Enero de 1940 a septiembre de 1945
EUROPA
Sonó el teléfono sobre el escritorio antiguo de la suite del Savoy. Vittorio se encontraba frente a la ventana que daba al Támesis contemplando el lento discurrir de las barcazas por el río en la tarde lluviosa. Miró su reloj. Eran exactamente las cuatro y media. Quien le llamaba debía ser Alec Teague del MI6.
Fontini-Cristi había averiguado muchas cosas acerca de Teague durante las últimas tres semanas; una de ellas era la indefectible puntualidad de aquel hombre. Si decía que llamaría mañana a las cuatro y media, llamaba a las cuatro y media. Alec Teague ajustaba su vida a un horario preciso, razón por la cual sus conversaciones solían ser muy abruptas.
Vittorio se puso al aparato.
—¿Diga?
—¿Fontini?
El funcionario del servicio de espionaje era muy dado también a la brevedad en lo concerniente a nombres. Al parecer, no veía la razón por la que tuviera que añadir Cristi siendo Fontini suficiente.
—Hola, Alec, le estaba esperando.
—Tengo los papeles —dijo Teague rápidamente—. Y las instrucciones para usted. El Foreign Office se mostraba reacio. No sé si estaban preocupados por su bienestar o si creían que iba a pasarle usted una factura a la Corona.
—Esto último se lo puedo asegurar. Mi padre llevaba a cabo «negociaciones muy duras», según las llaman aquí. Jamás he comprendido esta expresión. ¿Pueden ser suaves las negociaciones?
—Vaya usted a saber —repuso Teague sin haberle prestado demasiada atención—. Creo que debiéramos reunimos ahora mismo. ¿Cómo tiene la noche?
—Iba a cenar con la señorita Holcroft. Dadas las circunstancias, podría cancelar la cena, claro.
—¿Holcroft? Ah, la señora Spane.
—Creo que prefiere que la llamen Holcroft.
—Sí, no se lo reprocho porque él es un estúpido. No obstante, no puede uno librarse de las formalidades.
—Pues, ella se esfuerza por hacerlo, creo.
—Es una muchacha muy valerosa —dijo Teague echándose a reír—. Creo que me gustaría.
—Lo cual significa que no la conoce usted y quiere que yo sepa que me ha mandado seguir. Jamás le había mencionado a usted su apellido de casada.
—Lo he hecho por usted, no por nosotros —dijo Teague riéndose de nuevo.
—¿Cancelo, pues, la cena?
—No se moleste en hacerlo. ¿Cuándo terminará?
—Terminar, ¿qué?
—La cena. Maldita sea, lo había olvidado. Es usted italiano.
Vittorio esbozó una sonrisa. Alec había hecho un comentario auténticamente sincero.
—Puedo acompañar a la dama a su casa a las diez y media… a las diez. Supongo que desea usted que nos veamos esta noche.
—Me temo que no hay más remedio. En las instrucciones se especifica que deberá usted emprender viaje mañana. Con destino a Escocia. Por la mañana.
El restaurante de Holborn se llamaba Fawn’s. Las ventanas aparecían cubiertas por unas tensas cortinas negras ajustadas con tachuelas para impedir que un solo rayo de luz se filtrara a la calle. Vittorio se encontraba junto a la barra sentado en un taburete del rincón que le permitía ver todo el salón y la encortinada entrada. Ella estaba a punto de llegar y Vittorio sonrió al pensar en lo mucho que deseaba verla.
Sabía cuándo se había iniciado con Jane la rápida relación que pronto conduciría a ambos al espléndido goce de la cama. No había sido durante su encuentro en el vestíbulo del Savoy y tampoco durante la primera velada que habían transcurrido juntos. Aquello había sido una distracción agradable y él no había buscado ni deseado más.
Todo había empezado hacía cinco días cuando él se encontraba solo en su habitación. Habían llamado a la puerta. Él había acudido a abrirla y se había encontrado con Jane de pie en el pasillo. En su mano sostenía un arrugado ejemplar del Times que él no había visto.
—Por el amor de Dios, ¿qué ha ocurrido? —le preguntó ella.
Él le indicó que entrara sin contestar por no estar muy seguro de a qué se refería. Ella le entregó el periódico en el ángulo inferior izquierdo de cuya primera plana podía verse un corto artículo enmarcado en tinta roja.
MILAN, 2 de enero (Reuter) - Un oscuro velo ha descendido sobre las Industrias Fontini-Cristi de cuyo control se han hecho cargo las autoridades gubernamentales. No ha sido visto ningún miembro de la familia Fontini-Cristi y la policía ha sellado la finca familiar de Campo di Fiori. Circulan diversos rumores en relación con el destino de esta poderosa dinastía dirigida por el financiero Savarone Fontini-Cristi y su hijo mayor Vittorio. Fuentes autorizadas indican la posibilidad de que éstos hayan sido asesinados por algunos patriotas enfurecidos ante la adopción por parte de la compañía de ciertas decisiones contrarias, a su juicio, a los intereses de Italia. Se dice que el cuerpo mutilado de un «confidente» (que este periodista no ha podido ver) apareció colgado en la Piazza del Duomo con un letrero que, al parecer, confirmaba los rumores de la ejecución. Roma se ha limitado únicamente a hacer público un comunicado afirmando que los Fontini-Cristi eran enemigos del estado.
Vittorio había posado el periódico sobre una mesa y había cruzado la estancia alejándose de la muchacha. Sabía que ésta había actuado guiada por la buena intención. No le reprochaba su preocupación pero se sentía molesto. La angustia era suya y no experimentaba el deseo de compartirla con nadie. Ella se había entremetido.
—Lo siento —dijo ella serenamente—. Me he equivocado. No tenía ningún derecho a hacer eso.
—¿Cuándo lo leíste?
—Hace menos de media hora. Me lo dejaron encima de mi escritorio. Les había mencionado tu nombre a algunos amigos. No vi razón para no hacerlo.
—¿Y has venido inmediatamente?
—Sí.
—¿Por qué?
—Estaba preocupada —repuso ella simplemente. Su sinceridad conmovió a Vittorio—. Pero ya me voy.
—Por favor…
—¿Quieres que me quede?
—Sí. Creo que sí.
Y así fue cómo se lo contó. En tono comedido al principio hasta que sus palabras habían ido adquiriendo una creciente emoción a medida que se acercaba el momento de la descripción de la espantosa noche de luz blanca y muerte en Campo di Fiori. Vittorio tenía la garganta seca y no sentía deseos de proseguir.
Entonces Jane hizo algo muy extraño. Separada de él por la breve distancia que mediaba entre los sillones de ambos, sin tratar de reducir la distancia que les separaba, le había obligado a continuar.
—Por el amor de Dios, dímelo. Cuéntamelo todo.
Se lo había dicho en un susurro, pero aquel susurro había sido una orden y, en su confusión y zozobra, Vittorio la había obedecido.
Al terminar, se apoderó de él una inmensa sensación de alivio. Por primera vez en muchos días, había conseguido librarse de un peso insoportable. No de manera permanente porque volvería a sentirse agobiado por él pero, de momento, había recuperado la cordura; la había recuperado auténticamente sin que ello constituyera una simulación impuesta en la que tuviera que seguir respirando afanosamente.
Jane comprendió lo que él no había logrado entender y así se lo dijo.
—¿Creías que podrías seguir guardándotelo dentro? ¿Sin pronunciar las palabras y sin oírlas? ¿Qué clase de hombre te habías creído que eras?
¿Qué clase de hombre? No lo sabía realmente. Jamás había pensado seriamente en la clase de hombre que era; no era una cuestión que le preocupara más allá de ciertos límites. Él era Vittorio Fontini-Cristi, hijo primogénito de Savarone. Ahora averiguaría qué otra cosa era. Se preguntó si Jane llegaría a formar parte de su nuevo mundo. O bien si la guerra y el odio seguirían consumiendo toda su energía. Sabía únicamente que la guerra —y el odio— eran los trampolines que le permitirían volver a la vida.
Ésta había sido la razón de que hubiera alentado a Alec Teague al establecer éste nuevamente contacto con él tras la desastrosa reunión con Brevourt en Espionaje Sector Cinco. Teague deseaba que le facilitara antecedentes —conversaciones aparentemente sin importancia, observaciones casuales, palabras extrañamente repetidas—, cualquier cosa que pudiera guardar relación con el tren de Salónica. Pero Vittorio también quería algo. Y lo quería de Teague. Por eso había espaciado los detalles de su información: un río que tal vez tuviera relación con Zurich o tal vez no, un distrito de los Alpes italianos llamado Champoluc por el que, sin embargo, no discurría ningún río. Independientemente de cuál fuera el rompecabezas, las piezas no encajaban. Pero Teague seguía tanteando.
Y, mientras éste tanteaba, Vittorio fue sopesando las posibles opciones que el MI6 tal vez le ofreciera. Hablaba perfectamente el inglés y el italiano y se expresaba con fluidez en francés y alemán; poseía unos profundos conocimientos acerca de las más importantes industrias europeas y había negociado con las más destacadas figuras financieras de toda Europa. Tendría que haber algo.
Teague le dijo que ya miraría. El día anterior Teague le había dicho que le llamaría hoy a las cuatro y media; era posible que hubiera algo. Aquella tarde a las cuatro en punto Teague le había llamado; estaba en posesión de las «instrucciones» con destino a Vittorio. Se había encontrado algo. Fontini-Cristi se preguntó de qué se trataría y pensó en los motivos que habrían aconsejado su brusca partida hacia Escocia.
—¿Llevas mucho rato esperando? —preguntó Jane Holcroft, súbitamente de pie a su lado en el bar escasamente iluminado.
—Lo siento —dijo Vittorio lamentando no haberla visto en el salón a pesar de haber estado mirando la puerta—. No, en absoluto.
—Estabas pensando en otra cosa. Me estabas mirando directamente y, al dirigirte yo una sonrisa, has hecho una mueca despectiva. Espero que no signifique lo que parecía.
—No, por Dios. Tienes razón. Estaba pensando en otra cosa. En Escocia.
—¿Cómo dices?
—Ya te hablaré de ello en la mesa. Te contaré lo que sepa, muy poco, por cierto.
Fueron acompañados a la mesa y pidieron unas copas.
—Ya te hablé de Teague —dijo él encendiéndole a Jane el cigarrillo y guardando la cerilla encendida para el suyo.
—Sí. El hombre del servicio de espionaje. No me dijiste gran cosa. Sólo que parecía un buen chico y que te había hecho muchas preguntas.
—No tenía más remedio. Mi familia lo exigía. —Fontini-Cristi no le había hablado a Jane del tren de mercancías de Salónica; no tenía por qué hacerlo—. Llevo varias semanas dándole la lata y pidiéndole que me busque un trabajo.
—¿En el servicio?
—En cualquier servicio. Era lógico que me dirigiera a él. Conoce a mucha gente en todas partes. Ambos convinimos en que yo estaba en posesión de ciertas cualidades que tal vez resultaran útiles para alguien.
—¿Qué vas a hacer?
—No lo sé pero, sea lo que fuere, empieza en Escocia.
Llegó el camarero con las copas. Vittorio asintió con la cabeza para dar las gracias, consciente de que Jane le estaba mirando.
—Hay campos de adiestramiento en Escocia —dijo ella serenamente—. Varios de ellos están clasificados como de alto secreto y se hallan severamente vigilados.
—No pueden ser demasiado secretos —dijo Vittorio sonriendo.
La muchacha le devolvió la sonrisa y se lo explicó todo con los ojos y sólo a medias con palabras.
—Existe un complicado sistema de transmisión de señales relativas a la defensa aérea en todas las zonas. Sectores superpuestos en los que muy difícilmente puede penetrar un aparato. Sobre todo si se trata de monomotores ligeros.
—Lo había olvidado. El gerente del Savoy me dijo que erais gente muy seria.
—Se nos somete también a un adiestramiento que abarca todos los sistemas existentes e incluso aquellos que se encuentran en fase de desarrollo. Los sistemas varían considerablemente de uno a otro sector. ¿Cuándo te vas?
—Mañana.
—Comprendo. ¿Por cuánto tiempo?
—No lo sé.
—Claro. Ya me lo habías dicho.
—Tengo que reunirme con Teague esta noche. Después de cenar, pero no hay prisa. No tengo que reunirme con él hasta las diez y media. Supongo que entonces me enteraré de algo más.
Jane guardó silencio un momento. Miró a Vittorio a los ojos y dijo simplemente:
—Cuando haya finalizado tu encuentro con Teague, ¿vendrás a verme? ¿A mi apartamento? A decirme todo lo que puedas.
—Sí. Lo haré.
—No me importa la hora que sea —dijo ella apoyando la mano sobre la suya—. Quiero que estemos juntos.
—Yo también.
El brigadier Alec Teague se quitó la arrugada gorra de oficial y el sobretodo del ejército y dejó ambas prendas sobre un sillón del Savoy. Se desabrochó la chaqueta y el cuello de la camisa y se aflojó el nudo de la corbata. Después descansó su voluminosa mole en el cómodo sofá y lanzó un suspiro de alivio dirigiéndole una sonrisa a Fontini-Cristi que se hallaba de pie junto a un sillón con las palmas de las manos dirigidas hacia arriba en gesto de súplica.
—Puesto que llevo trabajando en ello desde las siete de esta mañana, me parece que debiera usted invitarme a un trago. Un buen whisky me sentaría espléndidamente bien.
—No faltaba más —dijo Vittorio cruzando la estancia en dirección al pequeño bar adosado a la pared; llenó dos vasos y regresó con ellos junto a Teague.
—La señora Spane es una mujer extraordinariamente atractiva —dijo Teague—. Y tiene usted razón, ¿sabe?, prefiere que la llamen por su apellido de soltera. En el Ministerio del Aire el apellido «Spane» figura entre paréntesis. Allí la llaman Oficial de Vuelo Holcroft.
—¿Oficial de Vuelo? —Vittorio no comprendía por qué, pero la denominación se le antojaba ligeramente graciosa—. No había pensado en ella en semejantes términos militares.
—Sí, comprendo a qué se refiere. —Teague se terminó el trago rápidamente y posó el vaso sobre la mesita. Vittorio fue a llenárselo de nuevo—. No, muchas gracias. Ha llegado la hora de que hablemos en serio. —El funcionario del servicio de espionaje miró su reloj; Fontini-Cristi se preguntó si Teague limitaría realmente sus conversaciones de carácter social a medio minuto.
—¿Qué hay en Escocia?
—Será su lugar de residencia durante un mes aproximadamente. Si es que acepta usted las condiciones de trabajo. Me temo que el sueldo no corresponda exactamente a lo que usted estaba acostumbrado. —Teague volvió a sonreír—. En realidad, le hemos asignado, de manera un tanto arbitraria, un sueldo de capitán. No recuerdo la cantidad exacta.
—La cantidad no me preocupa. Dice usted que tengo una opción. Pero antes me ha dicho que habían llegado mis instrucciones. No lo entiendo.
—No tenemos ningún poder sobre usted. Puede rechazar el empleo y yo anularé las instrucciones. Ni más ni menos. No obstante, para ganar tiempo, he aceptado el trato. Francamente, para estar seguro de que pudiera hacerse.
—Muy bien. ¿En qué consiste?
—Es difícil explicárselo en pocas palabras. En realidad, no sé si es posible. Verá, más que nada depende de usted.
Vittorio inquirió perplejo:
—¿De mí?
—Sí. Las circunstancias que rodearon su salida de Italia fueron muy singulares, todos lo sabemos. Pero no es usted el único continental que ha huido de Europa. Los hay a docenas. No le estoy hablando de los judíos ni de los bolcheviques; éstos se cuentan por miles. Me refiero a personas como usted. Hombres de negocios, profesionales, científicos, ingenieros, universitarios que por el motivo que fuera —queremos creer que por repugnancia moral— no podían seguir desarrollando su actividad en el lugar en el que vivían. Ahí es donde estamos.
—No le comprendo. ¿Dónde están ustedes?
—En Escocia. Con cuarenta o cincuenta continentales desarraigados, todos ellos muy importantes en sus anteriores actividades, en busca de un dirigente.
—¿Y cree que ése soy yo?
—Cuanto más pienso en ello, tanto más me convenzo. Yo diría que está usted perfectamente capacitado para ello. Se ha movido en los círculos de las altas finanzas, habla diversos idiomas. Y, por encima de todo, es un hombre de negocios que ha abierto mercados por toda Europa. Dios bendito, las Industrias Fontini-Cristi son enormes y usted era su principal ejecutivo. Muy apto para las circunstancias. Haga lo que tan espléndidamente ha venido haciendo durante los seis últimos años. Pero hágalo desde el punto de vista contrario. Mal manejo.
—¿De qué está usted hablando?
El general de brigada siguió hablando rápidamente.
—Tenemos en Escocia a hombres que han trabajado en distintas ocupaciones y profesiones en las más importantes ciudades europeas. Un paso conduce a otro paso, ¿no es cierto?
—Cuenta usted con ello, ¿verdad? Ambos dirigimos preguntas.
Teague se inclinó hacia adelante adoptando una súbita expresión pensativa.
—Vivimos unos tiempos agitados y complejos. Las preguntas superan en número a las respuestas. Sin embargo, teníamos ante nuestras mismas narices una pregunta que no acertábamos a ver. ¡Estábamos adiestrando a aquellos hombres para lo que no debíamos! Es decir, no estábamos muy seguros de para qué los estábamos adiestrando; con vistas a vagos contactos clandestinos o misiones de información de rutina, todo muy amorfo. Pero hay algo mucho mejor, extraordinariamente ingenioso aunque esté mal que lo diga. La estrategia, la idea, consiste en enviarles con el objeto de que desorganicen el mercado y siembren el desconcierto. No me refiero a un sabotaje de tipo material, ya tenemos a suficientes personas dedicadas a eso, sino a un caos burocrático. Que operen en sus antiguas especialidades. Contabilidades que no cuadren, conocimientos de embarque constantemente inexactos, programas de entrega totalmente desordenados, confusión en masa en las fábricas: ¡ejemplar mal manejo a toda costa!
Teague estaba excitado y su entusiasmo era contagioso. A Vittorio le resultaba difícil seguir concentrándose en la esencia de su pregunta inicial.
—Pero ¿por qué tengo que salir precisamente mañana por la mañana?
—Con toda franqueza, ya he dicho que era posible que le perdiera en el caso de que se produjeran ulteriores aplazamientos.
—¿Ulteriores? ¿Cómo puede usted decir eso? Llevo aquí menos de…
—Porque —le interrumpió Teague—, no más de cinco personas en Inglaterra conocen realmente la razón de su salida de Italia. Su absoluto desconocimiento de la información relativa al tren de Salónica las ha sorprendido. Hicieron una extraordinaria apuesta y la han perdido. Lo que usted me ha dicho no me lleva a ninguna parte; nuestros agentes en Zurich, Berna, Trieste, Monfalcone… no han podido averiguar nada. Entonces se me ha ocurrido una distinta versión del porqué le sacamos a usted, salvando de paso a algunas otras personas. He dicho que esta nueva operación había sido idea suya. ¡Se lo han creído con entusiasmo! Al fin y al cabo, es usted un Fontini-Cristi. ¿Aceptará usted?
—«Mal manejo a toda costa» —dijo Vittorio esbozando una sonrisa—. Se trata de un credo sin precedentes. Sí, veo las posibilidades. Que éstas sean enormes, o teóricas, está por ver. Acepto.
—Hay otra cosa —dijo Teague sonriendo astutamente—. Acerca de su apellido…
—¿Víctor Fontine? —Jane se rió sentada a su lado en el sofá del apartamento de Kensington, caldeado por el fuego de los troncos de la chimenea—. Es lo más descaradamente británico que he escuchado. Te han colonizado.
—Y, de paso, me han convertido en oficial —dijo el capitán Víctor Fontine riéndose al tiempo que tomaba el sobre y lo dejaba caer sobre la mesita—. Teague ha resultado muy gracioso. Ha abordado el asunto exactamente tal y como se suelen hacer estas cosas en el cine. «Tenemos que buscarle un apellido. Algo que resulte inmediatamente reconocible y que pueda utilizarse fácilmente en los cables». He empezado a sentirme intrigado. Iban a asignarme un nombre en clave, algo muy dramático, pensaba yo. Tal vez la denominación de alguna piedra preciosa con un número. O el nombre de un animal. En su lugar, se ha limitado a anglicanizarme el nombre y a abreviármelo. —Víctor se echó a reír—. De todos modos ya me acostumbraré. En realidad no será para toda la vida.
—Yo no sé si podré pero lo intentaré. Ha sido una decepción, francamente.
—Todos tenemos que sacrificarnos. ¿Es correcta mi suposición de que la graduación de un capitano es superior a la de un oficial de vuelo?
—El «oficial de vuelo» no tiene la menor intención de dar órdenes. No creo que ni tú ni yo seamos demasiado militares. Y tampoco lo es Kensington. ¿Qué me dices de Escocia?
Él se lo dijo esquemáticamente, sin adentrarse demasiado en los detalles que conocía. Mientras hablaba, observó que los ojos insólitamente azul claro de la muchacha le estaban estudiando yendo más allá de las frases casuales y sabiendo con toda certeza que había o habría algo más. Iba enfundada en una cómoda bata color amarillo pálido que acentuaba su cabello oscuro y el azul de sus ojos. Bajo la bata, entre la amplia abertura, Víctor pudo ver el suave color blanco de su camisón y comprendió que ella quería que lo viera y que la acariciara.
Resultaba todo tan cómodo, pensó Fontine. No experimentaba la menor sensación de urgencia o de maniobra. En determinado momento de su monólogo, le rozó el hombro; ella levantó lenta y suavemente la mano y le acarició los dedos. Después le bajó la mano sobre su regazo y se la cubrió con la otra mientras él terminaba de hablar.
—Conque ahí lo tienes. «Mal manejo a toda costa» dondequiera que podamos hacerlo.
Ella guardó silencio unos instantes estudiándole con sus ojos y después esbozó una sonrisa.
—Es una idea maravillosa. Teague tiene razón, las posibilidades son enormes. ¿Cuánto tiempo vas a permanecer en Escocia? ¿Te lo ha dicho?
—No con exactitud. «Varias semanas».
Víctor apartó la mano de entre las de la muchacha y, con aire indiferente, le rodeó los hombros y la atrajo hacia él. Ella apoyó la cabeza sobre su pecho y él le besó el suave cabello. Jane se apartó y le miró… sin dejar de estudiarle. Entreabrió los labios y volvió a acercarse tomando su mano e introduciéndola con toda naturalidad entre las solapas de su bata, sobre su pecho. Cuando los labios de ambos se encontraron, Jane gimió y abrió la boca aceptando toda la humedad de Víctor.
—Hacía mucho tiempo —susurró finalmente.
—Eres encantadora —replicó él acariciándole el suave cabello con la mano y besándole los ojos.
—Ojalá no tuvieras que irte. No quiero que te vayas.
Se levantaron del pequeño sofá. Ella le ayudó a quitarse la chaqueta y se detuvo comprimiendo el rostro contra su pecho. Volvieron a besarse abrazándose primero suavemente y después con fuerza. Durante un breve instante, Víctor apoyó las manos sobre los hombros de la muchacha y la obligó a apartarse un poco. Veía su encantador rostro por debajo del suyo y habló mirándola a los ojos azules.
—Voy a echarte terriblemente de menos. Me has dado mucho.
—Y tú me has dado a mí lo que temía encontrar —repuso ella formando con los labios una suave y delicada sonrisa—. Lo que temía buscar, en realidad. ¡Dios bendito, estaba como petrificada!
Le tomó de la mano y juntos cruzaron el salón en dirección a una puerta. Al otro lado estaba el dormitorio. Una sola lámpara de marfil brillaba encendida sobre la mesilla de noche esparciendo su amarillenta luz sobre las paredes azul pastel y el sencillo mobiliario color crema. La colcha de seda que cubría la cama era de tonos azules y blancos, llena de complicados círculos de un diseño floral. Todo resultaba pacífico y distante y tan encantador como la propia Jane.
—Esta habitación posee mucha intimidad y calor —dijo Fontine, impresionado por la sencilla belleza de la estancia—. Es una habitación extraordinaria porque es tuya y tú la quieres. ¿Te parezco un tonto?
—Me pareces un italiano —contestó ella sonriendo suavemente con los ojos azules rebosantes de amor y anhelo—. Quiero que compartas conmigo esta intimidad y este calor. Quiero con toda mi alma que los compartas.
Ella se acercó a un lado de la cama y él al otro. Juntos doblaron la colcha de seda; sus manos se rozaron y ambos se miraron. Jane rodeó la cama y se acercó a él. Mientras lo hacía, se desabrochó el botón de la bata y después deshizo el nudo de la cinta del camisón dejando al descubierto entre los pliegues de seda los redondos y tensos pechos rosados.
Él la estrechó en sus brazos mientras sus labios buscaban los de la muchacha en húmeda y suave excitación. No recordaba haberse sentido jamás tan absoluta y totalmente emocionado. Las largas piernas de Jane se estremecieron y ésta se comprimió una vez más contra él. Entreabrió los labios, cubrió los de Víctor y de su garganta brotaron dulces gemidos de placer.
—Por lo que más quieras, Vittorio, tómame. ¡Tómame en seguida, cariño!
Sonó el teléfono del escritorio de Alec Teague. Éste miró el reloj de pared del despacho y después miró su reloj de pulsera. Era la una menos diez de la madrugada. Descolgó el aparato.
—Aquí Teague.
—Reynolds en vigilancia. Tenemos el informe. Se encuentra todavía en Kensington, en el apartamento Holcroft. Creemos que va a quedarse toda la noche.
—¡Estupendo! Nos estamos ajustando perfectamente al horario. Todo se está desarrollando de acuerdo con los planes.
—Ojalá supiéramos lo que se ha hablado. Hubiéramos podido organizarlo, señor.
—Totalmente innecesario, Reynolds. Deje una nota para mañana: habrá que establecer contacto con Parkhust en el Ministerio del Aire. En relación con la oficial de vuelo Holcroft será necesario adoptar una actitud flexible en la que se incluya un recorrido por las instalaciones del sistema de señales de advertencia de Loch Torridon en Escocia, si ello puede arreglarse discretamente. Ahora me voy a dormir un poco. Buenas noches.