MONTBÉLIARD
El aparato inició su giro de noventa grados. Volaban a 9000 metros de altura, la noche era clara y el viento soplaba con tanta fuerza frente a la escotilla abierta que Fontine pensó que iba a ser aspirado hacia afuera antes de que se apagara la luz roja de arriba y fuera sustituida por la súbita luz blanca que sería la señal para que se lanzara. Agarraba los asideros de ambos lados de la escotilla y estaba dispuesto; las gruesas botas pisaban con fuerza el suelo de acero del bombardero Haviland; estaba esperando para saltar.
Pensó en Jane. Al principio, ésta se había opuesto firmemente a que la confinaran. Se tenía bien ganado su puesto en el Ministerio del Aire y, en cuestión de horas, la habían privado de todas aquellas semanas y todos aquellos meses de «trabajo duro y agotador». Pero entonces se detuvo bruscamente al ver —a Víctor no le cupo la menor duda— el dolor de sus ojos. Deseaba su regreso. Si el aislamiento en el campo iba a contribuir a su regreso, accedería a ello.
Fontine pensó también en Teague; en parte, en lo que éste había dicho pero, sobre todo, en lo que no había dicho. El MI6 estaba sobre la pista del verdugo alemán, del monstruo del mechón de cabello blanco que había observado fríamente todo el horror de Campo di Fiori. El servicio le creía un destacado miembro del Geheimdienst Korps, la policía secreta de Himmler, un hombre que permanecía en la sombra sin pensar jamás en la posibilidad de que pudiera ser identificado. Tal vez alguien que había prestado servicio en el consulado alemán de Atenas.
«Le creía». «Tal vez». Palabras ambiguas. Teague le estaba ocultando cierta información. A pesar de su enorme experiencia, el funcionario del servicio secreto no había acertado a disimular sus omisiones. Y tampoco se había mostrado totalmente convincente al referirse sutilmente a un tema que nada tenía que ver con el asunto en cuestión.
—…es un procedimiento habitual, Fontine. Cuando se le asigna a un hombre una misión, tomamos nota de su credo religioso. Como si se tratara de un simple pasaporte o de una partida de nacimiento…
No, no pertenecía a ninguna religión oficial. No, no era católico, lo cual no tenía nada de extraño; en Italia había también personas que no profesaban la fe católica. Sí, Fontini-Cristi era una combinación derivada que podía traducirse más o menos como «las fuentes de Cristo»; sí, la familia había estado ligada durante muchos siglos a la Iglesia pero desde hacía varias décadas había roto con el Vaticano. Pero no, no atribuía excesiva importancia a la ruptura; raras veces pensaba en ello.
¿Qué andaría buscando Teague?
Se apagó la luz roja. Víctor dobló las rodillas tal como le habían enseñado a hacer y contuvo la respiración.
Se encendió la bombilla blanca. Se escuchó un golpe… áspero, seco, sólido. Fontine introdujo las manos en las dos anillas, se inclinó hacia atrás y se lanzó a través de la escotilla abierta sumergiéndose en la violenta corriente retrógrada del aire generada por el aparato. Fue lanzado lejos del enorme fuselaje y la fuerza del viento le azotó el cuerpo con la velocidad y empuje de una ola gigantesca.
Estaba descendiendo libremente. Trató de separar las piernas en V advirtiendo que los correajes del paracaídas se le clavaban en los muslos. Echó los brazos hacia adelante y después en sentido diagonal hacia el costado. Con aquella configuración abierta alcanzó el objetivo que se proponía; estabilizar la caída a través del aire de tal modo que pudiera concentrarse en la oscura tierra que se veía abajo.
¡Los había visto! Dos diminutas luces a su izquierda.
Extendió la mano derecha contra el aire y tiró de una pequeña anilla situada junto al dispositivo de abertura del paracaídas. Observó un fugaz resplandor por encima de él, como la chispa instantánea de una candela romana. Sería suficiente para que los de abajo pudieran verle. Volvió a reinar la oscuridad; tiró de la anilla de goma de abertura del paracaídas. Aparecieron los ondulantes pliegues de la tela; se produjo una violenta sacudida que le obligó a expulsar el aire de los pulmones y a tensar todos los músculos.
Flotó en oscilantes círculos por el cielo nocturno descendiendo hacia tierra.
Las reuniones de Montbéliard se desarrollaron sin contratiempos. Era curioso, pensó Víctor, pero, a pesar del tosco e incluso primitivo ambiente —un almacén abandonado, un granero, unos pedregosos pastizales—, las reuniones se parecieron mucho a las reuniones empresariales perfectamente organizadas en las que él solía actuar de asesor visitante enviado por la oficina central. El objetivo de cada una de las reuniones con los equipos de dirigentes de la resistencia que se habían desplazado a Lorena en secreto fue el mismo: el proyecto de reclutamiento del personal altamente especializado que en aquellos momentos se encontraba en el exilio en Inglaterra.
Se registraba en todas partes una crecida demanda de personal ejecutivo dado que por toda la esfera de expansión del Tercer Reich las fábricas eran inmediatamente expropiadas con vistas a la consecución de la máxima producción. Se observaba, sin embargo, un grave defecto en aquella obsesión alemana por la inmediata productividad: el control seguía ejerciéndose desde Berlín. Las peticiones las canalizaba el Reichsministerium de Industria y Armamento; las órdenes se despachaban y emitían a cientos de kilómetros de distancia de los lugares de origen.
Las órdenes podían ser interceptadas por el camino; las peticiones podían alterarse dentro de los ministerios e infiltrarse a nivel burocrático.
Podían crearse posiciones y se podía sustituir al personal. En aquel caos surgido de la fiebre de Berlín por la inmediata y total eficiencia, el miedo era inevitable. Las órdenes raras veces se discutían.
El ambiente burocrático que reinaba en todas partes estaba maduro para la operación Loch Torridon.
—Será usted conducido al Rhin y colocado a bordo de una barcaza en Neuf-Brisach —dijo el francés acercándose a la pequeña ventana de la posada que daba a la Rue de Bac de Montbéliard—. Su escolta traerá los documentos. Tengo entendido que le describen a usted como una basura, un tipo fuerte y de muy pocas luces. Un estibador que se pasa el día emborrachándose con vino peleón.
—Será interesante.
EL RHIN
No lo fue. Fue, por el contrario, muy molesto, físicamente agotador y casi intolerable a causa del hedor que se respiraba bajo cubierta. Las patrullas alemanas recorrían el río deteniendo constantemente a las embarcaciones y sometiendo a las tripulaciones a brutales interrogatorios. El Rhin constituía una de las rutas de los correos de la resistencia; no hacía falta ser un lince para saberlo. Y, puesto que la «basura» del río no se merecía otra cosa, las patrullas se complacían en golpear con porras y culatas de rifle siempre que el objeto de los impactos fueran huesos y carne humana. El repugnante disfraz de Fontine alcanzó el éxito. Éste se bebió el suficiente vino enranciado como para vomitar lo bastante y conferir a su aliento la pútrida fetidez de un alcohólico empedernido.
Quien de veras le impidió perder el conocimiento fue su acompañante. El hombre se llamaba Lübok y Víctor comprendió que, por muchos riesgos que estuviera corriendo, el mayor de todos ellos era el propio Lübok.
Lübok era judío y homosexual. Un maestro de ballet de mediana edad con el cabello rubio y los ojos azules cuyos progenitores checoslovacos habían emigrado a Berlín hacía treinta años. Hablaba con fluidez las lenguas eslovacas y el alemán y llevaba consigo una documentación que le identificaba como traductor de la Wehrmacht. Los documentos iban acompañados de varias cartas escritas en el papel de cartas del Alto Mando en las que se proclamaba la lealtad de Lübok al Tercer Reich.
Los documentos y los membretes de las cartas eran auténticos la lealtad era falsa. Lübok operaba como correo clandestino a través de las fronteras checa y polaca. En tales ocasiones, solía poner de manifiesto, sin el menor recato, sus inclinaciones homosexuales. Era bien sabido que tales círculos se hallaban muy extendidos en el Korps de oficiales. En los puestos de control nunca se sabía quién gozaba de los favores de los hombres poderosos que preferían acostarse con otros hombres. Y el maestro de ballet de mediana edad era una enciclopedia de verdades, semiverdades y chismorreos en relación con las prácticas sexuales y las aberraciones a las que se entregaban los miembros del Alto Mando de cualquier sector o zona en la que se encontrara. Era su inventario y su arma.
Lübok se había ofrecido voluntario para la misión de Loch Torridon en la que tendría que actuar de escolta del MI6 desde Montbéliard, pasando por Wiesbaden, para dirigirse al este hacia Praga y al norte hacia Varsovia. Y, a medida que proseguía el viaje y pasaban los días y los kilómetros, Fontine empezó a experimentar gratitud. Lübok era el mejor. Bajo los elegantes trajes se ocultaba un hombre poderoso cuyas mordaces palabras y cuya implacable mirada constituían una garantía de temperamento ardiente y de inteligencia.
VARSOVIA, POLONIA
Lübok conducía la motocicleta y Víctor ocupaba el sidecar, enfundado en el uniforme de un Oberst de la Wehrmacht, adscrito al Transporte de Ocupación. Abandonaron Lódz, enfilaron la carretera de Varsovia y llegaron al último puesto de control poco antes de medianoche.
Lübok interpretó magistralmente su papel ante las patrullas mencionando en ácida rapidez los nombres de Kommandanten y Oberführerin y dando veladamente a entender que se adoptarían toda clase de medidas punitivas en el caso de que su vehículo fuera detenido. Los perplejos guardias no mostraron el menor interés por someterle a prueba y le indicaron que siguiera con un gesto de la mano, autorizándole de este modo a entrar en la ciudad.
Era el caos. A pesar de la oscuridad, podían verse escombros por todas partes. Todas las calles aparecían desiertas. A través de las ventanas brillaba la luz de las velas… estaba cortado casi todo el suministro de electricidad. Los cables habían sido arrancados, los automóviles y camiones se hallaban inmóviles… muchos de ellos volcados como gigantescos insectos de acero esperando a ser empalados en una mesa de laboratorio.
Varsovia estaba muerta. Sus asesinos armados se desplazaban en grupo, asustados ellos mismos ante aquel cadáver.
—Nos estamos dirigiendo al Casimir —dijo Lübok en voz baja—. Los de la resistencia le están aguardando. Se encuentra a no más de diez calles de aquí.
—¿Qué es el Casimir?
—Un antiguo palacio situado en el Paseo de Cracovia. En el centro de la ciudad. Ha sido durante muchos años sede de la universidad; ahora los alemanes lo utilizan como cuartel y oficinas.
—¿Y vamos allí?
Lübok sonrió en la oscuridad.
—Se puede instalar a los nazis en las universidades pero ello no garantiza instrucción. Los equipos auxiliares de todos los edificios y propiedades son podziemna. Resistencia para usted. Por lo menos, un principio de resistencia.
Lübok se introdujo con la motocicleta entre dos automóviles oficiales aparcados en el Paseo de Cracovia, a media manzana justo frente a la verja principal del Casimir. A excepción de los guardias de la garita, la calle estaba desierta. Sólo estaban encendidas dos farolas, pero, dentro del recinto del Casimir, unos reflectores instalados entre la hierba iluminaban la ornamentada fachada del edificio.
Emergió de entre las sombras un soldado alemán, un hombre reclutado. Se acercó a Lübok y se dirigió a éste en polaco hablando en voz baja. Lübok asintió con la cabeza; el alemán siguió caminando en sentido diagonal cruzando el ancho paseo en dirección a la verja del Casimir.
—Está con la podziemna —dijo Lübok—. Ha utilizado la clave correcta. Dice que debe entrar usted primero. Pregunte por el capitán Hans Neumann, Sector Siete.
—Capitán Hans Neumann —repitió Víctor—. Sector Siete. Y después, ¿qué?
—Es el contacto de esta noche en el Casimir. Él le conducirá hasta los demás.
—¿Y usted?
—Yo tengo que aguardar cinco minutos y entrar después. Tengo que preguntar por un tal Oberst Schneider, Sector Cinco.
Lübok parecía preocupado. Víctor lo comprendía. Jamás se habían separado en sus puntos de contacto con los dirigentes de la resistencia.
—Es un procedimiento insólito, ¿verdad? Le veo preocupado.
—Sus motivos tendrán.
—Pero usted no sabe exactamente qué son. Y este tipo no se lo ha dicho.
—Él no lo sabe. Es un simple mensajero.
—¿Teme que nos tiendan una trampa?
Lübok miró fijamente a Fontine. Y pensó mientras hablaba.
—No, realmente no es posible. El comandante de este sector está comprometido. En una película. No le aburriré con los detalles pero le diré que su afición a los niños ha sido debidamente registrada. Se le han mostrado los resultados y se le ha comunicado que existen negativos. Vive en el terror y nosotros vivimos con él… Es uno de los preferidos de Berlín, amigo íntimo de Goering. No, no es una trampa.
—Pero está usted preocupado.
—Innecesariamente. El individuo conocía las claves; son muy complejas y precisas. Le veré más tarde.
Víctor descendió del pequeño sidecar y cruzó el paseo en dirección a la verja del Casimir. Avanzaba muy erguido, era la viva imagen de la arrogancia y se disponía a mostrar arrogantemente los falsos documentos que le franquearían la entrada.
Mientras atravesaba el recinto iluminado del Casimir, pudo ver a unos soldados alemanes paseando en parejas y en grupos de tres por los caminos. Hacía un año, aquellos hombres hubieran podido ser profesores y alumnos que comentaran las incidencias de una jornada académica. Ahora eran unos conquistadores cómodamente alejados de la devastación que reinaba más allá de los muros del Casimir. La muerte, el hambre y la mutilación dependían de sus órdenes y, sin embargo, ellos conversaban tranquilamente paseando por pulcros caminos, ajenos a las consecuencias de sus actos.
Campo di Fiori. Había reflectores en Campo di Fiori. Y muerte con mutilación.
Trató de apartar aquellas imágenes de sus pensamientos; no podía permitir que su concentración se debilitara. La entrada con el arco afiligranado que enmarcaba la pesada puerta de doble hoja bajo el número siete se encontraba directamente frente a él. Un soldado de la Wehrmacht montaba guardia en posición de firmes, de pie sobre el único peldaño de mármol.
Fontine le reconoció: era el soldado que había hablado en polaco con Lübok en el Paseo de Cracovia.
—Es usted muy eficiente —le dijo Víctor en voz baja hablando en alemán.
El soldado asintió, extendió la mano hacia la puerta y la abrió.
—Sea rápido. Utilice la escalera de la izquierda. Se reunirán con usted en el primer rellano.
Fontine franqueó rápidamente la puerta, cruzó el espacioso vestíbulo de mármol, se dirigió a la escalera y empezó a subir. A medio camino del rellano, se detuvo. Sonó en su cerebro un silencioso timbre de alarma.
La voz del soldado, su utilización del idioma alemán. Las palabras resultaban extrañas, curiosamente torpes. Sea rápido… Utilice la escalera…
Cuidado con la ausencia de expresiones coloquiales, lo excesivamente gramatical o, por el contrario, la falta de consonancia de las sílabas finales. Loch Torridon.
El soldado no era alemán. Por otra parte, ¿por qué iba a serlo? Pertenecía a la podziemna. De todos modos, la podziemna no querría correr ningún riesgo…
Aparecieron dos oficiales alemanes en el rellano apuntándole con sus pistolas. Habló el hombre de la derecha.
—Bienvenido al Casimir, signore Fontini-Cristi.
—Por favor, no se detenga, padrone. Debemos darnos prisa —dijo el otro.
El idioma que hablaban era italiano pero su lenguaje no era nativo. Víctor reconoció el origen. Aquellos oficiales eran tan poco alemanes como el soldado. Eran griegos. ¡Había aparecido de nuevo el tren de Salónica!
Víctor escuchó a su espalda el chasquido del seguro de una pistola y el rumor de unas pisadas. A los pocos segundos, percibió el cañón contra su espalda empujándole para que subiera.
No había manera de que pudiera moverse, no podía utilizar ninguna estratagema para distraer a sus adversarios. Unas armas le apuntaban, unos ojos le vigilaban, unas balas se hallaban encerradas en las cámaras.
Arriba, en algún pasillo desconocido, escuchó unas risas. Tal vez, si gritara y despertara la alarma acerca de un enemigo en campo enemigo; el círculo concéntrico de pensamientos le estaba aturdiendo.
—¿Quiénes son ustedes? —Palabras. Empieza con palabras. Si pudiera utilizar su voz en secuencia, en una secuencia natural que redujera la posibilidad de que se apretaran unos gatillos—. ¡Ustedes no son alemanes!
Más fuerte. Grita más.
—¿Qué están haciendo ustedes aquí?
El cañón de la pistola recorrió su espalda y se clavó en la base de su cráneo. La sacudida le indujo a detenerse. Un puño cerrado le golpeó el riñón izquierdo; se inclinó hacia adelante y los silenciosos griegos que tenía frente a sí le sostuvieron.
Fue a gritar; no había otra manera. Las risas de arriba se escuchaban más fuertes y cercanas. Otros hombres estaban bajando por la escalera.
—Les advierto…
Súbitamente, le asieron las manos, se las echaron hacia atrás, le doblaron los brazos y se los inmovilizaron con las muñecas torcidas hacia adentro. Le acercaron al rostro un trozo de tela basta impregnado con un líquido acre y maloliente.
No veía nada; le estaban imponiendo un vacío sin aliento, sin luz y sin aire. Le arrancaron la chaqueta y le quitaron las correas cruzadas del pecho. Trató de mover los brazos.
Mientras lo hacía, notó que una larga aguja se clavaba en su carne; no estuvo muy seguro de dónde. Instintivamente, quiso levantar las manos en gesto de protesta. Las tenía libres pero eran inútiles, tan inútiles como su resistencia.
Escuchó nuevamente las carcajadas; eran ensordecedoras. Fue consciente de que le estaban empujando hacia adelante y hacia atrás.
Pero nada más.
—Traiciona usted a aquellos que le han salvado la vida.
Abrió los ojos; poco a poco pudo concentrarse en las imágenes. Experimentaba una sensación urente en el brazo izquierdo o tal vez en el hombro. Se lo rozó con la otra mano; el contacto le resultó doloroso.
—Es el antídoto —le dijo la voz de la borrosa figura que tenía delante—. Levanta una ampolla pero es inofensivo.
Los ojos de Fontine se empezaron a aclarar. Se hallaba sentado sobre un suelo de cemento con la espalda apoyada contra una pared de piedra. Frente a él, a cosa de unos seis metros, se encontraba de pie otro hombre apoyado contra la pared. Estaban en una especie de plataforma elevada en el interior de un espacioso túnel. El túnel parecía haber sido excavado muy profundamente bajo tierra en la roca y sus dos extremos se perdían en la oscuridad. Sobre el pavimento del túnel se podían observar unas estrechas y viejas vías, partidas y oxidadas. La luz procedía de varias velas gruesas introducidas en unos antiguos candelabros de pared.
Fontine concentró la mirada en el hombre que tenía delante. Iba enfundado en un traje negro y llevaba alzacuello blanco. El hombre era un sacerdote.
Era calvo pero no a causa de la edad. Llevaba la cabeza afeitada y no debía de tener más de cuarenta y cinco o cincuenta años. Su rostro era ascético y su cuerpo delgado.
Junto al sacerdote se encontraba el soldado con el uniforme de la Wehrmacht. Los dos griegos que habían interpretado el papel de oficiales alemanes permanecían de pie junto a una puerta de hierro que había en la pared izquierda frente al túnel. El sacerdote habló.
—Le llevamos siguiendo desde Montbéliard. Se encuentra usted a miles de kilómetros de Londres. Los ingleses no pueden protegerle. Tenemos unas rutas por el sur de las que ellos no saben nada.
—¿Los ingleses? —preguntó Fontine mirando al sacerdote en un intento de comprender—. Pertenecen ustedes a la Orden de Jénope.
—En efecto.
—¿Por qué luchan contra los ingleses?
—Porque Brevourt es un embustero. Ha roto su palabra.
—¿Brevourt? —Víctor se quedó de una pieza; todo se le antojaba absurdo—. ¡Han perdido ustedes el juicio! ¡Todo, todo lo ha hecho en nombre de ustedes! Por ustedes.
—¡Por nosotros, no! ¡Por Inglaterra! ¡Quiere el cofre de Constantina para Inglaterra! ¡Churchill lo exige! ¡Es un arma mucho más poderosa que cientos de ejércitos y todos ellos lo saben! ¡Jamás volveríamos a verlo!
El sacerdote estaba furioso y mantenía los ojos muy abiertos.
—¿Lo cree usted así?
—¡No sea estúpido! —replicó el monje de Jénope—. Brevourt no ha cumplido su palabra y nosotros hemos descifrado la Clave Maginot. Los mensajes fueron interceptados; me refiero a las comunicaciones entre… digamos las partes interesadas.
—¡Usted está loco! —gritó Fontine tratando de reflexionar. Anthony Brevourt se había esfumado; no se habían recibido noticias suyas, ni se había sabido nada de él, desde hacía varios meses—. ¡Dicen ustedes que me han venido siguiendo desde Montbéliard! ¿Por qué? ¡Yo no tengo lo que ustedes buscan! ¡Jamás lo he tenido! ¡No sé nada acerca de este maldito tren!
—Mikhailovic le creyó —dijo el monje hablando despacio—. Yo no le creo.
—Petride… —empezó a decir Víctor recordando la imagen del juvenil monje que se había quitado la vida sobre aquella roca de Loch Torridon.
—No se llamaba Petride…
—¡Ustedes le asesinaron! —dijo Fontine—. Es como si usted mismo hubiera apretado el gatillo. ¡Usted está loco! Todos ustedes están locos.
—Fracasó. Sabía lo que tenía que hacer. Así se había acordado.
—¡Usted está enfermo! ¡Infecta todo lo que toca! Tanto si me cree como si no, ¡se lo digo por última vez! ¡No poseo la información que ustedes buscan!
—¡Embustero!
—¡Usted está loco!
—Entonces, ¿por qué viaja usted con Lübok? ¡Dígamelo, signor Fontini-Cristi! ¿Por qué Lübok?
Víctor se estremeció; la angustia de escuchar el nombre de Lübok le hizo arquear la espalda contra la pared.
—¿Lübok? —preguntó en voz baja como si no acertara a creerlo—. Si conoce su trabajo, sabrá la respuesta.
—¿Loch Torridon? —preguntó el monje en tono sarcástico.
—Jamás había oído hablar de Lübok en toda mi vida. Sé únicamente que desarrolla una misión. Es judío, es un… corre grandes riesgos.
—¡Trabaja por cuenta de Roma! —rugió el monje de Jénope—. ¡Transmite ofrecimientos a Roma! ¡Sus ofrecimientos!
Víctor guardó silencio; su asombro era tan absoluto que no tenía palabras para expresarlo. El monje de Jénope siguió hablando en voz baja y penetrante.
—Curioso, ¿verdad? De entre todas las escoltas de que se dispone en los países ocupados, se elige precisamente a Lübok. Y éste aparece por las buenas en Montbéliard. ¿Espera usted que nos lo creamos?
—Crean lo que les parezca. Eso es una locura.
—¡Es una traición! —volvió a gritar el monje separándose de la pared y adelantándose varios pasos—. ¡Un degenerado capaz de tomar un teléfono y someter a chantaje a medio Berlín! Y lo más vergonzoso, para usted, es que se trata de un perro que trabaja por cuenta del monstruo de…
—¡Fontine! ¡Agáchese!
La estridente orden procedía de la oscuridad del túnel. La había gritado la chillona voz de Lübok y su sonido rebotó contra las paredes de roca ahogando los gritos del monje.
Víctor giró y se lanzó hacia adelante pegado a la pared de piedra saltando desde la plataforma al pavimento del túnel en proximidad de las viejas y oxidadas vías. Por encima de él escuchó el silbido de las balas atravesando el aire, seguido de las atronadoras explosiones de dos Lugers sin silenciador.
Pudo ver a la escasa luz las figuras de Lübok y de otros hombres emergiendo de la oscuridad, levantando sus armas, apuntando con cuidado, disparando y volviendo a ocultarse tras los salientes de la pared de roca.
Todo terminó en cuestión de segundos. El monje de Jénope había caído; había sido alcanzado en el cuello y los disparos le habían arrancado la oreja izquierda. Se había arrastrado hasta el borde de la plataforma y, ya moribundo, había mirado a Fontine y, en la inminencia de la muerte, había susurrado con voz cascada:
—Nosotros… no somos sus enemigos. Por la misericordia de Dios, devuélvanos los documentos…
Se escuchó un amortiguado disparo final; la frente del sacerdote estalló por encima de sus ojos muy abiertos.
Víctor notó que le asían por el brazo izquierdo; el intenso dolor se irradió a su hombro y su pecho. Estaban intentando ponerle de pie.
—¡Levántese! —le ordenó Lübok—. Es posible que se hayan oído los disparos. ¡Corra!
Corrieron hacia el interior del túnel. El haz de luz de una linterna atravesó la oscuridad. La linterna la sostenía uno de los hombres de Lübok que caminaba en cabeza. El hombre facilitó unas instrucciones en polaco. Lübok se las tradujo a Fontine que corría a su lado.
—A unos doscientos metros de aquí hay una cueva de monjes. Estaremos a salvo.
—Una ¿qué?
—Una cueva de monjes —repuso Lübok respirando afanosamente—. La historia del Casimir se remonta a muchos siglos atrás. Las evasiones eran necesarias.
Se arrastraron a gatas por un estrecho y oscuro pasillo excavado en la roca que conducía a las profundidades de una cueva. La atmósfera fue inmediatamente distinta; había una abertura en alguna parte, más allá de la oscuridad.
—Tengo que hablar con usted —dijo Víctor rápidamente.
—Contestando a sus preguntas, el capitán Hans Neumann es un adicto oficial del Reich con un primo en la Gestapo. El Oberst Schneider no figuraba en la lista; eso ha sido difícil. Sabíamos que era una trampa… Con toda sinceridad, no esperábamos encontrarle a usted en el túnel. Ha sido una suerte. Nos estábamos dirigiendo al Sector Siete. —Lübok se volvió hacia sus camaradas. Habló primero en polaco y después tradujo para Fontine—: Permaneceremos aquí un cuarto de hora. Será suficiente. Después nos dirigiremos a nuestra cita del Siete. Realizará usted su misión de acuerdo con el programa.
Fontine asió el brazo de Lübok y le apartó de los hombres de la podziemna. Dos de los hombres mantenían encendidas sus linternas. Había suficiente luz como para ver el rostro del correo de mediana edad y Víctor se alegró.
—¡No era una trampa alemana! ¡Aquellos hombres de allí eran griegos! ¡Uno de ellos era un sacerdote! —dijo Fontine en voz baja y tono apremiante.
—Usted está loco —dijo Lübok con aire indiferente y ojos absolutamente inexpresivos.
—Eran de Jénope.
—¿De qué?
—Ya me ha oído.
—Le he oído pero no tengo ni la menor idea de lo que me está diciendo.
—¡Maldita sea, Lübok! ¿Qué es usted?
—Muchas cosas para muchas personas, gracias a Dios.
Víctor agarró al rubio checo por las solapas de la chaqueta. Los ojos de Lübok se hicieron súbitamente distantes y se llenaron de fría cólera.
—Han dicho que trabajaba usted por cuenta de Roma. ¡Que transmitiría ofrecimientos a Roma! ¿Qué ofrecimientos? ¿Qué significa eso?
—No lo sé —replicó el checo lentamente.
—¿Para quién trabaja usted?
—Trabajo para muchas personas. Contra los nazis. Es lo único que necesita usted saber. Le protejo la vida y me encargo de que pueda llevar a cabo sus negociaciones. La manera en que lo haga no es asunto de su incumbencia.
—¿No sabe usted nada de Salónica?
—Es una ciudad de Grecia, sobre el mar Egeo… Y ahora, quíteme las manos de encima.
Fontine aflojó la presa, pero no le soltó.
—Por si, por si acaso, entre las muchas personas de que me ha hablado se incluyeran algunos hombres interesados por este tren de Salónica. Yo no sé nada. Jamás supe nada.
—Si saliera a relucir este tema, aunque no imagino por qué, transmitiré la información. ¿Podemos ahora concentrarnos en sus negociaciones de Varsovia? Debemos terminarlas esta noche. Se han adoptado disposiciones para que mañana por la mañana dos correos emprendan viaje en el avión militar de Berlín. Yo mismo comprobaré las condiciones del campo de aviación antes de que amanezca. Desembarcaremos en Müllheim. Se encuentra junto a la frontera franco-suiza, a una noche de viaje de Montbéliard. Sus asuntos en Europa habrán terminado.
—¿Emprender viaje? —preguntó Víctor retirando las manos del brazo de Lübok—. ¿En un avión alemán?
—Deferencia de un atribulado comandante de Varsovia. Ha visto demasiadas películas de las que él es un destacado intérprete. Pornografía pura.