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31 de diciembre de 1939

CELLE LIGURE, ITALIA

Fueron dos horas de locura. Se apartaron de la autopista costera y trasladaron el cadáver del chófer a un descampado en el que le desnudaron y le despojaron de toda identificación.

Después regresaron a la autopista y se dirigieron al sur hacia Savona. Los controles de la carretera eran similares a los de la Via Canelli: casetas de guardia situadas junto a cabinas telefónicas, dos soldados de servicio en cada una de ellas. Había cuatro puntos de control; tres de ellos los superaron sin dificultades. La gruesa cartulina del documento oficial en el que se proclamaba que el vehículo estaba asignado al ufficiale segreto fue leída con respeto no exento de temor. Fontini-Cristi fue el encargado de hablar en las tres ocasiones.

—Es usted muy rápido —le dijo Manzana desde el asiento frontal sacudiendo la cabeza en gesto de agradable sorpresa—. Y ha tenido razón en eso de ocupar el asiento de atrás. Baja usted el cristal de esta ventanilla como un príncipe de la India.

Los faros frontales iluminaron la señalización:

ENTRARE MONTENOTTE SUD

Vittorio reconoció el nombre. Era una de aquellas localidades de tamaño medio que rodeaban el golfo de Génova. Lo recordó de hacía diez años cuando él y su esposa habían recorrido la carretera de la costa en su último viaje a Montecarlo. En un coche circulando a gran velocidad en medio de la noche.

—La costa se encuentra a unos veintitrés kilómetros, creo —dijo Manzana en tono vacilante interrumpiendo los pensamientos de Fontini-Cristi.

—A unos ocho —le corrigió Vittorio.

—¿Conoce esta zona? —le preguntó Pera.

—He viajado en automóvil a Cap Ferrat y Villefranche varias veces. —¿Por qué no había dicho Montecarlo? ¿Acaso aquel nombre se había convertido en un símbolo? Por regla general utilizando la carretera de Turín, pero otras veces lo he hecho siguiendo la ruta de la costa desde Génova. Montenotte Sud es conocido por sus mesones.

—¿Conoce acaso algún atajo al norte de Savona, a través de las colinas tal vez, que nos conduzca a Celle Ligure?

—No. Hay colinas por todas partes… Pero conozco Celle Ligure. Se encuentra sobre la costa algo más allá de Albisolla. ¿Allí es donde vamos?

—Sí —repuso Manzana—. Es nuestra cita de emergencia con los corsos. En caso de que ocurriera algo, teníamos que dirigirnos a Celle Ligure, a un muelle de pesca situado al sur de los embarcaderos. Estará señalado con un asta verde.

—Pues la verdad es que ha ocurrido algo —le interrumpió Pera—. Estoy seguro de que debe de haber un corso paseando por Alba y preguntándose dónde estamos.

Varios cientos de metros más adelante vieron, iluminados por los faros delanteros, a dos soldados de pie en el centro de la carretera. Uno de ellos sostenía un rifle en las manos, el otro había levantado el brazo para indicarles que se detuvieran. Manzana aminoró la marcha del Fiat mientras el motor emitía unos roncos sonidos causados por su potencia desaceleradora.

—Monte su habitual número antipático —le dijo Manzana a Vittorio—. Muéstrese todo lo arrogante que pueda.

El británico detuvo el vehículo en mitad de la carretera como para dar a entender que sus ocupantes no esperaban ninguna interrupción; desviarse hacia el borde era innecesario.

Uno de los soldados era un teniente y el otro un cabo. El oficial se acercó a la ventanilla de Manzana y saludó cortésmente al desgreñado civil.

Demasiado cortésmente, pensó Vittorio.

—Su identificación, signore —dijo el soldado amablemente.

Demasiado amablemente.

Manzana mostró la gruesa cartulina oficial y señaló hacia el asiento de atrás. Era la señal para la intervención de Vittorio.

—Soy el ufficiale segreto de la guarnición de Génova y llevamos mucha prisa. Tenemos asuntos en Savona. Ya ha cumplido usted con su obligación; permítanos inmediatamente el paso.

—Mis disculpas, signore. —El oficial tomó la gruesa cartulina que le estaba mostrando Manzana y la estudió doblándola por la mitad bajo la escasa luz. Después añadió amablemente—: Debo ver sus identificaciones. Hay muy poco tráfico por la carretera a estas horas. Todos los vehículos tienen que ser controlados.

Fontini-Cristi golpeó súbitamente irritado el respaldo del asiento frontal.

—¡No sabe lo que hace! No se deje engañar por nuestro aspecto. ¡Tenemos que resolver en Savona un asunto oficial y vamos con retraso!

—Sí pero es que tengo que leer eso…

Pero no estaba leyendo, pensó Vittorio. Un hombre que no dispone de suficiente luz no dobla una hoja de papel y la acerca a sí sino que, en el caso de que la doble, la aleja para que reciba más luz. El soldado estaba ganando tiempo. Y el cabo se había aproximado a la parte derecha del Fiat con el rifle todavía cruzado sobre el pecho pero con la mano izquierda más cerca ahora de la parte inferior del cañón. Cualquier cazador conocía aquella posición; era la posición a punto de disparar.

Fontini-Cristi se reclinó en su asiento soltando furiosas imprecaciones.

—¡Exijo su nombre y el nombre de su comandante!

En el asiento frontal, Manzana había desplazado los hombros un poco a la derecha en un intento de mirar a través del espejo retrovisor pero no pudo hacerlo. En su fingida cólera, en cambio, Fontini-Cristi no tuvo la menor dificultad. Golpeó con la mano la espalda de Pera como si su irritación hubiera alcanzado el punto culminante.

—¡Tal vez no me haya usted oído, soldado! ¡Su nombre y el de su comandante!

A través del espejo retrovisor lo pudo ver. A lo lejos, más allá del alcance del espejo, sin que pudiera verse claramente a través de la ventanilla de atrás. Un automóvil se había apartado de la carretera… se había apartado tanto que se encontraba en mitad del campo que bordeaba la autopista. Dos hombres estaban emergiendo a través de las portezuelas delanteras; sus figuras, apenas visibles, se movían muy despacio.

—… Marchetti, signore. Mi comandante es el coronel Balbo. Guarnición de Génova, signore.

Vittorio distinguió el ojo de Manzana en el espejo retrovisor, asintió levemente y movió la cabeza en lento arco en dirección a la ventanilla trasera. Al mismo tiempo, golpeó rápidamente con los dedos el cuello de Pera en la oscuridad. El agente lo comprendió.

Sin previa advertencia, Vittorio abrió la portezuela. El cabo que empuñaba el rifle le apuntó con él.

—Baje eso, caporale. Puesto que a su superior se le ha antojado hacerme perder el tiempo, voy a aprovecharlo. Soy el comandante Aldo Ravena, ufficiale segreto de Roma. Inspeccionaré su caseta y utilizaré de paso los servicios.

—Signore! —gritó el oficial desde el otro lado de la cubierta del motor del Fiat.

—¿Se dirige usted a mí? —preguntó Fontini-Cristi con arrogancia.

—Mis disculpas, comandante. —Sin poder evitarlo, el oficial echó un rápido vistazo a la derecha, hacia la carretera que quedaba atrás—. No hay lavabos en la caseta.

—No debe de tener usted unos intestinos muy inmaculados, muchacho. El campo debe resultar muy incómodo. Tal vez Roma instale unos lavabos. Voy a ver.

Vittorio echó a andar rápidamente hacia la puerta de la pequeña estructura; estaba abierta. Como era de esperar, el cabo le acompañó. Vittorio entró rápidamente. Tan pronto como el cabo hubo entrado, Fontini-Cristi se dio la vuelta y colocó el cañón de su pistola bajo la barbilla del hombre. Empujó el arma contra la carne de la garganta del cabo y con la mano izquierda asió el cañón de su rifle.

—¡Como tosa siquiera, tendré que matarle! —susurró Vittorio—. No quisiera tener que hacerlo.

El cabo abrió los ojos aterrado; no tenía madera de héroe. Sosteniendo el rifle, Fontini-Cristi dio rápidamente la orden con toda precisión.

—Llame al oficial. Dígale que estoy usando su teléfono y que no sabe qué hacer. Dígale que estoy llamando a la guarnición de Génova. A este coronel Balbo. ¡Ahora mismo!

El cabo gritó las palabras procurando transmitir su confusión y su temor. Vittorio apoyó la espalda contra la pared muy cerca de la puerta. La respuesta del teniente denotó el temor de éste. Tal vez hubiera cometido un terrible error.

—¡Yo me limito a cumplir órdenes! ¡He recibido órdenes de Alba!

—Dígale que el coronel Balbo se va a poner al aparato —susurró Fontini-Cristi—. ¡Ahora!

El cabo así lo hizo. Vittorio escuchó las pisadas del oficial corriendo desde el Fiat a la caseta de guardia.

—Si quiere vivir, teniente, quítese el cinturón de la pistola —limítese a desabrochar los dos extremos— y reúnase con el cabo junto a la pared.

El teniente se quedó de una pieza. Bajó la mandíbula y entreabrió los labios aterrorizado. Fontini-Cristi le empujó con el rifle apoyando el cañón contra su estómago. El sorprendido oficial hizo una mueca, jadeó e hizo lo que se le ordenaba. Vittorio llamó afuera hablando en inglés.

—Les he desarmado. Ahora no estoy seguro de lo que tengo que hacer.

Pera le contestó medio gritando.

—¿Lo que tiene que hacer? ¡Dios mío, es usted una maravilla! Envíe al oficial aquí afuera. Comuníquele que le estamos apuntando con nuestras armas. Dígale que regrese inmediatamente junto a la ventanilla de Manzana. A partir de ahora nos encargamos nosotros del asunto.

Fontini-Cristi transmitió las instrucciones. El oficial, empujado por el cañón de la pistola de Vittorio, cruzó la puerta y pasó rápidamente frente a los faros del automóvil situándose junto a la ventanilla del conductor.

Diez segundos más tarde se escuchó la voz del oficial en la carretera:

—¡Ustedes los de Alba! ¡Éste no es el vehículo que buscamos! ¡Hemos cometido un error!

Transcurrieron unos instantes antes de que respondieran otras voces. Dos poderosas voces enojadas.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Quiénes son?

Vittorio vio las figuras de los dos hombres emergiendo de la oscuridad del campo. Eran soldados y empuñaban armas. El oficial les contestó.

—Son unos segreti de Génova. Andan buscando también el vehículo de Alba.

—¡Madre de Dios! ¿Cuántos son?

Súbitamente, el oficial se apartó de la ventanilla gritando mientras se agachaba frente al automóvil.

—¡Disparen! ¡Abran fuego! Son los…

Estallaron las amortiguadas explosiones de las pistolas británicas. Pera descendió por la portezuela trasera derecha, cubierto por el automóvil, y disparó contra los soldados que se acercaban. Le contestó un rifle; fue un terrible disparo que resonó contra el piso asfaltado de la carretera, efectuado por un hombre moribundo. El teniente del puesto de control se puso en pie y echó a correr hacia la oscuridad del campo del otro lado de la carretera. Manzana disparó; tres amortiguados sonidos acompañaron los bruscos destellos de su arma. El oficial lanzó un grito y arqueó la espalda desplomándose sobre la tierra del borde de la carretera.

—¡Fontini! —gritó Manzana—. ¡Mate a este hombre y salga de aquí!

Al cabo le empezaron a temblar los labios y se le llenaron los ojos de lágrimas. Había escuchado las amortiguadas explosiones y los gritos y entendió la orden.

—No —dijo Fontini-Cristi.

—¡Maldita sea! —rugió Manzana—. ¡Haga lo que le digo! ¡Está usted bajo mis órdenes! ¡No tenemos tiempo que perder y no podemos correr ningún riesgo!

—Se equivoca. Perderíamos más tiempo y correríamos más riesgos si no lográramos encontrar el camino de Celle Ligure. Este soldado lo conocerá seguramente.

Y así fue, en efecto. Vittorio conducía con el soldado sentado a su lado. Fontini-Cristi conocía la zona; si tropezaban con alguna dificultad, él sabría sortearla. Había demostrado que era capaz de hacerlo.

—Tranquilícese —le dijo Vittorio en italiano al aterrorizado cabo—. Siga ayudándonos y no le ocurrirá nada.

—Pero ¿qué me va a suceder? Dirán que he desertado de mi puesto.

—Tonterías. Le tendimos una emboscada y le obligamos a punta de pistola a acompañarnos, a servirnos de escudo. No tuvo más remedio que hacerlo.

Llegaron a Celle Ligure a las diez cuarenta de la noche. Las calles de la aldea de pescadores estaban casi desiertas. La mayoría de sus habitantes iniciaban la jornada a las cuatro de la madrugada; las diez de la noche ya era muy tarde. Fontini-Cristi se dirigió al aparcamiento de piso de arena situado detrás del mercado de pescado al aire libre que había frente al paseo marítimo. Al otro lado estaban los embarcaderos.

—¿Dónde están los centinelas? —preguntó Manzana—. ¿Dónde se reúnen?

Al principio, el cabo pareció como si no entendiera. Vittorio se lo explicó.

—Cuando están ustedes de servicio aquí, ¿dónde se reúnen?

—Ya comprendo. —El cabo respiró aliviado; trataba evidentemente de ser útil—. Aquí en esta zona, no. Más arriba; mejor dicho, más abajo.

—¡Maldito sea! —exclamó Manzana incorporándose en el asiento de atrás y agarrando al italiano por el cabello.

—Así no llegará usted a ninguna parte —le dijo Vittorio en inglés—. Este hombre está asustado.

—¡También lo estoy yo! —replicó el agente—. ¡Hay un muelle por aquí con un asta pintada de verde y una barca en este muelle que tenemos que encontrar! No sabemos qué ha ocurrido a nuestra espalda; hay soldados armados en los muelles… un disparo alertaría a toda la zona. Y no sabemos qué órdenes se han transmitido por radio a las patrullas costeras. ¡Estoy muy asustado!

—¡Ya recuerdo! —gritó el cabo—. A la izquierda. ¡Subiendo por esta calle a la izquierda! Los camiones se detenían y nosotros seguíamos a pie hasta el muelle y esperábamos al hombre que se encontraba de guardia. Éste nos entregaba la hoja de la patrulla y nosotros le relevábamos.

—¿Dónde? ¿Exactamente dónde, cabo? —preguntó Pera en tono apremiante.

—En la siguiente calle. Estoy seguro.

—Son aproximadamente unos cien metros, ¿verdad? —preguntó Pera mirando a Fontini-Cristi—. Y la calle de más abajo debe estar aproximadamente a la misma distancia poco más o menos.

—¿Qué estás pensando? —preguntó Manzana soltando al cabo sin apartar, sin embargo, las manos del respaldo de su asiento.

—Lo mismo que tú —contestó Pera—. Sorprender al centinela a medio camino; no habrá tantas posibilidades de que nos vean. Cuando le hayamos eliminado, nos dirigiremos a pie hacia el sur en dirección al muelle del asta donde confío en que aparezcan uno o dos corsos.

Cruzaron el paseo en dirección a una calleja que conducía a los muelles. El olor a pescado y el rumor de medio centenar de barcas mecidas rítmicamente por las olas llenaban la oscuridad. Se observaban redes colgadas por todas partes; el rumor del oleaje podía escucharse más allá de la pasarela de tablones que había frente a los muelles. Unas cuantas linternas oscilaban sobre éstos colgadas de unas cuerdas; una orquestina interpretaba una sencilla melodía en la distancia.

Vittorio y Pera emergieron con aire indiferente de la calleja sin que apenas se escucharan sus pisadas gracias a los húmedos tablones. Manzana y el cabo permanecieron ocultos en la oscuridad. La pasarela estaba protegida por una barandilla de tubo de metal por encima del agua.

—¿Ve al centinela? —preguntó Fontini-Cristi en voz baja.

—No, pero le oigo —contestó el agente—. Está golpeando la barandilla al andar. Escuche.

Vittorio tardó varios segundos en poder distinguir el débil sonido metálico sobre el trasfondo del rítmico crujido de la madera sobre el agua. Pero allí estaba. El inconsciente e irregular tamborileo de un hombre aburrido que estaba llevando a cabo una tarea aburrida.

A varios cientos de metros al sur de la pasarela la figura del soldado apareció iluminada por una de las luces del muelle con el rifle inclinado hacia abajo y descansando sobre su brazo izquierdo. Avanzaba a lo largo de la barandilla y la golpeaba con la mano derecha siguiendo el ritmo de sus pisadas.

—Cuando llegue aquí, pídale un cigarrillo —dijo Pera con calma—. Simule estar borracho. Yo también lo haré.

El centinela se fue acercando. En cuanto les vio, levantó el rifle, lo amartilló y se situó en posición a unos cuatro metros y medio de distancia.

—¡Alto! ¿Quién va?

—Dos pescadores sin cigarrillos —repuso Fontini-Cristi arrastrando las palabras—. Sé buen chico y danos un par. Aunque sólo sea uno; ya nos lo repartiremos.

—Estáis borrachos —dijo el soldado—. Esta noche hay toque de queda en los muelles. ¿Cómo estáis aquí? Lo han estado diciendo por los altavoces todo el día.

—Hemos estado con dos putas en Albisolla —contestó Vittorio tambaleándose y apoyándose en la barandilla—. Lo único que hemos escuchado ha sido la música del fonógrafo y los crujidos de las camas.

—Era muy bonito —murmuró Pera.

El centinela sacudió la cabeza en gesto desaprobatorio. Bajó el rifle y se acercó metiéndose la mano en el bolsillo de la chaqueta en busca de cigarrillos.

—Ustedes los ligurini son peores que los napoletani. También he estado de servicio allí.

Detrás del soldado Vittorio pudo ver a Manzana emergiendo de las sombras. Había obligado al cabo a tenderse de espaldas en la calleja y el cabo no se movería. En las manos de Manzana podían verse dos carretes.

Antes de que Vittorio pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, Manzana se plantó en la pasarela con los brazos extendidos en ángulo hacia arriba. En dos rápidos movimientos, las manos del agente pasaron por encima de la cabeza del centinela y su rodilla se clavó en la espalda del soldado tirando violentamente de éste hacia atrás y obligándole a arquearse espasmódicamente y a desplomarse al suelo.

El único rumor que se escuchó fue el de una brusca y horrible expulsión de aire y el de la caída del cuerpo del hombre sobre la húmeda madera.

Pera corrió hacia el cabo y le acercó la pistola a la sien.

—Ni un sonido. ¿Está claro?

Era una orden que no dejaba lugar para la discusión. El cabo se levantó en silencio.

Fontini-Cristi contempló al centinela desplomado sobre la madera. Pensó que ojalá no hubiera visto lo que acababa de ver. El cuello del hombre estaba casi cortado en su totalidad y de su garganta brotaba una corriente color rojo oscuro. Manzana empujó el cuerpo a través de un hueco de la barandilla. El cuerpo cayó al agua con un rumor sordo. Pera recogió su rifle y habló en inglés.

—Vamos. Por aquí abajo.

—Venga —dijo Fontini-Cristi apoyando la mano en el tembloroso brazo del cabo—. No tiene más remedio que acompañarnos.

El asta de color verde aparecía inmóvil y no soplaba la menor brisa que moviera la banderola. El embarcadero sólo estaba ocupado parcialmente. Daba la impresión de que se adentrara en el agua más que los otros. Los cuatro descendieron por los peldaños, Manzana y Pera delante con las manos metidas en los bolsillos. Estaba claro que los dos ingleses vacilaban. Vittorio comprendió que estaban preocupados.

Sin previa advertencia ni sonido, aparecieron súbitamente unos hombres situados a ambos lados de ellos empuñando armas. Se encontraban en las cubiertas de los barcos; eran cinco, no, seis hombres vestidos de pescadores.

—¿Es usted Jorge V? —preguntó la áspera voz del hombre que se encontraba de pie en la cubierta de una pequeña barca situada muy cerca de los agentes.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Pera aliviado—. Hemos pasado un mal rato.

Al escucharse las palabras en inglés, las armas volvieron a guardarse en cintos y bolsillos. Los hombres se reunieron hablando todos a la vez.

Se expresaban en corso.

Uno de los hombres, que debía ser el jefe, se dirigió a Manzana.

—Vayan al fondo del muelle. Tenemos uno de los barcos más rápidos de Bastia. Nos encargaremos del italiano. ¡Tardarán un mes en encontrarle!

—No —dijo Fontini-Cristi situándose entre los dos hombres y mirando a Pera—. Le dimos nuestra palabra. Le dijimos que, si colaboraba con nosotros, viviría.

Pero contestó Manzana en un susurro no exento de cierta irritación.

—Bueno, mire, usted nos ha ayudado mucho, no lo niego, pero no es usted quien dirige el espectáculo. Vaya a este maldito barco.

—No hasta que este hombre regrese a la pasarela. ¡Le dimos nuestra palabra! —Vittorio habló con el cabo—. Regrese. Nadie le causará daño. Encienda una cerilla cuando llegue a una calle que conduzca al paseo marítimo.

—¿Y si digo que no? —preguntó Manzana sin soltar la chaqueta del soldado.

—Entonces me quedaré aquí.

—¡Maldita sea! —exclamó Manzana soltando al soldado.

—Acompáñele hasta medio camino —le dijo Fontini-Cristi al corso—. Encárguese de que sus hombres le dejen pasar.

El corso escupió al suelo.

El cabo corrió con todas sus fuerzas hacia el fondo del muelle. Fontini-Cristi miró a los dos ingleses.

—Lo siento —dijo simplemente—. Ya ha habido suficientes muertos.

—Es usted un loco —replicó Manzana.

—Dense prisa —dijo el jefe corso—. Quiero que nos pongamos en marcha. El agua está movida más allá de la escollera. ¡Y ustedes son unos chiflados!

Caminaron hasta el fondo del largo embarcadero y saltaron uno a uno a la cubierta de la barcaza por encima de la regala. Dos corsos se quedaron en el embarcadero y empezaron a soltar los grasientos cabos mientras el malhumorado jefe ponía en marcha los motores.

Ocurrió inesperadamente.

Una ráfaga de disparos desde la pasarela. Después, la cegadora luz de un reflector se encendió en la oscuridad acompañada por los gritos de unos soldados que se encontraban al otro lado del embarcadero. Se escuchaba la voz del cabo.

—¡Por allí! ¡Al fondo del embarcadero! ¡La barcaza de pesca! ¡Den la alarma!

Uno de los corsos fue alcanzado y soltó el cabo de la embarcación en el último instante.

—¡La luz! ¡Apaguen la luz! —gritó el corso desde la timonera abierta acelerando las revoluciones del motor para alejarse hacia alta mar.

Manzana y Pera desenroscaron los silenciadores para poder disparar con mayor precisión. Manzana fue el primero en asomarse por encima de la protección de la regala; apretó el gatillo repetidamente apoyando la mano sobre la madera.

El reflector estalló en la distancia. Simultáneamente estallaron unos fragmentos de madera alrededor de Manzana; el agente se retiró gritando de dolor.

Tenía la mano destrozada.

Pero el corso había conseguido conducir la rápida barcaza hacia la protectora oscuridad del mar. Se habían librado de Celle Ligure.

—¡Nuestro precio ha subido, inglés! —gritó el hombre del timón—. ¡Bastardos hijos de puta! ¡Pagarán esta locura!

El hombre miró a Fontini-Cristi agachado bajo la regala de estribor. Los ojos de ambos se encontraron; el corso escupió al suelo enfurecido.

Manzana se reclinó sudoroso contra unos cabos enrollados. Bajo la luz nocturna en la que se reflejaba la espuma del mar, Vittorio observó que el inglés se estaba mirando la sangrienta masa de carne en que se había convertido su mano, sosteniéndosela por la muñeca.

Fontini-Cristi se levantó y se acercó al agente arrancándose un trozo de tela de la camisa.

—Permita que se la vende. Para que deje de sangrar…

Manzana movió la cabeza y habló con furia contenida.

—Apártese de mí. Sus malditos principios cuestan demasiado.

El mar estaba movido, los vientos soplaban con fuerza y la embarcación se balanceaba de manera brusca y violenta. Llevaban treinta y ocho minutos surcando las olas de alta mar. Se habían adoptado disposiciones, se había superado el bloqueo y los motores del barco se encontraban ahora funcionando en mínima.

Más allá de las olas Vittorio pudo ver un pequeño disco de azulada luz intermitente. La señal de un submarino. El corso que se encontraba a proa con la linterna empezó a su vez a hacer señales. Subió y bajó la linterna utilizando la regala para ocultar su luz e imitando el ritmo del disco azulado que podía verse a unos ochocientos metros sobre las aguas.

—¿No pueden ustedes comunicarse con ellos por radio? —preguntó Pera.

—Las frecuencias están controladas —repuso el corso—. Los buques patrulleros nos rodearían; no podemos sobornarlos a todos.

Las dos embarcaciones iniciaron una cautelosa pavana sobre las agitadas olas del mar. La barcaza fue la que mayor número de movimientos efectuó hasta que el enorme merodeador submarino se encontró directamente junto al galón de estribor. Fontini-Cristi contemplaba como hipnotizado su tamaño y su negra majestuosidad.

Las dos embarcaciones se encontraban a unos 15 metros de distancia, y el submarino se elevaba considerablemente por encima de las encrespadas olas. Cuatro hombres podían verse en cubierta asidos a una barandilla metálica. Los que se encontraban en el centro parecía que estuvieran manipulando alguna especie de máquina.

Un grueso cabo fue lanzado al aire y fue a caer en mitad de la cubierta de la barcaza. Dos corsos se adelantaron y lo asieron con fuerza como si el cabo poseyera una hostil voluntad propia. Ajustaron el cabo a un cabrestante que había en el centro de la cubierta e hicieron nuevamente señas a los hombres del submarino.

La acción se repitió. Pero el segundo cabo no fue lo único que se lanzó desde el submarino. Había también una bolsa de lona con anillas metálicas en los bordes y de una de las anillas partía un grueso cable metálico cuyo extremo llegaba hasta los tripulantes que se encontraban en la cubierta del submarino.

Los corsos abrieron la bolsa de lona y sacaron una especie de chaquetilla. Fontini-Cristi reconoció inmediatamente de qué se trataba. Era un equipo útil para cruzar precipicios en las montañas.

Pera, avanzando a trompicones por la movediza cubierta, se acercó a Vittorio.

—¡Produce un poco de escozor en la piel pero es seguro! —gritó.

—¡Envíen primero a Manzana! —repuso Vittorio también a gritos—. Tienen que curarle la mano.

—Usted es lo primero. ¡Y, francamente, si esta maldita cosa no aguanta, prefiero probarlo primero con usted!

Fontini-Cristi se encontraba sentado en la litera de hierro del pequeño camarote metálico bebiendo café en un grueso pichel de porcelana. Llevaba una manta de la Marina Real echada sobre los hombros y se notaba sobre la piel la humedad de la ropa. La molestia no le preocupaba; prefería estar solo.

Se abrió la puerta del pequeño camarote. Era Pera. Llevaba unas prendas de vestir que dejó sobre la litera.

—Aquí tiene usted ropa seca para cambiarse. No estaría nada bien que ahora la palmara usted por culpa de una pulmonía. Sería el colmo, ¿no le parece?

—Muchas gracias —dijo Vittorio levantándose—. ¿Cómo está su amigo?

—El médico de a bordo teme que pierda el uso de la mano. No se lo ha dicho a él, pero ya lo sabe.

—Lo siento. He sido un ingenuo.

—Sí —convino simplemente el inglés—, ha sido usted un ingenuo.

Después se marchó dejando la puerta abierta. En los estrechos corredores metálicos se escuchó, desde el pequeño camarote metálico, una súbita explosión de ruido. Los hombres pasaban corriendo frente a la puerta, todos dirigiéndose al mismo sitio, hacia popa o hacia proa, Fontini-Cristi no lo sabía. A través del sistema de micrófonos del buque se escuchó un agudo silbido. Se escucharon puertas metálicas al cerrarse y el griterío fue en aumento.

Vittorio se acercó a la puerta abierta conteniendo la respiración, presa del pánico de la impotencia bajo el mar.

Chocó con un marinero británico. Pero el rostro del marinero no mostraba expresión alguna de pánico. O de temor. O de cualquier otra cosa que no fuera una risa despreocupada.

—¡Feliz Año Nuevo, compañero! —gritó el marinero—. ¡Estamos a medianoche, amigo! Estamos en 1940. ¡Una maldita nueva década!

El marinero corrió hacia la siguiente escotilla y la abrió de golpe: al otro lado, Fontini-Cristi pudo ver la sección de la tripulación. Los hombres se hallaban reunidos con unos picheles en la mano que dos oficiales estaban llenando de whisky. Los gritos se trocaron en carcajadas y las notas del «Auld Lang Syne» empezaron a llenar las cámaras metálicas.

Una nueva década.

La anterior había finalizado en muerte. Muerte por todas partes bajo la horrible y cegadora luz blanca de Campo di Fiori. Padre, madre, hermanos, hermanas… niños. Todos desaparecidos. Desaparecidos en un instante de desgarradora violencia que le quemaba la mente. Un recuerdo que le acompañaría a lo largo de toda su vida.

¿Por qué? ¿Por qué? ¡Todo era absurdo!

Y entonces lo recordó. Savarone había dicho que se había trasladado a Zurich. Pero no había ido a Zurich sino a otro lugar.

En este otro lugar estaba la respuesta. Pero ¿cuál?

Vittorio regresó al pequeño camarote metálico del submarino y se sentó en el borde de hierro de la litera.

La nueva década había empezado.