Teague habló por teléfono con voz cortante, eligiendo cuidadosamente las frases.
—Este hombre fue suyo desde un principio. Desde el día en que le colocamos en Loch Torridon. Sus interrogatorios, las interminables preguntas, el nombre de Lübok en nuestros archivos, las trampas. Usted ha sido informado de todos y cada uno de los movimientos de Fontine.
—No quiero disculparme —dijo Anthony Brevourt desde el otro extremo de la línea—. Por motivos que usted conoce muy bien. «Salónica» era, y sigue siendo, una de las máximas prioridades del Foreign Office.
—¡Exijo una explicación de esta orden de ejecución! Jamás se autorizó, jamás se informó de ello…
—Ni falta que hacía —le interrumpió Brevourt—. Esta orden era nuestro apoyo. Es posible que usted esté muy seguro de su propia inmortalidad, general de brigada, pero nosotros no lo estamos. Aparte las incursiones aéreas, usted es un estratega de operaciones secretas; un blanco potencial de asesinato. Si a usted le hubieran matado, esta orden hubiera permitido a Stone un acceso inmediato al paradero de Fontini-Cristi.
—¿Le convenció a usted de ello Stone?
Se produjo una pausa antes de que el embajador respondiera.
—Sí. Hace varios años.
—¿Le dijo Stone también que odiaba a Fontine?
—No le aprobaba; y no era el único.
—¡Le he preguntado si le odiaba! Con un odio rayano en lo patológico.
—Si usted lo sabía, ¿por qué no le sustituyó?
—¡Porque, maldita sea, controlaba su odio! Mientras tuviera algún motivo. Ahora no tiene ninguno.
—No comprendo…
—¡Usted es un necio, Brevourt! Stone nos ha dejado una fotocopia; él se ha quedado con el original. Está usted impotente y él quiere que lo sepa.
—¿De qué está hablando?
—Anda por ahí con un documento oficial por el que se le autoriza a matar a Fontine. De nada sirve ahora una contraorden. ¡De nada hubiera servido tampoco hace un par de años! Tiene en su poder el documento; es un profesional. Abriga el propósito de llevar a cabo la misión y de guardar el documento en cuestión en un lugar en el que usted no pueda encontrarlo. ¿Puede el gobierno británico o usted o el secretario de Asuntos Exteriores o el propio Churchill justificar esta ejecución? ¿Tendría la amabilidad alguno de ustedes de hacer tan siquiera un comentario al respecto?
Brevourt replicó rápidamente y en tono de apremio.
—Fue una contingencia. Nada más que eso.
—Fue lo mejor —dijo Teague ásperamente mostrándose de acuerdo—. Lo suficientemente asombroso como para pasar por alto el papeleo. Lo suficientemente dramático como para derribar las murallas burocráticas. Ya me imagino a Stone defendiendo sus puntos de vista.
—Hay que encontrar a Stone. Es necesario que impidamos la acción —dijo Brevourt cuya afanosa respiración podía escucharse a través del aparato.
—Hemos llegado a un punto de acuerdo —dijo el general de brigada en tono de hastío.
—¿Qué va usted a hacer?
—En primer lugar, decírselo todo a Fontine.
—¿Le parece prudente?
—Me parece justo.
—Esperamos que se nos mantenga informados. En caso necesario, cada hora.
Teague contempló con aire ausente el reloj de pared de su despacho. Eran las nueve cuarenta y cinco; la luz de la luna se filtraba a través de las ventanas no protegidas ahora por cortinas.
—No estoy seguro de que ello vaya a ser posible.
—¿Cómo?
—A usted le preocupa una caja que fue sacada de Grecia hace cinco años. A mí me preocupan las vidas de Víctor Fontine y de los miembros de su familia.
—¿Se le ha ocurrido pensar —dijo Brevourt como arrastrando las palabras— que ambas cosas son inseparables?
—Tomo nota de su conjetura —dijo Teague colgando el aparato y reclinándose en su sillón.
Ahora tendría que llamar a Fontine. Advertirle.
Llamaron a la puerta.
—Pase.
Harold Latham entró primero, seguido de uno de los mejores investigadores del MI6. Era un hombre de mediana edad, ex especialista legal de Scotland Yard. Llevaba en la mano una carpeta de cartulina.
Hacía algunas semanas, Pera no se hubiera atrevido a entrar en el despacho de Teague fumando un cigarrillo. Ahora lo hacía porque para él era importante. De todos modos, pensó Teague, la hostilidad de Latham había disminuido. Pera era, ante todo, un profesional. Su situación de civil no alteraba este hecho.
—¿Han encontrado algo? —preguntó Teague.
—Garabateos —repuso Latham—. Es posible que signifiquen algo y es posible que no. Este hombre de usted es muy hábil. Sabe sacar muchas deducciones del objeto más insignificante.
—Él sabía indicarme los lugares —añadió el analista—. Estaba familiarizado con las costumbres del sujeto.
—¿Qué han conseguido?
—Aquí en el edificio, nada; su despacho estaba limpio. Simplemente material de trabajo, carpetas destinadas al fuego, todo completamente legal. Su apartamento ya es otra cosa. Era un tipo muy ordenado. Pero la colocación de las perchas en el armario, la ropa que tenía en su despacho, los productos de higiene personal… todo indica que Stone llevaba algún tiempo planeando su viaje.
—Comprendo. ¿Y estos garabateos que me ha dicho?
Contestó Pera. El profesional que había en él necesitaba ser admirado.
—Stone tenía una mala costumbre. Se tendía en la cama y efectuaba anotaciones. Palabras, paréntesis, cifras, flechas, nombres… garrapateos lo llamo yo. Pero, antes de dormirse, arrancaba las hojas y las quemaba. Hemos encontrado un bloc de notas en el estante de la mesilla de noche. No había nada escrito, claro, pero aquí el de Scotland Yard ha sabido lo que tenía que hacer.
—Había depresiones, señor. No ha sido difícil; las hemos levantado bajo el espectrógrafo. —El oficial le entregó a Teague la carpeta desde el otro lado del escritorio—. Aquí están los resultados.
Teague abrió la carpeta y contempló el espectrograma. Tal como Pera había dicho, se observaban números, paréntesis, flechas, palabras. Era un rompecabezas cuyas piezas no encajaban, un extraño diagrama de tortuosidades incoherentes.
Y entonces, entre toda aquella masa de incoherencias, apareció el nombre.
Donatti.
El hombre del mechón de cabello blanco. El verdugo de Campo di Fiori. Uno de los más poderosos cardenales de la Curia.
Se había iniciado la operación «Salónica».
—…Guillamo Donatti.
Al escuchar el nombre, saltó el resorte del recuerdo que Fontine guardaba en su mente. El nombre era la clave, se abrió la cerradura y apareció el recuerdo.
Era un niño, no debía tener más allá de nueve o diez años. Era por la noche y sus hermanos se encontraban en el piso de arriba disponiéndose a acostarse. Él había bajado en pijama a buscar un libro cuando escuchó unos gritos procedentes del despacho de su padre.
La puerta estaba entreabierta más o menos unos treinta centímetros y el curioso chiquillo se había acercado. Lo que vio allí dentro causó tan profunda impresión en su sensibilidad que se quedó de pie como hipnotizado. Un sacerdote se encontraba frente al escritorio de su padre, gritándole a Savarone, golpeando la superficie del escritorio con el puño y mirando con los ojos muy abiertos y el rostro contraído por la cólera.
El hecho de que alguien pudiera comportarse de aquel modo en presencia de su padre, incluso —o tal vez especialmente— un sacerdote, sorprendió tanto al chiquillo que éste emitió involuntariamente un jadeo.
Al oírle, el sacerdote se volvió, miró con sus ardientes ojos al niño y fue entonces cuando Víctor vio el mechón de cabello blanco destacando sobre el cabello negro. El niño se alejó a toda prisa del salón y subió al piso de arriba.
A la mañana siguiente, Savarone se apartó con su hijo y se lo explicó; su padre jamás dejaba las explicaciones en suspenso. El tiempo había borrado el recuerdo del motivo de la violenta discusión, pero Fontine recordaba que su padre había identificado al sacerdote como Guillamo Donatti, un hombre que era la deshonra del Vaticano… alguien que promulgaba edictos y obligaba a los mal informados a que los obedecieran por medio del terror. Eran palabras que un niño suele recordar.
Guillamo Donatti, el incendiario de la Curia.
—Stone trabaja ahora por su cuenta —dijo Teague a través del teléfono desde Londres devolviendo a Víctor al presente—. Anda tras usted y tras el precio que usted pueda reportarle. Estábamos buscando en sectores equivocados; ahora le hemos localizado. Ha utilizado la documentación de Birch y ha partido de Lakenheath en un aparato militar. Con destino a Roma.
—Al cardenal —le corrigió Fontine—. No quiere correr el riesgo de realizar las negociaciones por teléfono.
—Exactamente. Volverá por usted. Le estaremos esperando.
—No —dijo Víctor—. Éste no es el mejor medio. No esperaremos, iremos por ellos.
—Ah, ¿sí? —dijo Teague en tono dubitativo.
—Sabemos que Stone se encuentra en Roma. Permanecerá oculto, probablemente en algún escondrijo facilitado por informadores; están acostumbrados a ocultar hombres.
—O con Donatti.
—Lo dudo. Insistirá en que todo se realice en territorio neutral. Donatti es peligroso y sus reacciones son imprevisibles. Stone lo sabe.
—No sé lo que está usted pensando pero no puedo…
—¿Puede usted hacer circular un rumor de fuentes autorizadas? —preguntó Fontine interrumpiéndole.
—¿Qué clase de rumor?
—Que estoy a punto de hacer lo que todo el mundo espera que haga: regresar a Campo di Fiori. Por motivos personales desconocidos.
—¡Desde luego que no! ¡Eso está descartado!
—Por el amor de Dios —gritó Víctor—. ¡No puedo permanecer oculto durante todo el resto de mi vida! ¡No puedo vivir en el terror de que, cada vez que mi esposa o mis hijos salgan de casa, pueda haber un Stone o un Donatti o un escuadrón de ejecución esperándoles! Usted me prometió una confrontación. La quiero ahora.
Hubo silencio desde Londres. Al final, Teague decidió hablar.
—Queda la orden de Jénope.
—Un paso conducirá a otro. ¿Acaso no es eso lo que usted me ha venido prometiendo? Jénope se verá obligado a reconocer lo que es y no lo que ellos piensan que debe ser. Donatti y Stone serán la prueba. No puede haber otra conclusión.
—Tenemos algunos hombres en Roma, no muchos…
—No necesitamos muchos. Muy pocos. Mi estancia en Italia no debe relacionarse con el Mi-Seis. La tapadera será el Tribunal de Indemnizaciones. El gobierno desea controlar nuestras fábricas, nuestras propiedades. El tribunal licita cada semana más alto; no quieren a los norteamericanos.
—Tribunal de Indemnizaciones —repitió Teague que evidentemente estaba haciendo una anotación.
—Hay un viejo apellidado Barzini —prosiguió diciendo Fontine—. Guido Barzini. Estaba en Campo di Fiori, cuidaba las cuadras. Podría facilitarnos la excusa. Sígale la pista en la zona de Milán. Si está vivo, se le podrá encontrar a través de los partigiani.
—Barzini Guido —repitió Teague—. Quiero factores de seguridad.
—Yo también pero muy disimulados, Alec. Tenemos que obligarles a salir y no a fomentar la clandestinidad.
—Suponiendo que muerdan el anzuelo, ¿qué va usted a hacer?
—Conseguir que me escuchen. Muy sencillo.
—No creo que lo sea —dijo Teague.
—Pues, entonces, les mataré —dijo Víctor.
Corrió la voz. El padrone estaba vivo; había regresado. Había sido visto en un pequeño hotel situado a varias manzanas de distancia del Duomo. Fontini-Cristi estaba en Milán. La noticia llegó hasta Roma.
Llamaron a la puerta de la habitación del hotel. Barzini. Era un momento cuya llegada Víctor había anhelado y temido a un tiempo. Los recuerdos de la blanca luz y la muerte volvieron a filtrarse inadvertidamente. Trató de apartarlos de su mente mientras cruzaba la estancia en dirección a la puerta.
El viejo bracero se encontraba de pie en el pasillo con su cuerpo, en otros tiempos musculoso, ahora encorvado y pequeño, perdido en el interior de la tosca tela de su barato abrigo negro. Su rostro estaba arrugado y tenía los ojos llorosos. Las manos que habían inmovilizado el agitado cuerpo de Víctor contra la tierra, los dedos que se habían clavado en su rostro salvándole la vida estaban ahora marchitos y nudosos. Y temblaban.
Para tristeza y turbación de Fontine, Barzini cayó de rodillas y, extendiendo los delgados brazos, rodeó con ellos las piernas de Víctor.
—Es cierto. ¡Está vivo!
Fontine le ayudó a levantarse y le abrazó. En silencio, hizo entrar al hombre en la habitación y le acompañó al sofá. Aparte su edad, resultaba evidente que Barzini estaba enfermo. Víctor le ofreció comida pero Barzini pidió té y coñac. Los camareros sirvieron ambas cosas rápidamente y una vez Barzini se las hubo bebido, Fontine pudo averiguar los hechos más notables que habían ocurrido en Campo di Fiori tras la noche de la matanza.
Durante varios meses tras los asesinatos perpetrados por los alemanes, las tropas fascistas mantuvieron la finca bajo control. Se permitió a la servidumbre recoger sus efectos personales y marcharse; la sirvienta que había sido testigo de los disparos fue asesinada aquella noche. A nadie se le permitió vivir en Campo di Fiori, a excepción de Barzini que con toda evidencia era un deficiente mental.
—No fue difícil. Los fascisti siempre habían creído que todo el mundo estaba loco menos ellos. Era la única manera en que podían pensar y enfrentarse consigo mismos por la mañana.
En su calidad de mozo de cuadra y jardinero, Guido estuvo en condiciones de observar la actividad que se desarrollaba en Campo di Fiori. Lo más curioso eran los sacerdotes. Se permitía la entrada a grupos de sacerdotes; los grupos nunca estaban integrados por más de tres o cuatro, pero los grupos eran muy numerosos. Al principio, Guido pensó que el Santo Padre los habría enviado con el fin de que oraran por las almas de los muertos de la familia Fontini-Cristi. Sin embargo, los sacerdotes enviados a cumplir una misión sagrada no se comportaban tal como lo hacían aquellos otros. Recorrían la mansión principal y pasaban después a las dependencias y las cuadras buscando con precisión. Se examinó todo; los muebles fueron desmontados; se golpearon las paredes en busca de huecos y se eliminaron los revestimientos de madera; se levantaron los entarimados del suelo, no con violencia sino con el esmero con que suelen hacerlo los carpinteros, y se volvieron a colocar. Y se buscó en los campos como si se tratara de yacimientos de oro.
—Les pregunté a algunos de los padres más jóvenes qué estaban buscando. No creo que lo supieran realmente. Siempre me contestaban, «cajas grandes, viejo. Cajas de hierro y acero». Y entonces me di cuenta de que un sacerdote de más edad acudía allí diariamente. Siempre andaba revisando el trabajo de los demás.
—Un hombre de sesenta y tantos años —dijo Víctor suavemente— con un mechón blanco en el cabello.
—¡Sí! ¡Ése era! ¿Cómo lo sabe usted?
—Era esperado. ¿Cuánto tiempo duró la búsqueda?
—Casi dos años. Era una cosa increíble. Y después todo terminó.
Cesaron todas las actividades, según Barzini, menos las actividades alemanas. El cuerpo de oficiales de la Wehrmacht se incautó de Campo di Fiori convirtiéndolo en un complicado refugio para los comandantes de más alta graduación.
—¿Has hecho lo que los ingleses de Roma te han dicho, viejo amigo? —preguntó Fontine sirviéndole a Barzini otra copa de coñac; el temblor de las manos de éste había cesado en parte.
—Sí, padrone. Llevo dos días yendo a los mercados de Laveno, Varese y Legnano. Les digo lo mismo a unos cuantos bocazas elegidos: «¡Esta noche veré al padrone! ¡Ha vuelto! ¡Voy a Milán a reunirme con él pero nadie debe saberlo!». Se enterará mucha gente, hijo de Fontini-Cristi —dijo Barzini esbozando una sonrisa.
—¿Te ha preguntado alguien por qué había insistido yo en que acudieras a Milán?
—La mayoría me lo ha preguntado. Y yo me limito a contestar que usted desea hablar conmigo en privado. Y digo que me siento muy honrado. Y es cierto.
—Será suficiente —dijo Víctor descolgando el teléfono y facilitando un número a la centralita del hotel. Mientras esperaba a que le pasaran la comunicación, se dirigió a Barzini—: Cuando todo haya terminado, quiero que te vengas conmigo. A Inglaterra y después a Norteamérica. Estoy casado, viejo amigo. Te gustará la signora. Tengo dos hijos. Gemelos.
—¿Tiene hijos? —preguntó Barzini con los ojos brillantes—. Doy gracias a Dios…
No contestaron a la llamada. Fontine se preocupó. ¡Era absolutamente necesario que el hombre del MI6 estuviera en aquel teléfono! Se hallaba estacionado a medio camino entre Varese y Campo di Fiori. Era el contacto para los demás que se hallaban diseminados por las carreteras de Stresa, Lugano y Morcote; era el punto central de comunicaciones. ¿Dónde demonios estaba?
Víctor colgó el aparato y se sacó la cartera del bolsillo. En un rincón oculto, guardaba otro número telefónico. De Roma.
Se lo facilitó a la telefonista.
—¿Qué quiere usted decir con eso de que no hay respuesta? —preguntó la correcta voz inglesa que contestó a la llamada.
—¿Es que acaso hay una forma más clara de decirlo? —replicó Fontine—. No hay respuesta. ¿Cuándo tuvo usted noticias de él por última vez?
—Hace unas cuatro horas. Todo se desarrollaba de acuerdo con el programa. Permanecía en contacto radiofónico con todos los vehículos. Habrá usted recibido el mensaje, claro.
—¿Qué mensaje?
Se produjo un instante de silencio.
—Eso no me gusta, Fontine.
—¿Qué mensaje?
—Dijo que era posible que le hubieran localizado pero que no teníamos por qué preocuparnos. Se pondría en contacto con usted cuando usted llegara al hotel. Él mismo pudo ver el automóvil. Fue por la carretera que pasa frente a la entrada principal de Campo di Fiori. ¿No se ha puesto en contacto con usted?
Víctor reprimió su deseo de gritar.
—No se ha puesto en contacto conmigo. No había ningún recado para mí. ¿Qué automóvil?
—Un Fiat verde. Con matrícula de Savona, la ciudad del golfo de Génova. Una de las descripciones coincidía con la ficha de un corso que tiene la policía. Un contrabandista que, según cree Londres, trabajaba por cuenta nuestra. Los demás creemos que también son corsos. Y él.
—Supongo que se refiere usted a…
—Sí. Stone es el cuarto hombre.
Stone había picado el anzuelo. Manzana había regresado a Celle Ligure, había regresado junto a los corsos con el fin de reclutar a algunos. Y Manzana, el profesional, había eliminado al contacto de Varese.
Eliminar a los correos. Inmovilizar las comunicaciones. Loch Torridon.
—Gracias —le dijo Víctor al hombre de Roma.
—¡Oiga, Fontine! —gritó la angustiada voz desde el otro extremo de la línea—. ¡No debe usted hacer nada! ¡Quédese donde está!
Víctor colgó el aparato sin contestar y regresó junto a Barzini.
—Necesito algunos hombres. Hombres en quien podamos confiar y que estén dispuestos a correr riesgos.
Barzini apartó la mirada; el viejo estaba turbado.
—Las cosas no son como antes, padrone.
—¿Partigiani? —preguntó Fontine.
—En general, comunistas. Están ocupados en sus cosas ahora. En sus folletos, en sus reuniones. Ellos… —Barzini se detuvo—. Espere. Hay dos hombres que no olvidan. Se ocultaban en el monte y yo les llevaba comida y noticias de sus familias. Podemos confiar en ellos.
—Tendrán que servirnos —dijo Víctor dirigiéndose hacia la puerta del dormitorio—. Voy a cambiarme de ropa. ¿Puedes ponerte en contacto con ellos?
—Tengo un número telefónico —dijo Barzini levantándose del sofá.
—Llámales. Diles que se reúnan conmigo en Campo di Fiori. Supongo que debe haber guardianes.
—Ahora sólo estamos un vigilante nocturno, de Laveno, y yo.
Fontine se detuvo y se volvió hacia Barzini.
—¿Conocen estos hombres el camino que discurre al norte de las cuadras?
—Lo podrán encontrar.
—Muy bien. Diles que salgan ahora mismo y me esperen en el camino de herradura de la parte de atrás de las cuadras. Está allí todavía, ¿no?
—Allí está. ¿Qué va usted a hacer, padrone?
Víctor se percató, mientras hablaba, de que estaba repitiendo las palabras que había utilizado con Teague por teléfono cinco días antes.
—Lo que todo el mundo espera que haga.
Se volvió y se dirigió al dormitorio.