19

La orquesta y los empleados de la empresa encargada de organizar la fiesta se habían marchado. Andrew fue acompañado al Aeropuerto La Guardia. A las nueve salía un avión con destino a Washington.

Adrian permaneció solo en la playa casi media hora tras la marcha de su hermano. Después regresó a la casa para hablar con sus padres. Les dijo que su intención había sido la de quedarse pero ahora creía que debía irse. Tenía que regresar a Washington.

—Hubieras debido ir con tu hermano —dijo Jane junto a la puerta principal.

—Sí, hubiera debido hacerlo —dijo Adrian suavemente—. No lo he pensado.

Tras lo cual se despidió.

Una vez Adrian se hubo marchado. Jane salió a la terraza sosteniendo en la mano la carta que el sacerdote había traído. Se la entregó a su marido sin poder ocultar su temor.

—Un hombre ha traído eso. Hace unas tres horas. Era un sacerdote. Dijo que venía de Roma.

Víctor miró a su esposa. La misma inexpresividad de sus ojos constituía un comentario.

—¿Por qué has esperado?

—Porque era el cumpleaños de tus hijos.

—Son unos extraños el uno para el otro —dijo Fontine tomando el sobre—. Ambos son hijos nuestros, pero están muy distanciados.

—No durará. Es la guerra.

—Espero que tengas razón —dijo Víctor abriendo el sobre y sacando la carta. Ésta ocupaba varias páginas y la caligrafía era diminuta y precisa—. ¿Conocemos a un hombre apellidado Aldobrini?

—¿A quién?

—Guido Aldobrini. Ésta es la firma —dijo Fontine mostrando a su esposa la última página.

—No creo —repuso Jane sentándose en la silla más próxima y levantando la mirada hacia el encapotado cielo—. ¿Puedes ver con esta luz? Está oscureciendo.

—Es suficiente —repuso Víctor ordenando las páginas y empezando a leer.

Signor Fontini-Cristi:

Usted no me conoce a pesar de que nos vimos hace ya muchos años. Aquel encuentro me costó los mejores años de mi vida. He transcurrido más de un cuarto de siglo en el Transvaal cumpliendo santa condena por un acto vergonzoso. Yo personalmente no le toqué, pero lo observé todo y no levanté mi voz suplicando clemencia, lo cual fue indecente e impío por mi parte.

Sí, signore, yo fui uno de los sacerdotes que acompañaron al cardenal Donatti aquel amanecer en Campo di Fiori. Por lo que nosotros creíamos la preservación de la Santa Madre Iglesia de Cristo en la tierra, el cardenal nos convenció de que no había leyes divinas ni humanas ni clemencia alguna que se interpusiera entre nuestros actos y la preservación de la Iglesia de Dios. Todo nuestro adiestramiento escolástico y nuestros votos de obediencia —no sólo a nuestros superiores sino también a la más alta autoridad de la conciencia— se torcieron debido al poder de la influencia de Donatti. Me he pasado 25 años intentando comprender, pero se trata de otra historia que no tiene nada que ver con lo que aquí me ocupa. Hubiera sido necesario conocer al cardenal.

He sido privado de los hábitos. Las enfermedades de las selvas africanas se han cobrado también su tributo y, gracias a Cristo, no temo la muerte. Porque me he entregado al máximo y ahora estoy limpio y espero el juicio de Dios.

No obstante, antes de que contemple el rostro de Nuestro Señor misericordioso debo facilitarle una información, puesto que ocultarla ahora sería tan grave pecado como aquel por el que he cumplido santa condena.

La obra de Donatti prosigue. Un hombre, uno de los tres sacerdotes privados de los hábitos que fueron condenados por los tribunales civiles a causa del ataque que perpetraron contra usted, ha sido liberado. Tal como usted posiblemente sepa, uno se quitó la vida y el otro murió por causas naturales mientras cumplía condena en prisión. El tercero sobrevive y, por motivos que no acierto a comprender, ha vuelto a dedicarse a la búsqueda de los documentos de Salónica. Digo que no acierto a comprenderlo porque el cardenal Donatti quedó desacreditado en los más altos círculos vaticanos. Los documentos griegos no pueden afectar a la Santa Madre Iglesia. La revelación divina no puede resultar dañada por mano de hombre mortal.

Este sacerdote privado de los hábitos se llama Enrici Gaetamo y utiliza el alzacuello que le ha sido negado por decreto apostólico. Tengo entendido que los años transcurridos en prisión no han servido para iluminar su alma ni para mostrarle los caminos de un Cristo misericordioso. Me dicen, por el contrario, que es un Donatti redivivo. Un hombre al que hay que temer.

En la actualidad se está dedicando a desentrañar minuciosamente todos los detalles que pueda en relación con el tren de Salónica de hace treinta y tres años. Sus viajes le han llevado desde la estación ferroviaria de Edhessa, a través de los Balcanes, por las rutas ferroviarias que se dirigen a Monfalcone y hacia las norteñas regiones alpinas. Trata de localizar a todos aquellos que conocieron al hijo de Fontini-Cristi. Es un poseso. Suscribe el código de Donatti. No existe ninguna ley divina o humana que pueda impedir su «viaje por Cristo», tal como él lo llama. No revela a nadie el objetivo de su viaje. Pero yo lo sé y ahora usted también lo sabe. Y pronto me alejaré de esta vida.

Gaetamo reside en un pequeño pabellón de caza de las colinas de Varese. Estoy seguro de que no se le escapará a usted el detalle de la proximidad de Campo di Fiori.

Eso es todo lo que puedo decirle; todo lo que sé. No me cabe la menor duda de que intentará localizarle a usted. Rezo para que sea usted advertido de ello y permanezca a salvo en las manos de Dios.

Con tristeza y angustia personal a causa de mi pasado, quedo de usted

Guido Aldobrini

Se escuchó el rumor de los truenos sobre el mar; Fontine hubiera deseado que el simbolismo no fuera tan cruelmente sencillo. Las nubes se cernían ahora sobre ellos; el sol se había ocultado y había empezado a llover. Víctor se alegró de poder distraerse con ello. Miró a Jane. Ella le estaba mirando fijamente como si, en cierto modo, él le hubiera comunicado su profunda inquietud.

—Entra —le dijo Víctor suavemente—. Te seguiré dentro de un par de minutos.

—La carta…

—Claro —repuso él contestando a la pregunta no formulada mientras guardaba de nuevo las páginas en el sobre y se las entregaba—. Léela.

—Te vas a quedar empapado. Va a caer un chaparrón.

—Me resulta agradable; ya sabes que me gusta la lluvia. —Víctor la miró sonriendo—. Entonces tal vez me ayudes a cambiarme el corsé ortopédico.

Ella permaneció de pie unos instantes a su lado y Víctor percibió su mirada. Pero, como siempre que él lo quería, le dejó solo.

Se sentía helado, no a causa de la lluvia sino de sus pensamientos. La carta de Aldobrini no constituía la primera vez que reaparecía Salónica. No le había dicho nada a Jane porque no había habido nada concreto, una simple serie de acontecimientos oscuramente inquietantes y, al parecer, poco importantes.

Hacía tres meses había acudido a Harkness con el objeto de ser sometido a una nueva semana de intervenciones correctoras. A los pocos días de haber sufrido la operación, recibió a un visitante cuyo aspecto le sobresaltó: un monseñor de la Archidiócesis de Nueva York. Dijo apellidarse Land. Había regresado a los Estados Unidos tras muchos años de permanencia en Roma y deseaba conocer a Víctor a propósito de una información con que se había tropezado en los archivos del Vaticano.

El sacerdote se mostró muy amable; lo que más sorprendió a Fontine fue el hecho de que aquel clérigo conociera tantas cosas acerca de su estado físico, muchas más de las que hubieran sido lógicas en un visitante casual.

Fue una media hora muy extraña. Había encontrado unos documentos que suscitaban grave preocupación a propósito de las relaciones entre la casa Fontini-Cristi y el Vaticano. Se referían a las cuestiones históricas que habían conducido a una ruptura entre los padroni del norte y la Santa Sede. Cuando Víctor se hubiera repuesto, tal vez pudieran discutir acerca del pasado. El pasado histórico. Al despedirse, había hecho una alusión directa al ataque de Campo di Fiori. El dolor y el sufrimiento provocados por un prelado demente no podían atribuirse al alma de la Iglesia, dijo.

Aproximadamente unas cinco semanas más tarde, se había producido un segundo incidente. Víctor se encontraba en su despacho de Washington disponiéndose a declarar ante un comité del Congreso que estaba examinando las exenciones tributarias de que se beneficiaban los fletadores norteamericanos que navegaban con bandera paraguaya, cuando sonó el dictáfono.

—Señor Fontine, se encuentra aquí el señor Theodore Dakakos. Dice que desea ofrecerle sus respetos.

Dakakos era uno de los jóvenes gigantes del sector naviero griego, un impertinente rival de Onassis y Niarchos, mucho más estimado que éstos. Fontine le dijo a su secretaria que le hiciera pasar.

Dakakos era un hombre corpulento con una expresión descarada y abierta, más propia de un jugador de fútbol americano que de un magnate naviero. Debía de tener unos cuarenta años y hablaba un correcto inglés de estudiante.

Se había trasladado a Washington con el objeto de asistir a las vistas y tal vez de aprender algo, dijo sonriendo. Víctor se echó a reír; la fama de honradez de que gozaba el griego sólo podía compararse con la leyenda de su agudo sentido comercial. Fontine así se lo dijo.

—Tuve mucha suerte. A muy temprana edad tuve la ventaja de ser educado por una benévola y remota comunidad religiosa.

—Vaya si tuvo usted suerte.

—Mi familia no era adinerada, pero me dicen que servía a la Iglesia. De una manera que hoy en día yo no acierto a comprender.

El joven magnate griego estaba diciendo algo más que aquello que expresaban sus palabras, pero Víctor no consiguió establecer de qué se trataba.

—Es decir, que la gratitud, al igual que Dios, sigue extraños caminos —dijo Víctor sonriendo—. Su reputación es excelente. Hace usted honor a aquellos que le ayudaron.

—Theodore es mi nombre propio, señor Fontine. Mi nombre completo es Theodore Annaxas Dakakos. En mis años escolares, era conocido con el nombre de Annaxas el Joven. ¿Significa eso algo para usted?

—¿En qué sentido?

—Me refiero al nombre de Annaxas.

—He tratado con cientos de compatriotas suyos a lo largo de los años. No creo haber conocido jamás a nadie llamado Annaxas.

El griego guardó silencio unos instantes y después dijo despacio:

—Le creo.

Poco después, Dakakos se marchó.

El tercer incidente fue el más extraño de todos ellos porque desencadenó con tanta fuerza sus recuerdos de violencia que Fontine se quedó sin aliento. Había ocurrido hacía apenas diez días en Los Ángeles. Se encontraba en el Hotel Beverly Hills en ocasión de unas reuniones entre dos empresas ampliamente divergentes que se proponían fusionar sus intereses. Había sido mandado llamar con el objeto de que salvara lo que pudiera; la tarea resultaba imposible.

Motivo por el cual estaba tomando el sol a primeras horas de la tarde en lugar de encontrarse en el interior del hotel escuchando a los abogados que defendían los intereses de sus clientes. Bebía un Campari sentado a una mesa junto a la piscina, sorprendido de la gran cantidad de gente bien parecida que aparentemente no tenía que trabajar para ganarse la vida.

—Guten Tag, mein Herr.

Quien le había dirigido la palabra era una mujer de unos cincuenta años, la edad que tan bien suelen cosmetizar las gentes acaudaladas. Era de estatura mediana, estaba muy bien proporcionada y tenía el cabello rubio entrecano. Vestía pantalones blancos y blusa azul. Se cubría los ojos con unas grandes gafas ahumadas de montura plateada. Hablaba un alemán natural y sin afectación. Él le contestó en el suyo más académico y menos natural al tiempo que se levantaba trabajosamente.

—Buenas tardes. ¿Tengo el honor de conocerla? Perdone, pero me parece que no la recuerdo.

—Siéntese, por favor. Ya sé que le cuesta mucho.

—¿De veras lo sabe? Entonces nos conocemos.

La mujer se sentó frente a él y siguió hablando en inglés.

—Sí pero entonces no tenía usted estas dificultades. Entonces era usted un soldado.

—¿Durante la guerra?

—Hubo un vuelo de Munich a Müllheim. Y una puta de los campos escoltada en aquel vuelo por tres cerdos de la Wehrmacht. Más cerdos que ella, procuro decirme a mí misma.

—¡Santo cielo! —exclamó Fontine conteniendo el aliento—. Era usted una chiquilla. ¿Qué le ocurrió?

Ella se lo contó en breves palabras. Los combatientes de la resistencia francesa le habían conducido a un campo de tránsito situado al suroeste de Montbéliard. Durante varios meses había sufrido allí una agonía indecible al verse privada de narcóticos. Había intentado suicidarse varias veces, pero los de la resistencia tenían otras ideas. Se basaban en el hecho de que, una vez se hubiera librado de los efectos de la droga, sus recuerdos bastarían para convertirla en una eficaz agente de la resistencia. Estaba muy endurecida por los acontecimientos, eso saltaba a la vista.

—Tenían razón, desde luego —había dicho la mujer hacía diez días sentada junto a una mesa del patio del Hotel Beverly Hills—. Me vigilaron noche y día, hombres y mujeres. Los hombres se lo pasaban mejor porque los franceses nunca pierden el tiempo, ¿no es cierto?

—Sobrevivió usted a la guerra —replicó Fontine sin querer indagar ulteriormente.

—Con un montón de medallas. Croix de guerre, Légion d’honneur, Légion de résistence.

—Y se convirtió usted en una gran estrella cinematográfica y yo fui lo suficientemente estúpido como para no darme cuenta —dijo Víctor sonriendo suavemente.

—No exactamente. Si bien he tenido ocasión de asociarme por así decirlo con destacados representantes de la industria del cine.

—Me temo que no la entiendo.

—Me convertí en, y, a riesgo de parecerle inmodesta, sigo siéndolo, la «madame» de más éxito del sur de Francia. Sólo el Festival Cinematográfico de Cannes me permite obtener unos ingresos suficientes para llevar una existencia adecuada.

Esta vez fue la mujer quien sonrió. Era una bonita sonrisa, pensó Fontine. Genuina, viva.

—Me alegro por usted. Soy lo suficientemente italiano como para descubrir cierta honorabilidad en su profesión.

—Sabía que lo era. Y que lo sería. Estoy aquí en busca de talentos. Tendría sumo gusto en atender a cualquier petición que usted pudiera hacerme. Aquí en la piscina tengo a varias de mis chicas.

—No, muchas gracias. Es usted muy amable pero, tal como usted misma ha dicho, no soy el hombre que era.

—Yo creo que está usted magnífico —dijo ella simplemente—. Siempre lo he creído —añadió sonriendo—. Ahora debo irme. Le he reconocido y quería hablar con usted, nada más. —Se levantó y le tendió la mano al tiempo que le decía—: No se moleste en levantarse.

—Ha sido un placer, y un alivio, volverla a ver —dijo él estrechándole la mano con firmeza.

Ella le miró a los ojos y habló serenamente.

—Estuve en Zurich hace unos meses. Me localizaron a través de un hombre llamado Lübok. Para poder llegar hasta usted. Era checo. Un marica, me dijeron. Era el hombre que viajó en el mismo avión que nosotros, ¿verdad?

—Sí. Y debo añadir que era muy valiente. Todo un hombre, en mi opinión.

Víctor estaba tan sorprendido que contestó instintivamente, sin comprender. Llevaba muchos años sin pensar en Lübok.

—Sí, lo recuerdo. Nos salvó a todos. Le han descubierto —dijo la mujer soltándole la mano.

—¿Descubierto? ¿A propósito de qué? Dios mío, si está vivo, ese hombre debe tener mi edad poco más o menos. Setenta años o más. ¿A quién le interesan los viejos? ¿De qué está usted hablando?

—De un hombre llamado Vittorio Fontini-Cristi, hijo de Savarone.

—Está usted diciendo tonterías. Las tonterías las comprendo pero no veo qué puedan tener que ver con usted. O con Lübok.

—Yo tampoco lo sé y no me importa. Un hombre en Zurich acudió a mi habitación del hotel y me dirigió unas preguntas acerca de usted. Como es natural, no las contesté. Usted era simplemente un agente del servicio de espionaje aliado que salvó la vida de una puta. Pero no sabía nada de Anton Lübok.

—¿Quién era este hombre?

—Un sacerdote. Es lo único que sé. Adiós, Kapitän.

La mujer se volvió y se alejó al tiempo que saludaba con la mano a varias muchachas que estaban chapoteando en la piscina, riéndose con excesiva afectación.

Un sacerdote. En Zurich.

…Trata de localizar a todos aquellos que conocieron al hijo de Fontini-Cristi…

Ahora comprendía el enigmático encuentro que había tenido lugar junto a una piscina de Los Ángeles. Un sacerdote privado de los hábitos que había sido puesto en libertad tras cumplir una condena de casi treinta años en prisión y que había reanudado la búsqueda de los documentos de Constantina.

La obra de Donatti prosigue, decía la carta. En la actualidad se esta dedicando a desentrañar minuciosamente todos los detalles que pueda… sus viajes le han llevado desde la estación ferroviaria de Edhessa, a través de los Balcanes… a Monfalcone y hacia las norteñas regiones alpinas.

Trata de localizar a todos aquellos que conocieron al hijo de Fontini-Cristi.

Y, a miles de kilómetros de distancia, otro sacerdote —muy revestido de hábitos— entra en una habitación de hospital y se refiere a un acto de barbarie que no podía separarse de aquellos documentos. Perdidos hacía ya tres décadas y todavía eran buscados.

Y en Washington un joven magnate naviero entra en un despacho y, sin motivo aparente, dice que su familia sirvió a la Iglesia de una manera que él no acierta a comprender.

«…Tuve la ventaja… por una benévola y remota comunidad religiosa…»

La orden de Jénope. Súbitamente estaba todo muy claro.

Nada era coincidencia.

Había vuelto. El tren de Salónica se había sumido en un sueño de treinta años y había vuelto a despertar. Tenía que ser controlado antes de que los odios entraran en colisión, antes de que los fanáticos convirtieran aquella búsqueda en una guerra santa, tal como habían hecho hacía tres décadas. Víctor sabía que se lo debía a su padre, a su madre, a sus seres queridos asesinados bajo las blancas luces de Campo di Fiori; a aquellos que habían muerto en el condado de Oxford. A un joven monje extraviado llamado Petride que se había quitado la vida en una rocosa ladera de Loch Torridon, a un hombre llamado Teague, a un miembro de la resistencia llamado Lübok y a un viejo llamado Guido Barzini que le había salvado de sí mismo.

No podía permitir que regresara la violencia.

La lluvia estaba cayendo ahora con más fuerza, en sábanas diagonales azotadas por el viento. Fontine extendió la mano hacia la silla de hierro forjado que tenía cerca y se levantó trabajosamente, descansando al mismo tiempo el brazo en el soporte de acero del bastón.

Permaneció de pie en la terraza contemplando el mar. El viento y la lluvia le aclararon los pensamientos. Sabía lo que tenía que hacer y a dónde tenía que ir.

A las colinas de Varese.

A Campo di Fiori.