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2 de enero de 1940

LONDRES, INGLATERRA

Sacos de arena.

Londres era una ciudad de sacos de arena. Por todas partes. En los portales de las casas, en las ventanas, en las entradas de las tiendas; amontonados en las esquinas de las calles. El saco de arena era el símbolo. Al otro lado del canal, Adolf Hitler había anunciado la destrucción de toda Inglaterra. Serenamente, los ingleses creían en su amenaza y serenamente y con firmeza se estaban anticipando a los acontecimientos.

Vittorio había llegado al aeropuerto militar de Lakenheath a últimas horas de la noche del día anterior, el primer día de la nueva década. Le habían conducido en un avión sin ninguna señal distintiva que había volado desde Mallorca y le habían introducido en unas operaciones cuyo propósito era el de confirmar su identidad para el Ministerio de Marina. Y ahora que se encontraba sano y salvo en el país, las voces se habían tranquilizado súbitamente y se mostraban amables. ¿Le apetecía descansar un poco después de aquel viaje tan agotador? ¿Tal vez en el Savoy? Tenían entendido que los Fontini-Cristi se alojaban en el Savoy siempre que viajaban a Londres. ¿Le parecería bien que celebraran una reunión al día siguiente por la tarde a las dos? En el Almirantazgo, Espionaje Sector Cinco. Operaciones Extranjeras.

Pues, claro. ¡Por el amor de Dios, ! ¿Por qué si no han hecho ustedes los ingleses lo que han hecho? Debo saberlo, pero guardaré silencio hasta que ustedes me lo digan.

La dirección del Savoy le facilitó artículos de tocador y prendas de noche, incluso una bata del Savoy. Se había tomado un baño tan caliente en la enorme bañera del hotel y había permanecido sumergido en el agua tanto tiempo que tenía la piel de los dedos arrugada. Después se bebió demasiadas copas de coñac y cayó dormido.

Había dejado recado de que le despertaran a las diez pero, como es lógico, no fue necesario que le despertaran porque a las ocho y media ya estaba completamente despierto; a las nueve ya se había duchado y afeitado. Le pidió un desayuno inglés al camarero de piso y, mientras esperaba, telefoneó a Norcross, Limited, de Saville Row. Necesitaba ropa inmediatamente. No podía andar por Londres con una gabardina prestada, un jersey y aquellos pantalones que tan mal le caían y que le había facilitado un agente llamado Pera a bordo de un submarino en el Mediterráneo.

Una vez colgado el teléfono, a Vittorio se le ocurrió pensar que no tenía más que las diez libras que cortésmente le habían facilitado en Lakenheath. Suponía que gozaba de buen crédito; mandaría que se efectuara una transferencia de fondos desde Suiza. No había tenido tiempo de concentrarse en la logística de la subsistencia; había estado demasiado preocupado por conservar la vida.

Fontini-Cristi pensó que tenía muchas cosas que hacer. Y, aunque no fuera más que para mantener bajo control aquel terrible recuerdo —y aquel infinito dolor— de Campo di Fiori, era necesario que desarrollara alguna actividad. Que obligara a su mente a concentrarse primero en las cosas sencillas de todos los días. Porque era posible que, cuando tuviera que prestar atención a las cosas grandes, se volviera loco en su intento de sopesarlas.

¡Por favor, Dios mío, las pequeñas cosas! Dame tiempo para recuperar la cordura.

La vio por primera vez al otro lado del vestíbulo del Savoy mientras aguardaba a que el gerente del hotel le facilitara algún dinero para gastos inmediatos. Estaba sentada en un sillón leyendo el Times y vestida con el severo uniforme de una rama del servicio femenino que Vittorio no sabía cuál era. Bajo la gorra de visera de oficial, su cabello castaño oscuro le caía en ondas sobre los hombros enmarcándole el rostro. Era un rostro que él ya había visto con anterioridad; un rostro de los que no se olvidan fácilmente. Pero lo que él recordaba era una versión más joven de aquel rostro. Aquella mujer debía de tener unos treinta y tantos años y el rostro que él recordaba no tenía más allá de veintidós o veintitrés años. Los pómulos eran altos y pronunciados y la nariz más celta que inglesa, fina, ligeramente respingona y delicada por encima de los carnosos labios. No podía ver los ojos con claridad pero sabía cómo eran: de un azul muy intenso, más azules que los de cualquier mujer que hubiera visto jamás.

Eso era lo que recordaba. Unos enojados ojos azules mirándole fijamente. Enojados y llenos de desprecio. No había tropezado muy a menudo en su vida con semejante reacción y se había sentido irritado.

¿Por qué lo recordaba? ¿Cuándo fue aquello?

—Signor Fontini-Cristi —dijo el gerente del Savoy emergiendo rápidamente de la sección de caja con un sobre en la mano—. Las mil libras que ha pedido.

Vittorio tomó el sobre y se lo guardó en el bolsillo de la gabardina.

—Gracias.

—Ya le hemos pedido el automóvil, señor. Llegará en seguida. Si quiere usted regresar a su suite, le avisaremos en cuanto llegue.

—Aguardaré aquí. Si a usted no le molesta mi atuendo, a mí tampoco.

—Por favor, signore. Siempre es un placer recibir a un miembro de la familia Fontini-Cristi. ¿Se reunirá su padre con usted durante este viaje? Confiamos en que se encuentre bien.

Inglaterra marchaba al son de los súbitos tambores de la guerra y el Savoy preguntaba por la familia.

—No se reunirá conmigo. —A Vittorio le pareció inútil facilitar ulteriores explicaciones. La noticia no había llegado hasta Inglaterra o, en el caso de haber llegado, había pasado inadvertida entre los partes de guerra—. A propósito, ¿conoce a aquella dama de allí? La que está sentada. Vestida de uniforme.

El gerente miró con disimulo hacia el otro lado del casi desierto vestíbulo.

—Sí, señor. Es la señora Spane. Mejor debería decir era la señora Spane; están divorciados. Creo que se ha vuelto a casar. Su marido también se ha vuelto a casar. No la vemos muy a menudo por aquí.

—¿Spane?

—Sí, señor. Veo que pertenece a la Defensa Aérea. Es un departamento muy serio.

—Gracias —dijo Vittorio despidiendo cortésmente al gerente—. Aguardaré aquí el coche.

—Sí, no faltaba más. Si hay algo que podamos hacer para que su estancia resulte más agradable, no dude en decírnoslo.

El gerente inclinó la cabeza y se alejó. Fontini-Cristi volvió a mirar a la mujer. Ella se miró el reloj y volvió a su lectura.

Vittorio recordaba la ortografía del apellido Spane y la ortografía le hizo recordar al hombre. Había ocurrido hacía once, no, doce años; había acompañado a Savarone a Londres para observar a su padre en el transcurso de sus negociaciones con la British Haviland… como parte de su entrenamiento. Una noche le habían presentado a Spane en Les Ambassadeurs. Era un joven que le llevaba dos o tres años. El inglés se le antojó ligeramente divertido, pero básicamente pelmazo. Spane era un producto típico de Mayfair, satisfecho de disfrutar de los beneficios de unos esfuerzos ancestrales sin aportar personalmente otra cosa que no fuera su experiencia en las carreras. Su padre desaprobó la conducta de Spane y así se lo dijo a su primogénito, lo cual bastó naturalmente para que éste entablara con el joven unas breves relaciones de amistad.

Habían sido breves y Vittorio recordó súbitamente el porqué. El hecho de que ello no hubiera acudido inmediatamente a su imaginación constituía una ulterior prueba de que había tratado de borrarla de su imaginación. Se trataba no de aquella mujer sentada al otro lado del vestíbulo sino de su esposa.

Su esposa les había acompañado a Inglaterra hacía doce años porque el padrone pensó que su presencia actuaría de freno para su testarudo y descarriado hijo. Pero Savarone no conocía demasiado bien a su nuera. Tuvo ocasión de conocerla más tarde, pero por aquel entonces no la conocía. La recargada atmósfera de Mayfair en plena temporada fue para ella como un tónico.

Su esposa se sintió atraída por Spane; y ella le sedujo a él o viceversa. Vittorio no había prestado demasiada atención porque estaba ocupado en otras cosas.

Pero, en determinado momento, se había producido una desagradable confrontación. Se habían expresado reproches y los enojados ojos azules le habían mirado fijamente.

Vittorio cruzó el vestíbulo en dirección al sillón. La mujer apellidada Spane levantó la mirada al percibir su proximidad. Hubo un momento de vacilación en sus ojos, como si no estuviera muy segura. Pero entonces estuvo segura y ya no hubo vacilación en absoluto; el desprecio que tan claramente recordaba Vittorio sustituyó a la vacilación. Los ojos de ambos se cruzaron durante un segundo —no más— tras lo cual ella reanudó la lectura.

—¿Señora Spane?

—Me apellido Holcroft —dijo ella levantando los ojos.

—Nos hemos conocido.

—Es cierto. Se llama usted Fontini…

La mujer se detuvo.

—Fontini-Cristi. Vittorio Fontini-Cristi.

—Sí. Hace mucho tiempo. Me perdonará usted pero tengo el día muy ocupado. Estoy esperando a alguien y no me dará tiempo a leer el periódico —dijo ella centrando de nuevo su atención en lo que estaba leyendo.

—Me despide usted con mucha eficiencia —dijo Vittorio esbozando una sonrisa.

—Me resulta muy fácil hacerlo —repuso ella sin mirarle.

—Señora Holcroft, fue hace mucho tiempo. El poeta inglés dice que nada cambia tanto como los años.

—El poeta inglés afirma también que los leopardos no cambian de sitio. Estoy realmente muy ocupada. Buenos días.

Vittorio iba a marcharse cuando observó que las manos de la mujer temblaban levemente. La señora Holcroft no se sentía tan segura como su comportamiento daba a entender. Vittorio no comprendió por qué se quedó. Resultaba más adecuado estar solo. Los terribles recuerdos de la blanca luz y de la muerte le abrasaban; no deseaba compartirlos con nadie. Por otra parte sentía deseos de hablar. Con alguien. Acerca de cualquier cosa.

—¿Resulta demasiado tardío disculparse ahora por el comportamiento infantil de hace diez años?

—¿Cómo está su esposa? —preguntó la teniente mirándole detenidamente.

—Murió en un accidente de automóvil hace diez años.

La mujer le siguió mirando, pero con menos hostilidad. Parpadeó con nerviosismo y turbación.

—Lo lamento.

—Soy yo quien debe disculparse. Hace doce años buscaba usted una explicación. O un consuelo. Y yo no pude ofrecerle ninguna de las dos cosas.

La mujer se esforzó por sonreír. En sus ojos azules se observaba un destello —sólo un destello— de cordialidad.

—Era usted un joven muy arrogante. Y me temo que yo no poseía excesivo encanto. Más adelante, logré adquirir un poco, desde luego.

—Estaba usted muy por encima de los juegos a los que nosotros jugábamos. Hubiera debido comprenderlo.

—Me halaga que me lo diga… pero creo que ya hemos hablado lo suficiente acerca del tema.

—¿Aceptarán usted y su marido cenar conmigo esta noche?

Vittorio escuchó sus propias palabras sin estar muy seguro de haberlas pronunciado. Lo había hecho de manera impulsiva.

—Lo dice usted en serio, ¿verdad? —dijo ella tras haberle mirado brevemente.

—Ciertamente. He abandonado Italia con ciertas prisas por cortesía de su gobierno y la ropa que llevo puesta es cortesía de sus compatriotas. Llevaba varios años ausente de Londres. No tengo muchos amigos aquí.

—Resulta un poco provocador decir estas cosas.

—¿Perdón?

—Que ha abandonado Italia con ciertas prisas y que lleva puesta la ropa de otra persona. Suscita preguntas.

Vittorio vaciló y después dijo:

—Le agradecería que me mostrara la comprensión que yo no tuve hace doce años. Preferiría que no se suscitaran estas preguntas. Pero me gustaría cenar con usted. Y con su marido, claro.

Ella resistió su mirada escudriñándole con curiosidad. Sus labios se curvaron en una suave sonrisa. Había adoptado una decisión.

—El apellido de mi esposo era Spane. Holcroft es el mío. Jane Holcroft. Cenaré con usted.

—Signore Fontini-Cristi —interrumpió el conserje del Savoy—, ha llegado su automóvil, señor.

—Gracias —repuso Vittorio mirando a Jane Holcroft—. Voy en seguida.

—Sí, señor —dijo el conserje alejándose.

—¿Quiere que pase a recogerla esta noche? ¿O prefiere que le envíe mi automóvil?

—La gasolina está empezando a escasear. Me reuniré aquí con usted. ¿A las ocho?

—A las ocho. Arrivederci.

—Hasta entonces.

Caminó por el largo pasillo del Almirantazgo, escoltado por un tal comandante Neyland que le había recibido en la entrada. Neyland era de mediana edad, adecuadamente militar y bastante pagado de sí mismo. O tal vez todo ello se debiera a que los italianos no le impresionaban. A pesar de los conocimientos de Vittorio del idioma inglés, Neyland insistía en utilizar palabras sencillas y en levantar la voz como si estuviera hablando con un niño retrasado. Fontini-Cristi estaba seguro de que Neyland no había prestado atención a sus respuestas. Un hombre que hubiera estado escuchando un relato de persecución, muerte y huida no hubiera contestado con frases triviales del tipo «¡No me diga!»… «Curioso, ¿verdad?»… «El golfo de Génova está a veces muy picado en diciembre, ¿no es cierto?»

Mientras caminaban, Vittorio consiguió equilibrar la negativa reacción que le había producido el comandante con la gratitud que experimentaba hacia el viejo Norcross de Saville Row.

Si el comandante fallaba, Norcross se había mostrado, en cambio insuperable. El viejo sastre le había vestido en cuestión de horas.

Las cosas pequeñas; concentrarse en las cosas cotidianas.

Y, por encima de todo, conservar un control rayano a la helada frialdad en el transcurso de la reunión con quienquiera que representara al Sector Cinco de Espionaje. Le quedaban muchas cosas por aprender y comprender. Cosas que rebasaban el límite de la comprensión. En el frío relato de los acontecimientos que habían sido el horror de Campo di Fiori no debería permitir que la angustia obnubilara sus percepciones; el relato tendría que ser por tanto frío y comedido.

—Por aquí, amigo —dijo Neyland indicándole una arcada tipo catedral más propia de algún venerable club masculino que de un edificio militar.

El comandante abrió la pesada puerta adornada con brillantes herrajes de latón y Vittorio entró.

No había nada en el espacioso salón que no recordara a un serio pero elegante club. Dos enormes ventanas daban a un patio. Todo era recargado: los cortinajes, el mobiliario, las lámparas y, en cierto modo, incluso los tres hombres que se hallaban sentados junto a la sólida mesa de caoba del centro. Dos de ellos iban uniformados —y lucían unas medallas e insignias que denotaban bien a las claras su pertenencia a una graduación que Fontini-Cristi desconocía—. El hombre vestido de paisano ofrecía aspecto de diplomático no faltándole siquiera los encerados bigotes de rigor. Hombres de aquel estilo solían ir y venir por Campo di Fiori. Hablaban suavemente y sus palabras eran ambiguas; andaban siempre en busca de la elasticidad. El hombre vestido de paisano se sentaba a la cabecera de la mesa y los dos militares se hallaban acomodados uno a cada lado dé él. Había una silla vacía que evidentemente estaba reservada a Vittorio.

—Caballeros —dijo el comandante Neyland como si estuviera presentando a un peticionario en la corte de San Jaime—. El señor Savarone Fontini-Cristi de Milán.

Vittorio dirigió una mirada al engreído inglés; aquel hombre no había escuchado ni una sola palabra de lo que le había dicho.

Los tres hombres se levantaron todos a una. El hombre vestido de paisano dijo:

—Permítame que me presente, señor. Soy Anthony Brevourt. He sido durante varios años embajador de la Corona ante la corte griega de Jorge II en Atenas. A mi izquierda, el vicealmirante Hackett de la Marina Real; a mi derecha, el brigadier Teague del servicio de espionaje militar.

Al principio, hubo unas corteses inclinaciones de cabeza, pero después Teague rompió la ceremoniosa atmósfera rodeando su silla y acercándose a Vittorio con la mano extendida.

—Me alegro de que esté aquí, Fontini-Cristi. He recibido los informes preliminares. Ha vivido usted unos momentos muy angustiosos.

—Muchas gracias —dijo Vittorio estrechando la mano del general.

—Siéntese —dijo Brevourt indicándole a Vittorio la correspondiente silla al tiempo que se acomodaba en la suya. Los dos oficiales tomaron también asiento… Hackett con cierta ceremonia y envaramiento; Teague con más naturalidad. El general sacó una pitillera del bolsillo y le ofreció un cigarrillo a Fontini-Cristi.

—No, muchas gracias —dijo Vittorio.

Fumar en compañía de aquellos hombres daría a entender una familiaridad que no sentía y que no deseaba que ellos le atribuyeran. Una lección que había aprendido de Savarone.

—Me parece que será mejor que vayamos inmediatamente al grano. Estoy seguro de que debe conocer usted el objeto de nuestra inquietud. El envío griego.

Vittorio miró al embajador y después a los dos oficiales. Ellos le estaban mirando en aparente gesto de anticipación.

—¿Griego? No sé nada de un «envío griego». No obstante, me siento muy agradecido. No tengo palabras para expresarles mi gratitud en ninguno de los dos idiomas. Me han salvado ustedes la vida y unos hombres murieron en el transcurso de esta operación. ¿Qué otra cosa puedo decirles?

—Creo —empezó a decir Brevourt— que nos gustaría escucharle decir algo acerca de la extraordinaria entrega que le hizo a la familia Fontini-Cristi la Fraternidad Oriental de Jénope.

—Perdón, ¿cómo dice usted? —preguntó Vittorio asombrado.

Las palabras carecían de significado para él. Se había cometido algún error extraordinario.

—Ya se lo he dicho. He sido embajador de la Corona en Atenas. En el transcurso de mi misión, se establecieron relaciones diplomáticas por todo el país, incluyendo, como es lógico, el sector religioso. Porque, a pesar de la agitación en que vive sumida Grecia, la jerarquía eclesiástica sigue constituyendo una poderosa fuerza.

—No me cabe la menor duda —dijo Vittorio mostrándose de acuerdo—. Pero no tengo ni idea de qué tiene todo eso que ver conmigo.

Teague se inclinó hacia adelante con los ojos clavados en Fontini-Cristi mientras el humo del cigarrillo le cubría el rostro.

—Por favor. Nosotros ya hemos cumplido con nuestro deber, ¿sabe? Tal como usted ha dicho, creo que con mucha razón, le hemos salvado la vida. Hemos enviado a nuestros mejores hombres, hemos pagado miles de libras a los corsos, hemos corrido considerables riesgos en aguas peligrosas con un submarino, buques de los que no andamos sobrados precisamente y hemos puesto en marcha una difícil ruta de huida aérea. Todo eso para sacarle a usted. —Teague se detuvo, posó el cigarrillo en un cenicero y esbozó una leve sonrisa—. Toda vida humana es sagrada, tal vez, pero los gastos que ocasiona la prolongación de la misma tienen también un límite.

—Hablando en nombre de la Marina —dijo Hackett con mal disimulada irritación—, actuamos ciegamente con un conocimiento muy escaso de los hechos cediendo a instancias de las más destacadas figuras del gobierno. Pusimos en peligro un área vital de operaciones; se adoptó una decisión que podía costamos gran número de vidas en un próximo futuro. Nuestros gastos han sido muy considerables y la cuenta aún no se ha cerrado.

—Estos caballeros, el propio gobierno, actuaron a insistente petición mía —dijo el embajador Anthony Brevourt con medida precisión—. Estaba convencido más allá de toda duda de que, independientemente del precio que ello pudiera costamos, resultaba absolutamente necesario sacarle a usted de Italia. Se lo diré con toda claridad, señor Fontini-Cristi, no se trataba de su vida. Se trataba de la información que usted posee relativa al Patriarcado de Constantina. Éste ha sido el hilo conductor. Ahora, se lo ruego, indíquenos la localización de la entrega. ¿Dónde está la caja?

Vittorio se quedó mirando fijamente a Brevourt hasta que le escocieron los ojos. Nadie hablaba; el silencio resultaba embarazoso. Se estaba aludiendo a algo que había conmovido los más altos niveles gubernamentales y Fontini-Cristi sabía que él era el centro de todo aquello. Pero era lo único que sabía.

—No puedo hablarles de algo acerca de lo que nada sé.

—El tren de mercancías de Salónica —dijo Brevourt con voz cortante. La palma de su mano descendió suavemente sobre la superficie de la mesa y el delicado golpe de la carne sobre la madera resultó tan sorprendente como brusco—. Dos hombres muertos en la estación de ferrocarril de Milán. Uno de ellos era un sacerdote. En algún lugar de más allá de Banja Luka, al norte de Trieste, después de Monfalcone, en algún lugar de Italia o de Suiza esperó usted la llegada de este tren. Dígame dónde.

—Yo no esperé la llegada de ningún tren, signore. No sé nada de Banja Luka ni de Trieste. De Monfalcone sí, pero fue únicamente una frase totalmente carente de significado para mí. Un «incidente tendría lugar en Monfalcone». Nada más. Mi padre no me facilitó más detalles. Afirmó que me facilitaría información una vez hubiera ocurrido el incidente de Monfalcone. No antes.

—¿Y qué me dice de los dos muertos de Milán? En la zona de mercancías de la estación —insistió Brevourt sin darse por vencido y con una especie como de intensidad eléctrica.

—Leí una noticia relativa a los hombres a que usted se refiere… muertos a tiros en la zona de mercancías de Milán. Era una noticia periodística que no me pareció demasiado importante.

—Se trataba de los griegos.

—Ya comprendo.

—Usted los vio. La entrega se la hicieron a usted.

—Yo no vi ningún griego. A mí no me hicieron ninguna entrega.

—¡Santo Dios! —exclamó Brevourt con un doloroso suspiro.

A todos los que se hallaban acomodados alrededor de la mesa les resultó evidente que el diplomático había sido presa de sus propios temores; no estaba de ningún modo simulando a efectos de la negociación.

—Calma —dijo el vicealmirante Hackett en tono fatuo.

—Se concertó un acuerdo entre los superiores de Jénope y la familia italiana Fontini-Cristi —empezó a decir el diplomático hablando lentamente y con cautela como si tratara de ordenar sus pensamientos—. Se trataba de un asunto de incalculable prioridad. Entre el nueve y el dieciséis de diciembre, las fechas de salida del tren de Salónica y de su llegada a Milán, alguien esperó la llegada del tren y de su tercer vagón se descargó un cesto. El cargamento era de tal valor que el itinerario del tren fue preparado en fases aisladas. No había más que un solo plan general integrado por una serie de documentos encomendados a la custodia de un solo hombre, un monje de Jénope. Dichos documentos fueron también destruidos antes de que el monje eliminara al maquinista y se quitara él mismo la vida. Sólo él sabía dónde habría que efectuar la entrega, dónde tendría que descargarse el cesto. Él y los responsables de su custodia. Los Fontini-Cristi. —Brevourt se detuvo clavando sus hundidos ojos en Vittorio—. Éstos son los hechos que me han sido comunicados a través de un correo del Patriarcado. Junto con las medidas adoptadas por mi gobierno, me imagino que serán suficientes para convencerle a usted de la necesidad de facilitarnos dicha información.

Fontini-Cristi se removió en su asiento y apartó la mirada del anhelante rostro del embajador. No le cabía la menor duda de que los tres hombres creían que estaba simulando; tendría que convencerles de lo contrario. Pero, ante todo, tenía que pensar. Conque aquélla había sido la razón. Un desconocido tren de Salónica había sido la causa de que el gobierno británico adoptara medidas extraordinarias encaminadas a —¿cuál había sido la expresión utilizada por Teague?— prolongar su vida. Sin embargo, lo importante no era su vida, tal como Brevourt le había dado claramente a entender. Se trataba de la información de la que le suponían poseedor.

Y que, como es lógico, él no poseía.

Entre el nueve y el dieciséis de diciembre. Su padre había emprendido viaje a Zurich el día doce. Pero Savarone no había estado en Zurich. Y no había querido decirle a su hijo dónde había estado… Era muy posible que Brevourt tuviera motivos para mostrarse inquieto. Sin embargo, había otras cuestiones; el esquema no estaba muy claro. Vittorio volvió a mirar al diplomático.

—Tenga paciencia. Ha dicho usted los Fontini-Cristi. Y utiliza el plural. Un padre y cuatro hijos. El padre se llamaba Savarone. El comandante Neyland me ha presentado erróneamente con este nombre.

—Sí —dijo Brevourt con voz apenas audible, como si se viera obligado a llegar a una conclusión que no deseara aceptar—. Ya me he dado cuenta.

—Por consiguiente, el nombre que les indicaron a ustedes los griegos era Savarone, ¿no es cierto?

—No es posible que actuara en solitario —dijo Brevourt hablando casi en susurros—. Usted es el hijo mayor; dirige las empresas. Le hubiera informado de ello. Necesitaba su ayuda. Fue necesario preparar más de veinte documentos separados, de eso estamos seguros. ¡Le necesitaba a usted!

—Eso es lo que aparentemente, o tal vez desesperadamente desean ustedes creer. Y, porque así lo creyeron, adoptaron ustedes medidas extraordinarias con el objeto de salvarme la vida y sacarme de Italia. Saben ustedes sin duda lo que ocurrió en Campo di Fiori.

Ahora habló el brigadier Teague.

—Nos enteramos por primera vez a través de los partisanos. Los griegos no les anduvieron lejos. La embajada griega en Roma estaba siguiendo de cerca a los Fontini-Cristi; al parecer, no se dijo el porqué. La noticia de Atenas llegó hasta el embajador, quien, a su vez, estableció contacto con nosotros.

—Y ahora está usted insinuando —dijo Brevourt fríamente— que todo ha sido inútil.

—No lo estoy insinuando. Lo estoy afirmando. En el transcurso del período a que usted se ha referido, mi padre dijo que tenía que trasladarse a Zurich. Me temo que no presté demasiada atención a sus palabras pero, algunos días más tarde, me vi en la urgente necesidad de pedirle que regresara a Milán. Traté de ponerme en contacto con él; llamé a todos los hoteles de Zurich; no pude localizarle en ninguna parte. Jamás me dijo dónde estuvo, dónde había estado. Ésta es toda la verdad, caballeros.

Los dos oficiales miraron al diplomático. Brevourt se reclinó lentamente en su asiento… en gesto de impotencia y agotamiento. Después se quedó mirando la superficie de la mesa y, al final, decidió hablar.

—Ha salvado usted la vida, señor Fontini-Cristi. Espero con toda mi alma que el precio no haya sido demasiado elevado.

—A eso yo no puedo contestarle, claro. ¿Por qué se concertó este acuerdo con mi padre?

—Yo tampoco puedo contestarle a eso —replicó Brevourt sin apartar los ojos de la superficie de la mesa—. Al parecer, alguien, en algún lugar, debió considerarle en posesión de suficientes recursos o de suficiente poder como para llevarlo a cabo. Debieron de tenerse en cuenta ambas cosas o tal vez una de ellas. Es posible que jamás lo sepamos…

—¿Qué había en el tren de Salónica? ¿Qué contenía la caja que les ha inducido a ustedes a hacer lo que han hecho?

Anthony Brevourt levantó los ojos, miró a Vittorio y contestó con una mentira.

—No lo sé.

—Eso es absurdo.

—Estoy seguro de que así debe parecérselo a usted. Sólo conozco las… derivaciones de su significado. Tales cosas no tienen precio. Se trata de un valor abstracto.

—¿Y sobre esta base adoptó usted las decisiones, convenció a las más altas autoridades de la necesidad de adoptarlas? ¿Indujo usted a su gobierno a actuar de este modo?

—En efecto, señor. Y volvería a hacerlo. No puedo decirle más acerca del asunto —dijo Brevourt levantándose de la mesa—. Es inútil proseguir. Es posible que otros establezcan contacto con usted. Buenos días, señor Fontini-Cristi.

El comportamiento del embajador sorprendió a los dos oficiales que, sin embargo, se abstuvieron de hacer comentarios. Vittorio se levantó de su silla, inclinó la cabeza, y se encaminó en silencio hacia la puerta. Después se volvió y miró a Brevourt cuyos ojos le estaban contemplando inexpresivamente.

Una vez fuera, Fontini-Cristi se sorprendió de ver al comandante Neyland en posición de firmes entre dos soldados. La Sección Cinco de Espionaje, Operaciones Extranjeras, no quería correr ningún riesgo. La puerta de la sala de reuniones estaba custodiada.

Neyland se volvió con expresión de asombro. Evidentemente, debió pensar que la reunión iba a durar más tiempo.

—Veo que le han soltado.

—No creía que me tuvieran preso —repuso Vittorio.

—Es una forma de hablar.

—Jamás me había dado cuenta de lo desagradable que resultaba. ¿Va usted a acompañarme hasta el mostrador de recepción?

—Sí, tendrá usted que firmar para que quede constancia de la hora de su salida.

Se acercaron al enorme mostrador de recepción del Almirantazgo. Neyland se miró el reloj y le facilitó al guardia el apellido de Vittorio. A Fontini-Cristi se le pidió que firmara la hora de salida. Vittorio así lo hizo y, mientras se alejaba del mostrador, fue despedido ceremoniosamente por el comandante. Él inclinó la cabeza —también ceremoniosamente— y cruzó el espacioso vestíbulo de pavimento de mármol en dirección a la gran puerta de doble hoja que daba acceso a la calle.

Estaba descendiendo el cuarto peldaño cuando recordó las palabras. Aparecieron entre la bruma y el remolino de la blanca luz y el rumor sincopado de los disparos de metralleta.

«Champoluc… Zurich es Champoluc… ¡Zurich es el río!»

Y después ya nada. Sólo los gritos y la blanca luz y los cuerpos suspendidos en la muerte.

Vittorio se detuvo en el peldaño de mármol sin ver más que las terribles visiones de su mente.

¡Zurich es el río! Champoluc…

Vittorio se controló. Permaneció inmóvil y respiró hondo, vagamente consciente de que le estaban mirando desde la acera y los peldaños. Se preguntó acerca de la conveniencia de cruzar de nuevo la puerta del Almirantazgo y descender por el largo pasillo que conducía al arco catedralicio de la sala de conferencias de Espionaje Sector Cinco.

Adoptó tranquilamente la decisión. Es posible que otros establezcan contacto con usted. Que vinieran estos otros. No iba a compartir sus conocimientos con Brevourt, aquel buscador de la elasticidad que le había mentido.

—Con su permiso, sir Anthony —dijo el vicealmirante Hackett—, creo que hubiéramos podido sacar más provecho…

—Estoy de acuerdo —terció el brigadier Teague en tono de irritación—. El almirante y yo tenemos nuestras diferencias pero no a propósito de eso, señor. Apenas hemos rozado la superficie. Hemos realizado una extraordinaria inversión y no hemos obtenido nada a cambio; hubiéramos podido sacar más.

—Era inútil —dijo Brevourt con cierto cansancio en la voz al tiempo que se acercaba lentamente a la ventana encortinada que daba al patio—. Lo he leído en sus ojos. Fontini-Cristi nos ha dicho la verdad. Se ha sorprendido de la información. No sabe nada.

Hackett carraspeó disponiéndose a emitir un juicio.

—No me ha parecido precisamente que sacara espuma por la boca. Yo diría que estaba más bien sereno.

El diplomático miró con aire ausente a través de la ventana y contestó despacio.

—Si le hubiera visto sacar espuma por la boca, le hubiera mantenido sentado en esta silla una semana. Se ha comportado exactamente tal como era de esperar en un hombre de su clase al recibir una noticia inquietante. La sorpresa ha sido demasiado profunda para inducirle a simular.

—Doy por buena su premisa que, sin embargo, no descarta la mía —dijo Teague fríamente—. Es posible que no se dé cuenta de lo que sabe. La información secundaria suele conducir a menudo a la fuente principal. En nuestro trabajo, ello ocurre casi siempre. Pongo objeciones, sir Anthony.

—Tomo nota de sus objeciones. Es usted perfectamente libre de establecer ulteriores contactos; se lo he dicho claramente. Pero no conseguirá averiguar más de lo que hemos averiguado esta tarde.

—¿Cómo puede estar tan seguro? —preguntó el oficial de espionaje al tiempo que su irritación se trocaba rápidamente en cólera.

Brevourt se apartó de la ventana con expresión dolorida y ojos pensativos.

—Porque conocí a Savarone Fontini-Cristi. Hace ocho años en Atenas. Era un emisario neutral, creo que es el término más adecuado, de Roma. El único hombre en quien confiaba Atenas. Las circunstancias no tienen importancia ahora; sí la tienen, en cambio, los métodos de Fontini-Cristi. Era un hombre dotado de un profundo sentido de la discreción. Podía mover montañas económicas y negociar los más difíciles acuerdos internacionales porque todas las partes sabían que su palabra era más sagrada que cualquier contrato escrito. En cierto modo, por eso era temido; hay que guardarse del hombre totalmente íntegro. Nuestra única esperanza estribaba en que solicitara la colaboración de su hijo. En que le hubiera necesitado.

Teague absorbió las palabras del diplomático y después se inclinó hacia adelante con los brazos sobre la mesa.

—¿Qué había en este tren de Salónica? ¿En esta maldita caja?

Brevourt guardó silencio antes de contestar. Los dos oficiales comprendieron que, cualquier cosa que les revelara el embajador sería lo único que éste accedería a revelarles.

—Documentos ignorados del mundo desde hace catorce siglos. Podrían dividir al mundo cristiano enfrentando a Iglesia contra Iglesia… nación contra nación tal vez; obligando a millones de seres a tomar partido en una guerra tan grave como la de Hitler.

—Y, haciéndolo así —le interrumpió Teague en forma de pregunta—, ¿dividiendo a aquellos que luchan contra Alemania?

—Sí. Inevitablemente.

—En tal caso, será mejor que recemos pidiendo que no sean encontrados —terminó diciendo Teague.

—Rece usted con todas sus fuerzas, general. Es curioso. A lo largo de los siglos, los hombres han entregado voluntariamente sus vidas para proteger la santidad de estos documentos. Ahora han desaparecido. Y aquellos que conocían su paradero han muerto.