17

El cardenal tenía los ojos de un fanático y la voz cortante y forzada de un poseso. Se movía lentamente y con fluidez sin permitir que su público se distrajera. Era teatral y siniestro. Su aspecto era cultivado, refinado a través de los muchos años transcurridos en los pasillos del Vaticano. Donatti era un águila que se alimentaba de gorriones. Estaba más allá de la honradez; él era la honradez.

Al ver a aquel hombre, Víctor perdió los estribos. Que aquel asesino de la Iglesia pudiera acercarse a Campo di Fiori era una obscenidad que no podía soportar. Se abalanzó contra aquella perversa figura ensotanada perdiendo la razón y el sentido de supervivencia y la cordura al volver a recordar.

Los sacerdotes actuaron con prontitud. Convergieron, tal como habían convergido los automóviles, impidiéndole el paso y el ataque. Le inmovilizaron retorciéndole los brazos en la espalda; una mano de poderosos dedos le asió la garganta obligándole a doblar la cabeza en doloroso arco e impidiéndole hablar pero permitiéndole ver y oír.

—El automóvil —dijo Donatti serenamente.

Los dos sacerdotes que no asían a Fontine corrieron al automóvil alquilado y empezaron a registrarlo. Víctor pudo escuchar cómo abrían las portezuelas, el portamaletas y la cubierta del motor. Después desgarraron la tapicería y empezaron a destrozar el automóvil en medio de sonidos metálicos. El registro se prolongó por espacio de casi un cuarto de hora. Durante todo este tiempo los ojos de Fontine permanecieron clavados en los del cardenal. Sólo una vez finalizado el registro el cardenal de la Curia dirigió la mirada hacia el automóvil mientras ambos hombres se acercaban y hablaban simultáneamente.

—No hay nada, Eminencia.

Donatti le hizo una señal al sacerdote cuya poderosa mano asía a Víctor por el cuello. La presa se aflojó y Fontine tragó saliva repetidamente. Tenía todavía los brazos inmovilizados en la espalda. Habló el cardenal.

—Los herejes de Constantina eligieron bien: los apóstatas de Campo di Fiori. Los enemigos de Cristo.

—¡Animal! ¡Carnicero! —murmuró Víctor apenas en un susurro; los músculos de su cuello y la tráquea habían sufrido un grave daño—. ¡Usted nos asesinó! ¡Yo le vi!

—Sí. Así lo creí. —El cardenal hablaba con sereno odio—. Yo mismo hubiera disparado las armas en caso necesario. Pensándolo así, tiene usted razón. Teológicamente, yo fui el verdugo. —Donatti abrió los ojos—. ¿Dónde está la caja de Salónica?

—No lo sé.

—Dígamelo, hereje. Crea en la palabra de un verdadero sacerdote. No le queda más remedio.

—¡Me retiene usted contra mi voluntad! ¡En nombre de Dios, supongo!

—¡En nombre de la preservación de la Madre Iglesia! Ninguna ley tiene prioridad sobre eso. ¿Dónde está el envío de Salónica?

Los ojos, la voz estridente le hicieron recordar a Víctor la escena de hacía muchos años: un chiquillo junto a la puerta de un despacho.

—Si este dato era tan importante para usted, ¿por qué ejecutó a mi padre? Era el único que lo sabía…

—¡Una mentira! ¡Eso es una mentira! —gritó Donatti con los labios temblorosos.

Fontine lo comprendió. Había quedado al descubierto un nervio en carne viva. Se había cometido un error de extraordinaria magnitud y el cardenal no podía soportar la idea de tener que afrontarlo.

—Usted sabe que es verdad —dijo Víctor serenamente—. Ahora sabe la verdad y no puede soportarlo. ¿Por qué? ¿Por qué le mataron?

—Los enemigos de Cristo nos engañaron —repuso el sacerdote bajando la voz—. Los herejes de Jénope nos mintieron. —Y una vez más Donatti rugió repentinamente—. ¡Savarone Fontini-Cristi fue el transmisor de estas mentiras!

—¿Qué mentiras podía él contarles a ustedes? Ustedes no le creyeron cuando les dijo la verdad.

El cardenal volvió a estremecerse. Su voz apenas resultaba audible.

—Salieron de Salónica dos trenes de mercancías. Con tres días de diferencia. Del primero no supimos nada; el segundo lo recibimos en Monfalcone cerciorándonos de que Fontini-Cristi no acudiera a su encuentro. No sabíamos por aquel entonces que ya había establecido contacto con el primer tren. Y ahora nos dirá usted lo que deseamos saber. Lo que debemos saber.

—No puedo darles lo que no tengo.

Donatti miró a los sacerdotes y pronunció una palabra.

—Ahora.

Víctor no pudo establecer el tiempo que duró porque no tuvo conciencia del tiempo, sólo del dolor. Un dolor angustioso, lacerante, punzante, convulso. Fue arrastrado al interior de la verja de Campo di Fiori y conducido al bosque. Allí, los santos sacerdotes apostólicos empezaron a torturarle. Empezaron con sus pies desnudos; le rompieron todos los dedos y le retorcieron los tobillos hasta que le crujieron. Después les tocó el turno a las piernas y las rodillas: aplastadas, retorcidas, estiradas. Después las ingles y el estómago —¡Dios mío! ¡Cuánto hubiera deseado morir!—. Y siempre, por encima de él, con su imagen confundida por sus lágrimas de dolor, el cardenal de la Curia con su mechón de cabello blanco.

—¡Díganoslo! ¡Díganoslo! ¡Enemigo de Cristo!

Le descoyuntaron los brazos, le torcieron las muñecas hacia adentro hasta que se le reventaron las venas dejando escapar a través de la piel borbotones de líquido púrpura. Hubo momentos de bendito vacío que finalizaban cuando unas manos volvían a golpearle para que recuperara el conocimiento.

—¡Díganoslo! ¡Díganoslo! —Las palabras semejaban cientos de martillos, ecos en el interior de otros ecos—. ¡Díganoslo! ¡Enemigo de Cristo!

Otra vez el vacío. Y, a través de los oscuros túneles de la sensación, percibió como un ritmo de olas, aire y suspensión. Una sensación como de flotar le indicó que estaba a punto de morir.

Hubo un convulso golpe final, pero él no lo percibió. Estaba más allá de la sensación.

Sin embargo, escuchó las palabras en la distancia, pronunciadas como en un cántico.

—In nomine Patris, et Filii et Spiritus Sancti. Amen. Dominus vobiscum…

Los últimos sacramentos.

Le habían dejado allí para que muriera.

Otra vez la sensación de flotar. Las olas en el aire. Unas voces confusas, demasiado distantes para poder ser oídas. Y un contacto. Percibió el contacto, cada roce le producía pinchazos de dolor por todo el cuerpo. Pero no eran roces de tortura; las voces en la distancia no eran las voces de sus atormentadores.

Al final, pudo enfocar las confusas imágenes. Se encontraba en una blanca estancia. En la distancia brillaban unos frascos con unos tubos que descendían en cascada por el aire.

Y, por encima de él, un rostro. El rostro que sabía jamás volvería a contemplar.

El rostro lloraba; las lágrimas rodaban por sus mejillas.

—Amor mío —murmuró su esposa Jane—. Mi más querido amor. Dios mío, ¿qué te han hecho?

Su hermoso rostro se encontraba dispuesto junto al suyo. Rozándoselo.

Y ya no hubo dolor.

Le habían encontrado los preocupados hombres del MI6. Los sacerdotes le habían arrastrado hasta un automóvil, le habían conducido hasta la calzada circular y le habían dejado allí para que muriera en Campo di Fiori. Los médicos no acertaban a explicarse que no hubiera muerto. Hubiera debido morir. Su recuperación llevaría meses, tal vez años. En realidad, jamás se recuperaría por completo. Pero, con mucho cuidado, podría recuperar la función de los brazos y las piernas; podría moverse, lo cual ya constituiría de por sí un milagro.

Hacia la octava semana pudo incorporarse. Finalizaron las diligencias del Tribunal de Indemnizaciones. Las tierras, las fábricas, las propiedades fueron vendidas en setenta y cinco millones de libras esterlinas. Tal como se había prometido a sí mismo, en la transacción no se incluyó Campo di Fiori.

En relación con Campo di Fiori adoptó unas decisiones por separado a través de un abogado de Milán que gozaba de toda su confianza. Tendría que venderse también pero él no deseaba conocer el nombre del comprador. Con dos condiciones imprescindibles: el comprador no debería de haberse relacionado jamás con los fascistas. Tampoco tendría que estar asociado a ningún credo religioso de la clase que fuera.

Al llegar la novena semana, un inglés se desplazó desde Londres con instrucciones de su gobierno.

Sir Anthony Brevourt permaneció de pie junto a la cama de Fontine con la mandíbula firme y una mirada compasiva no exenta de dureza.

—Donatti ha muerto, ¿sabe usted? Se arrojó desde una balaustrada de San Pedro. Nadie ha lamentado su muerte y tanto menos la Curia.

—Sí, ya lo sabía. Al final, un acto de locura.

—Los cinco sacerdotes que le acompañaban han sido castigados. Tres de ellos han sido excomulgados y juzgados habiéndoseles condenado a una pena de varias décadas en prisión. Los otros dos cumplen cadena perpetua en el Transvaal. Lo que se hizo en nombre de la Iglesia horroriza a sus dirigentes.

—Me parece que hay demasiadas Iglesias que toleran a los fanáticos y después se asombran y sorprenden de lo que se ha hecho «en su nombre». No es una exclusiva de Roma. Los adornos disimulan a menudo los objetivos, ¿no es cierto? Eso también se puede aplicar a los gobiernos. ¡Quiero que se conteste a mis preguntas!

Brevourt parpadeó varias veces al escuchar la enfurecida frase de Fontine y replicó de manera rápida y mecánica.

—Estoy dispuesto a ofrecerle lo que pueda. He recibido instrucciones en el sentido de no ocultar nada.

—Ante todo, Stone. La orden de ejecución ha sido explicada; no tengo que hacer ningún comentario al respecto. Quiero saber lo demás. Todo.

—Es exactamente lo que se le ha dicho. Yo no confiaba en usted. Estaba convencido, cuando por primera vez llegó usted a Londres, de que abrigaba usted el propósito de no revelar nada acerca del tren de Salónica. Me imaginaba que usted concertaría acuerdos por su cuenta y fijaría las condiciones. No podíamos permitir que ocurriera tal cosa.

—¿Empezó Stone a informar acerca de mis movimientos?

—Acerca de todos y cada uno de ellos. Efectuó usted once viajes al otro lado del canal y uno a Lisboa. Con la ayuda de Stone le tuvimos vigilado a usted constantemente. En caso de captura, hubiéramos estado dispuestos a negociar un intercambio con el enemigo.

—¿Y si me hubieran matado?

—Al principio, fue un riesgo que calculamos, eclipsado por el hecho de que tal vez decidiera usted desertar y establecer contacto en relación con «Salónica». Y en junio del cuarenta y dos, después de lo del condado de Oxford, Teague accedió a no seguir enviándole al otro lado del canal.

—¿Qué ocurrió en el condado de Oxford? El sacerdote, si es que efectivamente era un sacerdote, que guió a los aviones era griego. De la orden de Jénope. Sus primeros poderdantes, según creo.

Brevourt se mordió los labios y respiró hondo. Estaba haciendo unas confesiones que le dolían y turbaban a un tiempo.

—Otra vez Stone. Los alemanes llevaban dos años intentando localizar el recinto del condado de Oxford. Él comunicó la localización exacta a Berlín y, al mismo tiempo, llegó a un acuerdo con los griegos. Les convenció de que habría una forma de destruirle a usted. Merecía la pena intentarlo; un hombre destruido habla. Le importaba un comino lo de «Salónica», pero la incursión aérea servía a su principal objetivo. Introdujo a un sacerdote fanático en el recinto y coordinó el ataque.

—Pero, por el amor de Dios, ¿por qué?

—Para matar a su esposa. Si ésta hubiera muerto e incluso si hubiera resultado gravemente herida, se imaginaba que usted se revolvería contra todo lo británico y abandonaría el MI-Seis. Tenía razón porque estuvo usted a punto de hacerlo, ¿sabe? Le odiaba; le acusaba de haber arruinado su brillante carrera. Según tengo entendido, trató de que usted permaneciera en Londres aquella noche.

Víctor recordó la horrible noche. Stone, el metódico psicópata, había contado los minutos y calculado la velocidad del automóvil. Fontine extendió la mano hacia los cigarrillos que tenía sobre la mesita de noche.

—La última pregunta. Y no me mienta. ¿Qué llevaba el tren de Salónica?

Brevourt se alejó de la cama, se acercó a la ventana de la habitación del hospital y guardó silencio unos instantes.

—Pergaminos, escritos del pasado que, en caso de que se divulgaran, podrían provocar el caos en el mundo religioso. Y, más especialmente, podrían dividir el mundo cristiano. Se gritarían unos a otros acusaciones y negativas y es posible que los gobiernos se vieran obligados a tomar partido. Por encima de todo, los documentos en manos enemigas constituirían un arma ideológica superior a cualquier otra imaginable.

—¿Pueden hacer eso unos documentos?

—Estos documentos, sí —repuso Brevourt apartándose de la ventana—. ¿Ha oído usted hablar alguna vez de la Cláusula Filioque?

Víctor respiró hondo. Su mente regresó a los años de las imparciales lecciones de su infancia.

—Forma parte del Credo de Nicea.

—Más exactamente del Credo de Nicea del año 381; hubo muchos concilios y sutiles alteraciones de este credo. El Filioque fue una adición posterior que estableció de una vez por todas la consustancialidad de la figura de Cristo con Dios. Ello es rechazado por la Iglesia Oriental como erróneo. Para la Iglesia Oriental, Jesucristo es el Maestro; no comparte la divinidad de Dios; no puede existir semejante igualdad. Cuando se propuso por primera vez el Filioque, el Patriarcado de Constantina lo consideró una división doctrinal favorable a Roma. Un símbolo teológico que serviría de pretexto para dividir y conquistar nuevos territorios. Y tenían razón. El Sacro Imperio Romano se convirtió en una fuerza mundial… en el mundo que entonces se conocía. Su influencia se extendió por doquier sobre la premisa de la divinidad de Cristo.

Brevourt se detuvo como si buscara las palabras y se acercó de nuevo lentamente a los pies de la cama.

—Entonces, ¿los documentos de este cofre refutan el Filioque? —preguntó Víctor—. En tal caso, ponen en entredicho la fundación de la Iglesia romana y todas las divisiones cristianas subsiguientes.

—En efecto —contestó Brevourt serenamente—. Colectivamente, se les conoce con el nombre de negaciones… Las negaciones del Filioque. Incluyen acuerdos entre coronas y reinos de lugares tan alejados como España, en el siglo VI, donde se originó el Filioque por motivos que muchos consideran de carácter puramente político. Otros siguen la pista de lo que se califica de «corrupción teológica»… Pero, si no se tratara más que de eso, el mundo podría vivir en paz. Hijo de Dios, Maestro, sustancia. Son diferencias teológicas, temas de discusión para exégetas bíblicos. Sin embargo, me temo que hay otras cosas. En su fervor por negar el Filioque, el Patriarcado envió a sacerdotes a Tierra Santa con el objeto de que llevaran a cabo investigaciones, se reunieran con los eruditos arameos y averiguaran todo lo que había acerca de Jesús. Descubrieron más cosas de las que buscaban. Corrían rumores relativos a unos rollos escritos en los años inmediatamente anteriores o posteriores al hito del siglo primero. Los localizaron, descubrieron varios y se los llevaron a Constantina. Se dice que un rollo arameo suscita serias dudas en relación con el hombre llamado Jesús. Es posible que éste no existiera jamás.

El trasatlántico había zarpado y estaba surcando las aguas del canal. Fontine permanecía de pie junto al pasamanos contemplando la silueta de Southampton recortada contra el horizonte. Jane se encontraba a su lado rodeándole la cintura con un brazo y con la mano del otro apoyada sobre la de él, encima de la baranda. Las muletas con los grandes soportes metálicos que le sostenían los antebrazos se encontraban a su izquierda y sus relucientes semicírculos de acero inoxidable brillaban al sol. Él mismo los había diseñado. Los médicos le habían dicho que sería necesario que utilizara muletas durante un año o más, razón por la cual había decidido mejorar el producto existente.

Sus dos hijos, Andrew y Adrian, se encontraban con la niñera de Dunblane, una de las que habían decidido emigrar a Norteamérica en compañía de los Fontine.

Italia, Campo di Fiori, el tren de Salónica, todo pertenecía al pasado. Los cataclísmicos pergaminos que habían sido sacados de los archivos de Jénope se encontraban en algún lugar de la enorme cadena de los Alpes italianos. Enterrados durante un milenio; tal vez no fueran encontrados jamás.

Era mejor así. El mundo había atravesado un período de devastación y duda. La razón exigía que se restableciera la calma, por lo menos durante algún tiempo aunque no fuera más que superficialmente. No estaban los tiempos para el cofre de Salónica.

El futuro empezó con los rayos del sol del atardecer iluminando las aguas del Canal de la Mancha. Víctor se inclinó hacia su esposa y acercó el rostro a la mejilla de ésta. Ninguno de los dos habló; ella le comprimió la mano en silencio.

Tuvo lugar una conmoción en cubierta. A cosa de unos treinta metros de popa, los gemelos se habían enzarzado en una pelea. Andrew estaba enojado con su hermano Adrian. Se produjo un intercambio de golpes infantiles. Fontine esbozó una sonrisa.

Niños.