16

Las lecciones de Loch Torridon estaban siempre presentes, pensó Víctor de pie junto al mostrador de recepción del hotel con los brazos descansando sobre la superficie de mármol mientras el recepcionista se encargaba de atender su petición. Había solicitado un automóvil de alquiler con voz lo suficientemente alta como para llamar la atención. Resultaba una petición difícil habida cuenta de la hora. Los vehículos no se encontraban de día así como así y tanto menos en mitad de la noche. No obstante, con dinero suficiente se podían conseguir. Por otra parte, la discusión que había tenido lugar junto al mostrador de recepción había sido lo suficientemente desagradable como para alertar a cualquier observador. Además, el atuendo que lucía: pantalones gris oscuro, botas y una chaqueta de caza oscura. No era tiempo de caza.

No había más que algunos rezagados en el vestíbulo: varios hombres de negocios que regresaban con paso vacilante a sus habitaciones tras celebrar prolongadas y líquidas reuniones; una pareja discutiendo a propósito del comportamiento respectivo; un nervioso y acaudalado joven que estaba firmando en el registro acompañado de una prostituta que le esperaba discretamente sentada en una silla. Y un hombre moreno y de piel atezada y curtida por el aire del mar que se encontraba sentado en un sillón al otro lado del vestíbulo leyendo una revista sin prestar aparentemente la menor atención a la escena nocturna que estaba teniendo lugar en el hotel. Un corso, pensó Víctor.

Era el hombre que podría transmitir el mensaje a otros corsos. Al inglés apellidado Stone.

Se trataba simplemente de coordinar la próxima secuencia. Con el fin de comprobar que el Fiat verde estuviera en la calle, probablemente estacionado en las sombras, dispuesto a seguir a discreta distancia cuando el automóvil alquilado emprendiera la marcha. Si no estaba allí ese automóvil, Víctor podría también encontrar alguna excusa para demorarse el tiempo que fuese, hasta que llegara.

Pero no sería necesaria ninguna demora. El Fiat podía verse estacionado frente a la siguiente manzana. El capitán Geoffrey Stone estaba muy seguro de sí mismo. El automóvil se hallaba estacionado delante del vehículo de Fontine, en dirección oeste, hacia la carretera de Varese. Hacia Campo di Fiori.

Barzini se acomodó en el asiento frontal, al lado de Víctor. El coñac había surtido efecto. Al viejo se le caía la cabeza sobre el pecho.

—Duerme —le dijo Víctor—. El trayecto será largo y quiero que estés descansado cuando lleguemos.

Franquearon la verja abierta y enfilaron la larga y tortuosa calzada de Campo di Fiori. Aunque ya se había preparado para aquel momento, la contemplación de la casa le llenó el pecho de dolor y le hizo experimentar un martilleo en las sienes. Se estaba acercando al escenario de las ejecuciones. Volvió a experimentar la angustia que había visto y oído, pero sabía que no podía permitir que todo ello le abrumara. Las lecciones de Loch Torridon: Las concentraciones divididas eran peligrosas.

Contrajo con fuerza los músculos del estómago y detuvo el vehículo.

Barzini se había despertado y le estaba mirando. El vigilante nocturno emergió de la gruesa puerta de roble de lo alto de los peldaños de mármol examinando con su linterna el automóvil y sus ocupantes. Barzini descendió del vehículo y habló.

—Traigo al hijo de Fontini-Cristi. Es el padrone de esta casa.

El vigilante iluminó con la linterna a Víctor que había descendido del automóvil y se encontraba de pie junto a la cubierta del motor. El hombre habló en tono respetuoso y ligeramente asustado.

—Me siento muy honrado padrone.

—Puede regresar a su casa de Laveno —le dijo Fontine—. Si no le importa, utilice la calzada norte. Probablemente lo debe hacer de todos modos. Es el camino más corto.

—El más corto, signore. Gracias, signore.

—Es posible que haya dos amigos míos aguardando junto a las cuadras. No se alarme. Yo les he dicho que entraran por la puerta norte. Si les ve, dígales, por favor, que ahora mismo me reúno con ellos.

—No faltaba más, padrone —dijo el vigilante nocturno asintiendo y descendiendo rápidamente los peldaños de mármol en dirección a la calzada.

Había una bicicleta en las sombras, junto a unos arbustos. El hombre montó en la misma y se alejó pedaleando y perdiéndose en la oscuridad por el camino de las cuadras.

—Rápido —dijo Víctor volviéndose hacia Barzini—. Dime una cosa. ¿Están los teléfonos tal como estaban? ¿Hay una línea que comunica la casa con las cuadras?

—Sí. En el despacho de su padre y en el salón.

—Muy bien. Entra y enciende todas las luces del vestíbulo y del comedor. Después acude al despacho y no enciendas las luces. Quédate de pie junto a la ventana. Cuando me reúna con tus amigos, te llamaré desde las cuadras y te diré lo que tienes que hacer. Muy pronto aparecerán los corsos. A pie, estoy seguro. Observa si llevan linternas pequeñas. Dime lo que veas.

—Muy bien. ¿Padrone?

—¿Sí?

—No tengo arma. Las armas de fuego están prohibidas por la ley.

—Toma la mía. —Víctor se metió la mano bajo el cinturón y sacó su Smith & Wesson—. No creo que vayas a necesitarla. No dispares a menos que peligre tu vida.

Treinta segundos más tarde, las luces del gran vestíbulo empezaron a brillar a través de las ventanas de cristales de colores por encima de la gran puerta principal. Víctor corrió a lo largo de la fachada de la casa y esperó junto a una esquina. Las arañas del comedor aparecían encendidas. Toda la parte norte de la casa resplandecía de luz; la parte sur, en cambio, estaba a oscuras.

No se observaba la menor señal de vida en el camino. Ninguna linterna, ninguna bengala y ni siquiera cerillas. Todo estaba tal como tenía que estar. Stone era un profesional. Cuando decidiera moverse, lo haría con suma cautela.

Muy bien. Sus movimientos también serían cautelosos.

Víctor se dirigió corriendo al camino norte en dirección a las cuadras. Corría agachado y aguzaba el oído por si se producía algo insólito. Era posible que Stone hubiera optado por la entrada norte aunque no era probable. Stone estaba ansioso; se movería con rapidez, siguiendo de cerca a su presa y cerrándole todas las salidas.

—Partigiani. Soy Fontini-Cristi —dijo Víctor bajando por el camino de herradura que discurría por la parte de atrás de las cuadras.

Los pocos caballos que se albergaban en su interior eran viejos y estaban cansados; sus relinchos eran intermitentes.

—Signore.

El susurro procedía de los bosques situados a la derecha del camino; Fontine se acercó. Súbitamente, se encendió una linterna por el otro lado. Por la izquierda. Y habló otra voz.

—¡Quédese donde está! ¡No se vuelva!

Percibió la mano del hombre en su espalda, sosteniéndole con fuerza. La luz de la linterna se movió por su hombro iluminándole el rostro y cegándole.

—Es él —dijo la voz en la oscuridad.

La luz de la linterna se apartó. Fontine parpadeó y se frotó los ojos tratando de borrar la imagen residual de la cegadora luz. El partigiano emergió de la oscuridad. Era un hombre alto, casi tan alto como Víctor, enfundado en una raída chaqueta de campaña norteamericana. Apareció el segundo hombre por detrás de él; era mucho más bajo que su compañero y tenía un tórax abombado.

—¿Por qué estamos aquí? —preguntó el hombre alto—. Barzini es viejo y no piensa con claridad. Accedimos a vigilarle a usted, a avisarle… nada más. Lo hemos hecho porque estamos en deuda con Barzini. Y porque recordamos los viejos tiempos; los Fontini-Cristi lucharon contra los fascistas.

—Gracias.

—¿Qué quieren los corsos? ¿Y este inglés? —preguntó el segundo hombre situándose al lado de su amigo.

—Algo que creen está en mi poder, lo cual no es cierto.

Víctor se detuvo. Desde las cuadras se escuchó un suave y cansado resoplido seguido de una serie de golpes de casco de caballo. Los partisanos lo escucharon también y apagaron la linterna.

El crujir de una rama. Una piedra desplazada por una pisada. Alguien se acercaba por el mismo camino que Fontine había seguido. Los partisanos se separaron; el hombre fornido se adelantó y se ocultó entre el follaje. Su compañero hizo lo mismo en dirección contraria. Víctor se desplazó a la derecha y se agachó al borde del camino.

Silencio. Las pisadas sobre la tierra reseca se escucharon con mayor claridad. Súbitamente apareció la figura, a pocos pasos de Fontine, con la silueta recortada sobre el trasfondo del bosque nocturno.

Y entonces ocurrió. Un poderoso rayo de luz emergió de la oscuridad atravesando los bosques del otro lado; simultáneamente, se escuchó el amortiguado disparo de una pistola provista de silenciador.

Víctor se incorporó rodeando con el brazo izquierdo el cuello del hombre y levantando la mano derecha en dirección a la pistola con el propósito de inclinarla hacia abajo. Mientras la espalda del hombre se arqueaba, Víctor le clavó la rodilla en la base de la columna vertebral. El hombre se quedó sin aliento y Víctor apretó con todas sus fuerzas el tenso cuello que sostenía con su llave. Se escuchó un disparo aterrador y definitivo. La linterna cayó al camino.

El partigiano de elevada estatura salió corriendo del bosque, pisando la linterna, con una pistola en la mano. Él y Víctor se adentraron en el follaje temiendo ambos en silencio que su aliado hubiera muerto.

Pero no había muerto. La bala apenas le había rozado el brazo. Yacía con los ojos desorbitados a causa del dolor, la boca abierta y la respiración entrecortada y ruidosa. Fontine se arrodilló a su lado desgarrándole la camisa para comprobar la gravedad de la herida. El amigo del hombre permaneció de pie apuntando con el arma hacia el camino.

—¡Madre de Cristo! ¡Es usted un necio! ¿Por qué no le ha disparado? —preguntó el partigiano herido haciendo una mueca de dolor—. ¡Otro segundo y me hubiera matado!

—No tenía arma —replicó Víctor serenamente al tiempo que limpiaba la sangre de la herida del hombre.

—¿Ni siquiera una navaja?

—No —contestó Fontine vendando la herida con la tela.

El partigiano le miró fijamente.

—Menudo valor tiene usted —dijo—. Hubiera podido esperar escondido. Mi compañero va armado.

—Vamos, levántese. Hay otros dos corsos en alguna parte. Quiero pillarles. Pero sin disparos. —Víctor se agachó y recogió la pistola del muerto. Había cuatro balas en la cámara; el silenciador era uno de los mejores. Llamó al partisano alto que se encontraba al borde del camino y se dirigió a los dos hombres—. Voy a pedirles un favor. Pueden negármelo y yo lo comprenderé.

—¿De qué se trata? —preguntó el más alto.

—Los otros dos corsos están aquí. Uno de ellos estará probablemente vigilando el camino principal y el otro es posible que se encuentre detrás de la casa, en los jardines, cualquiera sabe. El inglés debe hallarse oculto en proximidad de la casa. Estoy seguro de que los corsi no me matarán. Vigilarán todos mis movimientos pero no abrirán fuego.

—Éste de aquí —dijo el partisano herido indicando al muerto— no ha vacilado en apretar el gatillo.

—Estos corsi me conocen de vista. Se ha dado cuenta de que no era yo.

La estrategia estaba clara. Víctor sería el anzuelo; bajaría por la calzada circular y se adentraría en los jardines de la parte de atrás de la casa. Los partisanos le seguirían ocultos entre los árboles. Si Fontine tenía razón, aparecería un corso. Y éste sería apresado. O matado en silencio. No importaba; los corsos asesinaban a los italianos.

La estrategia se repetiría posteriormente en el camino de la entrada principal donde los partisanos cruzarían diagonalmente por detrás del terraplén y se reunirían con él a unos cuatrocientos metros más allá. En algún lugar situado entre la calzada circular y la verja se hallaría apostado el último corso.

Las posiciones eran lógicas y Stone era un hombre de lo más lógico. Y, además, muy meticuloso. Cerraría todas las salidas.

—No tienen ustedes por qué hacer eso por mí —dijo Víctor—. Les pagaré generosamente, pero comprendo…

—Quédese con su dinero —le interrumpió el herido mirando primero a su amigo—. Tampoco hubiera tenido usted por qué hacer lo que ha hecho por mí.

—Hay un teléfono en las cuadras. Tengo que hablar con Barzini. Después empezaré a bajar por el camino.

La suposición quedó confirmada. Stone había cubierto ambos caminos así como los jardines. Los demás corsos fueron apresados y las navajas partisanas acabaron con sus vidas.

Se reunieron en las cuadras. Fontine estaba seguro de que Stone le habría estado vigilando desde el terraplén. La presa estaba paseando por el escenario de la matanza; el regreso fue doloroso. Loch Torridon les había enseñado a ambos a prever las reacciones. Era un arma.

—¿Dónde está su coche? —preguntó Víctor a los partigiani.

—Fuera, a la altura de la entrada norte —repuso el más alto.

—Les doy las gracias. Acompañe a su amigo a un médico. Barzini sabrá dónde podré enviarles una forma más concreta de gratitud.

—¿El inglés lo quiere para usted?

—No habrá dificultades. Es un hombre con una sola mano y sin los corsi. Barzini y yo sabemos lo que tenemos que hacer. Busquen un médico.

—Adiós, signore —dijo el más alto—. Nuestras deudas están saldadas. Con el viejo Barzini. Con usted, tal vez. Los Fontini-Cristi fueron buenos para estas tierras.

—Muchas gracias.

Los partisanos saludaron con la cabeza por última vez y se perdieron rápidamente en la oscuridad por el camino que conducía a la verja norte. Fontine bajó por el camino y entró en las cuadras a través de una puerta lateral. Pasó junto a los pesebres y los caballos y frente al pequeño dormitorio de Barzini y se dirigió al cuarto de herramientas. Encontró una caja de madera y empezó a llenarla de berbiquíes y taladros y de mohosas citas enmarcadas que descolgó de las paredes. Se acercó al teléfono instalado junto a la puerta y pulsó un botón de abajo.

—Todo ha ido bien, viejo amigo.

—Gracias a Dios.

—¿Y el inglés?

—Está aguardando al otro lado de la calzada, entre las altas hierbas. En el terraplén. Es el mismo…

Barzini se detuvo.

—Comprendo. Ahora salgo. Ya sabes lo que tienes que hacer. Recuerda, cuando estés junto a la puerta, habla despacio y con claridad. El inglés lleva varios años sin hablar italiano.

—Los viejos hablan más alto de lo que deben —dijo Barzini en tono humorístico—. Como nosotros no oímos, pensamos que los demás tampoco oyen.

Fontine colgó el aparato y examinó la pistola que los partisanos le habían dejado; se la habían arrebatado al corso muerto. Desenroscó el silenciador y se guardó el arma en el bolsillo. Tomó la caja y salió por la puerta del cuarto de herramientas.

Echó a andar lentamente por el camino en dirección a la calzada circular situada frente al terraplén. Al llegar ante los peldaños, iluminado por la luz que se filtraba a través de las ventanas, se detuvo para que sus brazos descansaran un poco como si la caja resultara mucho más pesada de lo que su tamaño pudiera indicar.

Después subió los peldaños hasta llegar a la gruesa puerta de roble. Entonces hizo lo que más lógico le pareció: dar un puntapié a la hoja derecha de la puerta.

A los pocos segundos, Barzini abrió la puerta. La conversación entre ambos se desarrolló con sencillez y sin esfuerzo. El viejo habló con claridad.

—¿Está seguro de que no quiere que le traiga algo, padrone? ¿Una taza de té o café?

—No, gracias, viejo amigo. Vete a dormir. Tenemos muchas cosas que hacer mañana por la mañana.

—Muy bien. Hoy los caballos van a comer temprano.

Barzini pasó junto a Víctor y bajó los peldaños que conducían a la calzada circular. Después giró a la izquierda en dirección a las cuadras.

Víctor permaneció de pie en el espacioso vestíbulo; todo estaba como siempre. Los alemanes sabían respetar la belleza. Se dirigió a la parte sur que se encontraba a oscuras, hacia el enorme salón y el despacho de su padre. Mientras recorría aquellas conocidas estancias experimentó un angustioso dolor en el pecho y pareció como si se le cortara la respiración en la garganta.

Penetró en el estudio de su padre, el sancta sanctorum de Savarone. Instintivamente, se dirigió a la derecha en la oscuridad; el enorme escritorio se encontraba en su sitio de siempre. Posó la caja y encendió la lámpara de pantalla verde que tanto recordaba; era la misma lámpara. Nada había cambiado.

Se acomodó en el sillón de su padre y se sacó la pistola del bolsillo. La colocó sobre el escritorio, detrás de la caja de madera para que no se pudiera ver desde la entrada.

Había comenzado la espera. Y, por segunda vez en su vida, se encontraba en las manos de Barzini. No podía imaginarse una presa más firme. Porque Barzini no llegaría hasta las cuadras. Subiría por el camino de las cuadras y después se adentraría en el bosque regresando a los jardines de la parte de atrás de la casa. A continuación entraría por una de las puertas del patio y aguardaría la llegada del inglés.

Stone estaba atrapado.

Los minutos transcurrían lentamente. Fontine abrió con aire distraído los cajones del escritorio de su padre. Encontró varias hojas de papel de cartas de la Wehrmacht y empezó a colocar metódicamente las hojas en montones separados como si estuviera haciendo un solitario con enormes naipes en blanco.

Esperó.

Al principio, no escuchó ningún rumor. Percibió, en su lugar, una presencia. La presencia resultaba inconfundible y llenaba toda la atmósfera que mediaba entre él y el intruso. Después atravesó el silencio el crujido de una tabla del suelo, seguido de dos claras y arrogantes pisadas; la mano de Fontine se desplazó hacia el arma.

Súbitamente, un objeto de color claro voló entre las oscuras sombras en dirección a él, ¡hacia él! Víctor se estremeció al distinguir el objeto del que manaban riachuelos de sangre. Se escuchó un áspero golpe —carne sobre madera— y aquella horrible cosa entró en contacto con la superficie del escritorio rodando obscenamente bajo la luz de la lámpara.

Fontine exhaló el aire con fuerza en un instante de absoluta repugnancia. El objeto era una mano. Una mano derecha cortada cruelmente por encima de la muñeca. Los dedos eran viejos y arrugados y aparecían espasmódicamente contraídos como una garra, con los tendones congelados instantáneamente a causa de aquella primitiva operación quirúrgica.

Era la mano de Guido Barzini. Arrojada por un demente que había perdido la suya en un embarcadero de Celle Ligure.

Víctor se levantó ahogando la repugnancia que experimentaba en su interior y fue a tomar el arma.

—¡No la toque! ¡Como lo haga, le mato!

Stone escupió las palabras en inglés. Se agachó en las sombras al otro lado de la estancia, protegiéndose tras un sillón de alto respaldo.

Víctor retiró la mano y se esforzó por pensar. Por sobrevivir.

—Le ha matado.

—Le encontrarán en los bosques. Es curioso que yo le haya encontrado allí, ¿verdad?

Fontine permaneció inmóvil al escuchar la horrible noticia, procurando reprimir todas sus emociones.

—Lo que es más curioso es que sus corsos no le encontraran —dijo Víctor serenamente.

Los ojos de Stone reaccionaron; un leve destello de comprensión apenas perceptible.

—Me extrañó el camino que usted siguió —dijo el inglés asintiendo con la cabeza—. Sí, usted hubiera podido hacerlo. Hubiera podido eliminarles.

—No lo he hecho. Otros lo han hecho.

—Lo lamento, Fontine. No le vale.

—¿Cómo puede estar tan seguro?

—Porque, si hubiera otros, no hubiera usted utilizado a un viejo para llevar a cabo la última misión; es una estupidez. Es usted un arrogante hijo de puta, pero no es estúpido. Estamos completamente solos. Usted, yo y la caja. ¡Santo cielo! Debía de estar escondida en un agujero tremendo. Mucha gente la ha buscado.

—Entonces, ¿ha cerrado usted un trato con Donatti?

—Él así lo cree. Curioso, ¿verdad? Usted me lo arrebató todo. Salí arrastrándome de Liverpool, conseguí abrirme camino y usted me lo arrebató todo hace cinco años en un maldito embarcadero. Ahora lo he recuperado todo y algo más. Es posible que organice la mayor subasta de que nadie haya oído hablar jamás.

—¿Con qué? ¿Con unos viejos trofeos de caza y unas citas descoloridas?

Stone amartilló el arma disponiéndose a disparar. Su guante negro golpeó el respaldo del sillón y sus ojos atravesaron las sombras.

—¡No gaste bromas!

—No es una broma. No soy un estúpido, ¿recuerda? Y no se encuentra usted en situación de apretar este gatillo. Sólo tiene una oportunidad de entregar el contenido de aquella caja. Si no lo hace, se podrá decretar fácilmente otra orden de ejecución. A estos poderosos hombres que le contrataron a usted hace cinco años no les gustan las conjeturas comprometedoras.

—¡Cállese! ¡Ya basta! —Stone había levantado la garra enguantada y la había dejado caer de nuevo sobre el respaldo del sillón—. ¡Esta táctica de nada le servirá conmigo, empresario hijo de puta! Yo las utilizaba mucho antes de que usted hubiera oído hablar siquiera de Loch Torridon.

—Loch Torridon se basó en un error. ¡En un cálculo erróneo! ¡Mal manejo! Ésta era la premisa, ¿lo recuerda? —Fontine retrocedió un paso empujando el sillón con las piernas y extendiendo las manos en gesto de impotencia—. Vamos. Protéjase. No irá a matarme antes de ver lo que puede costarle la bala.

—¡Retroceda! ¡Más atrás!

Stone rodeó el sillón con su mano inmóvil extendida hacia adelante como una lanza en ristre. En la mano izquierda sostenía el arma amartillada; bastaba con apretar levemente el gatillo para que la aguja de percusión saltara hacia adelante y se produjera el disparo.

Víctor hizo lo que se le ordenaba con los ojos clavados en la pistola. Ya llegaría su momento; tendría que llegar porque, de lo contrario, no le quedaría nada.

El inglés se acercó al escritorio; cada uno de sus pasos era el movimiento de un hombre lleno de odio y cautela, dispuesto a destruir a la menor señal de desequilibrio. Apartó los ojos de Fontine y miró hacia el escritorio. Vio la mano mutilada de Guido Barzini. Y la caja. El montón de objetos inútiles que había dentro de la caja.

—No —murmuró—. ¡No!

Había llegado el momento: los ojos de Stone reflejaban la angustia de la revelación. El momento no volvería a producirse.

Víctor se abalanzó sobre el escritorio extendiendo los largos brazos en dirección al arma; ésta se movió apenas un ápice pero no podía esperarse otra cosa.

El disparo fue atronador pero la presa de Fontine había conseguido desviarlo. Escasos centímetros pero fue suficiente. La bala desgarró la superficie del escritorio lanzando astillas de madera por todas partes. Víctor mantenía a Stone asido por la muñeca percibiendo y no percibiendo los golpes que estaba descargando sobre su rostro y su cuello la dura mano enguantada. Stone levantó la rodilla derecha golpeando con ella la ingle y el estómago de Fontine; no quería soltar la pistola. El inglés gritó sumiéndose en un paroxismo de locura. No se dejaría, no se podría dejar vencer por la fuerza.

Víctor hizo lo único que podía hacer. Por unos instantes, interrumpió sus movimientos y después tiró de la muñeca de Stone hacia adelante como si quisiera clavarse la pistola en su propio estómago. Cuando el arma estaba a punto de entrar en contacto con su chaqueta, torció súbitamente el cuerpo y la muñeca de Stone invirtiendo el arma y empujándola con todo su peso hacia arriba.

Se produjo el disparo. Por un instante Fontine se quedó ciego con la carne helada a causa de la explosión y, por un instante, creyó que le habían matado.

Hasta que notó cómo caía el cuerpo de Geoffrey Stone arrastrándole con él al suelo.

Abrió los ojos. La bala había penetrado en la carne bajo la mandíbula de Stone con trayectoria hacia arriba, atravesándole el cráneo y levantándole la tapa de los sesos.

Y, junto a la masa de sangre y tejido, podía verse la mano cortada de Guido Barzini.

Sacó el cuerpo de Barzini del bosque y lo trasladó a las cuadras. Colocó el mutilado cadáver sobre la cama y lo cubrió con una sábana. Permaneció de pie junto al cuerpo, nunca pudo recordar cuánto tiempo, tratando de comprender el dolor, el terror y el amor.

Campo di Fiori se había quedado en silencio. Su secreto estaba enterrado y jamás podría conocerse. El misterio de Salónica era una confidencia que Savarone no había compartido con nadie. Y el hijo de Savarone no se detendría jamás a pensar en ello. Que otros lo hicieran si así lo querían. Que Teague se encargara del resto. Él había terminado.

Descendió por el camino norte de las cuadras hasta la calzada situada frente a la casa y subió al automóvil alquilado. Estaba amaneciendo. El anaranjado sol estival estaba empezando a iluminar la campiña italiana. Dirigió una última mirada al hogar de su infancia y giró la llave de encendido.

Los árboles pasaban velozmente y el follaje no era más que una mezcla de verde, anaranjado, amarillo y blanco. Miró hacia el cuenta kilómetros. Más de ochenta. Ochenta y cuatro kilómetros por hora por la tortuosa carretera de acceso que discurría por el bosque. Tendría que reducir la velocidad, lo sabía. Era temerario e incluso peligroso. Pero su pie no quería obedecer a su mente.

¡Dios mío! ¡Tenía que alejarse!

Había una larga curva cerrada poco antes de llegar a la verja. En otros tiempos —hacía muchos años— era costumbre hacer sonar el claxon cuando uno se acercaba a la curva. Ahora no había motivo para hacerlo y Víctor comprobó aliviado que su pie había reducido la presión sobre el pedal. Conservaba intacto el instinto. No obstante, tomó la curva a cincuenta kilómetros por hora y los neumáticos chirriaron al salir de la misma en dirección a la verja. Una vez en la recta, aceleró automáticamente. Atravesaría la verja y tomaría la carretera de Varese. Después a Milán.

¡Después a Londres!

No estuvo seguro de cuándo los vio. A ellos. Se había distraído y mantenía los ojos clavados en el camino, más allá de la cubierta del motor. Sólo supo que pisó el freno con tal fuerza que fue lanzado contra el volante con la cabeza a escasos centímetros del parabrisas. El automóvil derrapó, los neumáticos chirriaron, las ruedas levantaron una enorme polvareda y el automóvil se deslizó diagonalmente a la altura de la verja deteniéndose a escasa distancia de los dos vehículos negros que habían convergido hasta allí como por ensalmo, bloqueando el paso más allá de los dos pilares de piedra.

Su cuerpo golpeó contra el respaldo del asiento; todo el automóvil experimentó una súbita sacudida y se detuvo violentamente. Fontine tardó varios segundos en reponerse de los efectos de la casi colisión. Parpadeó y volvió a mirar. Su furia se trocó en asombro ante lo que estaba viendo.

De pie frente a los dos automóviles podía verse a cinco hombres vestidos con trajes negros y alzacuellos blancos. Los hombres le estaban mirando impasibles. Entonces se abrió la portezuela posterior del automóvil de la derecha y descendió un sexto hombre. Era un hombre de unos sesenta y tantos años, enfundado en los negros ropajes de la Iglesia.

Con un mechón de cabello blanco.