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PASILLO AÉREO, MUNICH OESTE

El trimotor Fokker se hallaba estacionado mientras los equipos de mantenimiento revisaban los motores y un camión de combustible llenaba los depósitos. Se encontraban en Munich; había despegado de Varsovia a primeras horas de la mañana con una escala en Praga. La mayoría de los pasajeros habían desembarcado en Munich.

Müllheim sería la próxima escala, el término de su viaje. Víctor permanecía nerviosamente sentado junto a un Lübok aparentemente tranquilo en el silencioso interior del aparato. No había más que otro pasajero: un avejentado cabo que se dirigía a Stuttgart de permiso.

—Preferiría que hubiera más pasajeros —murmuró Lübok—. Siendo tan pocos, es posible que el piloto insista en que todo el mundo permanezca a bordo en Müllheim. Podría repostar rápidamente y despegar en seguida. Conduce a la mayoría de sus pasajeros a Stuttgart.

Fue interrumpido por el rumor de unas fuertes pisadas en la escalerilla metálica de acceso al aparato. Las pisadas iban acompañadas de roncas carcajadas cuya intensidad fue en aumento al acercarse los nuevos pasajeros a la portezuela del avión. Lübok miró a Fontine y esbozó una sonrisa de alivio. Volvió a concentrarse en el periódico que le había facilitado el subalterno y se reclinó en el asiento. Víctor se volvió y pudo ver al contingente de Munich.

Había tres oficiales de la Wehrmacht y una mujer. Estaban todos borrachos. La muchacha iba enfundada en un abrigo de color claro. Dos oficiales de la Wehrmacht la empujaron a través de la estrecha portezuela y el tercero la empujó hacia un asiento. Ella no protestó. En su lugar, se echó a reír e hizo unas graciosas muecas. Era un juguete que participaba voluntario en los juegos.

Debía de tener cerca de treinta años y su aspecto era agradable, pero no atractivo. En su rostro se observaba una inquietud y una intensidad que le conferían una expresión en cierto modo cansada. Su cabello castaño claro alborotado por el viento era excesivamente grueso y no se movía libremente. El maquillaje de los ojos era demasiado pronunciado, el carmín de labios demasiado rojo y el colorete demasiado llamativo.

—¿Qué está usted mirando?

La pregunta la gritaron sobre el trasfondo del rugido de los motores ya puestos en marcha. El que hablaba era el tercer oficial de la Wehrmacht, un musculoso individuo de treinta y tantos años y ancho tórax. Éste había dejado atrás a sus dos compañeros y se estaba dirigiendo a Víctor.

—Perdone —dijo Fontine esbozando una leve sonrisa—. No tenía intención de molestar.

El oficial contrajo los ojos; se trataba, sin duda, de un sujeto pendenciero.

—Tenemos a un finolis. ¡Escuchad lo que dice el bragas de encaje!

—No quería molestar.

El oficial miró a sus compañeros. Uno de ellos había sentado a la muchacha sobre sus rodillas y el otro se encontraba de pie en el pasillo.

—¡El bragas de encaje no quería molestar! ¿No os parece bonito?

Los otros dos oficiales se echaron a reír en tono burlón. La muchacha se rió también, un poco histéricamente, pensó Víctor. Éste dirigió la mirada hacia adelante en la esperanza de que el pelmazo de la Wehrmacht se alejara.

Pero, en su lugar, una poderosa mano se extendió por encima del respaldo del asiento y agarró a Víctor por la solapa.

—No es suficiente —dijo el oficial mirando a Lübok—. Váyanse los dos más adelante.

Los ojos de Lübok se cruzaron con los de Víctor. El mensaje resultó muy claro: hacer lo que ordenaba aquel hombre.

—No faltaba más.

Fontine y Lübok se levantaron y avanzaron rápidamente por el pasillo. Ninguno de los dos habló. Fontine pudo escuchar cómo se descorchaban unas botellas. Se había iniciado la fiesta de la Wehrmacht.

El Fokker adquirió velocidad sobre la pista y despegó. Lübok se había acomodado en el asiento del pasillo dejándole a Víctor el de la ventana. Éste mantenía los ojos fijos en el cielo en un intento de encerrarse en su propio caparazón y de crear un vacío que le hiciera más corto el viaje hasta Müllheim. Por muy corto que éste resultara, jamás sería suficiente.

No obstante, el vacío no se producía. En su lugar, Víctor no hacía más que pensar involuntariamente en el monje de Jénope del túnel subterráneo del Casimir.

Viaja usted con Lübok. Lübok. Trabaja por cuenta de Roma.

Nosotros no somos sus enemigos. Por la misericordia de Dios, devuélvanos los documentos.

Salónica. Jamás estaba lejos. El cofre de Constantina era capaz de dividir violentamente a unos hombres que luchaban contra un enemigo común.

Escuchó unas carcajadas procedentes del fondo del interior del aparato y después se oyó una voz que murmuró suplicante a su espalda:

—¡No! No se vuelvan, ¡por favor! —Era el auxiliar de a bordo cuya voz resultaba apenas audible a través del espacio que mediaba entre los dos asientos—. No se levanten. Son Kommandos. Se están desahogando un poco, no se preocupen ustedes. ¡Simulen no darse cuenta!

—¿Kommandos? —preguntó Lübok en voz baja—. ¿En Munich? Están estacionados al norte, en las zonas bálticas.

—Ésos no. Ésos operan al otro lado de las montañas, en los sectores italianos. Escuadrones de ejecución. Hay muchos…

Las palabras produjeron el mismo impacto que un silencioso rayo. Víctor respiró hondo; los músculos de su estómago se endurecieron hasta casi convertirse en una pared de piedra.

…escuadrones de ejecución…

Asió los brazos de su asiento y arqueó la espalda. Después, comprimió la espalda contra el respaldo y estiró el cuello mirando hacia la parte de atrás del interior del aparato por encima del borde metálico del apoyacabezas. No podía dar crédito a lo que estaba viendo.

La muchacha se hallaba tendida en el suelo con el abrigo abierto. Estaba desnuda a excepción de algún que otro jirón de ropa interior, mantenía las piernas separadas y movía las nalgas. Un oficial de la Wehrmacht con los pantalones y calzoncillos bajados hasta las rodillas, se había echado encima suyo empujándola con el miembro. Arrodillado por encima de la cabeza de la muchacha podía verse a un segundo oficial de la Wehrmacht sin pantalones y con el miembro sobresaliéndole de la abertura de los calzoncillos. El oficial agarró a la muchacha por el cabello y le acercó el miembro al rostro; ella abrió la boca y lo aceptó, gimiendo y atragantándose. El tercer oficial de la Wehrmacht se encontraba sentado sobre el brazo de un asiento, inclinado sobre aquella escena de violación. Estaba respirando afanosamente con los labios entreabiertos, con la mano izquierda extendida, acariciando el pecho desnudo de la muchacha al mismo ritmo que los movimientos masturbatorios de su mano derecha.

¡Animali! —gritó Fontine levantándose del asiento, librándose de los dedos de Lübok que le asían la muñeca y abalanzándose hacia ellos.

Los de la Wehrmacht se lo quedaron mirando sorprendidos y totalmente desconcertados. El oficial sentado sobre el brazo del asiento se había quedado boquiabierto. Víctor le agarró por el cabello y le golpeó la cabeza contra el reborde de acero del respaldo. Se escuchó como un crujido y un chorro de sangre salpicó el rostro del oficial de la Wehrmacht que se hallaba tendido entre las piernas separadas de la muchacha. El oficial se subió los calzoncillos y pantalones y cayó encima de la muchacha extendiendo las manos para sostenerse. Dio una vuelta y aplastó a la muchacha en el estrecho pasillo. Fontine levantó el tacón de su bota derecha y lo clavó en la suave garganta del de la Wehrmacht. El golpe fue pulverizador; las venas del cuello del alemán se hincharon convirtiéndose en unos abultados tubos negro-azulados bajo la piel. Los ojos giraron en las órbitas convertidos en una especie de blanca y horrible gelatina.

Los gritos de la muchacha tendida en el suelo se mezclaban ahora con los aullidos de dolor del tercer oficial que había saltado levantándose del suelo del Fokker en dirección a la parte de atrás del aparato. Su ropa interior aparecía manchada de sangre.

Fontine se abalanzó hacia él; el alemán retrocedió histéricamente. Había introducido la ensangrentada y temblorosa mano bajo la chaqueta; Víctor sabía lo que andaba buscando: la navaja de doce centímetros de Kommando que llevaba ajustada con correas bajo la axila en contacto con la piel. El de la Wehrmacht sacó la navaja —corta y afilada— y la lanzó hacia adelante en sentido diagonal. Fontine, que estaba agachado, se levantó dispuesto a saltar.

Súbitamente, Víctor percibió un brazo alrededor de su cuello. Empujó hacia atrás con los codos pero no pudo librarse de aquella presa.

Le echaron el cuello hacia atrás y un largo cuchillo atravesó el aire clavándose profundamente en el pecho del alemán que murió antes de que su cuerpo se desplomara sobre el suelo del aparato.

Bruscamente, Fontine advirtió que le soltaban el cuello. Lübok le cruzó el rostro con un poderoso bofetón que se le hundió en la carne.

—¡Basta! ¡Es suficiente! ¡No pienso morir por usted!

Perplejo, Víctor miró a su alrededor. Las gargantas de los otros dos oficiales de la Wehrmacht habían sido cortadas. La muchacha se había alejado a gatas, vomitando y llorando entre dos asientos. El auxiliar de vuelo yacía tendido en el pasillo… muerto o tal vez inconsciente, no había modo de saberlo.

Y el viejo cabo que hacía unos minutos no había querido ver nada —por miedo— se encontraba ahora de pie junto a la puerta de la cabina del piloto con una pistola en la mano.

La muchacha se levantó súbitamente y empezó a gritar.

—¡Nos van a matar! ¡Oh, Dios mío! ¿Por qué lo ha hecho?

Sorprendido, Fontine miró a la muchacha y habló muy despacio con el poco aliento que le quedaba:

—¿Usted? ¿Usted me lo pregunta?

—¡Sí! ¡Oh, Dios mío! —repitió la muchacha cubriéndose lo mejor que pudo con el sucio abrigo—. Me van a matar. ¡No quiero morir!

—Tampoco querrá usted vivir así.

Ella le devolvió la mirada como enloquecida, con la cabeza temblorosa.

—Me sacaron de los campos —murmuró—. Yo lo comprendí. Me daban drogas cuando las necesitaba, cuando las quería. —Se arremangó la desgarrada manga derecha. Podían verse numerosas señales de aguja desde la muñeca hasta la parte superior del brazo—. Pero yo lo comprendí. ¡Y viví!

—¡Basta! —rugió Víctor acercándose a la muchacha y levantando la mano—. Que usted viva o muera me da lo mismo. ¡No lo he hecho por usted!

—Lo hecho, hecho está, capitán —dijo Lübok rápidamente al tiempo que le rozaba el brazo—. ¡Déjelo ya! Ya ha tenido usted un enfrentamiento, no puede haber otro. ¿Me comprende?

Fontine se percató de la fuerza de la mirada de Lübok. Respirando afanosamente, Víctor señaló, sorprendido, al cabo cuarentón que permanecía de pie en silencio junto a la puerta de la cabina con el arma en la mano.

—Es uno de los suyos, ¿verdad?

—No —repuso Lübok—. Es un alemán que tiene conciencia. No sabe quiénes ni qué somos. En Müllheim estará inconsciente, será un inocente espectador que podrá decirles lo que quiera. Me imagino que no dirá nada. Quédese con la chica.

Lübok empezó a actuar. Regresó junto a los cadáveres de los oficiales de la Wehrmacht y les quitó todos los documentos de identificación y las armas. En la chaqueta de uno de ellos encontró un equipo hipodérmico y seis ampollas de narcóticos. Se lo entregó todo a la muchacha que se encontraba acomodada junto a una ventanilla, al lado de Víctor. Ella lo aceptó agradecida y, sin mirar a Víctor, rompió una ampolla, llenó la jeringa y se introdujo la aguja en el brazo izquierdo.

Después volvió a cerrarlo todo y se lo guardó en el bolsillo del ensangrentado abrigo. Se reclinó en el asiento y respiró hondo.

—¿Se siente mejor? —le preguntó Fontine.

Ella se volvió a mirarle. Sus ojos estaban ahora más tranquilos y no podía percibirse en ellos más que una leve expresión de desprecio.

—Usted no lo entiende, capitán. Yo no siento. Los sentimientos no existen. Una se limita a seguir viviendo.

—¿Qué va usted a hacer?

La muchacha apartó los ojos y volvió a mirar a través de la ventanilla. Después contestó despacio, como si estuviera soñando… como si hubiera perdido el contacto.

—Vivir, si puedo. No depende de mí. Depende de usted.

En el pasillo, el auxiliar de vuelo empezó a moverse. Sacudió la cabeza y se puso de rodillas. Antes de que pudiera ver nada, Lübok se plantó frente a él apuntándole a la cabeza con el arma.

—Si quiere usted seguir viviendo, tendrá que hacer en Müllheim exactamente lo que yo le diga.

Los ojos del soldado denotaban obediencia.

—¿Y la chica? —murmuró Fontine levantándose.

—La chica, ¿qué? —replicó Lübok.

—Me gustaría que nos la lleváramos con nosotros.

El checo se alisó el cabello con la mano en gesto exasperado.

—¡Ay, Dios mío! No tenemos más remedio que hacer eso o matarla. Me identificaría a cambio de una gota de morfina. —Miró a la muchacha—. Dígale que se limpie. Hay una gabardina en la parte de atrás. Se la puede poner.

—Gracias —dijo Víctor.

—No me las dé —replicó Lübok—. La mataría en un segundo si pensara que tal cosa iba a ser una solución mejor. Pero puede sernos útil. Ha estado con una unidad de Kommando donde nosotros no creíamos que existiera ninguna.

Los combatientes de la resistencia recibieron al automóvil en una carretera secundaria situada al sur de Lorräch, cerca de la frontera franco-suiza. A Víctor le facilitaron ropa limpia, pero vieja, con el objeto de que sustituyera con ella el uniforme alemán. Cruzaron el Rhin al anochecer. La muchacha fue conducida a un campamento de la resistencia ubicado en las colinas; estaba demasiado drogada y trastornada para efectuar el viaje al sur hacia Montbéliard.

El auxiliar de vuelo fue simplemente conducido lejos. Fontine celebró un consejo. Ya había habido otro cabo de otro ejército en un muelle de Celle Ligure.

—Ahora le dejo —dijo Lübok acercándose a él junto a la orilla del río.

El checo le tendió la mano. Fontine se sorprendió. Según los planes, Lübok hubiera tenido que acompañarle hasta Montbéliard; tal vez Londres tuviera otras instrucciones para él. Víctor estrechó la mano de Lübok, protestando.

—¿Por qué? Yo pensaba…

—Lo sé. Pero las cosas cambian. Han surgido problemas en Wiesbaden.

Víctor sostuvo la mano derecha del checo con la derecha suya, cubriéndola con la izquierda.

—Es difícil saber lo que hay que decir. Le debo a usted la vida.

—Usted hubiera hecho lo mismo que yo hice. Jamás lo he dudado.

—Es usted tan generoso como valiente.

—Aquel monje griego dijo que yo era un degenerado capaz de someter a chantaje a medio Berlín.

—¿Sería usted capaz?

—Probablemente —repuso Lübok con rapidez mirando al francés que le estaba haciendo señas de que se dirigiera a la barca. Contestó a éste asintiendo con la cabeza. Después se volvió de nuevo hacia Víctor y le dijo suavemente al tiempo que retiraba la mano—: Óigame. Aquel monje le dijo a usted algo más. Que yo trabajaba por cuenta de Roma. Usted dijo que no sabía lo que significaba eso.

—Y no lo sé con exactitud. Pero no estoy ciego; tiene que ver con el tren de Salónica.

—Tiene que ver completamente con él.

—Entonces, ¿trabaja usted por cuenta de Roma? ¿De la Iglesia?

—La Iglesia no es su enemiga. Créalo.

—La Orden de Jénope afirma que no es mi enemiga. Sin embargo, no cabe duda de que tengo un enemigo. No ha contestado usted a mi pregunta. ¿Trabaja por cuenta de Roma?

—Sí. Pero no de la manera en que usted piensa.

—¡Lübok! —Víctor asió al checo de mediana edad por los hombros—. ¡Yo no pienso nada! ¡Yo no nada! ¿Acaso no lo comprende?

Lübok miró fijamente a Víctor; a la escasa luz nocturna, sus ojos miraban inquisitivamente.

—Le creo. Le di una docena de oportunidades; no aprovechó usted ninguna.

—¿Oportunidades? ¿Qué oportunidades?

El francés de la barca estaba volviendo a llamar, esta vez con más apremio.

—¡Tú, pavo real! Larguémonos de aquí.

—Ahora mismo —contestó Lübok sin apartar la mirada de Fontine—. Por última vez. Hay hombres, en ambos bandos, que creen que esta guerra carece de importancia comparada con la información de la que le suponen poseedor. En cierto modo, estoy de acuerdo con ellos. Pero usted no posee dicha información, jamás la ha poseído. Y esta guerra debe combatirse. Y ganarse. En realidad, su padre de usted fue más prudente que todos ellos.

—¿Savarone? ¿Qué quiere usted…?

—Ya me voy —dijo Lübok levantando las manos con fuerza pero sin hostilidad para apartar los brazos de Víctor—. Por estas razones he hecho lo que hice. Muy pronto lo sabrá. Aquel monje del Casimir estaba en lo cierto: hay monstruos. Él era uno de ellos. Hay otros. Pero no censure a las Iglesias; son inocentes. Albergan a algunos fanáticos, pero son inocentes.

—¡Pavo real! ¡No te entretengas!

—¡Ya voy! —dijo Lübok gritando en susurros—. Adiós, Fontine. Si por un momento hubiera creído que no era usted lo que decía ser, hubiera tratado por todos los medios de sacarle la información. O le hubiera matado. Pero usted es lo que es, se encuentra atrapado en medio. Ahora le dejarán en paz. Durante algún tiempo.

El checo acarició suave y fugazmente el rostro de Víctor y después corrió hacia la barca.

Las luces azules se encendieron por encima del campo de aviación de Montbéliard exactamente a las doce y cinco minutos de la noche. Inmediatamente se iluminaron dos hileras de luces; una vez señalada la pista, el aparato empezó a describir círculos disponiéndose a aterrizar.

Fontine cruzó corriendo el campo de aviación portando una cartera de documentos. Para cuando llegó junto al aparato en movimiento, ya se había abierto una escotilla; dos hombres se encontraban de pie a ambos lados de la misma extendiendo los brazos. Víctor lanzó la cartera de documentos al interior del aparato y se puso de puntillas rozando el brazo extendido a su derecha. Siguió corriendo, saltó y fue izado a través de la abertura. Permaneció tendido boca abajo sobre el suelo del aparato. Se cerró la escotilla, se gritó una orden al piloto y los motores empezaron a rugir. El aparato experimentó una sacudida hacia adelante, se elevó inmediatamente la cola del fuselaje y, segundos más tarde, ya se encontraban en el aire.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó una angustiada voz en la oscuridad—. ¡Es usted!

Víctor ladeó la cabeza hacia la izquierda, en dirección a la confusa figura que con tanta alarma se había expresado. Los primeros rayos de luna penetraron por las ventanillas del área abierta del piloto. Los ojos de Fontine se posaron en la mano derecha del hombre. La mano aparecía enfundada en un guante negro.

—¿Stone? ¿Qué hace usted aquí?

Pero Geoffrey Stone se mostraba incapaz de contestar. La luz de la luna se hizo más intensa e iluminó la concha vacía del fuselaje del aparato. Stone permanecía inmóvil con los ojos muy abiertos y los labios separados.

—¡Stone! ¿Es usted?

—¡Jesús bendito! Nos han engañado. ¡Lo han hecho!

—¿De qué está usted hablando?

El inglés siguió hablando como ensimismado.

—Nos dijeron que le habían matado. Que le habían capturado y ejecutado en el Casimir. Nos dijeron que sólo había conseguido escapar un hombre. Con sus documentos…

—¿Quién?

—El correo Lübok.

Víctor se puso trabajosamente de pie asiéndose a una barra de metal que sobresalía de la pared del oscilante aparato. Las piezas geométricas estaban encajando.

—¿De dónde ha sacado usted esta información?

—Nos la transmitieron esta mañana.

—¿Quién? ¿Quién la recogió? ¿Quién la transmitió?

—La embajada griega —repuso Stone casi en un susurro.

Fontine se dejó caer sobre el pavimento del avión. Lübok había pronunciado unas palabras.

Le di una docena de oportunidades; no aprovechó usted ninguna. Hay hombres que piensan que esta guerra carece de importancia… Por estas razones he hecho lo que hice. Pronto lo sabrá… Ahora le dejarán en paz… Durante algún tiempo.

Lübok había realizado su jugada. Había comprobado las condiciones de un campo de aviación en Varsovia antes de que amaneciera y había transmitido un mensaje falso a Londres.

No hacía falta mucha imaginación para comprender el resultado del mensaje.

—Estamos inmovilizados. Hemos sido descubiertos y nos han sacado. Ahora nos vigilamos todos unos a otros pero nadie puede llevar a cabo una acción ni tampoco confesar qué es lo que andamos buscando. No podemos permitirnos este lujo. —Brevourt hablaba de pie junto a la ventana emplomada que daba al patio de Operaciones Extranjeras—. Jaque mate.

Al otro lado de la estancia, de pie junto a la alargada mesa de conferencias, se encontraba un enfurecido Alec Teague. Estaban solos.

—Me importa un bledo. ¡Lo que ahora me preocupa es su descarada manipulación del Espionaje Militar! Ha puesto en peligro a toda una red. ¡Es posible que la operación Loch Torridon haya resultado dañada!

—Organice otra estrategia —dijo Brevourt con aire ausente mirando a través de la ventana—. Ése es su trabajo, ¿no?

—¡Maldita sea!

—Por el amor de Dios, Teague, ¡ya basta! —dijo Brevourt apartándose de la ventana—. ¿Ha creído usted acaso por un solo minuto que yo era la autoridad máxima?

—¡Creo que ha puesto usted en un compromiso a esta autoridad! ¡Hubieran debido consultar conmigo!

Brevourt fue a contestar, pero lo pensó mejor. Asintió con la cabeza y cruzó lentamente la estancia, situándose frente a Teague al otro lado de la mesa.

—Es posible que tenga usted razón, general. Dígame, puesto que es un experto. ¿Cuál ha sido nuestro error?

—Lübok —repuso el general de brigada fríamente—. Le hizo desaparecer a usted. Tomó el dinero, se volvió hacia Roma y adoptó una decisión. No era un hombre idóneo.

—Era de los suyos. Pertenecía a sus archivos.

—Pero no era adecuado para esta labor. Usted se entremetió.

—Puede desplazarse a cualquier lugar de Europa —prosiguió diciendo Brevourt casi en tono quejumbroso, como si Teague no le hubiera interrumpido—. Es intocable. Si Fontini-Cristi hubiera escapado, Lübok le hubiera podido seguir a cualquier parte. Incluso a Suiza.

—Era eso lo que usted esperaba, ¿verdad?

—Francamente, sí. Usted es un vendedor demasiado bueno, general. Yo creía en usted. Pensaba que Loch Torridon era obra de Fontini-Cristi. Todo parecía muy lógico. El italiano regresa bajo un perfecto disfraz para realizar sus propias negociaciones.

Brevourt se dejó caer cansinamente sobre una silla entrelazando las manos sobre la mesa.

—¿No se le ocurrió pensar que, en tal caso, hubiera acudido a nosotros? ¿A usted?

—No. Nosotros no podíamos devolverle ni sus tierras ni sus fábricas.

—No le conoce usted —dijo Teague con determinación—. Jamás se tomó la molestia de intentar conocerle. Y ése fue el primer error que cometió.

—Sí, en efecto. He vivido casi toda mi vida con embusteros. En los pasillos de la mentira. La simple verdad es escurridiza. —Brevourt miró súbitamente al funcionario de los servicios de espionaje. Su rostro resultaba patético y su pálida y tensa piel, junto con las ojeras de sus ojos, constituía una clara muestra de su agotamiento—. Usted no se lo creyó, ¿verdad? No creyó que hubiera muerto.

—No.

—Sin embargo, yo no podía correr ningún riesgo, ¿comprende? Acepté lo que usted me dijo, que los alemanes no le ejecutarían, que le seguirían, averiguarían quién era y le utilizarían. Sin embargo, en el informe se decía otra cosa. Por consiguiente, si había muerto, ello significaba que los fanáticos de Roma o de Jénope le habían matado. Cosa que no hubieran hecho a no ser, a no ser, que hubieran averiguado su secreto.

—En cuyo caso, el cofre estaría en poder de ellos. No en el de usted. No en el de Inglaterra. En realidad, jamás lo tuvo usted en su poder.

El embajador apartó la mirada de Teague y se reclinó en su asiento cerrando los ojos.

—Tampoco podía permitirse que cayera en manos de unos exaltados. Ahora no sería posible. Sabemos quién es el exaltado de Roma. Ahora el Vaticano vigilará a Donatti. El patriarcado suspenderá sus actividades; se nos han dado seguridades al respecto.

—Lo cual era el objetivo de Lübok, claro.

—¿De veras? —preguntó Brevourt abriendo los ojos.

—A mi juicio, sí. Lübok es judío.

Brevourt volvió la cabeza y miró a Teague.

—No habrá más interferencias, general. Siga con su guerra. La mía se encuentra en situación de tablas.

Anton Lübok cruzó la plaza de San Wenceslao de Praga y ascendió por la escalinata de la bombardeada catedral. En su interior, el sol de última hora de la tarde se filtraba a través de los enormes boquetes que habían abierto en la piedra las bombas de la Luftwaffe. Partes enteras de la pared izquierda habían sido destruidas. Unos primitivos andamios apuntalaban las paredes por todas partes.

Permaneció de pie en el pasillo más alejado de la derecha y miró su reloj. Ya era hora.

Un anciano sacerdote emergió de detrás del ábside encortinado y pasó frente a los confesionarios. Se detuvo brevemente al llegar al cuarto. Era la señal convenida para Lübok.

Éste avanzó cautelosamente por el pasillo mirando a la docena aproximada de fieles que había en el templo. Nadie le estaba prestando atención. Separó las cortinas y penetró en el confesionario. Se arrodilló ante el pequeño crucifijo bohemio mientras la parpadeante llama del cirio arrojaba sombras hacia las paredes recubiertas de colgaduras.

—Perdóneme, padre, porque he pecado —empezó a decir Lübok en voz baja—. He pecado en exceso. He deshonrado el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

—No se puede deshonrar al Hijo de Dios —fue la adecuada respuesta desde detrás de los cortinajes—. Uno sólo puede deshonrarse a sí mismo.

—Pero estamos hechos a la imagen de Dios. Tal como lo estaba Él.

—Una imagen pobre e imperfecta —fue la correcta respuesta.

Lübok respiró hondo una vez finalizado el ejercicio.

—¿Es usted Roma?

—Soy el conducto —dijo la voz con serena arrogancia.

—No pensaba que fuera usted la ciudad, maldito idiota.

—Estamos en la casa de Dios. Modere sus palabras.

—Y usted llena de oprobio esta casa —murmuró Lübok—. ¡La llenan de oprobio todos aquellos que trabajan por cuenta de Donatti!

—Silencio. ¡Somos el camino de Cristo!

—¡Ustedes son una basura! ¡Jesucristo les escupiría a la cara!

La respiración del otro lado de las cortinas estaba llena de controlado desprecio.

—Rezaré por su alma —dijo el sacerdote en tono forzado—. ¿Qué me dice de Fontini-Cristi?

—No tenía más propósito que la operación Loch Torridon. Sus suposiciones eran erróneas.

—¡Eso no es posible! —susurró el sacerdote con voz estridente—. ¡Tenía que tener otros objetivos! ¡Estamos completamente seguros!

—No se apartó de mi lado ni un instante desde que nos reunimos en Montbéliard. No hubo más contactos que aquellos de que ya teníamos conocimiento.

—¡No! ¡No lo creemos!

—Dentro de unos días, dará lo mismo lo que ustedes crean. Serán ustedes liquidados. Todos. Unos hombres buenos se encargarán de ello.

—¿Qué es lo que has hecho, judío?

La voz del otro lado de las cortinas era un susurro rebosante de aborrecimiento.

—Lo que había que hacer, sacerdote.

Lübok se levantó y se introdujo la mano izquierda en el bolsillo. Con la derecha apartó súbitamente las cortinas.

Apareció el sacerdote. Era corpulento y los negros ropajes le conferían una apariencia de inmensidad. Su rostro era el rostro de un hombre que odiaba inmensamente; sus ojos eran los ojos de un depredador.

Lübok se sacó un sobre del bolsillo y lo depositó en el reclinatorio que había frente al sorprendido sacerdote.

—Aquí tiene su dinero. Devuélvaselo a Donatti. Quería ver cómo era usted.

El sacerdote contestó muy despacio.

—Será mejor que sepa el resto. Me llamo Gaetamo. Enrici Gaetamo. Y volveré por usted.

—Lo dudo —replicó Lübok.

—No lo dude —dijo Enrici Gaetamo.

Lübok permaneció de pie unos instantes mirando al sacerdote. Cuando los ojos de ambos se encontraron, el rubio checo se humedeció los dedos de la mano derecha y apagó la llama del cirio. Todo quedó a oscuras. Lübok separó las cortinas y abandonó el confesionario.