Loch Torridon se encontraba al oeste de las tierras altas de la costa noroeste y la fuente del lago en el mar conducía a las Hébridas. Tierra adentro había multitud de hondonadas y corrientes que descendían de las altas regiones y cuyas claras y heladas aguas formaban extensiones pantanosas. Las instalaciones se levantaban entre la costa y las colinas. Era un paisaje áspero. Aislado, invulnerable, vigilado por patrullas de guardias con perros. A unos diez kilómetros al nordeste había una pequeña aldea dotada de una sola calle mayor con algunos comercios que, al llegar a las afueras, pasaba a convertirse en un camino sin asfaltar.
Las colinas por su parte eran empinadas y abruptas y estaban cubiertas por altos árboles de tupido follaje. En aquellas colinas se sometía a los continentales a los rigores del adiestramiento físico. Pero el adiestramiento era muy complejo y laborioso. Los reclutas no eran soldados sino hombres de negocios, profesores y profesionales, incapaces de soportar los duros ejercicios físicos.
El común denominador era el odio hacia los alemanes. Veintidós de ellos tenían sus raíces en Alemania y Austria; había, además, ocho polacos, nueve holandeses, siete belgas, cuatro italianos y tres griegos. Cincuenta y tres ciudadanos antiguamente respetables que habían hecho sus propios cálculos algunos meses antes.
Sabían que algún día serían enviados de nuevo a sus respectivos países. Pero, tal como Teague había dicho, se trataba en cierto modo de un objetivo todavía confuso. Y este modo de participación indefinida y aparentemente de bajo nivel resultaba inaceptable para los continentales. La corriente de insatisfacción se estaba extendiendo por los cuatro barracones que se levantaban en mitad del campamento. Al escucharse por radio con alarmante rapidez las noticias de las victorias alemanas, la decepción fue en aumento.
¡Por el amor de Dios! ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? ¡Estamos perdiendo el tiempo!
El comandante del campamento saludó a Víctor Fontine con mucha cautela. Era un rudo oficial de regulares y se había graduado en distintas escuelas de operaciones encubiertas del MI6.
—No tengo el propósito de entender demasiadas cosas —dijo en el transcurso del primer encuentro—. Mis instrucciones son confusas, tal como deben ser, supongo. Pasará usted aquí unas tres semanas más o menos, hasta que el brigadier Teague nos dé la orden, adiestrándose con nuestro grupo como un hombre más. Hará usted todo lo que hagan los otros y no habrá ninguna distinción.
—Sí, naturalmente.
Con estas palabras, Víctor entró en el mundo de Loch Torridon. Un extraño y complejo mundo que tenía muy poco en común con las experiencias de su vida anterior. Y le constaba —a pesar de no estar seguro del porqué— que las lecciones que recibiera en Loch Torridon se mezclarían con las enseñanzas de Savarone y configurarían los restantes años de su existencia.
Le facilitaron uniforme de ejercicio y equipo, incluyendo un rifle y una pistola (sin municiones), una carabina con bayoneta, que servía también de cuchillo, una mochila de campaña con los correspondientes utensilios de cocina y una manta. Se dirigió a los barracones y fue saludado con indiferencia, con el menor número de palabras posible y sin la menor curiosidad. Averiguó rápidamente que no reinaba demasiada camaradería en Loch Torridon. Aquellos hombres vivían en y de sus pasados inmediatos; no buscaban amistad.
Las horas del día resultaban largas y agotadoras; las noches se pasaban aprendiendo de memoria claves y mapas y durmiendo el profundo sueño necesario para que los doloridos cuerpos repararan fuerzas. En cierto modo, Víctor empezó a pensar que Loch Torridon era algo así como una extensión de unos juegos que él recordaba. Parecía que estuviera en la universidad compitiendo con sus compañeros de curso en los terrenos de juego, las pistas o la estera, o bien corriendo colina abajo contra reloj. Sólo que sus compañeros de curso de Loch Torridon eran distintos; la mayoría de ellos eran mayores que él y ninguno tenía la más remota idea de lo que era haber sido un Fontini-Cristi. Víctor así pudo colegirlo a través de las breves conversaciones que había mantenido con ellos; resultaba fácil mantenerse apartado y, por consiguiente, competir contra sí mismo. Era la más cruel de las competiciones.
—Hola. Me llamo Mikhailovic.
El hombre que se había dirigido a Víctor sonriendo se sentó en el suelo respirando afanosamente. Soltó las correas de su mochila de campaña y dejó que la pesada lona se le cayera de los hombros. Se encontraban hacia la mitad de la pausa de diez minutos entre un ejercicio de marchas forzadas y un ejercicio de maniobras tácticas.
—Yo me llamo Fontine —replicó Víctor.
El hombre era uno de los dos nuevos reclutas que habían llegado hacía menos de una semana a Loch Torridon. Tenía veintitantos años y era el más joven recluta del campamento.
—Eres italiano, ¿verdad? ¿Estás en el barracón Tres?
—Sí.
—Yo soy servo-croata, barracón Uno.
—Hablas muy bien inglés.
—Mi padre es exportador… era, debería decir. El dinero se encuentra en los países de habla inglesa.
Mikhailovic se sacó del bolsillo del uniforme de ejercicio una cajetilla de cigarrillos y se la ofreció a Fontine.
—No, gracias. Acabo de fumarme uno.
—Me duele todo el cuerpo —dijo el eslavo sonriendo y encendiendo un cigarrillo—: No sé cómo lo hacen los mayores.
—Llevamos aquí más tiempo.
—No me refiero a ti sino a los otros.
—Gracias.
Víctor se preguntó cómo era posible que Mikhailovic se quejara. Era un hombre vigoroso y fornido, con cuello de toro y anchas espaldas. Se observaba en él algo muy curioso: no se veía la menor traza de transpiración en la frente de Mikhailovic mientras que la de Fontine estaba empapada en sudor.
—Abandonaste Italia antes de que Mussolini te convirtiera en un lacayo de Alemania, ¿eh?
—Más o menos.
—Machek está siguiendo el mismo camino. Va a apoderarse de toda Yugoslavia, recuerda mis palabras.
—No lo sabía.
—Lo sabe muy poca gente. Mi padre lo sabía. —Mikhailovic dio una chupada al cigarrillo contemplando los campos y añadió serenamente—: Le ejecutaron.
Fontine miró compasivamente al joven.
—Lo siento. Es muy doloroso, lo sé.
—¿De veras? —preguntó el eslavo volviéndose a mirarle con asombro.
—Sí, ya hablaremos más tarde. Debemos concentrarnos en la maniobra. El objetivo consiste en llegar a la cumbre de la colina a través de los bosques sin que nos alcancen. —Víctor se levantó y extendió la mano—. Mi nombre propio es Vittor… Víctor. Tú, ¿cómo te llamas?
El servo-croata estrechó la mano de Víctor con firmeza.
—Petride. Es griego. Mi abuela era griega.
—Bienvenido a Loch Torridon, Petride Mikhailovic.
A medida que transcurrían los días, Víctor y Petride se fueron compenetrando cada vez más. En realidad, llegaron a compenetrarse tan bien que los sargentos del campamento solían elegirlos para que formaran pareja en los ejercicios de infiltración contra un número superior de hombres. Petride fue autorizado a trasladarse al barracón de Víctor.
Para Víctor fue como si uno de sus hermanos menores hubiera vuelto súbitamente a la vida; curioso, a menudo perplejo pero fuerte y obediente. En cierto modo, Petride llenaba un vacío y amortiguaba el dolor de sus recuerdos. Si algún peligro había en aquellas relaciones, era el de los excesos por parte del servo-croata. Petride hablaba en demasía, preguntaba constantemente y facilitaba información acerca de su vida personal en la esperanza de que Víctor le correspondiera haciendo lo propio.
Pero Fontine no podía hacerlo más allá de ciertos límites. No se sentía inclinado a ello. Había compartido con Jane las angustias de Campo di Fiori pero no iba a hacerlo con ninguna otra persona. De vez en cuando, se veía en la necesidad de reprender a Petride Mikhailovic.
—Eres mi amigo, no mi padre confesor.
—¿Tenías un padre confesor?
—Pues, en realidad, no. Era un decir.
—Tu familia era religiosa. Debía serlo.
—¿Por qué?
—Tu verdadero apellido. «Fontini-Cristi». Significa fuentes de Cristo, ¿no?
—En lengua de varios siglos de antigüedad. No somos religiosos en la auténtica acepción de la palabra; hace mucho tiempo que no lo somos.
—Yo soy muy, muy religioso.
—Estás en tu derecho.
Pasó la quinta semana sin que se recibieran noticias de Teague. Fontine se preguntó si habría sido olvidado; si el MI6 habría abandonado la idea del «mal manejo a toda costa». A pesar de lo cual, la vida en Loch Torridon había conseguido distraerle de sus recuerdos autodestructores; se sentía fuerte y en forma.
Los tenientes del campamento habían organizado aquel día lo que ellos llamaban un ejercicio de «larga persecución». Los cuatro barracones actuarían por separado tomando cada uno de ellos cuarenta y cinco grados de circunferencia dentro de un radio de diecisiete kilómetros de Loch Torridon. A dos hombres de cada uno de los barracones se les concedió una ventaja de quince minutos antes de que los demás reclutas iniciaran la persecución; el objetivo consistía en que los perseguidos eludieran a los perseguidores el mayor tiempo posible.
Era lógico que los sargentos eligieran a los dos mejores de cada barracón para iniciar el ejercicio. Víctor y Petride fueron los primeros escapados del barracón Tres.
Ambos descendieron corriendo por la rocosa ladera en dirección a los bosques de Loch Torridon.
—¡Ahora, rápido! —ordenó Fontine al penetrar bajo el denso follaje del bosque—. Iremos hacia la izquierda. El barro; ¡pisa el barro! Rompe todas las ramas que puedas.
Corrieron unos cincuenta metros arrancando ramas y dejando la huella de sus pisadas en la húmeda tierra que formaba el tortuoso pasillo del bosque. A continuación, Víctor dio la segunda orden.
—¡Detente! Ya hemos ido lo suficientemente lejos. Ahora grabaremos cuidadosamente unas pisadas en la tierra seca… Ya basta. Muy bien, ahora retrocede pisando directamente las huellas. A través del barro… Muy bien. Ahora volveremos sobre nuestros pasos.
—¿Sobre nuestros pasos? —preguntó el asombrado Petride—. Pero ¿volver a dónde?
—Al lindero del bosque. Al lugar por el que hemos penetrado. Nos quedan todavía ocho minutos. Es suficiente.
—¿Para qué? —preguntó el servo-croata mirando a su amigo como si Fontine se hubiera vuelto divertidamente loco.
—Para encaramarnos a un árbol. Y que no nos vean.
Víctor eligió un alto pino escocés que se levantaba en medio de un arracimamiento de árboles más bajos y empezó a encaramarse hasta las ramas del primer nivel. Petride le siguió con una expresión de alivio en su rostro infantil. Ambos hombres alcanzaron los tres cuartos de altura del pino y se situaron a ambos lados del tronco. Estaban protegidos por las ramas que les rodeaban pero el terreno de abajo les resultaba visible.
—Nos quedan casi dos minutos —murmuró Víctor mirándose el reloj—. Aparta las ramas sueltas. Descansa cómodamente el peso.
Dos minutos y treinta segundos más tarde, sus perseguidores pasaron por debajo de ellos. Fontine se inclinó hacia adelante y le dijo al joven servo-croata:
—Les daremos treinta segundos y bajaremos. Nos dirigiremos hacia el otro lado de la colina. Una parte de la misma da a una hondonada. Es un buen escondrijo.
—¡A un tiro de piedra de la línea de salida! —exclamó Petride sonriendo—. ¿Cómo se te ha ocurrido?
—Se ve que nunca tuviste hermanos con quienes jugar. El juego del escondite era nuestro preferido.
Mikhailovic dejó de sonreír.
—Tengo muchos hermanos —dijo enigmáticamente al tiempo que apartaba la mirada.
No había tiempo para indagar en la afirmación de Petride. Y, por otra parte, a Víctor no le importaba. En el transcurso de los pasados ocho días, el joven servo-croata se había comportado de un modo muy extraño. Malhumorado unas veces, alegre otras y dirigiendo constantemente preguntas que rebasaban los límites de una amistad de seis semanas. Fontine se miró el reloj.
—Yo empezaré a bajar primero. Si no hay nadie a la vista, arrancaré unas cuantas ramas. Ésta será la señal para que me sigas.
Ya en el suelo, Víctor y Petride se agacharon y corrieron hacia el lindero este del bosque que formaba la base de la colina. A lo largo de unos trescientos metros y rodeando el círculo de la colina podían verse unas melladas rocas que daban a una profunda hondonada. Excavada en la colina por un glaciar hacía miles de años, la hondonada parecía un santuario natural. Avanzaron cruzando literalmente el barranco. Respirando afanosamente, Fontine se agachó en posición sentada con la espalda apoyada contra la pared de roca. Abrió un bolsillo de su mochila de campaña y sacó una cajetilla de cigarrillos. Petride se encontraba sentado frente a él con los pies colgando del borde de la roca. La aislada roca no debía de medir más de dos metros de ancho por uno y medio de largo. Víctor miró nuevamente su reloj. Ahora ya no era necesario hablar en susurros.
—Dentro de media hora, treparemos a la cumbre y les daremos una sorpresa a los tenientes. ¿Un cigarrillo?
—No, gracias —replicó Mikhailovic ásperamente, de espaldas a Fontine.
El matiz de enojo no podía pasar inadvertido.
—¿Qué ocurre? ¿Te has hecho daño?
Petride se volvió y clavó los ojos en Víctor.
—En cierto modo, sí.
—No quiero insistir. O te has hecho daño o no te has hecho. No me gustan los ciertos modos.
Fontine llegó a la conclusión de que, si Mikhailovic se había sumido en uno de sus habituales períodos de depresión, lo mejor sería no conversar. Estaba empezando a pensar que, bajo su aparente aire de inocencia, Petride Mikhailovic era un joven muy inquieto.
—Eres tú el que elige lo que más te interesa, ¿no es cierto, Víctor? Cambias el mundo a voluntad. Mueves la cabeza y todo se convierte en nada. Se hace el vacío.
El servo-croata miró a Fontine mientras hablaba.
—Cálmate. Contempla el paisaje, fúmate un cigarrillo y déjame en paz. Me estás aburriendo.
Mikhailovic levantó lentamente las piernas por encima del borde de la roca sin dejar de mirar fijamente a Víctor.
—No debes rechazarme. No puedes. He compartido mis secretos contigo. Abiertamente, voluntariamente. Ahora tú debes hacer lo mismo.
Fontine miró al servo-croata y experimentó una súbita inquietud.
—Creo que estás en un error en lo concerniente a nuestras relaciones. O tal vez yo me haya equivocado en relación con tus preferencias.
—No me insultes.
—Me limito a aclarar…
—¡Se me ha acabado el tiempo! —exclamó Petride levantando la voz; sus palabras formaron un grito y sus ojos permanecieron muy abiertos, sin parpadear—. ¡No eres ciego! ¡No eres sordo! ¡Y, sin embargo, finges serlo!
—Lárgate de aquí —le ordenó Víctor serenamente—. Regresa a la línea de salida. El ejercicio ha terminado.
—Mi nombre —susurró Mikhailovic con una pierna bajo su vigoroso cuerpo agachado—. Desde un principio, te negaste a reconocerlo. ¡Petride!
—Te llamas así y yo lo reconozco.
—¿Jamás lo habías oído con anterioridad? ¿Es eso lo que pretendes decirme?
—Si lo oí alguna vez, no me causó impresión.
—¡Eso es mentira! Es el nombre de un sacerdote. ¡Y tú conocías a este sacerdote!
Las palabras volvieron a elevarse en un grito desesperado.
—He conocido a muchos sacerdotes. Pero a ninguno que llevara este nombre…
—¡El sacerdote de un tren! ¡Un hombre entregado a la gloria de Dios! ¡Que se presentó por la gracia de Su santa obra! ¡No puedes, no debes negarle!
—¡Madre de Cristo! —exclamó Fontine con voz apenas audible. El golpe le había dejado anonadado—. Salónica. El tren de mercancías de Salónica.
—Sí. Aquel sagrado tren; ¡documentos que son la sangre, el alma de una sola Iglesia incorruptible e inmaculada! ¡Nos los has arrebatado!
—Eres un monje de Jénope —dijo Víctor sin poder dar crédito a lo que estaba ocurriendo—. ¡Dios mío, eres un monje de Jénope!
—¡Con todo mi corazón! ¡Con toda mi mente, mi alma y mi cuerpo!
—¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Cómo has penetrado en Loch Torridon?
Mikhailovic dobló ahora la otra pierna, totalmente agachado como un animal enfurecido a punto de saltar.
—Eso no tiene importancia. Debo saber a dónde fue llevada la caja, dónde se ocultó. ¡Tú me lo vas a decir, Vittorio Fontini-Cristi! ¡No tienes más remedio!
—Te diré lo que les dije a los británicos. ¡No sé nada! Los ingleses me salvaron la vida. ¿Por qué iba a mentir?
—Porque diste tu palabra. A otra persona.
—¿A quién?
—A tu padre.
—¡No! ¡Le mataron antes de que pudiera decir las palabras! ¡Si de veras sabes algo, sabrás eso!
Súbitamente, los ojos del monje de Jénope se quedaron inmóviles. Tenía la mirada enturbiada y los párpados muy abiertos, casi como los de un enfermo tiroideo. Introdujo la mano bajo su chaqueta de campaña y sacó una pequeña pistola automática de cañón corto. Quitó el seguro con el pulgar.
—Eres insignificante. Ambos somos insignificantes —murmuró—. No somos nada.
Víctor contuvo el aliento y dobló las rodillas. Se acercaba la décima de segundo en la que se le ofrecería la única oportunidad de salvar su vida lanzando los pies contra aquel sacerdote enloquecido. Una bota contra el arma y otra contra la pierna doblada de Mikhailovic arrojándole al precipicio. Era lo único que le quedaba… si es que podía hacerlo.
Bruscamente, el sacerdote habló y su intrusión oral resultó sobrecogedora. Hablaba en tono extático y como si entonara un canto.
—Me estás diciendo la verdad —dijo cerrando los ojos—. Me has dicho la verdad —repitió como hipnotizado.
—Sí —dijo Fontine respirando muy hondo. Al espirar, supo que lanzaría hacia afuera ambas piernas; había llegado el momento.
Petride se levantó y su poderoso tórax se ensanchó bajo las prendas de soldado. Pero el arma ya no apuntaba a Víctor. En su lugar, los brazos de Mikhailovic aparecían extendidos en cruz. El monje levantó la cabeza hacia los cielos y dijo gritando:
—¡Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso! ¡Contemplaré los ojos de Dios y no vacilaré!
El monje de Jénope dobló el brazo derecho y apoyó el cañón de la automática contra su sien.
Disparó.
—Ya cuenta usted en su haber con el primer asesinato —dijo Teague con aire indiferente, sentado frente al escritorio de Fontine en la pequeña estancia cerrada.
—¡Yo no le maté!
—Qué más da el modo en que ocurra o quién apriete el maldito gatillo. El resultado es el mismo.
—¡Por un motivo equivocado! ¡El tren, este maldito e impío tren! ¿Cuándo terminará todo eso? ¿Cuándo desaparecerá?
—Era su enemigo. Es lo único que le he dicho.
—Si lo era, ¡usted hubiera debido saberlo, hubiera debido averiguarlo! Es usted un necio, Alec.
—Así no le habla un capitán a un general de brigada —dijo Teague moviendo las piernas con irritación.
—Me encantaría quitarle el mando y resolver el asunto —dijo Víctor centrando nuevamente su atención en los documentos de unas carpetas de cartulina que había sobre el escritorio.
—Eso no se le hace a un militar.
—Sería la única razón de su continuidad. No hubiera durado usted ni una semana como uno de mis ejecutivos.
—No lo creo —dijo Teague asombrado—. Estoy sentado aquí y me está degradando un dirigente empresarial de mierda.
—No exagere —dijo Fontine echándose a reír—. Me estoy limitando a hacer lo que usted me ha pedido. —Señaló las carpetas que había sobre el escritorio—. Clarificar Loch Torridon. En el transcurso de este proceso, he tratado de averiguar cómo pudo entrar este monje de Jénope, este Mikhailovic.
—¿De veras?
—Creo que sí. Es un fallo básico que se observa en todos estos documentos. No contienen ninguna evaluación económica; hay innumerables palabras, relatos, opiniones… pero muy pocas cifras. Todo ello debiera corregirse a ser posible antes de que adoptemos nuestras decisiones definitivas con respecto al personal.
—¿De qué demonios está usted hablando?
—De dinero. Los hombres se enorgullecen de él; es el símbolo de su productividad. Puede localizarse y confirmarse de una docena de maneras distintas. Abundan los archivos. En todos los casos en que ello sea posible, quiero informes económicos acerca de todos los reclutas de Loch Torridon. No había ninguno en relación con Petride Mikhailovic.
—Económicos…
—Un informe económico —prosiguió diciendo Fontine— permite penetrar en lo más hondo del carácter de un hombre. Aquí abundan los hombres de negocios y los profesionales. Accederán gustosamente a declarar. Aquellos que no hayan desarrollado dichas actividades serán interrogados exhaustivamente.
Teague descruzó las piernas y habló en tono respetuoso.
—Ya llegaremos a eso, hay muchas maneras de conseguirlo.
—En caso contrario —dijo Víctor levantando la mirada—, cualquier banco o agencia de cambio y bolsa nos podrá facilitar los datos. Cuanto más complejos, mejor.
—Sí, naturalmente. Y, aparte eso, ¿qué tal marchan las cosas?
Fontine se encogió de hombros señalando con la mano el montón de carpetas del escritorio.
—Muy despacio. He leído todos los informes varias veces, tomando notas, catalogando según las profesiones y actividades afines. He analizado las procedencias geográficas y las compatibilidades lingüísticas. Pero no estoy muy seguro de adónde me va a conducir todo eso. Exigirá tiempo.
—Y mucho trabajo —le interrumpió Teague—. Recuerde que se lo dije.
—Sí. Y también me dijo que valdría la pena. Espero que tenga razón.
Teague se inclinó hacia adelante.
—Mandaré que uno de los mejores hombres del servicio trabaje con usted. Será el hombre encargado de las comunicaciones en toda esta operación. Es extraordinario; conoce más claves y cifras que diez de nuestros mejores criptógrafos juntos. Es tremendamente decidido, adopta decisiones con una pasmosa rapidez. Que es lo que usted quiere, naturalmente.
—Pero no durante mucho tiempo.
—Todo terminará antes de lo que se imagina.
—¿Cuándo le conoceré? ¿Cómo se llama?
—Geoffrey Stone. Le he traído conmigo.
—¿Está en Loch Torridon?
—Sí. Echando un vistazo, sin duda, a la sección de criptografía. Quiero que se encuentre aquí desde un principio.
Víctor no estaba muy seguro del porqué, pero la información de Teague le inquietó. Quería trabajar solo, sin que nadie le distrajera.
—Muy bien. Me imagino que le veremos en la sala de rancho.
Teague volvió a sonreír y se miró el reloj.
—No estoy muy seguro de que quiera usted cenar en la sala de rancho de Torridon.
—En la sala de rancho nunca se cena, Alec. Se come.
—Sí, bueno, dejando la cocina a un lado, tengo una noticia para usted. Una amiga suya se halla en el sector.
—¿Sector? ¿Acaso Loch Torridon es un sector?
—Para el sistema de transmisión de señales aéreas.
—¡Santo cielo! ¿Está aquí Jane?
—Me enteré anteanoche. Está efectuando una visita por orden del Ministerio del Aire. Como es lógico, ella no tenía ni idea de que estaba usted aquí hasta que ayer me puse en contacto con ella. Estaba en Moray Firth, en la costa.
—¡Es usted un terrible manipulador! —dijo Fontine echándose a reír—. Y se le ve mucho el plumero ¿Dónde está ella?
—Le juro que no sabía nada —dijo Teague en tono de convincente inocencia—. Pregúnteselo usted mismo. Hay una posada en las afueras de la ciudad. Estará allí a las cinco y media.
¡Dios mío, cuánto la he echado de menos! La he echado de menos con toda mi alma. Era curioso; no se había percatado de la profundidad de sus sentimientos. Su rostro con aquellas facciones tan acusadas y suaves a un tiempo, su oscuro y sedoso cabello que le caía tan maravillosamente sobre los hombros, sus ojos tan intensamente azules, todo estaba grabado en su mente.
—Supongo que me concederá usted una licencia para que pueda abandonar el campamento.
—Y le conseguiré, además, un vehículo —dijo Teague asintiendo—. Pero falta todavía un rato para la hora de marcharse. Vamos a invertirlo estudiando cuestiones concretas. Ya sé que acaba de empezar pero habrá llegado a alguna conclusión.
—En efecto. Aquí hay cincuenta y tres hombres. Dudo que veinticinco pudieran sobrevivir a Loch Torridon en la forma en que yo creo debiera organizarse…
Permanecieron hablando casi una hora. Cuanto más ampliaba Fontine sus puntos de vista, tanto más se daba cuenta de que Teague los aceptaba. Muy bien, pensó Víctor. Iba a hacer muchas peticiones, entre ellas la relativa a una constante búsqueda de talentos para Loch Torridon. Pero ahora sus pensamientos se habían dirigido de nuevo hacia Jane.
—Le acompañaré a su barracón —dijo Teague intuyendo su impaciencia—. Podríamos detenernos un minuto en el club de oficiales… Le prometo que no será más. El capitán Stone ya debe de estar allí; tiene que conocerle.
Pero no fue necesario acudir al bar de oficiales para encontrar al capitán Geoffrey Stone. Mientras bajaban los peldaños del edificio, Víctor observó la elevada figura de un hombre enfundado en un gabán del ejército. La figura de aquel hombre le resultaba en cierto modo conocida, la flojedad de sus hombros no poseía un aire demasiado militar. Lo más curioso era la mano derecha de aquel hombre. La llevaba enfundada en un guante negro demasiado grande para ser normal. Se trataba de un guante médico bajo cuyo cuero negro la mano aparecía vendada.
El hombre se volvió y Fontine se detuvo en seco conteniendo el aliento.
El capitán Geoffrey Stone era el agente llamado Manzana que había resultado herido de un disparo en el desembarcadero de Celle Ligure.
Se abrazaron, pero no hablaron porque las palabras eran inútiles. Habían permanecido separados diez semanas. Diez semanas desde aquellos espléndidos y emocionantes momentos de amor.
Al llegar a la posada, la anciana sentada en una mecedora detrás del mostrador le saludó diciéndole:
—La oficial de vuelo Holcroft ha llegado hace media hora. Confío en que sea usted el capitán aunque, por la ropa que lleva, nadie lo diría. Ha dicho que suba usted, si quiere. Es una muchacha que va al grano. Ésa no ha empleado palabras para disimular. Suba la escalera, gire a la izquierda, habitación número cuatro.
Llamó suavemente a la puerta advirtiendo que el corazón le latía ridículamente en el pecho como si fuera el de un adolescente. Se preguntó si ella sería presa de la misma tensión.
Jane abrió y permaneció de pie con la mano en la manija mirándole con sus inquisitivos ojos más azules que nunca y más escudriñadores de lo que él jamás recordaba haberlos visto. Ella también estaba en tensión pero experimentaba una sensación de confianza.
Víctor entró y le tomó la mano. Cerró la puerta; la distancia entre ambos se redujo y lentamente se abrazaron. Cuando sus labios se encontraron, todas las preguntas quedaron olvidadas y las respuestas fueron obvias en el silencio.
—Estaba asustada, ¿lo sabías? —susurró Jane tomándole el rostro entre sus manos y besándole tierna y repetidamente en los labios.
—Sí. Porque yo también lo estaba.
—No estaba segura de lo que iba a decir.
—Ni yo tampoco. Y estamos aquí hablando de nuestras incertidumbres. Debe de ser muy saludable, supongo.
—Probablemente es infantil —dijo ella recorriéndole la frente y la mejilla con los dedos.
—Creo que no. Querer… necesitar… con tanta intensidad es algo muy distinto. Uno teme no ser correspondido —dijo Víctor tomándole la mano y besándosela y besándole después los labios y el sedoso cabello oscuro que enmarcaba la suave piel de su encantador rostro. La abrazó y la atrajo hacia sí estrechándola con fuerza al tiempo que murmuraba—: Te necesito. Te he echado de menos.
—Eres un encanto al decírmelo, cariño, pero no tienes por qué. No lo exijo y no te lo pediré.
Víctor se apartó un poco, le tomó suavemente el rostro entre sus manos y le miró los ojos, muy cerca de los suyos.
—¿Acaso no te ocurre a ti lo mismo?
—Exactamente lo mismo —repuso ella inclinándose hacia él y rozándole la mejilla con sus labios—. Pienso en ti demasiado a menudo. Y yo soy una chica muy ocupada.
Víctor comprendió que le deseaba tan profunda y completamente como él la deseaba a ella. La tensión que ambos experimentaban se transmitió a sus cuerpos de tal manera que el alivio sólo podría hallarse en un acto amoroso. Sin embargo, la dolorosa y apremiante urgencia que experimentaban no exigía rapidez. En su lugar, permanecieron abrazados en la cálida excitación de la cama, explorándose el uno al otro con ternura y creciente insistencia. Y hablaron suavemente en susurros en medio de una creciente emoción.
Santo cielo, cuánto la amaba.
Permanecieron tendidos bajo la sábana, agotados. Ella se incorporó sobre un codo y se inclinó hacia él acariciándole el hombro y recorriéndole la piel con los dedos hasta llegar a los muslos. Su cabello oscuro se derramaba sobre el pecho de Víctor. Detrás del cabello y bajo su delicado rostro y sus penetrantes ojos azules, sus pechos se hallaban suspendidos sobre el tórax de Víctor. Él extendió la mano derecha dándole a entender que iba a iniciarse de nuevo el acto amoroso. Y súbitamente, mientras permanecían desnudos juntos, Vittorio Fontini-Cristi pensó que no deseaba perder jamás a aquella mujer.
—¿Cuánto tiempo podrás quedarte en Loch Torridon? —preguntó atrayendo su rostro hacia sí.
—Eres un horrible corruptor de muchachas no tan menores —susurró ella riéndose suavemente contra su oído—. Me encuentro actualmente en un estado de ansiedad erótica con el recuerdo de unos rayos y unos placeres erógenos que están conmoviendo todavía mis más íntimos… y me preguntas que cuánto tiempo podré quedarme. Pues, siempre, claro. Hasta que regrese a Londres dentro de tres días.
—¡Tres días! Es mejor que dos. O que veinticuatro horas.
—¿Para qué? ¿Para que nos convirtamos en un par de idiotas balbucientes?
—Nos casaremos.
Jane levantó la cabeza y le miró. Le miró largo rato antes de empezar a hablar con los ojos todavía clavados en los suyos.
—Has estado sometido a muchos sufrimientos y a una terrible confusión.
—¿No quieres casarte conmigo?
—Con toda mi alma, cariño. Te quiero más que a nada del mundo…
—Pero no me dices que sí.
—Soy tuya. No tienes por qué casarte conmigo.
—Quiero casarme contigo. ¿Te parece mal?
—Es lo que mejor puede parecerme. Pero tienes que estar seguro.
—¿Estás tú segura?
—Sí —repuso ella juntando su mejilla con la de Víctor—. Pero se trata de ti. Tú debes estar seguro.
Víctor le apartó suavemente con la mano el cabello del rostro y le contestó con la mirada.
El embajador Anthony Brevourt se hallaba sentado tras el enorme escritorio de su estudio Victoriano. Era casi media noche, la servidumbre se había retirado a descansar y la ciudad de Londres estaba a oscuras. Por todas partes había hombres y mujeres en los tejados de las casas, junto al río y en los parques hablando en voz baja a través de radiotransmisores, observando los cielos. Esperaban el asedio que sabían iba a producirse, pero que todavía no se había iniciado.
Sería cuestión de semanas; Brevourt lo sabía; en los documentos estaba previsto. Sin embargo, no podía apartar el pensamiento de los horrores que se traducirían en una nueva configuración de la historia, tan inevitable como los acontecimientos que se estaban avecinando. Estaba consumido por otra catástrofe. Menos inmediatamente dramática pero, por muchos conceptos, análogamente profunda. La catástrofe se hallaba descrita en los documentos que albergaba la carpeta que tenía delante. Brevourt leyó la denominación en clave, escrita a mano, que había creado para sí mismo. Y para algunos —muy pocos— otros.
SALÓNICA
De lectura tan sencilla y, sin embargo, de significado tan complejo.
¿Cómo, en nombre de Dios, había podido ocurrir? ¿Qué estaban pensando? ¿Cómo era posible que no pudieran averiguarse los movimientos de un solo tren de mercancías que había atravesado media docena de fronteras nacionales? La clave tenía que ser el sujeto.
Debajo, en un cajón del escritorio cerrado con llave, sonó un teléfono. Brevourt abrió el escritorio y descolgó el aparato.
—¿Sí?
—Loch Torridon —fue la simple respuesta.
—¿Sí, Loch Torridon? Estoy solo.
—El sujeto se casó ayer. Con la candidata.
Brevourt contuvo momentáneamente el aliento. Después respiró hondo. La voz del otro extremo de la línea volvió a hablar.
—¿Está usted ahí, Londres? ¿Me ha oído?
—Sí, Torridon. Le he oído. Es más de lo que podíamos esperar, ¿no es cierto? ¿Se muestra Teague complacido?
—No demasiado. Creo que hubiera preferido unas adecuadas relaciones. No una boda. No creo que estuviera preparado para eso.
—Probablemente no. La candidata podría considerarse una obstrucción. Teague tendrá que adaptarse. Salónica posee la máxima prioridad.
—No le diga usted jamás eso a MI-Seis, Londres.
—Dadas las circunstancias —dijo Brevourt fríamente—, confío en que todos los documentos relativos a Salónica habrán sido retirados de MI-Seis. Así lo acordamos, Loch Torridon.
—Es cierto. No queda nada.
—Muy bien. Voy a trasladarme con Churchill a París. Puede usted establecer contacto conmigo a través del canal oficial del Foreign Office, Clave Maginot. Permanezca en contacto; Churchill desea que se le mantenga informado.