Junio de 1973
HOMBRES.
Eran hombres, pensó Víctor Fontine mientras observaba a sus hijos abriéndose paso cada cual por su cuenta entre los invitados bajo la brillante luz del sol. Y, en segundo lugar, eran gemelos. Le parecía una importante distinción a pesar de que no fuera necesario detenerse demasiado a pensar en ello. Pensaba que hacía muchos años que nadie se refería a ellos como gemelos. A excepción de Jane y de él mismo, claro. Hermanos, sí, pero no gemelos. Era curioso que aquella palabra hubiera caído en desuso.
Tal vez la fiesta se animara un poco durante un rato. Jane se alegraría. Para Jane seguían siendo los gemelos. Sus Géminis.
La fiesta de tarde en la residencia de North Shore de Long Island se estaba celebrando en honor de Andrew y de Adrian: era su cumpleaños. El césped y los jardines de la parte de atrás de la casa que daban a la caseta de embarcaciones y al mar se habían transformado en una enorme fête champêtre, tal como Jane la llamaba.
—¡Una rubicunda merienda campestre para adultos! Ya nadie las organiza. Nosotros lo haremos.
Una pequeña orquesta tocaba en el extremo sur de la terraza y su música servía de fondo a cientos de conversaciones. Sobre la vasta extensión del bien cuidado césped se habían colocado unas alargadas mesas repletas de comida; dos bares trabajaban a pleno rendimiento a ambos extremos del buffet rectangular. Fête champêtre. Víctor jamás había oído aquella expresión con anterioridad. En treinta y cuatro años de matrimonio, jamás la había oído.
¡Los años habían transcurrido volando! Parecía como si se hubieran comprimido tres décadas en una cápsula del tiempo y hubieran sido lanzadas a los cielos a increíble velocidad para ser abiertas y examinadas, al aterrizar, por unos participantes que se hubieran limitado simplemente a envejecer.
Andrew y Adrian se encontraban ahora muy cerca el uno del otro. Andy charlaba con los Kempson junto a la mesa de los canapés. Adrian estaba junto a la barra hablando con varios jóvenes cuyo sexo únicamente podía distinguirse a través de su atuendo. Estaba bien, en cierto modo, que Andrew conversara con los Kempson. Paul Kempson era el presidente de la Centaur Electronics y el Pentágono le tenía en muy buen concepto. Al igual que a Andrew, claro. Era indudable que a Adrian le habían acorralado varios estudiantes universitarios que deseaban formular preguntas a aquel abogado tan insólitamente sincero que era el hijo de Víctor.
Víctor observó con cierta satisfacción que los gemelos eran más altos que las personas que los rodeaban. Era lógico. Ni él ni Jane eran bajos. Y, en cierto modo, se parecían aunque no fueran idénticos. El cabello de Andrew era claro, casi rubio; el de Adrian oscuro, de tono rojizo. Sus facciones eran pronunciadas, una combinación de las suyas y las de Jane, pero cada cual poseía su propia identidad. El único rasgo físico que tenían en común eran los ojos; iguales que los de Jane. Azul claro y muy penetrantes.
A veces, bajo la intensa luz del sol o bien entre matizadas sombras, se podían confundir. Pero sólo entonces y en estas condiciones que ellos no buscaban. Cada cual poseía una individualidad propia.
El rubio Andrew pertenecía al ejército y era un profesional totalmente entregado a su misión. La influencia de Víctor había contribuido a que el Congreso le nombrara para West Point donde las dotes de Andrew habían destacado brillantemente. Había servido durante dos períodos en el Vietnam a pesar de que él despreciaba la manera en que se estaba combatiendo aquella guerra. «Ganar o marcharse» era su lema, pero nadie le escuchaba y no estaba muy seguro de que ello hubiera servido de algo. La corrupción de Saigón no podía compararse con ninguna otra corrupción de la tierra.
Sin embargo, Andrew no era tampoco un aguafiestas en el ejército. Víctor lo sabía. Su hijo era un creyente. Profundo, preocupado, decidido: los militares eran la fuerza de Norteamérica. Cuando se agotaban todas las palabras, no se tenía más remedio que echar mano del poder de que se dispusiera. Destinado a utilizarse con prudencia pero a utilizarse.
En opinión del moreno Adrian, en cambio, no se podía poner límite a la utilización de las palabras y no era admisible ninguna excusa para la confrontación armada. Adrian, el abogado, era un hombre tan entregado a su trabajo como su hermano, a pesar de que nadie pudiera decirlo a juzgar por su comportamiento. Adrian parecía falto de energía; daba la impresión de descuido allí donde no lo había. Sus adversarios legales habían aprendido a no dejarse engañar por su humor o su aparente falta de preocupación. Adrian se preocupaba. Era un águila en las salas de justicia. Por lo menos, eso había sido en la oficina del fiscal de Boston. Ahora se encontraba en Washington.
Adrian había pasado de la escuela preparatoria de Princeton a la Facultad de Derecho de Harvard y después había dedicado un año a dejarse crecer la barba, a tocar la guitarra y acostarse con todas las muchachas disponibles desde San Francisco a la Bleecker Street. Había sido el año en que Víctor y Jane habían contenido la respiración y más de una vez habían perdido los estribos.
Sin embargo, la vida de la carretera y los confines provincianos de la media docena de comunas que conoció acabaron hastiando a Adrian que, al igual que le había ocurrido a Víctor treinta años antes al término de la guerra europea, no podía aceptar el carácter absurdo de las experiencias no provocadas.
Los pensamientos de Fontine se interrumpieron. Los Kempson se estaban acercando a su sillón, abriéndose paso entre los demás invitados. No esperarían que se levantara —nadie esperaba jamás tal cosa— pero a Víctor le fastidiaba no poder hacerlo. Sin ayuda.
—Un muchacho estupendo —dijo Paul Kempson—. Tiene la cabeza en su sitio este Andrew. Ya le he dicho que, si alguna vez quisiera colgar el uniforme, en la Centaur habría un sitio para él.
—Yo le he dicho que debería usar el uniforme —comentó la esposa de Kempson alegremente—. Es tan guapo.
—Estoy seguro de que ello se le hubiera antojado fuera de lugar —dijo Fontine sin estar seguro en absoluto—. A nadie le gusta que le recuerden la guerra, especialmente en el transcurso de una fiesta de cumpleaños.
—¿Cuánto tiempo va a quedarse en casa, Víctor? —preguntó Kempson.
—¿En casa? ¿Aquí? Sólo unos días. Ahora se encuentra de servicio en Virginia. En el Pentágono.
—Tu otro chico también está en Washington, ¿verdad? Me parece que he leído algo acerca de él en los periódicos.
—Sí, no me cabe la menor duda —dijo Fontine sonriendo.
—Ah, pues, entonces están juntos. Eso es bonito —dijo Alice Kempson.
La orquesta finalizó una melodía y empezó a interpretar otra. Las parejas más jóvenes afluyeron a la terraza; la fiesta se estaba animando. Los Kempson se alejaron entre saludos y sonrisas. Víctor pensó brevemente en el comentario de Alice Kempson.
…están juntos. Eso es bonito.
Sin embargo, Andrew y Adrian no estaban juntos. Trabajaban a veinte minutos el uno del otro, pero vivían cada cual por su cuenta. A veces, pensaba Fontine, demasiado por su cuenta. No se reían juntos tal como solían hacer de niños. Una vez alcanzada la edad adulta, algo había ocurrido entre ellos. Fontine se preguntó qué habría sido.
Jane reconoció aproximadamente por centésima vez que la fiesta había sido un éxito, ¿verdad? Una afirmación. Menos mal que el tiempo había aguantado. La empresa encargada de organizar la fiesta había asegurado que se podrían levantar las tiendas en menos de una hora, en caso necesario, pero a mediodía el sol brillaba con fuerza confirmando de este modo la promesa de un buen día.
Pero no de un buen anochecer. Allá a lo lejos, sobre las aguas cercanas a Connecticut, el cielo aparecía gris. Los boletines meteorológicos habían predicho tormentas-nocturnas-aisladas-con-precipitaciones-crecientes, a saber lo que sería aquello. ¿Por qué no se limitaban simplemente a decir que más tarde empezaría a llover?
Desde las dos a las seis de la tarde. Unas horas excelentes para una fête champêtre dominical. Jane se había reído de que Víctor no conociera el significado del término. Resultaba tan presuntuosamente Victoriano que lo divertido estribaba precisamente en utilizarlo. Resultaba ridículo en las invitaciones. Jane sonrió y después reprimió una carcajada. Pensaba que tendría que controlar su alocamiento. Era demasiado mayor para estas cosas.
Desde el otro lado del césped, en medio de la gente, Adrian la miraba sonriente. ¿Habría leído sus pensamientos? Adrian, su Géminis moreno, había heredado su alocado sentido del humor inglés.
Tenía treinta y un años. Ambos tenían treinta y un años. ¿Por dónde habrían desaparecido aquellos años? Parecía que sólo hubieran transcurrido algunos meses desde su llegada a Nueva York seguida de todos aquellos meses de actividad en cuyo transcurso Víctor recorrió los Estados Unidos y regresó a Europa, construyendo sin descanso.
Y Víctor lo había conseguido. Fontine, Ltd. se convirtió en una de las más solicitadas empresas asesoras de Norteamérica en la que la experiencia de Víctor se centraba principalmente en la reconstrucción europea. El apellido Fontine en la presentación de una empresa constituía una garantía industrial. Estaba asegurado el conocimiento de un determinado mercado.
Víctor se había entregado totalmente a su trabajo, no sólo por orgullo o por el instinto de productividad sino por algo más. Jane lo sabía y sabía también que no podía hacer nada para ayudarle. Con ello se olvidaba del dolor. Su marido raras veces se veía libre de los dolores; las operaciones quirúrgicas le habían prolongado la vida pero no habían conseguido en absoluto disminuirle sus dolores.
Miró a Víctor, sentado al otro lado del césped en su silla de madera de duro respaldo con el reluciente bastón de metal junto a sí. Se sintió muy orgulloso cuando pudo sustituir las dos muletas por un solo bastón que le permitía desplazarse sin ser tan visiblemente un inválido.
—Oiga, señora Fontine —dijo el joven melenudo—. ¡Es una fiesta estupenda! Gracias por haberme permitido traer a mis amigos. Sentían muchos deseos de conocer a Adrian.
El que hablaba era Michael Reilly. Los Reilly eran sus más próximos vecinos en la playa, su casa se levantaba aproximadamente a unos novecientos metros más abajo. Michael estudiaba derecho en la Universidad de Columbia.
—¡Me siento muy halagada!
—¡Adrian es estupendo! Consiguió pillar a esta compañía antimonopolio Tesco de Boston a pesar de que los tribunales federales consideraban que todo estaba muy confuso. Todo el mundo sabía que era una empresa de la Centaur pero fue Adrian quien consiguió atraparla.
—No lo comentes con el señor Kempson.
—No se preocupe. Le vi en el club y me dijo que me cortara el pelo. Igual que mi padre.
—Veo que ganaste tú.
—Está furioso —dijo Michael sonriendo—, pero no puede decir nada. Figuro en la lista de estudiantes con mejores calificaciones. Hemos cerrado un trato.
—Me alegro por ti. Encárgate de que tu padre cumpla sus promesas.
El muchacho Reilly se rió y se inclinó besándola en la mejilla.
—¡Es usted extraordinaria! —dijo sonriendo de nuevo y alejándose en dirección a una muchacha que lo llamaba desde el piano.
Los jóvenes la apreciaban, pensó Jane. Ello constituía un consuelo en una época en la que los jóvenes apenas apreciaban o aprobaban nada. La apreciaban a pesar del hecho de negarse a hacer concesiones a la juventud. O a la edad. Tenía el cabello entrecano… Dios mío, algo más que entrecano; su rostro estaba arrugado —tal como debía ser— y no había pensado siquiera en la posibilidad de sujetarse la piel por aquí o estirársela por allá tal como habían hecho muchas de sus amigas. Agradecía a sus estrellas haber conservado la figura. Bien mirado, no estaba mal para tener sesenta… y tantos años, maldita sea.
—Perdón, señora Fontine.
Era la sirvienta que había salido del torbellino de la cocina.
—¿Sí, Grace? ¿Alguna dificultad?
—No, señora. Hay un caballero en la puerta. Me ha preguntado por usted o por el señor Fontine.
—Dígale que venga.
—Prefiere no hacerlo. Es un señor extranjero. Un sacerdote. He pensado que, con tanta gente, el señor Fontine…
—Sí, tiene razón —la interrumpió Jane comprendiendo la preocupación de la sirvienta. A Víctor no le gustaba caminar entre sus invitados en la forma en que se veía obligado a hacerlo—. Yo iré.
El sacerdote se encontraba de pie en el pasillo, enfundado en un viejo traje negro que le sentaba muy mal, y en su rostro delgado se advertía una expresión de cansancio. Daba la impresión de sentirse anonadado y asustado.
Jane habló fríamente sin poder evitarlo.
—Soy la señora Fontine.
—Sí, usted es la signora —dijo el sacerdote torpemente, sosteniendo un gran sobre manchado en la mano—. He visto las fotografías. No quería molestar. He visto tantos automóviles.
—¿De qué se trata?
—Vengo de Roma, signora. Traigo una carta para el padrone. Se encargará usted de entregársela, ¿verdad? —dijo el sacerdote ofreciéndole el sobre.
Andrew observó a su hermano que se encontraba de pie junto a la barra, rodeado de estudiantes melenudos enfundados en sus uniformes de tela gruesa y ante con toda clase de medallones colgados del cuello. Adrian no aprendería jamás; su público era inútil. Eran una impostura. No era simplemente la profusión de desgreñadas melenas y deshilachadas prendas de vestir lo que molestaba al soldado; eso no eran más que síntomas. Se trataba de la ficción que acompañaba a aquellas superficiales expresiones de anticonformismo. En general, resultaban insoportables; personas antagónicas con mentalidades sin pulir.
Hablaban intensamente y con aire de expertos acerca de «movimientos» y «contramovimientos». Este mundo, aquel mundo… el tercer mundo. Y lo más gracioso de todo ello era que ni uno tan siquiera entre diez mil sabría comportarse como un revolucionario. No poseían ni la entrega, ni el valor, ni la fuerza necesaria.
Eran unos inadaptados que arrojaban bolsas de plástico llenas de mierda cuando nadie prestaba atención a sus desvaríos. Eran… unos tipos raros y, por Dios, que no podía soportar a los tipos raros. Pero Adrian no lo comprendía; su hermano buscaba valores donde no los había. Adrian era un necio; eso ya lo había averiguado hacía siete años. Hacía siete años se había enterado de lo necio que llegaba a ser su hermano. Adrian era un inadaptado en el peor sentido de la palabra: tenía motivos más que sobrados para no serlo.
Adrian le miró desde la barra; él apartó los ojos. Su hermano era un pelmazo y el hecho de verle allí haciendo proselitismo entre aquella gente le resultaba por demás desagradable.
El soldado no siempre había opinado lo mismo. Hacía diez años, cuando había salido de West Point, no odiaba con la vehemencia con que ahora lo hacía. No prestaba demasiada atención a Adrian y a su colección de inadaptados pero tampoco experimentaba odio. Habida cuenta de la forma en que la gente de Johnson había manejado la cuestión del Sudeste Asiático, la actitud de los disidentes estaba en cierto modo justificada. Marcharse.
Traducción: Arrasar Hanoi. O marcharse.
Había explicado sus puntos de vista una y otra vez. A los tipos raros. A Adrian. Pero nadie se lo quería oír decir a un soldado. «Soldadito» le llamaban. Y «cabeza de granada» y «dedos de misil» y «trasero de dinamita».
Pero no se trataba de los apodos. Cualquiera que hubiera pasado por West Point y Saigón estaba en condiciones de soportarlos. En último extremo, se trataba de una estupidez. No se limitaban simplemente a fastidiar a la gente más importante sino que se enemistaban con ésta, la enfurecían y, al final, la ponían en un aprieto. Y ésta era su mayor estupidez. Eran causa de que aquellos que se mostraban de acuerdo con sus puntos de vista acabaran adoptando una postura contraria.
Hacía siete años, en San Francisco, Andrew había tratado de hacérselo comprender a su hermano, de hacerle comprender que lo que estaba haciendo era equivocado y estúpido… y resultaba muy peligroso para el hermano que era un soldado.
Había regresado hacía dos años y medio del Delta del Mekong con una de las mejores hojas de servicios del ejército. Su compañía era la que mayor número de bajas había causado de todo el batallón; había sido condecorado en dos ocasiones; su lugartenencia había durado un mes antes de pasar al grado de capitán. Era un elemento que escaseaba muchísimo en las fuerzas armadas: un joven y brillante estratega militar perteneciente a una familia inmensamente rica e influyente. Estaba destinado a llegar muy alto, al lugar que le correspondía. Le habían mandado llamar para enviarle a otro destino, lo cual constituía la manera que el Pentágono tenía de decir: Es nuestro hombre. No hay que perderle de vista. Rico, sólido, futuro material del Estado Mayor Conjunto. Unas cuantas misiones de combate —en zonas seleccionadas, durante escasos años— y a la Academia de Guerra.
Al Pentágono jamás le molestaba favorecer a un hombre como él, sobre todo en el caso de que ello estuviera justificado. El ejército precisaba de hombres pertenecientes a familias poderosas; disponían de muy pocos.
Sin embargo, independientemente de lo que el Pentágono quisiera favorecer o de lo que el ejército necesitara, unos agentes del G2 habían acudido a recibirle al descender él de aquel avión en California hacía siete años. Le habían conducido a un despacho y le habían mostrado un periódico de dos meses atrás. En segunda plana se publicaba un reportaje relativo a una rebelión en el Presidio del ejército de San Francisco. El artículo se ilustraba con unas fotografías en una de las cuales podía verse a un grupo de civiles manifestándose en apoyo de los militares amotinados. Un rostro aparecía rodeado en tinta roja.
Era Adrian. ¡Parecía imposible pero allí estaba! No hubiera debido de estar allí; estaba estudiando último curso de derecho. En Boston. Pero no se encontraba en Boston sino en San Francisco, ocultando a tres desertores convictos que se habían evadido; eso es lo que le dijeron los hombres del G2. ¡Su hermano gemelo estaba trabajando para el enemigo! ¡Maldita sea, eso es lo que era aquella gente y eso es lo que él estaba haciendo! Aquello no le haría ninguna gracia al Pentágono. ¡Santo cielo! ¡Su hermano! ¡Su hermano gemelo!
Los del G2 le trasladaron en avión al norte y, vestido de paisano, se había dedicado a pasear por las calles de Haight-Ashbury hasta encontrar a Adrian.
—Eso no son hombres, son muchachos que no saben lo que hacen —le dijo su hermano en un tranquilo bar—. Nadie les dijo jamás cuáles eran sus alternativas legales; les encarcelaron sin motivo.
—Prestaron juramento igual que todo el mundo. No se pueden hacer excepciones —replicó Andrew.
—Vamos, hombre. Dos de ellos ni siquiera sabían lo que significaba el juramento y el otro cambió auténticamente de idea. Pero nadie quiere escucharles. Los jueces quieren ejemplos y los abogados de la defensa no quieren meterse en líos.
—A veces los ejemplos son necesarios —dijo el soldado.
—Pero la ley dice que tienen derecho a una defensa como es debido. No a unos camaradas de cuartel que quieren hacer buen papel…
—¡Basta, Adrian! —le interrumpió él—. ¡Se está combatiendo una guerra! ¡Los disparos son auténticos! Estos hijos de puta cuestan muchas vidas.
—Si se quedan aquí, no.
—¡Sí! Porque otros empezarán a preguntarse por qué están ellos allí.
—Tal vez fuera conveniente que se lo preguntaran.
—Por el amor de Dios, estás hablando de derechos, ¿verdad?
—Ni más ni menos.
—Bueno, pues, ¿acaso no tiene ninguno el pobre hijo de puta que patrulla en un arrozal? Tal vez no supiera dónde se estaba metiendo; se fue hacia allá simplemente porque la ley le decía que tenía que hacerlo. Es posible que él también cambiara de idea. Pero no tiene tiempo de pararse a pensar en ello porque bastante trabajo le cuesta tratar de seguir con vida. Se confunde, comete errores, ¡le matan!
—No podemos abarcar a todo el mundo; es uno de los fallos de la ley, uno de los abusos del sistema. Pero se hace lo que se puede.
Adrian no había querido facilitarle información hacía siete años. Se negó a revelarle dónde se ocultaban los desertores. Y el soldado le dijo adiós en el tranquilo bar y esperó en una calleja de San Francisco hasta que salió su hermano. Siguió a Adrian por espacio de tres horas a través de las tortuosas calles. El soldado era un experto en la localización de patrullas extraviadas en la jungla; San Francisco era una jungla.
Su hermano estableció contacto con uno de los desertores a unas cinco manzanas del puerto. El muchacho era un negro barbudo. Era alto y delgado y su aspecto correspondía al de la fotografía que Andrew llevaba en el bolsillo. Su hermano gemelo le entregó dinero al desertor; fue muy sencillo seguir al negro hasta el barrio del puerto, hasta una sucia casa de vecindad, un escondrijo tan bueno como pudiera serlo cualquier otro del sector.
Se efectuó una llamada telefónica. Y, diez minutos más tarde, tres desertores convictos fueron sacados de la sucia casa de vecindad y enviados a pasar ocho años en las empalizadas.
La cadena de los inadaptados se puso en marcha; los grupos se reunieron y empezaron a gritar epítetos moviéndose al ritmo de sus inútiles cantos adolescentes. Y arrojando bolsas de plástico llenas de heces.
Aquella noche, su hermano emergió de entre la gente y, por unos instantes, se le quedó mirando. Al final, le dijo:
—Me has rechazado. Muchas gracias.
Después Adrian se alejó rápidamente en dirección a las barricadas de los pseudorrevolucionarios.
Las reflexiones de Andrew fueron interrumpidas por Al Winston, nacido Weinstein, un ingeniero que trabajaba en una compañía aeroespacial. Winston le había llamado por su nombre y se estaba abriendo paso entre los invitados. Al Winston estaba muy metido en el negocio de venta de material a las fuerzas aéreas y vivía en los Hamptons. A Andrew no le gustaba Winston-Weinstein. Siempre que se tropezaba con él, pensaba en otro judío… y los comparaba a los dos. El judío en quien pensaba se hallaba sirviendo en el Pentágono tras haber transcurrido cuatro años bajo el fuego enemigo en las peores zonas del Delta. El capitán Martin Greene era un tipo muy duro, un gran soldado… no un blandengue Winston-Weinstein de los Hamptons. Y, además, Greene no obtenía beneficios de los excesos de costes; en su lugar, los vigilaba y catalogaba. Marty Greene era uno de ellos. Un miembro del Cuerpo de Vigilancia.
—Que sea por muchos años, comandante —dijo Winston levantando su copa.
—Gracias, Al. ¿Cómo está?
—Estaría mucho mejor si pudiera venderles alguna cosa a ustedes los de tierra. Las tropas de tierra no me prestan el menor apoyo —dijo Winston sonriendo.
—Se las apaña usted bastante bien en el aire. Ya he leído lo lejos que ha conseguido llegar usted con el contrato Grumman.
—Eso no son más que cuatro perras. Tengo un dispositivo de rayos laser que puede adaptarse a la artillería pesada. Pero no he conseguido llegar ni a la primera base.
Andrew acarició la idea de enviar a Winston-Weinstein a Martin Greene. Para cuando Greene terminara, Al Winston experimentaría el deseo de no haber oído hablar jamás del Pentágono.
—Veré lo que puedo hacer, no tengo nada que ver con la sección de ofertas.
—A usted le escucharán, Andy.
—Nunca deja usted de trabajar, Al.
—Casa grande, facturas grandes, hijos terribles —dijo Winston volviendo a sonreír. Después dejó de hacerlo el tiempo suficiente como para poder decir—: Hable en mi favor. Se lo recompensaré.
—¿Con qué? —preguntó Andrew dirigiendo la mirada hacia la caseta de embarcaciones y el Chris-Craft y los balandros amarrados en el embarcadero—. ¿Con dinero?
Winston sonrió de nuevo con nerviosismo y turbación.
—No se lo tome a mal —dijo el ingeniero suavemente.
Andrew miró al judío y pensó de nuevo en el capitán Martin Greene y en la diferencia que existía entre aquellos dos hombres.
—No me lo he tomado a mal —dijo alejándose.
¡Santo cielo! Después de a los tipos raros, a quienes más despreciaba era a los corruptores. No, eso no era cierto. Más que a los corruptores despreciaba a aquellos que se dejaban corromper. Los había por todas partes. Sentados en las salas de juntas, jugando en los campos de golf de Georgia y Palm Springs, saboreando salsas en los clubs de campo de Evanston y Grosse Pointe. ¡Habían vendido sus graduaciones!
Coroneles, generales, comandantes, almirantes. Todas las malditas instituciones militares estaban llenas de una nueva clase de ladrones. Hombres que guiñaban el ojo y sonreían y estampaban sus firmas en recomendaciones de comités, aprobaciones de ofertas, contratos, excesos de costos. Porque se había llegado a unos entendimientos. El general de brigada de hoy era el «asesor» o el «representante de Washington» de mañana.
¡Dios bendito, qué poco esfuerzo costaba odiar! Los inadaptados, los corruptores, los corrompidos…
Por eso se había creado el Cuerpo de Vigilancia. Un reducido y seleccionado grupo de oficiales que estaban hasta la coronilla de la apatía, la corrupción y la venalidad que imperaban en todas las ramas de las fuerzas armadas. El Cuerpo de Vigilancia era la respuesta, el medicamento que curaría la enfermedad. Porque el Cuerpo de Vigilancia estaba redactando informes sobre Saigón con destino a Washington. Los hombres del Cuerpo de Vigilancia lo estaban reuniendo todo: nombres, fechas, conexiones, beneficios ilegales.
Que se fueran al diablo los llamados canales normales: a lo largo de toda la cadena de mandos. Hasta el general inspector. Hasta el secretario del ejército. ¿Quién respondía de la honradez de los mandos? ¿Quién respondía del general inspector? ¿Quién, en su sano juicio, hubiera podido responder de la honradez de los civiles?
No se fiaban de nadie. Por consiguiente, lo harían ellos mismos. Cualquier general —cualquier general de brigada y almirante—, cualquiera que tolerara la menor forma de desviación sería descubierto y se vería obligado a responder de sus delitos.
El Cuerpo de Vigilancia. De eso se trataba. De un puñado de los mejores jóvenes oficiales del ejército. Y un día estos oficiales penetrarían en el Pentágono y se harían cargo de todo. Nadie se atrevería a interponerse en su camino. Las acusaciones del Cuerpo de Vigilancia colgarían como granadas por encima de las cabezas de los oficiales de alta graduación. Y las granadas estallarían en el caso de que los oficiales de alta graduación no se levantaran dejándoles los asientos a los hombres del Cuerpo de Vigilancia. El Pentágono les pertenecía a ellos. Ellos le devolverían su significado. Su fuerza. La fuerza que ellos poseían.
Adrian Fontine se apoyó contra la barra y escuchó discutir a los jóvenes y vehementes estudiantes, consciente de que su hermano les estaba mirando. Miró a Andrew; los fríos ojos del soldado le miraron con su habitual expresión de desprecio y después se desviaron hacia Al Winston que se le estaba acercando con la copa en alto.
Andrew estaba empezando a mostrar demasiado abiertamente su desprecio, pensó Adrian. Su hermano había perdido parte de su conocida frialdad; últimamente, las cosas estaban sacando demasiado rápidamente de quicio al soldado.
¡Dios mío, cuánto se habían distanciado el uno del otro! En otros tiempos habían estado muy unidos. Los Géminis… hermanos, gemelos, amigos. ¡Los Géminis eran los mejores! Y no sabía cuándo —allá por la adolescencia, en la escuela preuniversitaria— todo había empezado a cambiar. Andrew empezó a pensar que era mejor que los mejores y Adrian empezó a poner en duda su propia valía; Andrew jamás dudaba de sus capacidades; Adrian no estaba seguro de poseer demasiadas.
Ahora estaba seguro. Los terribles años de indecisión habían quedado atrás; había conseguido superar las incertidumbres y había encontrado su camino. Gracias, en buena parte, a su muy positivo hermano el soldado.
Y hoy, en el día de su cumpleaños, tenía que enfrentarse con su hermano y dirigirle unas comprometidas preguntas. Unas preguntas que sin duda llegarían al mismísimo corazón de la fuerza de Andrew.
¿El corazón? La palabra se le antojaba adecuada y su fonética le parecía bien.
Cuerpo de Vigilancia era el nombre que habían descubierto. Y su hermano formaba parte de la lista. Ocho hombres que se engañaban a sí mismos y estaban recogiendo pruebas con vistas a unos objetivos personales. Un pequeño grupo de oficiales que estaban convencidos de que podrían dirigir el Pentágono a través de lo que, de hecho, no era más que un puro chantaje. La situación hubiera podido resultar cómica de no haber sido porque las pruebas estaban allí y se encontraban en posesión del Cuerpo de Vigilancia. El Pentágono no estaba por encima de la posibilidad de ser manipulado a través del temor. El Cuerpo de Vigilancia era peligroso; tendría que ser destruido.
Ya lo arreglarían. Les pasarían una citación judicial colectiva a los letrados del ejército y que éstos se encargaran de ello discretamente. Siempre y cuando los letrados del ejército se encargaran efectivamente de ello y no trataran de ocultarlo. Tal vez no fuera el momento más adecuado para unos desmoralizadores juicios y unas largas sentencias a prisión. La culpa estaba muy extendida y los motivos eran muy complejos. Pero habría una condición indispensable. Despojar del uniforme a esta élite; limpiar la casa militar.
¡Santo cielo, qué ironía! En San Francisco, Andrew había actuado con crueldad en nombre de la ley militar. Ahora, siete años más tarde, él, Adrian, tendría que actuar también. Sin embargo, esperaba poder hacerlo con menos crueldad a pesar de que la ley estaba muy clara. La acusación se llamaba obstrucción de la justicia.
Tantas cosas habían cambiado. Hacía nueve meses, él era fiscal adjunto de Boston y se dedicaba felizmente a realizar su trabajo, a crearse una reputación susceptible de conducirle a muchas partes. Creándosela por sí mismo. Sin que nadie se la regalara por el hecho de ser Adrian Fontine, el hijo de Víctor Fontine, Limited; el hermano del célebre comandante de West Point Andrew Fontine, el inmaculado guerrero.
Pero, a principios de octubre, le había llamado un hombre invitándole a tomar un trago con él en el bar Copely a última hora de la tarde. El hombre se llamaba James Nevins y era negro; además, era abogado y trabajaba en el Departamento de Justicia de Washington.
Nevins era el portavoz de un pequeño contingente de acosados y descontentos abogados gubernamentales, enfurecidos ante las tácticas empleadas por el más politizado Departamento de Justicia de que se tuviera memoria. La frase «llamada de la Casa Blanca» significaba simplemente que estaba teniendo lugar otra manipulación. Los abogados estaban preocupados, auténticamente preocupados. Aquellas manipulaciones estaban acercando demasiado al país al espectro de un estado policial.
Los abogados necesitaban ayuda. Desde fuera. Alguien a quien pudieran transmitir su información. Alguien que pudiera organizar y valorar, que pudiera coordinar y pagar un centro de mando en el que ellos pudieran reunirse en privado y comentar las incidencias de su labor.
Alguien, en suma, a quien no se pudiera acosar. Por razones muy lógicas, Adrian Fontine resultaba adecuado. ¿Querría aceptar?
Adrian no deseaba abandonar Boston. Tenía su trabajo, tenía a su novia. Una inteligente muchacha un poco alocada a la que él adoraba. Bárbara Pierson, licenciada y doctora en filosofía, profesora adjunta, Departamento de Antropología, Universidad de Harvard. La de las carcajadas, el cabello castaño claro y los ojos castaño oscuro. Llevaban un año y medio viviendo juntos; no era fácil abandonarlo todo. Pero la propia Bárbara le había hecho el equipaje y le había animado a marcharse porque sabía que tenía que hacerlo.
De la misma manera que había tenido que marcharse hacía siete, ocho años. Entonces también había tenido que abandonar Boston. La depresión se había apoderado de él. Era el hijo acaudalado de un padre poderoso; el hermano gemelo de un hombre que el ejército presentaba como a uno de los más brillantes y jóvenes talentos militares.
¿Qué le quedaba a él? ¿Quién era él?
Entonces había abandonado las comodidades de su vida y había tratado de encontrar algo por sí mismo. Y acabó en San Francisco donde se estaba desarrollando una lucha que podía comprender y en la que podría ser útil. Hasta que apareció el inmaculado guerrero y destrozó toda la escena.
Adrian sonrió recordando la mañana que había sucedido a aquella terrible noche de San Francisco. Se había emborrachado como una cuba y despertó en la casa de un asesor legal de Cape Mendocino, enfermo y vomitando.
—Si es usted quien dice ser, puede hacer mucho más que cualquiera de nosotros —le dijo aquella mañana el abogado de Cape Mendocino—. Qué demonios, mi padre era portero de la Compañía May.
En el transcurso de los siete años siguientes, Adrian lo había intentado. Pero sabía que apenas había empezado.
—Eso es una ambigüedad constitucional, ¿no es cierto, Adrian?
—¿Cómo? Perdón, no he oído lo que has dicho.
Los estudiantes estaban discutiendo junto a la barra y ahora todos los ojos se habían centrado en él.
—Prensa libre contra prejuicios anteriores al proceso —dijo una vehemente muchacha hablando apresuradamente.
—Es un sector muy confuso, creo —repuso Adrian—. Cada caso es distinto.
Los jóvenes hubieran querido que les facilitara más explicaciones, razón por la cual volvieron a discutir a gritos unos con otros.
Sector confuso. El Cuerpo de Vigilancia de Saigón también había sido un sector confuso hacía escasamente unas semanas. Habían llegado hasta Washington rumores en el sentido de que un pequeño grupo de jóvenes oficiales estaba acosando con regularidad al personal de los muelles y de los almacenes insistiendo en que se les facilitaran copias de los manifiestos de envío y programas de destino. Poco después, se produjo la alegación de un demandante en el sentido de haber sido robados determinados archivos de las oficinas de la empresa en Saigón, lo cual constituía una obtención ilegal de pruebas. La causa tendría que sobreseerse.
Los letrados del Departamento de Justicia se preguntaron si habría alguna relación entre el extraño grupo de oficiales que revisaba los manifiestos de envío y las empresas ligadas por contrato al Pentágono. ¿Tan lejos habrían llegado aquellos militares? La conjetura fue suficiente como para enviar a Jim Nevins a Saigón.
El abogado negro encontró lo que andaba buscando. En un almacén de la sección de carga de Tan Son Nhut. Un oficial estaba transcribiendo ilegalmente una información relacionada con la seguridad acerca de suministros de armamentos. Amenazado con las acusaciones, el oficial se vino abajo y reveló todo lo concerniente al Cuerpo de Vigilancia. Había ocho oficiales; el hombre sorprendido in fraganti conocía los nombres de siete de ellos. El octavo se hallaba en Washington, eso era lo único que sabía.
Andrew Fontine encabezaba la lista de aquellos que habían sido identificados.
Cuerpo de Vigilancia. Buena gente, pensó Adrian. Justo lo que al país le hacía falta; tropas de asalto dispuestas a salvar a la nación.
Hacía siete años, en San Francisco, su hermano no le había advertido con anterioridad al comienzo de la operación y las sirenas habían llegado silbando a Haight-Ashbury. Adrian se mostraría más considerado. Le concedería a Andrew cinco días. No habría sirenas ni alborotos callejeros… no habría sentencias de ocho años en las empalizadas. Pero el famoso comandante Andrew Fontine tendría que abandonar el ejército.
Y, a pesar de que su trabajo en Washington distaba mucho de haber finalizado, Adrian regresaría a Boston durante algún tiempo. Junto a Bárbara.
Estaba cansado. Y se sentía molesto por lo que iba a ocurrir dentro de una hora. Su dolor era auténtico. Independientemente de cualquier otra cosa, Andrew era su hermano.
Los últimos invitados ya se habían marchado. Los componentes de la orquesta estaban guardando sus instrumentos y los empleados de la empresa que se había encargado de organizar la fiesta limpiaban el césped. El cielo se estaba oscureciendo a causa de las amenazadoras nubes que se cernían sobre el mar, así como también de la llegada del anochecer.
Adrian cruzó el césped en dirección a los peldaños de baldosas que conducían a la caseta de embarcaciones. Andrew le estaba esperando; él le había dicho al soldado que le aguardara allí mismo.
—Feliz cumpleaños, abogado —dijo Andrew al franquear Adrian la puerta de la caseta. El soldado se encontraba apoyado contra la pared de más allá del embarcadero, fumando un cigarrillo.
—Igualmente —dijo Adrian deteniéndose al borde del embarcadero.
—¿Vas a quedarte esta noche?
—¿Y tú? —preguntó Andrew a su vez.
—Es posible que sí. A papá no le veo muy bien.
—En este caso, no me quedaré —dijo el soldado cortésmente.
Adrian guardó silencio; sabía que su hermano esperaba que hablara. No estaba seguro de cómo empezar. Se dedicó por tanto a mirar a su alrededor.
—Nos hemos reído mucho aquí.
—¿Querías recordar viejos tiempos? ¿Para eso me has pedido que bajara aquí?
—No… ojalá fuera tan fácil.
El soldado arrojó el cigarrillo al agua.
—Tengo entendido que has dejado Boston y estás en Washington.
—Sí. Durante algún tiempo. Siempre pienso que acabaremos encontrándonos.
—Lo dudo —dijo el comandante esbozando una sonrisa—. No nos movemos en los mismos círculos. ¿Trabajas por cuenta de alguna empresa del Distrito de Columbia?
—No. Más bien pudiera decirse que soy un asesor.
—Es el mejor trabajo que se puede hacer en Washington —dijo Andrew con sereno desprecio—. ¿A quién asesoras?
—A ciertas personas que están muy preocupadas…
—Ah, una asociación de consumidores, qué bonito. —El tono resultaba ofensivo—. ¡Me alegro por ti!
Adrian miró fijamente a su hermano; el soldado le devolvió la mirada.
—No te burles de mí, Andy. No estás en situación de hacerlo. Estás metido en dificultades y no he venido aquí para ayudarte porque no puedo. He venido a advertirte.
—¿De qué demonios estás hablando? —preguntó el comandante suavemente.
—Uno de nuestros hombres tomó declaración a un oficial de Saigón. Nosotros disponemos de una declaración completa acerca de las actividades de un grupo de ocho hombres que se autodenomina Cuerpo de Vigilancia.
Andrew se incorporó contra la pared e hizo una mueca al tiempo que extendía y posteriormente doblaba los dedos manteniéndolos inmóviles en esta posición. Pareció como si se hubiera congelado y habló en un susurro, midiendo las palabras.
—¿Quiénes son «nosotros»?
—Pronto conocerás el origen. Figura en la citación.
—¿La citación?
—Sí. El Departamento de Justicia, una división de especialistas… no te mencionaré a cada uno de los abogados en particular pero te diré que tu nombre encabeza la lista del Cuerpo de Vigilancia. Sabemos que sois ocho; siete han sido identificados; el octavo se encuentra en el Pentágono. En la sección de ofertas. Ya le encontraremos.
Andrew seguía apoyado contra la pared; estaba totalmente inmóvil a excepción de los músculos de su mandíbula que se movían lenta y regularmente. Una vez más, habló en tono bajo y comedido.
—¿Qué habéis hecho? ¿Qué es lo que habéis hecho, hijos de puta?
—Deteneros —repuso Adrian simplemente.
—¿Qué es lo que sabéis? ¿Qué os han dicho?
—La verdad. No tenemos motivos para dudar de ella.
—¡Hacen falta pruebas para una citación!
—Hace falta una causa probable. La tenemos.
—¡Una declaración! ¡Nada!
—Habrá otras. ¿Qué más da? Estáis acabados.
Andrew habló con calma y tranquilidad.
—Los oficiales se quejan. En todos los sectores los oficiales se quejan todos los días…
—Pero no de este modo. Existe una clara línea divisoria entre las quejas y el chantaje. Es una línea muy precisa. Y vosotros la habéis cruzado.
—¿A quién hemos sometido a chantaje? —preguntó Andrew rápidamente—. ¡A nadie!
—Se guardaron los archivos; se eliminaron las pruebas; el propósito estaba muy claro. Eso se afirma en la declaración.
—¡No existe ningún archivo!
—Vamos, sí existe en alguna parte —dijo Adrian en tono hastiado—. Pero te repito que estáis acabados.
El soldado se movió. Respiró hondo y se irguió contra la pared.
—Escúchame —dijo en tono forzadamente sereno—. No sabes lo que estás haciendo. Dices que eres asesor de unos hombres que están preocupados. Ambos sabemos lo que eso significa; somos unos Fontine. ¿A quién le harán falta recursos teniéndonos a nosotros?
—No lo veo así —le interrumpió Adrian.
—¡Es cierto! —gritó el soldado y después volvió a bajar la voz—. No hace falta que me expliques lo que estás haciendo, ya se encargaron de ello los periódicos de Boston. Apresáis a los peces gordos, ponéis al descubierto los intereses creados, tal como vosotros los llamáis. Sois buena gente. Pero ¿qué demonios crees que hago yo? ¡Nosotros también queremos apresarles! Si impedís la acción del Cuerpo de Vigilancia, destruiréis a los mejores oficiales jóvenes del ejército, ¡a los hombres que desean eliminar la basura! ¡No hagas eso, Adree! ¡Únete a nosotros! Lo digo en serio.
—Unirme… —repitió Adrian en tono de incredulidad y después añadió serenamente—: Estás loco. ¿Qué te induce a pensar que ello pueda ser remotamente posible?
Andrew se adelantó un paso sin dejar de mirar fijamente a su hermano.
—El hecho de que queramos lo mismo.
—No, no es cierto.
—¡Piénsalo, por el amor de Dios! «Intereses creados». Vosotros utilizáis mucho esta expresión, «intereses creados». Leí tu sumario del caso Tesco; lo repetías constantemente.
—Estaba justificado. Una empresa propietaria de otras muchas que imponía una sola política allí donde hubiera debido haber competencia. ¿Tú qué piensas?
—Utilizas el término desde un punto de vista negativo porque eso es lo que piensas. De acuerdo, lo acepto. Pero afirmo que existe otro modo de ver las cosas. Puede haber buenos intereses creados. Como nosotros. Nuestro interés no estriba en nosotros mismos, nosotros no necesitamos nada. Nuestro interés es el país y nuestros recursos son considerables. Estamos en situación de hacer algo. Yo lo estoy haciendo. ¡Por el amor de Dios, no me lo impidas!
Adrian apartó la mirada de su hermano y empezó a pasear sobre las húmedas tablas de la caseta de embarcaciones en dirección a la enorme abertura que daba acceso al mar. Las olas golpeaban contra los pilotes.
—Eres un bocazas, Andy. Siempre fuiste un bocazas y estuviste muy seguro de ti mismo. Pero no te va a dar resultado. —Se volvió y miró de nuevo al soldado diagonalmente desde el otro lado del embarcadero—. Dices que no necesitamos nada. Yo creo que sí; ambos necesitamos —deseamos— algo. Y lo que tú deseas me asusta porque tengo cierta idea del concepto que tú tienes de lo que es mejor. Francamente, estoy muy asustado. La idea de los «mejores oficiales» controlando la ferretería del país es suficiente para inducirme a correr a la biblioteca y volver a leer la Constitución…
—¡Eso es una estupidez arrogante! ¡No les conoces!
—Sé cómo actúan, cómo actúas tú. Por si te halaga, te diré que en San Francisco obraste debidamente. No me gustó que lo hicieras, pero lo reconocí. —Adrian se acercó de nuevo a su hermano caminando por el borde del embarcadero—. Ahora no obras debidamente y por eso te advierto. Salva lo que puedas, eso te lo debo. Márchate con la mayor elegancia posible.
—No puedes obligarme —dijo Andrew agresivamente—. Mi hoja de servicios es de las mejores. ¿Quién demonios eres tú? Una cochina declaración de un oficial resentido en una zona de combate. ¡Mierda!
—¡Te lo diré con toda claridad! —gritó Adrian deteniéndose junto a la puerta de la caseta—. Dentro de cinco días, el próximo viernes para ser más exactos, se entregará una citación colectiva al ayudante general de los tribunales de Justicia Militar. Éste dispondrá de todo el fin de semana para negociar los acuerdos. Los acuerdos podrán negociarse pero habrá una condición indispensable. Tendréis que marcharos. Todos.
El soldado fue a dar un paso hacia adelante, pero después se detuvo con un pie junto al borde del embarcadero como si estuviera a punto de saltar y abalanzarse contra su enemigo. Logró contenerse y pareció como si unas oleadas de náusea y cólera le recorrieran todo el cuerpo.
—Podría… matarte —murmuró—. Eres todo lo que desprecio.
—Supongo que sí —dijo Adrian cerrando brevemente los ojos y restregándoselos como si estuviera cansado—. Será mejor que vayas al aeropuerto —prosiguió diciendo al tiempo que miraba de nuevo a su hermano—. Tienes muchas cosas que hacer. Te aconsejo que empieces con estas llamadas pruebas que habéis estado conservando. Tenemos entendido que lleváis casi tres años coleccionándolas. Entregadlas a las autoridades correspondientes.
En enojado silencio, el soldado rodeó a grandes zancadas el embarcadero y pasó junto a Adrian dirigiéndose hacia los peldaños que empezó a subir de dos en dos.
Adrian corrió hacia la puerta y gritó, obligando a detenerse a su hermano que se encontraba al borde del césped.
—¡Andy! —El soldado permaneció inmóvil pero no se volvió ni habló. Entonces el abogado añadió—: Admiro tu fuerza, siempre la he admirado. Al igual que admiro la de papá. Eres parte de él, pero no lo tienes todo. Se te perdió algo, por consiguiente, aclaremos las cosas de una vez por todas. Eres todo lo que yo considero más peligroso. Me imagino que eso significa que eres todo lo que yo desprecio.
—Hemos aclarado las cosas —dijo Andrew repitiendo las palabras sin inflexión alguna en la voz. Y empezó a cruzar el césped en dirección a la casa.