hayan querido modificar nada.
—No se corta una piedra preciosa de gran valor ni se mutila una valiosa pintura. Eso no tiene nada de curioso.
Víctor no contestó. En su lugar, se apoyó en el bastón y se dirigió hacia la escalera, caminando con gran dificultad. Se detuvo frente al arco que daba acceso al salón de la izquierda. Todo estaba igual que antes. Los cuadros, las consolas adosadas a las sólidas paredes, los antiguos espejos sobre las consolas, las alfombras orientales cubriendo el reluciente suelo, la ancha escalinata con su brillante balaustrada.
Miró hacia el comedor, más allá del arco norte. Las luces del anochecer iluminaban la enorme mesa ahora desnuda, lustrosa, vacía, la mesa a cuyo alrededor solía sentarse la familia. Se los imaginó a todos; escuchó sus conversaciones y sus risas. Discusiones y anécdotas, conversaciones interminables; las cenas eran unos acontecimientos muy importantes en Campo di Fiori.
Las figuras se congelaron; las voces desaparecieron. Había llegado el momento de apartar la mirada.
Víctor se volvió. El monje le indicó el arco sur.
—¿Le parece que vayamos al despacho de su padre?
Víctor se dirigió al salón precediendo al viejo. Involuntariamente, puesto que no deseaba en modo alguno activar los recuerdos, sus ojos se posaron en el mobiliario, súbitamente muy familiar. Todas las sillas, todas las lámparas, todos los tapices y candelabros de pared estaban exactamente tal y como él los recordaba.
Fontine respiró hondo y cerró los ojos unos instantes. Resultaba macabro. Estaba recorriendo un museo que en otros tiempos había formado parte viva de su existencia. En cierto modo, se trataba de la más cruel de las formas de angustia.
Cruzó la puerta y penetró en el despacho de Savarone; jamás había sido el suyo a pesar de que su vida había estado a punto de terminar en aquella habitación. Pasó junto al marco de la puerta a través del cual una ensangrentada mano mutilada había sido arrojada en las sombras.
Si algo le sobresaltó, este algo fue la lámpara del escritorio y la luz que esparcía hacia el suelo a través de su verde pantalla. Todo estaba exactamente tal y como había estado treinta años antes. Su recuerdo estaba muy vivo porque era la luz de la lámpara que había iluminado la cabeza destrozada de Geoffrey Stone.
—¿Quiere usted sentarse? —preguntó el sacerdote.
—En seguida.
—¿Me permite que lo haga yo?
—¿Cómo dice?
—¿Puedo sentarme junto al escritorio de su padre? —preguntó el monje—. Le he estado observando los ojos.
—Está en su casa. Yo soy un visitante.
—Pero no un desconocido.
—Evidentemente. ¿Estoy hablando con un representante de Baricours, Père et Fils?
El anciano sacerdote asintió en silencio. Rodeó lentamente el escritorio, acercó el sillón y acomodó en el mismo su frágil Figura.
—No le eche la culpa al abogado de Milán; él no podía saberlo. Baricours se ajustaba a las condiciones que usted había impuesto. Baricours es la orden de Jénope.
—Y mi enemigo —dijo Víctor serenamente—. En 1942 había un recinto del Mi-Seis en el condado de Oxford. Trataron ustedes de matar a mi esposa. Muchas personas inocentes perdieron la vida.
—Se adoptaron unas decisiones que rebasaban el control de los superiores. Los extremistas se salieron con la suya; no pudimos impedirlo. No espero que usted lo comprenda.
—No lo comprendo. ¿Cómo supieron ustedes que me encontraba en Italia?
—No somos lo que éramos, pero todavía tenemos recursos. Hay alguien que le vigila a usted. No me pregunte quién es; no se lo diré. ¿Por qué ha regresado? Al cabo de treinta años, ¿por qué ha regresado a Campo di Fiori?
—A buscar a un hombre apellidado Gaetamo —repuso Fontine—. Enrici Gaetamo.
—Gaetamo vive en las colinas de Varese —dijo el monje.
—Anda todavía en busca del tren de Salónica. Ha viajado desde Edhessa, a través de los Balcanes, cruzando Italia en dirección a las montañas del norte. ¿Por qué han permanecido ustedes aquí todos estos años?
—Porque la clave está aquí —repuso el monje—. Se hizo un patio. En octubre de 1939 yo viajé a Campo di Fiori. Fui yo quien negoció la participación de Savarone Fontini-Cristi, fui yo quien envió en aquel tren a un abnegado monje juntamente con su hermano que era el maquinista. Y exigí sus muertes en nombre de Dios.
Víctor miró fijamente al monje. La luz de la lámpara iluminaba la pálida y tensa piel y los ojos tristes y mortecinos. Fontine recordó al visitante en su despacho de Washington.
—Un griego acudió a mí diciéndome que su familia había servido a la Iglesia en otros tiempos de una manera que él no acertaba a comprender. ¿Se llamaba acaso Annaxas el hermano maquinista de este monje?
El viejo clérigo levantó la cabeza y sus ojos se animaron por un instante.
—¿Dónde escuchó usted este nombre?
Fontine apartó la mirada y sus ojos se posaron en un cuadro colgado bajo el de una Virgen en la pared. Se trataba de una escena de caza en el que unos pájaros se alejaban volando de unos árboles, asustados por los disparos de unos hombres. Otros pájaros volaban a mayor altura.
—Vamos a intercambiar información —dijo serenamente—. ¿Por qué accedió mi padre a trabajar con la orden de Jénope?
—Ya conoce usted la respuesta. Su única preocupación era la de no dividir el mundo cristiano. Lo único que le importaba era la derrota de los fascistas.
—Pero ¿por qué fue sacada la caja de Grecia?
—Los alemanes eran unos saqueadores y Constantina estaba marcada. Ésta fue la información que recibimos de Polonia y Checoslovaquia. Los comandantes nazis robaban los museos, saqueaban los refugios y monasterios. No podíamos correr el riesgo de dejarla allí. Su padre organizó el traslado. Brillantemente. Donatti fue engañado.
—Mediante el uso de un segundo tren —añadió Víctor—. Enviado exactamente por la misma ruta. Pero tres días más tarde.
—Sí. La información relativa a este segundo tren se transmitió a Donatti a través de los alemanes que no tenían idea del significado del cofre de Constantina. Ellos buscaban tesoros —pinturas, esculturas, obras de arte—, no oscuros textos que, según les habían dicho, no poseían valor más que para los eruditos. Pero el fanático Donatti no cejó en su empeño; hacía muchas décadas que corrían rumores acerca de las negociaciones del Filioque. Tenía que hacerse con ellas. —El monje de Jénope se detuvo, abrumado por los dolorosos recuerdos—. Los intereses del cardenal y los de Berlín eran coincidentes. Berlín deseaba destruir la influencia de Savarone Fontini-Cristi; Donatti quería mantenerle apartado de aquel tren. A toda costa.
—¿Por qué se vio Donatti mezclado en todo eso?
—Por causa de su padre. Éste sabía que los nazis tenían un poderoso amigo en el Vaticano y quería desenmascarar a Donatti para que todo el mundo supiera quién era. El cardenal no hubiera podido averiguar nada acerca del segundo tren si los alemanes no se lo hubieran comunicado. Su padre tenía el propósito de utilizar este hecho. Fue el único precio que Fontini-Cristi nos pidió. Pero este precio condujo a realizar las ejecuciones de Campo di Fiori.
Víctor pudo escuchar la voz de su padre atravesando las décadas… promulga edictos para los no informados y obliga a su cumplimiento mediante el temor… Una desgracia para el Vaticano. Savarone conocía al enemigo pero no los extremos de su monstruosidad.
El corsé ortopédico se estaba clavando en la carne de la espalda de Fontine. Llevaba demasiado rato de pie. Tomó el bastón y se dirigió a la silla situada frente al escritorio, acomodándose en la misma.
—¿Sabe usted lo que había en aquel tren? —preguntó suavemente el viejo monje.
—Sí. Brevourt me lo dijo.
—Brevourt no lo sabía. Sólo se le reveló parte de la verdad. No toda. ¿Qué le dijo a usted?
Víctor se sintió súbitamente alarmado y miró una vez más al monje.
—Me habló de las negociaciones del Filioque, de unos estudios que refutaban la divinidad de Cristo. El más devastador de todos ellos era un rollo arameo que ponía en duda la existencia de Cristo. Al parecer, se llegaba a la conclusión de que no había existido.
—No se trata de las negociaciones. No se trata de un rollo. Era, es, una confesión escrita en su totalidad y anterior a todos los demás documentos. —El monje de Jénope apartó la mirada y levantó las manos rozándose con los dedos la pálida piel de las mejillas—. Las negociaciones del Filioque constituyen un material de estudio para los eruditos. En su calidad de tal, el rollo arameo era tan ambiguo como los rollos del Mar Muerto al ser estudiados mil quinientos años más tarde. De todos modos, hace treinta años, en el punto culminante de una guerra moral, si estos términos no resultan contradictorios, la divulgación de la existencia de dicho rollo hubiera podido ser catastrófica. Para Brevourt fue suficiente.
—¿Qué es esta confesión? —preguntó Fontine como hipnotizado.
El monje volvió a mirar a Víctor. En el transcurso del breve silencio que precedió a sus palabras, el anciano sacerdote supo comunicar todo el dolor de su inmediata decisión.
—Lo es todo. Fue escrita en un pergamino sacado de una prisión romana en el año sesenta y siete. Conocemos la fecha porque el documento habla de la muerte de Jesús según el calendario hebreo y sitúa la cifra en treinta y cuatro años. Coincide con los estudios antropológicos. El pergamino fue escrito por un hombre que había viajado mucho puesto que habla de Getsemaní y Cafarnaum, de Genesaret y Corinto, del Ponto, de Galacia y de Capadocia. El autor no puede ser otro que Simón de Betsaida, a quien el hombre que él llama Cristo dio el nombre de Pedro. Lo que contiene el pergamino rebasa cualquier cosa que pueda usted imaginar. Es necesario encontrarlo.
El monje se detuvo y miró a Víctor.
—¿Y destruirlo? —preguntó Fontine suavemente.
—Destruirlo —replicó el monje—. Pero no por los motivos que pueda usted suponer. Porque nada ha cambiado pero todo está cambiado. Mis votos me impiden decirle más. Somos unos viejos; ya no nos queda mucho tiempo. Si usted puede ayudarnos, debe hacerlo. Este pergamino puede alterar la historia. Hubiera debido destruirse hace muchos siglos, pero se impuso la arrogancia. Podría sumir a buena parte del mundo en una terrible agonía. Nadie puede justificar el dolor.
—Pero usted dice que nada ha cambiado —dijo Víctor repitiendo las palabras del monje— pero todo está cambiado; lo uno anula lo otro; carece de sentido.
—La confesión de este pergamino posee sentido. En toda su angustia. No puedo decirle más.
—¿Conocía mi padre la existencia de este pergamino? —preguntó Fontine mirando al monje a los ojos—. ¿O sólo se le dijo lo que se le dijo a Brevourt?
—La conocía —repuso el monje de Jénope—. Las negociaciones del Filioque son algo así como los artículos legales norteamericanos relativos a las acusaciones contra los funcionarios, unas acusaciones susceptibles de discusión canónica. Hasta el más devastador de ellos, tal como usted lo ha calificado, el rollo arameo, está sometido a las interpretaciones lingüísticas de la antigüedad. Fontini-Cristi hubiera captado estas cuestiones; Brevourt no fue capaz de hacerlo. En cambio, la confesión de este pergamino no es discutible. Era la única y pavorosa condición que imponía la participación de Fontini-Cristi. Éste lo comprendió y lo aceptó.
—Una confesión escrita sobre un pergamino sacado de una prisión romana —dijo Fontine hablando serenamente; la cuestión estaba muy clara—. Eso es lo que contiene el cofre de Constantina.
—Sí.
Víctor guardó silencio unos instantes. Después se inclinó hacia adelante, apoyando la mano en el bastón.
—Usted ha dicho que la clave estaba aquí. Pero ¿por qué? Donatti lo registró todo: las paredes, el pavimento, los terrenos circundantes. Ustedes llevan aquí veintisiete años y todavía no han encontrado nada. ¿Qué es lo que buscan ustedes?
—Las palabras que pronunció su padre en esta habitación.
—¿Cuáles fueron?
—Que las indicaciones estarían aquí en Campo di Fiori. Grabadas durante un milenio. Ésta fue la frase que utilizó: «grabadas durante un milenio». Y su hijo lo entendería. Formaba parte de su infancia. Pero al hijo no se le comunicó nada. Hemos podido averiguarlo.
Fontine se negó a dormir en la gran mansión. Descansaría en las cuadras, en la cama sobre la que había depositado el cadáver de Barzini hacía tanto tiempo.
Deseaba estar solo, aislado y, sobre todo, lejos de la casa, lejos de sus queridas reliquias. Tenía que pensar, tenía que reflexionar acerca de aquel horror una y otra vez hasta que descubriera el eslabón que faltaba. Porque allí estaba todo, el esquema existía. Lo que faltaba era la línea que completaba el dibujo.
Parte de su infancia. No, allí no, todavía no. No quería empezar por allí; eso vendría más tarde. Prefería empezar por lo que conocía, lo que había visto y oído por sí mismo.
Llegó a las cuadras y recorrió las vacías estancias pasando frente a los pesebres vacíos. Ahora no había electricidad; el viejo monje le había facilitado una linterna. La habitación de Barzini estaba tal como él la recordaba. Desnuda, sin adornos; la estrecha cama, el viejo sillón, el sencillo baúl en el que Barzini guardaba sus escasas posesiones.
El cuarto de herramientas estaba igual que la última vez que lo había visto. Bridas y correas de cuero colgadas de las paredes. Se sentó en un pequeño banco de madera, suspirando dolorosamente. Apagó la linterna. La luz de la luna se filtraba por las ventanas. Respiró hondo y trató de pensar en aquella horrible noche.
Los disparos de ametralladora le llenaron los oídos evocando el recuerdo que tanto aborrecía. Volvió a ver las espirales de humo, los cuerpos arqueados de sus seres queridos en sucesivos instantes de muerte, vistos a la cegadora luz de los reflectores.
¡Champoluc es el río! ¡Zurich es el río!
¡Las palabras se pronunciaron a gritos y se repitieron dos, tres veces! Se las rugieron a él, pero apuntaban mucho más arriba del lugar en el que él se encontraba mientras las balas atravesaban el pecho y el estómago de su padre.
¡Champoluc es el río!
¿La cabeza levantada? ¿Qué era aquello? La cabeza, los ojos. ¡Siempre se descubre en los ojos! Una fracción de segundo antes de pronunciar las palabras, los ojos de su padre no habían mirado hacia el terraplén, no habían mirado hacia él.
Habían mirado hacia la derecha, en sentido diagonal. Savarone había mirado hacia los automóviles, hacia el tercer automóvil.
¡Savarone había visto a Guillamo Donatti! Le había reconocido en las sombras del asiento posterior del vehículo. En el instante de morir, reconoció la identidad de su verdugo.
Y los rugidos de furia se habían levantado hacia su hijo pero también hacia algún lugar de más allá. Hacia arriba y hacia allá… ¿qué habría sido? ¿Qué había hecho su padre en el instante de morir? ¡Era el eslabón que faltaba, la línea que completaba el dibujo!
¡Oh, Dios mío! Alguna parte de su cuerpo. La cabeza, los hombros, las manos. ¿Qué fue?
¡Todo el cuerpo! ¡Dios mío, había sido toda la postura del cuerpo al morir! Cabeza, brazos, manos. ¡Hacia la izquierda! ¡El cuerpo de Savarone se había extendido en un gesto final! ¡Hacia la izquierda! Pero no hacia la casa, no hacia los salones iluminados que tan perversamente habían sido invadidos, sino hacia el otro lado de la casa. ¡Más allá de la casa!
Champoluc es el río…
¡Más allá de la casa!
¡Los bosques de Campo di Fiori!
¡El río! ¡La ancha corriente de montaña que discurría por el bosque! ¡Su propio «río» particular!
Formaba parte de su infancia. ¡El río de su infancia se encontraba a algo más de cuatrocientos metros de los jardines de Campo di Fiori!
El sudor empezó a empapar el rostro de Víctor; su respiración se hizo entrecortada y sus manos temblaron. Se asió al borde del banco en la oscuridad. Estaba agotado, pero se sentía seguro; súbitamente todo había quedado muy claro.
El río no estaba en el Champoluc y tampoco en Zurich. Se encontraba a pocos minutos de allí. Un breve paseo por un camino de bosque recorrido por tantas generaciones de chiquillos.
Grabado durante un milenio.
Parte de su infancia.
Recordó los bosques, la corriente, las rocas… las rocas… las rocas. ¡Las rocas que bordeaban la corriente en la zona más profunda de las aguas! ¡Había una gran roca utilizada para zambullirse y saltar y tenderse al sol y grabar iniciales y mensajes infantiles y claves secretas entre los jóvenes hermanos!
Grabado durante un milenio. ¡Su infancia!
¿Habría elegido Savarone aquella roca para grabar en ella su mensaje?
Todo resultaba súbitamente muy claro. Muy coherente.
Pues, claro que la habría elegido.