9

LONDRES

Fontine se sumergió en la corriente de peatones que se dirigía a la estación de Paddington. Se percibía en las calles una atmósfera de entumecimiento y una sensación de incredulidad que se traducía en un silencio generalizado. Los ojos miraban a los ojos, los forasteros observaban a los demás forasteros.

Francia había caído.

Víctor giró a Marylebone; vio que la gente adquiría periódicos en silencio. Había ocurrido; había ocurrido realmente. Al otro lado del canal se encontraba el enemigo… victorioso, invencible.

Los barcos que arribaban a Dover procedentes de Calais no transportaban a las consabidas muchedumbres de alegres turistas. Las travesías eran ahora distintas. Todo el mundo había oído hablar de ellas. Los barcos de Calais zarpaban al amparo de la noche con hombres y mujeres, algunos ensangrentados, otros ilesos, todos desesperados, acurrucados bajo cubierta, ocultos por redes y lonas divulgando las historias de agonía y derrota de Normandía, Rouen, Estrasburgo y París.

Fontine recordó las palabras de Alec Teague: La idea, la estrategia consiste en enviarles con el objeto de que desorganicen el mercado… ¡y siembren el desconcierto! ¡Mal manejo a toda costa!

El mercado era en aquellos momentos toda la Europa occidental. Y el capitán Víctor Fontine estaba dispuesto a enviar desde Loch Torridon a los encargados de desorganizar aquel mercado.

De los cincuenta y tres continentales iniciales habían quedado veinticuatro a los que se añadirían otros —lenta y selectivamente— a medida que lo exigieran las bajas. Estos veinticuatro eran tan distintos como capacitados, tan ingeniosos como astutos. Eran alemanes, austriacos, belgas, polacos, holandeses y griegos, pero sus nacionalidades revestían carácter secundario. Diariamente se enviaban fuerzas laborales al otro lado de las fronteras. Porque en Berlín el Reichsministerium de Industria estaba obligando a entrar en servicio a la gente de todos los territorios ocupados… se trataba de una política arrolladora que se aceleraría a medida que se fueran controlando nuevos territorios. No resultaba nada insólito que un holandés trabajara en una fábrica de Stuttgart. A los pocos días de la caída de París, los belgas fueron enviados a fábricas de Lyon.

Sobre esta base, los dirigentes de la resistencia estaban examinando las listas de traslados de mano de obra. Objetivo: Encontrar «empleo» eventual especializado para los veinticuatro capacitados profesionales.

En la confusión resultante de la obsesión alemana por la máxima productividad, se desenterraron posiciones en todas partes. La Krupp y la I. G. Farben estaban exportando a tantos especialistas destinados a dirigir los laboratorios y fábricas de los países conquistados que los industriales alemanes se habían quejado amargamente ante Berlín, dado que ello se traducía en una mala organización y una gestión descuidada que reducía la eficacia de las fábricas y oficinas alemanas.

En esta confusión empezaron a infiltrarse los miembros de la resistencia francesa, holandesa, belga, polaca y alemana. Las directrices de reclutamiento eran enviadas por correo secreto a Londres con el objeto de que las examinara el capitán Víctor Fontine.

Referencia: Francfort, Alemania. Subproveedor Messerschmidt. Se buscan tres encargados de fábrica.

Referencia: Cracovia, Polonia. División de ejes, factoría automovilística. Se necesitan delineantes.

Referencia: Amberes, Bélgica. Ferrocarriles. Divisiones de mercancías y horarios. Faltan superintendentes.

Referencia: Mannheim, Alemania. Imprentas gubernamentales. Se necesitan con la máxima urgencia traductores técnicos bilingües.

Referencia: Turín, Italia. Talleres Aeronáuticos de Turín. Fuente partigiano. Faltan ingenieros mecánicos.

Referencia: Linz, Austria. Berlín se queja de los excesivos gastos de una fábrica de tejidos. Se necesitan contables expertos en costos.

Referencia: Dijon, Francia. Departamento legal de la Wehrmacht. Las fuerzas de ocupación precisan abogados… (Muy propio de los franceses, había pensado Víctor. En medio de la derrota, la mentalidad gala buscaba polémicas en legalismos que fueran prácticos).

Y allá se fueron. Gran cantidad de «demandas», docenas de posibilidades que irían en aumento a medida que aumentaran las exigencias alemanas de productividad.

Había trabajo para la pequeña brigada de continentales de Loch Torridon. Ahora se trataba únicamente de una cuestión de adecuada asignación y Fontine se encargaría personalmente de revisar cada caso. Llevaba en su cartera un reducido fragmento de cinta de uso múltiple, susceptible de adherirse a cualquier parte del cuerpo. La cinta adhesiva poseía la misma resistencia a la tracción que el acero, pero podía eliminarse mediante una simple solución de agua, azúcar y zumo de limón.

En el interior de la cinta había veinticuatro puntos, cada uno de los cuales contenía un microfilm. Cada microfilm contenía una fotografía microscópicamente reducida y un breve resumen de la capacidad de la persona en cuestión. Los microfilms se utilizarían en colaboración con los agentes secretos. Se buscarían veinticuatro empleos… eventuales, desde luego, dado que semejante personal especializado sería necesario en muchos lugares distintos en el transcurso de los meses siguientes.

Pero lo primero era lo primero y el primer asunto que Fontine tenía en cartera era un viaje de negocios de duración indefinida. Se lanzaría en paracaídas sobre Francia, en la provincia de Lorena cercana a la frontera franco-suiza. Su primera reunión tendría lugar en la pequeña localidad de Montbéliard en la que permanecería varios días. Era un punto geográfico estratégico, fácilmente accesible a los dirigentes de la resistencia del norte y del centro de Francia así como del sur de Alemania.

De Montbéliard se trasladaría al norte siguiendo el curso del Rhin hasta Wiesbaden donde se reunirían los contingentes de enemigos del Reich procedentes de Bremen, Hamburgo, Berlín y diversos puntos del norte y el oeste. Desde Wiesbaden se dirigiría hacia el este siguiendo rutas clandestinas hasta llegar a Praga y después proseguiría viaje hacia el noroeste penetrando en Polonia para llegar a Varsovia. Se confeccionarían los programas, se mejorarían las claves y se facilitarían documentos oficiales de trabajo para su eventual duplicación en Londres.

Desde Varsovia regresaría a Lorena. Allí se adoptaría la decisión relativa a su traslado al sur, a su querida Italia. El capitán Geoffrey Stone se mostraba, en principio, contrario a esta idea. El agente que Fontine había conocido bajo el nombre de Manzana lo había expresado con toda claridad. Todo lo italiano llenaba a Stone de repugnancia y su aversión se remontaba a los días del embarcadero de Celle Ligure y de la mano destrozada a causa de la ingenuidad y traición italianas. Stone no veía motivos para gastar sus recursos en Italia; había en otros lugares demasiados puntos de presión. Una nación de incompetentes era el peor enemigo de sí misma.

Fontine llegó a la estación de Paddington y se dispuso a aguardar el autobús de Kensington. Había descubierto los autobuses en Londres; jamás en su vida había utilizado los transportes públicos. El descubrimiento había revestido en parte un carácter defensivo. Los automóviles oficiales solían compartirse y exigían conversación entre los pasajeros. En un autobús ello no era necesario.

Claro que algunas veces, cuando se llevaba a casa material altamente delicado con el objeto de estudiarlo, Alec Teague se negaba a que se entregara a su recién descubierto capricho. Resultaba demasiado peligroso. Aquella noche había sido un ejemplo, pero Víctor se había mostrado contrario a la opinión de su superior; en el vehículo oficial viajarían otros dos pasajeros y él quería pensar. Era su última noche en Inglaterra. Tenía que informar a Jane.

—¡Por el amor de Dios, Alec! Recorreré varios miles de kilómetros en territorio enemigo. ¡Si pierdo una cartera encadenada a mi muñeca mediante una cerradura de combinación en un autobús de Londres, me parece que ya podemos prepararnos a vernos envueltos en inmensas dificultades!

Teague había capitulado tras haber comprobado personalmente la cadena y la cerradura.

Llegó el autobús y Víctor subió al mismo abriéndose paso entre la gente hasta un asiento de la parte delantera. Era un asiento de ventanilla y Víctor empezó a mirar a través de la misma permitiendo que sus pensamientos se detuvieran primero en Loch Torridon.

Estaban dispuestos. La idea era válida. Podrían colocar a su personal en sucesivos puestos directivos. Lo único que faltaba era poner en práctica la estrategia. Buena parte de todo ello conseguiría realizarlo en el transcurso de su viaje. Buscaría los puestos más adecuados para el personal más adecuado… y, a continuación, sobrevendría el caos y el desorden.

Estaba dispuesto para el momento de la partida. Pero no lo estaba para la dificultad con la que ahora tendría que enfrentarse: comunicarle a Jane que había llegado el momento.

A su regreso de Escocia, se había trasladado a vivir al apartamento que Jane tenía en Kensington. Ella había rechazado su idea de mudarse a una casa más grande. Y aquellas pasadas semanas habían sido las más felices de su vida.

Y ahora había llegado el momento en que el temor sustituiría al bienestar de una cotidiana existencia juntos. De nada le servía pensar que miles de personas estaban viviendo aquella misma experiencia; las matemáticas no eran ningún consuelo.

Su parada era la siguiente. El crepúsculo de junio lavaba los árboles y limpiaba las casas. Kensington era un barrio pacífico y la guerra estaba muy lejos. Descendió del autobús y echó a andar por la tranquila calle cuando súbitamente algo le llamó la atención induciéndole a apartar la mirada de la puerta de su casa. Había aprendido en el transcurso de los últimos meses a no revelar su preocupación, razón por la cual fingió saludar a un imaginario vecino de una ventana del otro lado de la calle. Mientras lo hacía, contrayendo los ojos a causa del sol poniente, pudo ver con mayor claridad el pequeño sedán Austin aparcado al otro lado de la calle y situado diagonalmente a unos cincuenta metros de distancia. Era gris. Víctor había visto aquel Austin gris con anterioridad. Exactamente cinco días antes. Lo recordaba con toda claridad. Él y Stone se habían dirigido a Chelmsford con el fin de entrevistar a una judía que había trabajado en el servicio civil de Cracovia hasta poco antes de la invasión. Se habían detenido en una estación de servicio de las afueras de Brentwood.

El Austin gris se había acercado por detrás y se había detenido a su lado para llenar el depósito de gasolina. Víctor se había dado cuenta porque el empleado se había mostrado cáustico al observar que la bomba registraba menos de siete litros y medio… y que el depósito del Austin estaba lleno.

—A eso le llamo yo ser codicioso —había dicho el empleado.

El conductor se había puesto nervioso, había girado la llave de encendido y se había alejado a toda prisa por la carretera.

Fontine se había fijado porque el conductor era un sacerdote. Y ahora el conductor del Austin gris del otro lado de la calle era también un sacerdote. Podía verse muy claramente el alzacuello.

Fontine observó, además, que aquel hombre le estaba mirando.

Se acercó indiferentemente a la verja de la casa, levantó la aldaba, entró, se volvió y cerró nuevamente la verja; el sacerdote del Austin gris permanecía inmóvil con los ojos dirigidos hacia él, tras lo que parecían ser unas gafas de cristales muy gruesos. Víctor se aproximó a la puerta y entró. Una vez en el vestíbulo cerró la puerta y se dirigió rápidamente a la estrecha columna de ventanas que flanqueaba la puerta. Una cortina negra destinada a impedir que se filtrara la luz al exterior cubría todo el cristal. Víctor apartó ligeramente el borde y miró hacia la calle.

El sacerdote se había desplazado hacia la ventanilla derecha del automóvil y estaba contemplando la fachada del edificio. Aquel hombre resultaba grotesco, pensó Fontine. Estaba extremadamente pálido y delgado y los cristales de sus gafas eran muy gruesos.

Víctor soltó la cortina y se dirigió rápidamente a la escalera empezando a subir los peldaños de dos en dos hasta la tercera planta que era la suya. Pudo escuchar música desde dentro; la radio estaba encendida; Jane se encontraba en casa. En el momento en que cerraba la puerta tras sí, la escuchó tatarear una melodía en el dormitorio. No había tiempo para saludarla en voz alta. Víctor quería acercarse a la ventana y no deseaba alarmarla si podía evitarlo.

Tenía los prismáticos en una estantería de libros adosada a la misma pared de la chimenea. Sacó el estuche de entre unos libros, tomó los prismáticos, se acercó a la ventana y miró hacia la calle a través de ellos.

El sacerdote estaba hablando con alguien sentado en el asiento de atrás del pequeño automóvil. Fontine no había visto a nadie más en el vehículo. El asiento de atrás se hallaba en sombras y él se había concentrado únicamente en el conductor. Movió los prismáticos hacia la parte de atrás y ajustó el enfoque.

Víctor se quedó helado. La sangre afluyó a su cerebro.

¡Era una pesadilla! ¡Una pesadilla que se repetía! ¡Que se alimentaba de sí misma!

¡El mechón blanco en el cabello corto! Había visto aquel mechón desde un terraplén… en el interior de un automóvil… bajo la cegadora luz… ¡que pronto estalló en humo y muerte!

¡Campo di Fiori!

¡El hombre del asiento de atrás del Austin gris de abajo había permanecido también sentado en otro asiento de atrás! ¡Fontine le había mirado desde la oscuridad tal como ahora le estaba mirando a miles de kilómetros de distancia en una calle de Kensington! ¡Uno de los comandantes alemanes! ¡Uno de los verdugos!

—¡Vaya, hombre! Me has asustado —dijo Jane entrando en la habitación—. ¿Qué estás…?

—¡Llama a Teague por teléfono! ¡Ahora mismo! —gritó Víctor soltando los prismáticos y pugnando por abrir la cerradura de combinación de la cartera.

—Pero ¿qué ocurre, cariño?

—¡Haz lo que te digo! —dijo él esforzándose por no perder los estribos.

Recordó los números y abrió la cerradura.

Jane miró fijamente a su marido y marcó rápidamente sin hacer más preguntas.

Fontine corrió al dormitorio. Sacó su revólver de servicio de debajo de un montón de camisas, lo extrajo de su funda y regresó corriendo al salón para dirigirse a la puerta.

—¡Víctor! ¡Detente! ¡Por el amor de Dios!

—¡Dile a Teague que venga! ¡Dile que un alemán de Campo di Fiori está aquí abajo!

Víctor salió al rellano y descendió por la estrecha escalera utilizando el pulgar para soltar el seguro por debajo del cañón del arma. Al llegar al primer tramo de la escalera, escuchó el rumor de puesta en marcha de un motor. Bajó corriendo al vestíbulo, tiró furiosamente de la manija de la puerta y la abrió con tal violencia que ésta golpeó contra la pared. A continuación corrió hacia la verja de entrada.

El Austin gris estaba alejándose calle abajo; se observaban peatones en las aceras. Fontine salió en su persecución, esquivando a dos automóviles que se acercaban y obligándoles a frenar bruscamente entre chirridos de neumáticos. Hombres y mujeres le gritaban; Víctor lo comprendió. Un hombre corriendo por la calle a las siete de la tarde con una pistola en la mano constituía motivo de tremenda alarma. Pero no podía detenerse a pensar en tales cosas. Para él no había más que el Austin gris y el hombre del mechón de cabello blanco, acomodado en el asiento de atrás.

El verdugo.

¡El Austin giró a la derecha al llegar a la esquina! ¡Dios mío! ¡El tráfico que se registraba en la calle era muy escaso, sólo algunos taxis y vehículos particulares! El Austin aceleró esquivando a los demás automóviles. Se pasó un semáforo rojo y estuvo a punto de chocar con un camión de reparto que se detuvo violentamente impidiéndole a Víctor la visión.

Lo había perdido. Víctor se detuvo con el corazón latiéndole con fuerza, el rostro bañado en sudor y el arma en la mano. Pero no todo se había perdido. La matrícula del Austin gris constaba de seis números. Víctor había conseguido distinguir cuatro de ellos.

—El automóvil en cuestión pertenece a la embajada griega. El agregado que lo utiliza afirma que debieron robarlo del recinto de la embajada a última hora de esta tarde —dijo Teague rápidamente, molesto no sólo a causa de la falsa información que probablemente le habían facilitado sino también a causa del incidente en sí mismo.

Constituía un impedimento, un grave impedimento. La operación Loch Torridon no podía admitir barreras de ninguna clase en aquellos instantes.

—¿Por qué el alemán? ¿Quién es? Yo sé qué es este hombre —dijo Víctor hablando despacio y con profunda emoción.

—Estamos siguiendo todas las pistas. Una docena de agentes expertos están revisando los archivos. Están remontándose a varios años atrás, examinando todo lo que tenemos. La descripción que le facilitó usted al dibujante era buena; usted mismo ha dicho que el retrato era muy preciso. Si está aquí, le encontraremos.

Fontine se levantó del sillón, se dirigió hacia la ventana y observó que habían sido corridas unas pesadas cortinas negras que impedían el paso de la luz al exterior. Se volvió y contempló con aire ausente un gran mapa de Europa colgado de la pared del despacho de Teague. En el grueso papel se habían clavado docenas de alfileres rojos.

—Es por lo del tren de Salónica, ¿verdad? —preguntó sin que le fuera necesaria la respuesta.

—Eso no explicaría la presencia del alemán. Si es que efectivamente es alemán.

—Ya se lo he dicho —le interrumpió Víctor volviéndose para mirar al general de brigada—. Estaba allí. En Campo di Fiori. Y recordé entonces que le había visto con anterioridad.

—¿Pero jamás ha conseguido recordar dónde?

—No. Hay veces en que me vuelvo loco. ¡No lo !

—¿No se le ha ocurrido ninguna asociación de ideas? Remóntese al pasado. Piense en ciudades, en hoteles; recuerde asuntos de negocios, contratos. Los Fontini-Cristi habían realizado inversiones en Alemania.

—Ya lo he intentado. No consigo recordar nada. Sólo el rostro y no con excesiva claridad. Pero el mechón de cabello blanco, eso sí lo recuerdo. —Víctor regresó cansinamente al sillón y volvió a sentarse. Después se reclinó contra el respaldo y se cubrió los ojos cerrados con ambas manos—. Dios mío, Alec me muero de miedo.

—No tiene usted motivo.

—Usted no estuvo en Campo di Fiori aquella noche.

—No habrá repetición en Londres. Ni en ninguna otra parte. Mañana por la mañana su esposa será escoltada al Ministerio del Aire donde entregará todo su material de trabajo —archivos, cartas, mapas, todo— a otro oficial. El Ministerio me ha asegurado que la transición estará ultimada a primeras horas de la tarde. A continuación, será conducida a un alojamiento muy cómodo en el campo. Aislada y totalmente a salvo. Permanecerá allí hasta que usted regrese o hasta que encontremos a este hombre. Y le identifiquemos.

Fontine apartó las manos de los ojos y miró inquisitivamente a Teague.

—¿Cuándo lo han organizado ustedes? No ha habido tiempo.

Teague esbozó una sonrisa pero no la inquietante sonrisa a la que Víctor estaba acostumbrado.

—Es un plan de emergencia que elaboramos cuando usted se casó. A las pocas horas de haberse usted casado, en realidad.

—¿Estará segura?

—Nadie estará más seguro que ella en Inglaterra. Francamente, mi motivo es doble. La seguridad de su esposa está directamente relacionada con su estado mental. Usted tiene su trabajo y yo tengo el mío.

Teague miró el reloj de pared y después miró el suyo de pulsera. El reloj de pared se había atrasado casi un minuto desde la última vez que lo había arreglado. ¿Cuándo había sido? Debía de hacer ocho, diez días. Tendría que volvérselo a llevar al relojero de la Leicester Square.

Se imaginaba que aquella obsesión suya por el tiempo era una preocupación estúpida. Ya conocía los apodos que le habían asignado: «Cronómetro Alec», «reloj automático Teague». Sus colegas le reprendían a menudo a este respecto; no estaría tan preocupado por el maldito tiempo si tuviera mujer y unos niños alborotando a su alrededor. Pero él había adoptado una decisión hacía ya muchos años; en su profesión, era mejor no tener semejantes responsabilidades. No era un monje. Había habido, como es lógico, varias mujeres. Pero ninguna boda. Eso estaba excluido; era un impedimento, un obstáculo.

Estos pensamientos pasivos habían dado lugar a una consideración activa: Fontine y su matrimonio. El italiano era el perfecto coordinador de la operación Loch Torridon pero ahora había surgido un obstáculo: su esposa.

¡Maldita sea! Había colaborado con Brevourt porque deseaba de veras utilizar a Fontini-Cristi. Si una adecuada relación con una muchacha inglesa podía favorecer ambos objetivos, estaba dispuesto a aceptarlo. ¡Pero no hasta semejante extremo!

Y ahora, ¿dónde demonios estaba Brevourt? Se había dado por vencido. Se había desvanecido tras haber dirigido a Whitehall unas extraordinarias peticiones en nombre de un desconocido tren de mercancías de Salónica.

¿O acaso se había limitado simplemente a simular una desaparición?

Al parecer, Brevourt sabía evitar un fallo y retirarse a tiempo para no verse envuelto en un comprometedor fracaso. No se habían recibido ulteriores instrucciones en relación con Fontine; éste había pasado ahora a convertirse en propiedad del MI6. Así, por las buenas. Parecía como si Brevourt hubiera querido interponer la mayor distancia posible entre su propia persona y el italiano y el maldito tren. Al ser informado acerca de la infiltración del monje de Jénope, Brevourt puso de manifiesto muy escaso interés atribuyendo el episodio a un fanático solitario.

Semejante comportamiento no era lógico en un hombre que había inducido a su gobierno a hacer lo que éste había hecho. Porque el monje de Jénope no había actuado en solitario. Teague lo sabía y Brevourt también lo sabía. El embajador estaba reaccionando con demasiada simpleza, su repentino desinterés resultaba demasiado sospechoso.

Y la muchacha, la esposa de Fontine; al aparecer ésta, Brevourt había considerado su existencia desde el punto de vista de un auténtico hombre del MI6. La muchacha sería un ancla de corto alcance. Se la podría utilizar y se podría apelar a ella. En el caso de que el comportamiento de Fontine resultara súbitamente extraño, en el caso de que éste estableciera o buscara contactos anormales relacionados con el tren de Salónica, se la podría llamar con el objeto de facilitarle instrucciones: proporcione información acerca de todo. Era una patriota inglesa; accedería a hacerlo.

Pero nadie había considerado jamás la posibilidad de una boda. ¡Aquello sí había sido un mal manejo a toda costa! Se podían transmitir instrucciones a una amante adecuada, pero no a una esposa.

Brevourt había recibido la noticia con una ecuanimidad que no era lógica en absoluto.

Estaba ocurriendo algo que Teague no comprendía. Tenía la desagradable impresión de que Whitehall estaba utilizando al MI6 y, por consiguiente, utilizándole a él y tolerando la operación Loch Torridon por el hecho de que tal vez ésta permitiera a Brevourt alcanzar un objetivo de importancia muy superior a la de la simple desorganización de la industria del enemigo.

Otra vez el tren de Salónica.

Se estaban poniendo en práctica por tanto dos estrategias paralelas: Loch Torridon y la búsqueda de los documentos de Constantina. A él le habían concedido autorización para la primera y le habían excluido de la segunda.

Le habían excluido y le habían dejado que se las compusiera con un agente de espionaje casado… de la clase más vulnerable.

Faltaban diez minutos para las tres de la madrugada. Dentro de seis horas se trasladaría a Lakenheath con Fontine con el objeto de despedir a éste.

Un hombre con un mechón de cabello blanco. Un dibujo que en nada se parecía a los miles de fotografías y descripciones de archivo, una búsqueda que no conducía a ninguna parte. Una docena de agentes del MI6 proseguían la búsqueda en los archivos del sótano. El agente que llevara a cabo la identificación no sería pasado por alto a la hora de asignar misiones especiales.

El sonido del teléfono le sobresaltó.

—¿Sí?

—Aquí Stone, señor. Creo que he encontrado algo.

—Bajo ahora mismo.

—Si a usted no le importa, preferiría subir yo. Es un poco raro. Preferiría verle a solas.

—Muy bien.

¿Qué habría encontrado Stone? ¿Qué era aquello tan raro que exigía tanta cautela?

—Aquí está el dibujo que aprobó Fontine, general —dijo el capitán Geoffrey Stone de pie frente al escritorio de Teague al tiempo que depositaba el retrato al carbón sobre el papel secante. Sostenía torpemente un sobre entre el pecho y el brazo por encima de la inmóvil mano derecha enguantada—. No se parecía a nada de lo que había en los archivos Himmler y tampoco en los relativos a otras fuentes alemanas, o relacionadas con Alemania, incluidos los círculos colaboracionistas de Polonia, Checoslovaquia, Francia, los Balcanes y Grecia.

—¿E Italia? ¿Qué me dice de los italianos?

—Ésta fue nuestra primera consideración. Independientemente de lo que él afirme haber visto aquella noche en Campo di Fiori, Fontini es italiano. Los Fontini-Cristi se crearon muchos enemigos entre los fascistas. Pero no hemos encontrado nada, nadie que se parezca siquiera remotamente al sujeto en cuestión. Entonces, francamente, señor, he empezado a pensar en este hombre. En su boda. Eso no nos lo esperábamos, ¿verdad, señor?

—No, capitán, no nos lo esperábamos.

—Una pequeña vicaría de Escocia. Una ceremonia anglicana. No exactamente lo que uno hubiera podido imaginar.

—¿Y por qué no?

—He trabajado en sectores italianos, general. La influencia católica es muy profunda.

—Fontine no es un hombre religioso. ¿A dónde quiere usted ir a parar?

—Justamente a eso. Todo es cuestión de matices, ¿no es cierto? Uno no es simplemente de una manera o de otra. Sobre todo tratándose de un hombre que ha ejercido tanto poder. He revisado su archivo; poseemos fotocopias de todas las cosas sobre las que hemos podido poner las manos. Incluidas su instancia y su partida de matrimonio. Bajo el epígrafe de «religión», escribió una palabra: «cristiana».

—Vaya al grano.

—Lo estoy haciendo. Por el hilo se saca el ovillo. Una familia inmensamente rica y poderosa de un país católico cuyo hijo superviviente niega deliberadamente cualquier asociación con su Iglesia.

—Prosiga, capitán —dijo Teague contrayendo los ojos.

—La negó, tal vez inconscientemente, eso no lo sabemos. No existe ninguna religión llamada «cristiana». Estábamos buscando a los italianos que no debíamos, examinando los archivos que no debíamos.

Stone tomó el sobre con la mano izquierda, desató el fino cordel y levantó el doblez. Sacó un recorte de periódico en el que se veía la fotografía recortada de un hombre con la cabeza descubierta en cuyo cabello oscuro aparecía un mechón de cabello blanco. El hombre iba enfundado en prendas talares negras; la fotografía había sido tomada en el altar de San Pedro. El hombre se encontraba de rodillas, de cara a la Cruz. Por encima de él se podían ver unas manos extendidas que sostenían una birreta de cardenal.

—¡Dios mío! —exclamó Teague mirando a Stone.

—Los archivos vaticanos. Confeccionamos fichas acerca de todos los nombramientos eclesiásticos.

—Pero éste…

—Sí, señor. El nombre del personaje es Guillamo Donatti. Es uno de los más poderosos cardenales de la Curia.