14

Se tardó doce semanas en cerrar los libros y conducir de nuevo a los hombres a Inglaterra. Loch Torridon había finalizado; lo único que quedaba eran veintidós archivos de otros tantos éxitos que fueron sellados y cerrados bajo llave y guardados posteriormente en los compartimientos de seguridad del servicio de espionaje militar.

Fontine regresó a su aislamiento de Escocia. Junto a Jane y los gemelos, Andrew y Adrian, bautizados con el nombre de un santo británico y de un aceptable emperador romano. Los niños, sin embargo, no eran ni santos, ni imperiales; tenían dos años y medio y daban muestras de toda la energía que es propia de esta edad.

Víctor había estado rodeado durante toda su vida de adulto de los hijos de sus hermanos pero éstos eran suyos. Eran muy distintos el uno del otro. Ellos solos propagarían la estirpe de los Fontini-Cristi. Jane no podía tener más hijos; los médicos se habían mostrado unánimes. Las lesiones sufridas en el condado de Oxford habían sido demasiado graves.

Era curioso. Al cabo de cuatro años de febril actividad y tensión, se había sumido repentina y bruscamente en un estado totalmente pasivo. Los cinco meses del 42 que había pasado en Dunblane no podían considerarse un período de tranquilidad. La recuperación de Jane había sido lenta y peligrosa; la fortificación de su residencia le había obsesionado. La presión no había cedido ni por un instante.

Ahora sí. Y la transición le resultaba insoportable. Tan insoportable como la espera del comienzo de «Salónica». Lo que más le angustiaba era la inactividad; no estaba hecho para el ocio. A pesar de la presencia de Jane y los niños, Dunblane se había convertido en su prisión. Había unos hombres al otro lado del canal, en Europa y el Mediterráneo, que le buscaban con tanta intensidad como él a ellos. No podía hacer nada hasta que se iniciara la operación.

Teague no se retractaría de su palabra, Víctor lo sabía. Y tampoco se desviaría de la misma. El término de la guerra marcaría el comienzo de la estrategia que conduciría hasta los hombres de Salónica. Pero la operación no podría iniciarse antes. A cada nueva victoria, a cada nueva penetración en Alemania, la mente de Fontine empezaba a correr velozmente. La guerra estaba ganada; no había terminado, pero estaba ganada. Habría que recoger vidas en todo el mundo, habría que juntar las piezas y adoptar decisiones porque sería necesario hacer frente a muchos años de vida. Para él, para Jane, todo dependía de las fuerzas que buscaban una caja que había salido de Grecia cinco años antes… al amanecer de un nueve de diciembre.

La inactividad era su infierno particular.

En el transcurso de la espera, había adoptado una decisión: una vez finalizada la guerra, no regresaría a Campo di Fiori. Cuando pensaba en su casa y miraba a su esposa, veía a otras esposas asesinadas bajo unas blancas brumas de luz. Cuando miraba a sus hijos, veía a otros hijos indefensos, aterrorizados y acribillados a balazos. Las torturas de su mente eran todavía demasiado intensas. No podría vivir en Campo di Fiori. No podría regresar al escenario de las matanzas, a nada ni a nadie que se relacionara con ellas. Construirían una nueva vida en otro lugar. Las Industrias Fontini-Cristi le serían devueltas, el Tribunal de Indemnizaciones así lo había comunicado a Londres.

Y él había contestado a través del MI6. Las fábricas, las instalaciones, todas las tierras y propiedades —a excepción de Campo di Fiori— se adjudicarían al mejor postor. Adoptaría unas decisiones aparte en relación con Campo di Fiori.

Era la noche del 10 de marzo. Los niños dormían en una habitación del otro lado del pasillo; las últimas ráfagas de los vientos invernales azotaban los cristales de las ventanas de su dormitorio. Víctor y Jane se hallaban tendidos bajo las mantas mientras los carbones encendidos de la chimenea teñían el techo de reflejos anaranjados. Estaban conversando tranquilamente, tal como solían hacer al término del día.

—Barclay’s se encargará de todo —dijo Víctor—. En realidad, se trata de una subasta muy sencilla. He establecido un límite mínimo en relación con el total; que ellos decidan cómo quieren dividir toda la adquisición.

—¿Hay compradores? —preguntó Jane incorporándose sobre el codo y mirándole.

—A montones —repuso Fontine riéndose suavemente—. En general, suizos y norteamericanos. Se podrán ganar fortunas en la reconstrucción. Quienes posean bases manufactureras gozarán de ventaja.

—Pareces un economista.

—Espero sinceramente serlo. Mi padre se sentiría terriblemente decepcionado en caso contrario.

Víctor se sumió en el silencio. Jane le rozó la frente y le apartó el cabello.

—¿Qué ocurre?

—Estaba pensando. Todo terminará muy pronto. Primero la guerra y después «Salónica»; eso también terminará. Confío en Alec. Lo llevará a cabo aunque tenga que someter a chantaje a todos los diplomáticos del Foreign Office. Los fanáticos no tendrán más remedio que aceptar el hecho de que no tengo la menor idea acerca de su impío tren.

—Yo creía que era tremendamente divino —dijo ella sonriendo.

—Inconcebible —replicó Víctor sacudiendo la cabeza—. ¿Qué clase de Dios hubiera podido permitir tal cosa?

—Jaque mate, cariño.

Víctor se incorporó sobre la almohada y miró hacia las ventanas; una nevada de marzo estaba deslizándose suavemente por los oscuros cristales, llevada por los vientos. Víctor se volvió hacia su esposa.

—No puedo regresar a Italia.

—Lo sé. Ya me lo has dicho. Lo comprendo.

—Pero tampoco quiero quedarme aquí. En Inglaterra. Aquí siempre seré Fontini-Cristi. Hijo de la asesinada familia de padrones. Formando parte por igual de la realidad, la leyenda y el mito.

—Tú eres Fontini-Cristi.

Víctor fijó los ojos en su esposa a la escasa luz del fuego de la chimenea.

—No. Llevo cinco años siendo Fontine. Ya me he acostumbrado a ello. Tú, ¿qué piensas?

—Que no pierde demasiado en la traducción —repuso Jane volviendo a sonreír—. Como no sea tal vez cierto sabor a clase media acomodada.

—Eso es parte de lo que quiero decir —replicó él rápidamente—. Andrew y Adrian no debieran cargar con esta necedad. Los tiempos ya no son los de antes; aquellos días no volverán jamás.

—Es probable que no. Es triste verles desaparecer, pero supongo que es para bien. —Su esposa parpadeó y le miró inquisitivamente—. Si no en Italia ni en Inglaterra, ¿dónde entonces?

—Norteamérica. ¿Querrías vivir en Norteamérica?

Jane le miró con ojos todavía inquisitivos.

—Pues, claro. Creo que sería muy emocionante… Sí, estaría bien. Para todos nosotros.

—¿Y el apellido? No te importa, ¿verdad?

Ella se echó a reír y se incorporó para acariciarle el rostro.

—No importa. Me casé con un hombre, no con un apellido.

—Tú sí me importas —dijo él atrayéndola hacía sí.

Harold Latham salió del viejo ascensor cuyo hueco se hallaba rodeado por un enrejado de latón y miró las flechas y los números de la pared. Había sido enviado hacía tres años al escenario de Birmania; y llevaba todo este tiempo sin recorrer los pasillos del MI6 de Londres.

Se alisó la chaqueta de su traje nuevo. Ahora era un civil; tenía que repetírselo a sí mismo constantemente para convencerse. Pronto habría miles y miles de civiles, de nuevos civiles. Alemania había caído. Había apostado cinco libras a que el anuncio oficial de la rendición se haría público antes del primero de mayo. Faltaban tres días y le importaban un bledo las cinco libras. Todo había terminado; eso era lo que más le importaba.

Echó a andar por el pasillo en dirección al despacho de Stone. Pobre, viejo y enojado Geoff Stone. La Manzana que daba réplica a su Pera. Cochina suerte de la Manzana cuya mano había quedado hecha trizas por culpa de un empresario despótico; y tan pronto, además.

No obstante, es muy posible que ello le salvara la vida. Un crecido número de agentes con las dos manos no regresaban jamás. En cierto modo, Stone había tenido mucha suerte. Igual que él. Le habían metido algunos fragmentos de metal en la espalda y el estómago pero, si tenía cuidado, le habían dicho que todo se resolvería satisfactoriamente. Quedaría prácticamente normal, le habían dicho. Y le habían licenciado muy pronto.

Manzana y Pera habían sobrevivido. ¡Lo habían logrado! Maldita sea, ¡eso bien se merecía un mes de whiskys!

Había tratado de llamar a Stone pero no había conseguido ponerse en contacto con él. Le había telefoneado durante dos días seguidos tanto en su apartamento como en el despacho pero no había obtenido respuesta. Era inútil dejar recados; tenía unos planes tan confusos que no estaba seguro del tiempo que podría permanecer en Londres.

Era mejor así. Presentarse de improviso y exigir saber por qué había tardado tanto el viejo Manzana en ganar la guerra.

La puerta estaba cerrada con llave. Llamó; no hubo respuesta. ¡Maldita sea! En el mostrador de recepción había averiguado que Stone se encontraba en el edificio, lo cual significaba que anoche no se había marchado y tal vez tampoco anteanoche, cosa nada insólita en estos tiempos. Los sofás de los despachos se convertían en camas en estos tiempos. Todos los servicios de espionaje trabajaban las veinticuatro horas del día revisando archivos, destruyendo actas que pudieran resultar comprometedoras y salvando de paso algunos miles de vidas. Cuando se hubiera vuelto a posar la polvareda de la victoria y de la derrota, los informadores se convertirían en los supervivientes menos populares.

Volvió a llamar más fuerte. Nada.

Y, sin embargo, se filtraba un rayo de luz a través de una estrecha rendija lateral junto a la base de la puerta. Tal vez Stone hubiera salido un momento. Para dirigirse al W.C. o a la cafetería.

Y entonces los ojos de Latham se posaron en el redondo cilindro de la cerradura. Había algo extraño, algo que no andaba bien. Una mancha de un color gris apagado parecía haberse pegado al latón con una ligera raspadura en la parte de arriba, a la derecha del ojo de la cerradura. Latham la examinó más detenidamente; sacó una cerilla y la encendió casi temeroso de hacer lo que estaba a punto de hacer.

Mantuvo la llama directamente debajo de la mancha gris. La sustancia se fundió inmediatamente y desapareció: soldadura.

Se trataba de un oscuro pero acreditado truco muy del gusto de Manzana. Éste lo había utilizado en numerosas ocasiones en que ambos habían trabajado juntos. Pensándolo bien, Latham no recordaba que ningún otro compañero lo hubiera utilizado jamás.

Se fundía el extremo de un pequeño alambre de soldar y se introducía el suave líquido en la cerradura mediante la llave. Ello dejaba atascados los fiadores pero no impedía la entrada de la llave.

Evitaba simplemente que cualquier llave pudiera abrir la cerradura.

En situaciones tranquilas que exigían un poco de tiempo para que un hombre pudiera escapar de una trampa, ello permitía disponer del tiempo suficiente sin despertar súbitas alarmas. Una cerradura perfectamente normal que no funcionaba como era debido; la mayoría de las cerraduras eran viejas. Uno no suele derribar una puerta; uno llama al cerrajero.

¿Habría necesitado Manzana disponer de tiempo? ¿Le habrían tendido una trampa?

Algo andaba mal.

—¡Dios bendito! ¡No toquen nada! ¡Llamen a un médico! —gritó Teague irrumpiendo en la estancia cuya puerta había sido derribada—. ¡Que nadie diga nada!

—Está muerto —dijo Latham serenamente, de pie junto al general de brigada.

—Lo sé —dijo Teague ásperamente—. Quiero saber cuánto tiempo lleva muerto.

—¿Quién es? —preguntó Latham mirando al muerto.

El cuerpo había sido desnudado. Sólo le habían dejado los calzoncillos y los zapatos. En el centro superior de su pecho desnudo se observaba el limpio orificio de una sola bala; el riachuelo de sangre se había secado.

—El coronel Aubrey Birch. Oficial de los compartimientos de seguridad. —Teague se volvió y habló con los dos guardias que vigilaban la puerta. Un tercer soldado había ido en busca del médico del MI6 que se encontraba en la segunda planta—. Vuelvan a colocar esta puerta. No permitan la entrada a nadie. No digan nada. Venga conmigo, Latham.

Bajaron en ascensor hasta el sótano. Latham observó que Teague estaba no sólo emocionado sino también asustado.

—¿Qué cree que ha ocurrido, señor?

—Hace un par de noches le entregué los documentos de su baja. Se enfureció mucho conmigo.

Latham guardó silencio unos instantes y después habló sin mirar a Teague con los ojos dirigidos hacia adelante.

—Puesto que ahora soy un civil, se lo voy a decir. Le hizo usted una cochinada. Stone había sido uno de los mejores agentes que usted tenía.

—Tomo nota de su observación —dijo fríamente el general de brigada—. Es usted el que llamaban Pera, ¿verdad?

—Sí.

Teague miró de soslayo al licenciado agente de espionaje. La luz del tablero indicaba que habían llegado al sótano.

—Bueno, pues, la manzana se agrió, señor Pera. Se pudrió. Lo que yo quiero averiguar es hasta dónde llegó la podredumbre.

Se abrió la puerta. Ambos hombres salieron del ascensor y giraron a la derecha en dirección a una pared de acero que cerraba el pasillo. En el centro de la pared había una gruesa puerta de acero cuyo marco apenas resultaba visible. En la parte superior había una plancha de cristal a prueba de balas, un negro botón a la izquierda, una estrecha ranura de goma debajo y una placa de metal arriba.

ÁREA DE SEGURIDAD

Prohibida la Entrada Sin la Correspondiente Autorización

Llamen al Timbre

Introduzcan la Autorización en la Ranura de Vacío

Teague se acercó al cristal, pulsó el botón y habló con voz firme.

—Clave Jacinto. Ninguna demora, por favor; efectúen una comprobación visual. Soy el general de Brigada Teague. Me acompaña un tal señor Harold Latham, autorizado por mí.

Se escuchó un sonido chirriante. La puerta de acero retrocedió y fue empujada manualmente hacia un lado. Un oficial situado al otro lado saludó.

—Buenas tardes, general. No ha habido ningún informe Jacinto aquí abajo.

Teague correspondió al saludo con una inclinación de cabeza.

—Yo mismo voy a entregarlo, comandante. No deberá retirarse nada hasta ulterior aviso. ¿Qué dice el horario de servicio del coronel Birch?

El oficial se volvió hacia un escritorio metálico, adosado a la pared metálica.

—Aquí tiene, señor —dijo abriendo un cuaderno de notas de cuero negro—. El coronel Birch firmó su salida anteanoche a las diecinueve horas. Tiene que regresar esta mañana. A las siete horas, señor.

—Comprendo. ¿Iba alguien con él?

El comandante volvió a estudiar el gran cuaderno de notas.

—Sí, señor. El capitán Stone, señor. Su hora de salida era la misma.

—Gracias. El señor Latham y yo estaremos en el compartimiento de seguridad Siete. ¿Me da usted las llaves, por favor? Y las cifras de la combinación.

—No faltaba más.

En el interior del compartimiento metálico había veintidós archivadores. Teague se detuvo frente al cuarto archivador, adosado a la pared de enfrente con respecto a la puerta. Miró la página de cifras que sostenía en la mano y empezó a manipular la cerradura de combinación situada en el ángulo superior izquierdo del archivador. Mientras lo hacía, le mostró la página de cifras a Latham.

—Ahorremos tiempo —dijo súbitamente con voz áspera—. Localice el archivador que contiene el archivo Brevourt. B-r-e-v-o-u-r-t. Sáquelo.

Latham tomó el papel, se acercó a la pared izquierda y encontró el archivador.

Se abrió la cerradura. Teague introdujo la mano y abrió el segundo cajón del archivador. Sus dedos empezaron rápidamente a separar fichas.

Volvió a separarlas de nuevo muy despacio para que no se le pasara ninguna por alto.

No estaba allí. La ficha de Víctor Fontine había desaparecido.

Teague cerró el cajón del archivador y permaneció de pie muy erguido. Después miró a Latham que se había arrodillado junto al cajón del fondo de su archivador y sostenía en la mano una carpeta abierta. La estaba contemplando con expresión perpleja y asombrada.

—Le he dicho que lo buscara, no que lo leyera —dijo fríamente el general de brigada.

—No hay nada que leer —replicó Latham serenamente tomando la única página que contenía la carpeta—. Como no sea eso… ¿Qué demonios han hecho ustedes, grandísimos hijos de puta?

El papel era una fotocopia. Tenía un reborde negro con espacio al fondo para dos timbres de visto bueno. Ambos hombres sabían exactamente lo que era aquello.

Una orden de ejecución. Una licencia oficial que autoriza a matar.

—¿Quién es el objetivo? —preguntó Teague sin inflexión alguna en la voz, de pie junto al archivador.

—Vittorio Fontini-Cristi.

—¿Quién lo ha aprobado?

—Sello del Foreign Office, firma de Brevourt.

—¿Y quien más? ¡Tiene que haber dos!

—El primer ministro.

—Y el capitán Stone había sido encargado de la misión…

Latham asintió a pesar de que Teague no lo había dicho en tono de pregunta.

—Sí.

Teague empezó a respirar afanosamente cerrando los ojos unos instantes. Después los volvió a abrir y dijo:

—¿Conocía usted bien a Stone? ¿Conocía sus métodos?

—Trabajamos juntos dieciocho meses. Éramos como hermanos.

—¿Hermanos? En tal caso, le recuerdo a usted, señor Latham, que, a pesar de haber sido dado de baja en el servicio, sigue usted estando sujeto a la Ley de Secretos Oficiales.