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La casa se levantaba en los terrenos de una extensa finca situada al oeste de Aylesbury en el condado de Oxford. Unos elevados postes metálicos que sostenían una alambrada de púas electrificada rodeaban la zona. Unos perros de guardia vigilaban el enorme complejo.

Sólo había una entrada, una verja situada al fondo de una larga y recta calzada cochera, bordeada de céspedes. Al llegar a la altura del edificio principal, a cosa de unos quinientos kilómetros de la verja, la calzada se dividía a derecha e izquierda y posteriormente volvía a subdividirse en varios caminos más pequeños que conducían a las distintas casas.

Había catorce casas en total, construidas en mitad y alrededor de los bosques de la finca. Los residentes eran hombres y mujeres que precisaban de protección: desertores y sus familias, dobles agentes, correos que habían sido descubiertos… objetivos todos ellos de una bala asesina.

La casa de Jane se convirtió en su hogar y Víctor se alegró de que estuviera tan apartada dado que, por la noche, la Luftwaffe surcaba los cielos y los incendios de Londres se multiplicaban. Había comenzado la batalla de Inglaterra.

Y había comenzado también la operación Loch Torridon.

Durante varias semanas seguidas, Víctor permanecía ausente de la diminuta casa del condado de Oxford, lejos de Jane pero tranquilo por saberla a salvo. Teague había trasladado la central de Loch Torridon a los sótanos del MI6. El día y la noche carecían de significado esencial. Los hombres trabajaban a lo largo de las veinticuatro horas del día con los archivos, las emisoras de radio de onda corta y unos complicados aparatos que reproducían fielmente los documentos necesarios en los territorios ocupados: permisos de trabajo, autorizaciones de viaje, vistos buenos del Reichsministerium de Industria y Armamento. Otros hombres eran mandados llamar a los sótanos donde recibían instrucciones de los capitanes Fontine y Stone. Y eran enviados a Lakenheath y a otros lugares más lejanos.

Tal como ocurría en el caso de Víctor en un número cada vez mayor de ocasiones. En dichas ocasiones, éste comprendía que Alec Teague había estado en lo cierto: La seguridad de su esposa está directamente relacionada con su estado mental. Usted tiene su trabajo y yo tengo el mío.

A Jane no podrían alcanzarla los exaltados de Roma o de Jénope. Era lo único que le importaba. El tren de mercancías de Salónica se convirtió en un extraño y doloroso recuerdo. Y la guerra proseguía.

24 de agosto de 1940

AMBERES, BÉLGICA

(Despacho interceptado-duplicado-Comandante: Fuerzas de Ocupación, Amberes, al Reichsminister Speer, Armamentos).

¡La zona de mercancías de la estación de Amberes es un caos! Los trenes de suministros que cruzan el río Escalda llevan exceso de carga a causa del desorden que reina en los conocimientos de embarque, provocando grietas en toda la estructura del puente. Las claves de los horarios y señales se alteran sin que se dé adecuada cuenta de ello. ¡Desde unas oficinas dirigidas por personal alemán! Las represalias son ridículas. No hay responsabilidad extranjera. ¡Los trenes chocan circulando en direcciones contrarias sobre las mismas vías! ¡Los trenes de mercancías se detienen para cargar en apartaderos en los que no hay vías! ¡No se reciben los envíos! La situación es intolerable y debo insistir en que el Reichsministerium coordine más minuciosamente…

19 de septiembre de 1940

VERDUN-SUR-MEUSE, FRANCIA

(Extractos de una carta recibida por el segundo comandante en jefe legal del Gesetzbuch Besinzergreifung, de un tal coronel Grepschedit, Verdun-Meuse).

Se había acordado que prepararíamos normas específicas de ocupación para resolver las disputas entre nosotros y los conquistados que depusieran las armas. Estas normas fueron distribuidas. Ahora nos encontramos con otras normas adicionales —distribuidas también por su oficina— que contradicen secciones enteras de los anteriores códigos. ¡Discutimos constantemente incluso con aquellos que nos reciben de buen grado! Se dedican días enteros a las vistas. Nuestros propios oficiales reciben órdenes contradictorias de sus correos… todas con las firmas correspondientes y avaladas por sus sellos. Estamos a matar por cuestiones de escasa trascendencia. Nos estamos volviendo locos…

20 de marzo de 1941

BERLÍN, ALEMANIA

(Resumen de las actas de la reunión entre los estabilizadores de cuentas del Finanzministerium y los funcionarios del Reichsordnung. Archivo suprimido - duplicado).

La esencia de las interminables dificultades del departamento de Artillería debe atribuirse a los graves errores del Finazministerium en lo concerniente a la asignación de fondos. Se tarda varios meses en arreglar las cuentas, la cuantía de las nóminas se calcula erróneamente, los fondos se transfieren a depósitos de distribución equivocados… ¡a menudo a sectores geográficos equivocados! ¡Batallones enteros se han quedado sin paga por encontrarse los fondos en algún lugar de Yugoslavia en vez de Amsterdam!…

23 de junio de 1941

BREST-LITOVSK, FRENTE RUSO

(Despacho por correo del general Guderian a su comandante el general Bock, Cuartel general: Pripet, Polonia. Interceptación: Bialystok. No entregado).

…Al cabo de dos días de ofensiva nos encontramos a cuarenta y ocho horas de Minsk. ¡El Dnieper será cruzado en cuestión de semanas, el Don y Moscú no se hallarán muy lejos! La rapidez de nuestro asalto exige comunicaciones instantáneas, principalmente radiocomunicaciones pero se registran crecientes dificultades en nuestros equipos de radio. Especialmente en lo que los ingenieros me han indicado que se trata de la calibración de frecuencia. A no ser que se adopten extremadas medidas de precaución, las comunicaciones se transmiten por frecuencias indebidas que a menudo son frecuencias enemigas. Ello se debe a un problema de fabricación. Nuestra dificultad estriba en el hecho de que resulta imposible establecer qué equipo registra calibraciones erróneas. Yo mismo traté de establecer comunicación con Kleist en el flanco sur de Rundstedt y, en su lugar, me puse en contacto con nuestras fuerzas de la Lituania oriental…

2 de febrero de 1942

BERLÍN, ALEMANIA

(Extraído del archivo de correspondencia de Manfred Probst, funcionario, Reichsindustrie, de Hiru Kayanaka, agregado, embajada del Japón, Berlín).

Querido Reichsoffiziell Probst:

Puesto que ahora somos tanto compañeros de batalla como de espíritu, debemos esforzarnos ulteriormente por alcanzar la perfección que de nosotros esperan nuestros dirigentes.

Vayamos al tema que me ocupa, mi querido Reichsoffiziell. Tal como usted sabe, nuestros respectivos gobiernos han iniciado unos experimentos conjuntos de desarrollo del radar.

Trasladamos por avión —con grave peligro— a nuestros mejores científicos electrónicos a Berlín con el fin de que celebraran reuniones con los científicos de aquí. De eso hace seis semanas y, hasta la fecha, no se ha celebrado ninguna reunión. Me informan ahora de que nuestros mejores científicos fueron trasladados a Greifswald en el Mar Báltico por error. A ellos no les interesan los experimentos con cohetes sino los experimentos con radar, mi querido Reichsoffiziell. Por desgracia, ninguno de ellos habla su idioma de usted y los intérpretes que les asignaron se expresan muy dificultosamente en el nuestro.

Hace una hora me han comunicado que nuestros mejores científicos se encuentran de camino hacia Würzburg, donde se hallan instalados unos radiotransmisores. Mi querido Reichsoffiziell, nosotros no sabemos dónde está Würzburg. ¡Y a nuestros mejores científicos no les interesan los radiotransmisores sino solamente el radar!

¿Puede usted, por favor, localizar a nuestros mejores científicos? ¿Cuándo se iniciarán las reuniones relativas al radar? ¿Con qué propósito están viajando nuestros mejores científicos por toda Alemania?

25 de mayo de 1942

ST. VALERY-EN-CAUX, FRANCIA

(Informe redactado por el capitán Víctor Fontine que fue lanzado en paracaídas tras las líneas enemigas en el distrito de Héricourt. Regresó en un dragaminas, Isla de Wight).

…Los envíos de armamentos a lo largo de las regiones costeras son primordialmente de carácter ofensivo, prestándose en estos momentos muy poca atención a las armas de tipo defensivo. Los envíos se efectúan desde Essen, pasando por Dusseldorf y cruzando la frontera en dirección a Rubaix y finalmente a la costa francesa. La clave es el combustible. Hemos colocado a nuestra gente en los depósitos de gasolina. Se reciben constantes «instrucciones» del Reichsministerium de Industria en el sentido de desviar inmediatamente los envíos de combustible de Bruselas a Rotterdam desde donde partirán los trenes con destino al frente ruso. Según los últimos informes, había unos veintidós kilómetros de vehículos de armamento estándar bloqueando las carreteras entre Lovaina y Bruselas, todos ellos con los depósitos vacíos. Y, como es lógico, no se lleva a cabo ninguna acción de represalia. Calculamos que la labor seguirá siendo efectiva durante otros cuatro días a cuyo término Berlín se verá obligada a intervenir y nuestra gente será retirada. Los actuales ataques aéreos coordinados…

(Nota: Mando de Loch Torridon. Para archivo. Visto bueno, general de brigada Teague. Se concede permiso al capitán Víctor Fontine a su regreso de Wight. Recomendación aprobada por mayoría…).

Fontine se alejó de Londres a toda prisa por la carretera de Hampstead en dirección al condado de Oxford. ¡Pensaba que la sesión de información con Teague y Stone no iba a terminar jamás! ¡Dios mío! ¡Las repeticiones! Su coadministrador Stone se mostraba siempre furioso cuando él regresaba de uno de sus viajes tras las líneas alemanas. Era una labor para la que Stone había sido adiestrado, pero que ahora resultaba imposible para él. Su mano destrozada le excluía de tales incursiones razón por la cual Stone se dedicaba a descargar su cólera en Víctor. Sometía a éste a rápidos, severos y repetidos interrogatorios, buscando errores en todas y cada una de las fases de una misión. La compasión que el criptógrafo le había inspirado inicialmente a Víctor se había desvanecido a lo largo de los meses. ¿Meses? ¡Madre de Cristo, habían transcurrido casi dos años y medio!

Sin embargo, la táctica que esta noche había utilizado Stone para entretenerle había sido imperdonable. Los ataques de la Luftwaffe contra Inglaterra habían disminuido pero no habían cesado. En el caso de que hubieran empezado a sonar las sirenas de alarma aérea, tal vez le hubiera resultado imposible abandonar Londres en automóvil.

Y Jane estaba a punto de dar a luz. Los médicos habían dicho que sería cuestión de un par de semanas. De eso hacía una semana, cuando él había emprendido viaje aéreo en Lakenheath con destino a Francia y se había lanzado en paracaídas sobre los pastizales de Héricourt.

Llegó a las afueras de Aylesbury y miró su reloj acercando el brazo a la escasa luz del tablero de instrumentos. Eran las dos y veinte de la madrugada. Ambos solían reírse de eso; Víctor regresaba siempre junto a ella a horas ridículas.

Pero regresaba. Llegaría al recinto dentro de diez minutos.

A su espalda, en la distancia, pudo escuchar el gemido de las sirenas elevándose y descendiendo en quejumbrosas fugas. Ya no se experimentaba la sobrecogedora y repentina ansiedad que solía acompañar aquel terrible sonido. El sonido había adquirido una especie como de cansancio; la repetición había atenuado su terror.

Giró el volante del automóvil a la derecha; se encontraba ahora en la carretera secundaria que conducía a la finca del condado de Oxford. Otros tres o cuatro kilómetros y se encontraría junto a su esposa. Su pie pisó el acelerador. No había automóviles en la carretera en aquella hora; podía circular tranquilamente a gran velocidad.

Instintivamente, aguzó el oído para escuchar el lejano fragor de los bombardeos. Pero no escuchó ningún trueno lejano, sólo el incesante silbido de las sirenas. Súbitamente, empezaron a escucharse unos sonidos donde no hubieran debido escucharse. Víctor contuvo el aliento comprendiendo instantáneamente que había vuelto a apoderarse de él la ya olvidada inquietud. Se preguntó por un momento si su agotamiento no le estaría gastando alguna broma…

¡No era una broma! ¡No era una broma en absoluto! Los sonidos se escuchaban por encima de su cabeza y eran inconfundibles. Los había escuchado con harta frecuencia tanto sobre Londres como al otro lado del canal en numerosos lugares distintos a los que se había trasladado clandestinamente.

Aparatos Heinkel. Bombarderos bimotores alemanes de largo alcance. Habían pasado de largo sobre Londres. Y, si habían pasado de largo sobre Londres, lo más probable era que los Heinkels siguieran hacia el noroeste en dirección al distrito de Birmingham y las fábricas de municiones.

¡Dios mío! Los aparatos estaban perdiendo altura. Estaban descendiendo en rápido picado.

¡Directamente por encima de él!

¡Frente a él!

¡Una incursión de bombardeo! ¡Un ataque aéreo en la campiña del condado de Oxford! Pero ¿qué demonios…?

¡Jesús! ¡Jesucristo!

¡El recinto!

El único lugar de Inglaterra sin paralelo en cuanto a la seguridad. ¡Desde tierra pero no desde el aire!

¡Se había ordenado un ataque aéreo de baja altura contra el recinto!

Fontine pisó el acelerador hasta el fondo, temblando y respirando afanosamente con los ojos clavados en la carretera que tenía por delante.

Los cielos estallaron. Los silbidos de los aparatos descendiendo en picado se mezclaron con los truenos provocados por el hombre: detonación tras detonación. Inmensos destellos de blanco y azul —mellados, informes, horribles— llenaron los espacios abiertos por encima y entre los bosques del condado de Oxford.

Víctor llegó a la verja del recinto y los neumáticos del automóvil chirriaron al efectuar éste un viraje. La verja estaba abierta.

Evacuación.

Pisó el pedal hasta el fondo y avanzó a toda prisa por la larga y recta calzada. Más allá, podían verse incendios por todas partes, explosiones por todas partes, gente que corría aterrorizada… por todas partes.

El edificio principal había sido alcanzado de lleno. Toda la fachada izquierda había quedado destruida; el tejado se estaba viniendo abajo en todo su informe esplendor y los ladrillos y piedras caían al suelo en cascada. El humo se elevaba y extendía en negros y grises remolinos… los incendios de más allá subían en chorros mellados, amarillos, aterradores.

Un estruendo ensordecedor; el automóvil experimentó una sacudida, la tierra se levantó, se rompieron las ventanas arrojando trozos de cristal… por todas partes. Fontine advirtió que la sangre le bajaba por el rostro, pero podía ver y eso era lo único que importaba.

La bomba había estallado a menos de cincuenta metros a su derecha. Al resplandor del fuego pudo ver la tierra destripada del césped. Giró con el automóvil a la derecha bordeando el cráter y cruzando sobre la hierba en dirección al camino sin asfaltar que conducía a su casa. Las bombas no suelen atacar dos veces el mismo blanco cero, pensó.

El camino estaba bloqueado; los árboles habían caído y el fuego los estaba consumiendo… por todas partes.

Descendió del automóvil y atravesó las barreras de llamas. Vio la casa. Un enorme roble había sido arrancado del suelo y su grueso tronco se había desplomado sobre el tejado de tejas.

—¡Jane! ¡Jane!

¡Dios de odio, no me hagas eso! ¡No me vuelvas a hacer eso!

Se lanzó contra la puerta arrancándola de sus goznes. Dentro reinaba una destrucción total: mesas, lámparas, sillas aparecían diseminadas por todas partes, volcadas, rotas en mil pedazos. Había fuego… en el sofá, en el boquete del techo donde había golpeado el roble caído.

—¡Jane!

—Aquí…

Su voz procedía de la cocina. Víctor franqueó la estrecha puerta y, por un instante, sintió deseos de arrodillarse en actitud de súplica. Jane permanecía de pie asida al borde de la mesa de espaldas a él con el cuerpo tembloroso y moviendo la cabeza hacia arriba y hacia abajo. Se acercó corriendo y la sostuvo por los hombros acercando su rostro a su mejilla y percibiendo el espasmódico ritmo de sus ininterrumpidos movimientos.

—Cariño.

—Vittorio… —Jane experimentó una violenta y súbita contracción y emitió un jadeo entrecortado—. Sábanas, amor mío. Y mantas, creo. En realidad, no estoy segura…

—No hables —dijo Víctor sosteniéndola y viendo el dolor de su rostro en la oscuridad—. Te acompañaré a la clínica. Hay una clínica, un médico, enfermeras…

—¡No podemos llegar hasta allí! —gritó ella—. Haz lo que te digo. —Tosió en un espasmo de dolor—. Yo te enseñaré. Llévame.

Sobre el trasfondo de las incesantes detonaciones, Víctor pudo escuchar el ascenso de los aparatos a más elevadas altitudes. El ataque estaba tocando a su fin; los lejanos y furiosos silbidos de los Spitfires convergiendo hacia el mismo sector era una señal que a ningún piloto de la Luftwaffe le pasaba inadvertida.

Víctor hizo lo que su esposa le ordenaba sosteniéndola en brazos y reuniendo torpemente lo que ella le decía. Se abrió paso a través de la destrucción y las llamas que se estaban extendiendo y salió al exterior llevando en brazos a su esposa. Como un animal que buscara refugio, corrió a los bosques y encontró un escondrijo.

Estaban juntos. El frenesí de la muerte a varios cientos de metros no podía impedir el paso de la vida. Ayudó a su esposa a dar a luz dos hijos varones.

Habían nacido los hijos de Fontini-Cristi.

El humo se elevaba lentamente en espiral y las volutas de dignificado vapor muerto interrumpían los rayos del primer sol matinal. Había camillas por todas partes. Las mantas cubrían los rostros de los muertos; los vivos y semivivos miraban hacia arriba con las bocas abiertas, inmovilizados por el terror. Había ambulancias por todas partes. Y bombas contra incendios y vehículos de la policía.

Jane se encontraba en una ambulancia, en una unidad médica móvil, tal como la llamaban. Los hijos estaban con la madre.

El médico emergió de la extensión de lona del extraño vehículo y cruzó la breve distancia sobre el césped en dirección a Víctor. El rostro del médico aparecía macilento; había conseguido escapar a la muerte, pero vivía entre los moribundos.

—Lo ha pasado muy mal, Fontine. Ya le había dicho que así ocurriría en circunstancias normales…

—¿Se repondrá? —preguntó Víctor.

—Sí, se repondrá. Pero necesitará un largo, largo descanso. Ya le dije hace varios meses que sospechaba un parto múltiple. En cierto modo, resulta sorprendente que haya salido con bien.

—Jamás me lo había dicho —comentó Fontine mirando al hombre.

—No creía que lo hiciera. Está llevando usted a cabo una labor muy delicada. No puede tener demasiadas cosas en la cabeza.

—¿Puedo verla?

—De momento, no. Está dormida. Los niños descansan. Déjela.

El médico apoyó suavemente la mano en su brazo apartándole de la ambulancia y acompañándole hacia lo que quedaba en pie del edificio principal. Se acercó un oficial con el propósito de hablar en privado con Víctor.

—Hemos encontrado lo que buscábamos. Sabíamos que tenía que ser aquí o muy cerca. El ataque ha sido demasiado preciso. Ni siquiera los instrumentos alemanes hubieran podido conseguirlo y el pilotaje nocturno no funcionó; lo comprobamos. No hubo indicaciones ni bengalas.

—¿Hacia dónde vamos? ¿De qué está usted hablando?

Víctor había estado oyendo hablar al oficial pero las palabras se le habían escapado.

—…un transmisor de alto arco.

Las palabras seguían sin penetrar.

—Perdón. ¿Qué ha dicho usted?

—He dicho que la habitación estaba todavía en pie. Se encuentra en la parte de atrás del ala derecha. El bastardo manejaba un simple transmisor de alto arco.

—¿Un transmisor?

—Sí. De este modo pudieron los alemanes llevar a cabo un ataque de gran precisión. Les guiaron por onda dirigida. Los del MI-Cinco y Seis no han puesto reparos a que se lo mostrara a usted. En realidad, hasta creo que les ha gustado. Temen que, con toda la confusión que reina aquí, alguien desbarate las cosas. Usted sin duda podrá confirmar que nosotros no hemos hecho tal cosa.

Se abrieron paso entre los escombros y los montones intermitentes de humeantes ruinas hasta el ala derecha del vasto edificio. El comandante abrió la puerta y ambos giraron a la derecha avanzando por un pasillo que parecía haber sido subdividido recientemente como para albergar despachos.

—Una onda dirigida hubiera podido conducir a una escuadrilla hasta la zona —dijo Fontine caminando al lado del oficial—. Pero sólo hasta la zona, no hasta el blanco. Se trataba de bombarderos. Yo me encontraba en la carretera y les vi descender hasta el nivel más bajo. Hubiera hecho falta un equipo mucho más sofisticado que un simple transmisor de alto arco…

—Al decir que no había indicaciones ni bengalas —le interrumpió el comandante—, me refería al sector; entre los puntos A, B y C. Una vez sobre la zona, el muy bastardo se limitó a abrir la ventana y a encender fuegos artificiales. Fue entonces cuando utilizó las bengalas. Toda una caja entera, a juzgar por lo que hemos encontrado en el suelo.

Al fondo del pasillo había una puerta vigilada por dos guardias uniformados. El oficial la abrió y entró; Víctor le siguió.

La estancia aparecía inmaculada, como si no formara milagrosamente parte de los estragos que la rodeaban. Sobre una mesa adosada a la pared se podía ver una cartera de documentos abierta de la que sobresalía una antena circular conectada a un equipo de radio que había debajo en la misma cartera.

El oficial señaló hacia la izquierda, hacia la cama que no resultaba visible desde la puerta.

Fontine se quedó congelado. Sus ojos se clavaron en el espectáculo que ahora se le ofrecía.

Sobre la cama podía verse el cadáver de un hombre con la parte posterior de los sesos levantada y una pistola en la mano derecha. Su mano izquierda asía un gran crucifijo.

El hombre iba enfundado en los negros ropajes de un sacerdote.

—Una cosa extrañísima —dijo el comandante—. En sus documentos se afirma que pertenecía a una fraternidad monástica griega. La orden de Jénope.