30 de diciembre de 1939
ALBA, ITALIA
El café estaba abarrotado de gente, con todas las mesas llenas y muchas voces que gritaban. Vittorio siguió al partisano entre la masa de manos gesticulantes y se abrió de mala gana paso entre los cuerpos hasta llegar al mostrador; una vez allí, pidieron café con Strega.
—Por allí —dijo el partisano indicando una mesa que había en un rincón ocupada por tres obreros cuyas sucias prendas de vestir y rostros sin afeitar denotaban bien a las claras su condición. Había una silla vacía.
—¿Cómo lo sabe? Yo pensaba que íbamos a reunimos con dos hombres, no con tres. Además, no hay sitio suficiente; sólo veo una silla.
—Fíjese en el individuo corpulento de la derecha. La identificación la lleva en los zapatos. Lleva unas manchas de pintura anaranjada, no muy visibles. Es el corso. Los otros dos son ingleses. Vaya allí y diga «Hemos tenido un viaje sin contratiempos»; nada más. El hombre de los zapatos se levantará; ocupe su asiento.
—¿Y usted?
—Me reuniré con ustedes en seguida. Tengo que hablar con el corso.
Vittorio hizo lo que se le había dicho. El individuo corpulento de las manchas de pintura en los zapatos se levantó lanzando un suspiro de hastío; Fontini-Cristi se acomodó en su asiento. Habló el británico que se hallaba acomodado frente a él. Su italiano era gramaticalmente correcto pero vacilante; había aprendido el idioma pero no el lenguaje coloquial.
—Nuestra más sincera condolencia. Absolutamente horrible. Le sacaremos de aquí.
—Gracias. ¿Prefieren ustedes hablar inglés? Lo hablo con fluidez.
—Muy bien —dijo el segundo hombre—. No estábamos seguros. Apenas hemos dispuesto de tiempo para informarnos acerca de usted. Nos han conducido en avión esta mañana desde Lakenheath. Los corsos nos han recogido en Pietra Ligure.
—Todo ha ocurrido con tanta rapidez —dijo Vittorio—. El sobresalto aún no se me ha pasado.
—No creo que ello hubiera sido posible —dijo el primer hombre—. Pero todavía no hemos terminado. Tendrá que procurar conservar la calma. Se nos ha ordenado que le conduzcamos a Londres a toda costa: que no regresemos sin usted, ni más ni menos.
Vittorio miró alternativamente a ambos hombres.
—¿Puedo preguntarles por qué? Compréndanlo, por favor, se lo agradezco muchísimo pero su preocupación se me antoja asombrosa. No soy humilde pero tampoco soy un estúpido. ¿Por qué soy tan importante para los británicos?
—Que nos aspen si lo sabemos —repuso el segundo agente—. Lo que sí puedo decirle es que anoche fue un infierno. Toda la noche. Estuvimos desde medianoche hasta las cuatro de la madrugada en el Ministerio del Aire. Las radios de todos los cuartos de operaciones estuvieron transmitiendo constantemente. Estamos trabajando con los corsos, ¿sabe?
—Sí, eso me han dicho.
El partisano se acercó a la mesa abriéndose paso entre la gente. Tomó la silla vacía y se sentó con un vaso de Strega en la mano. La conversación prosiguió en italiano.
—Hemos tenido dificultades en la carretera de Canelli. Un puesto de control. Dos guardianes han tenido que ser eliminados.
—¿Cuánto durará el período A? —preguntó el agente que se hallaba sentado a la derecha de Fontini-Cristi. Se percató de la expresión de asombro de Vittorio y aclaró su pregunta—: ¿De cuánto tiempo se dispone antes de que se produzca la alarma?
—Hasta medianoche. Cuando llegue el relevo de las doce. A nadie le preocupa que los teléfonos no contesten. Las instalaciones se averían constantemente.
—Bien hecho —dijo el agente del otro lado de la mesa. Tenía un rostro más redondo que el de su compatriota inglés y hablaba más despacio, como si anduviera constantemente eligiendo sus palabras—. Es usted un bolchevique, me imagino.
—Lo soy —repuso el partisano casi con hostilidad.
—No, no, por favor —añadió el agente—. Me gusta trabajar con ustedes. Son muy íntegros.
—El MI-Seis es muy amable.
—A propósito —le dijo a Vittorio bajando la voz el británico que se sentaba a su derecha—. Yo soy Manzana; él es Pera.
—Sabemos quién es usted —le dijo Pera a Fontini-Cristi.
—Mi nombre no es importante —dijo el partisano riéndose levemente—. No iré con ustedes.
—Dejemos eso, ¿le parece? —Manzana estaba nervioso, pero se controlaba hasta el extremo de mostrarse reservado—. Lo de la partida. Londres desea, además, establecer unas comunicaciones más firmes.
—Ya sabíamos que Londres querría eso.
Los tres hombres iniciaron una conversación profesional que a Vittorio se le antojó extraordinaria. Hablaron de rutas y claves y frecuencias radiofónicas como si estuvieran refiriéndose a las cotizaciones de la bolsa. Se refirieron a la necesidad de quitar de en medio, eliminar, a varias personas que ocupaban determinadas posiciones… y que no eran hombres ni seres humanos sino simplemente factores que había que liquidar.
¿Qué clase de hombres eran aquellos tres? «Manzana», «Pera» y un bolchevique sin nombre, sólo con una falsa tarjeta de identidad. Hombres que mataban sin cólera y sin remordimiento.
Pensó en Campo di Fiori. En la cegadora luz blanca de los reflectores y en los disparos de las armas de fuego y en la muerte. Él, ahora, podría matar. Con perversidad y salvajismo… pero no hubiera podido hablar de la muerte tal como hacían aquellos hombres.
—…nos conducirán a un barco de pesca conocido de las patrullas guardacostas. ¿Comprende usted?
Manzana le estaba hablando pero él no había prestado atención.
—Perdone —dijo Vittorio—. Me había distraído.
—Tenemos mucho camino por recorrer —dijo Pera—. Más de ochenta kilómetros hasta la costa y después un mínimo de tres horas en el agua. Pueden ocurrir muchas cosas.
—Procuraré prestar más atención.
—Haga algo más que simplemente procurarlo —dijo Manzana tratando de controlar su irritación—. No sé qué habrá hecho usted por el Foreign Office pero resulta que es usted un elemento de la máxima importancia. Si no conseguimos sacarle, nos va en ello la vida. Por consiguiente, ¡escuche con atención! Los corsos nos conducirán hasta la costa. Habrá cuatro cambios de vehículo…
—¡Espere! —El partisano extendió la mano y asió el brazo de Manzana—. El hombre que se encontraba sentado con ustedes, el de los zapatos manchados de pintura. ¿Dónde le recogieron? Rápido.
—Aquí en Alba. Hace unos veinte minutos.
—¿Quién estableció contacto primero?
Los ingleses se miraron el uno al otro. Brevemente, instantáneamente preocupados.
—Él —repuso Manzana.
—¡Salgan de aquí! ¡Ahora mismo! ¡Utilicen la cocina!
—¿Cómo? —preguntó Pera mirando hacia el mostrador.
—Ya se va —contestó el partisano—. Tenía que esperarme a mí.
El sujeto corpulento se estaba abriendo paso entre la gente en dirección a la salida y lo estaba haciendo con el mayor disimulo posible. Como si fuera un bebedor que se dirigiera al retrete.
—¿Qué piensa usted? —preguntó Manzana.
—Pienso que hay por todo Alba muchos hombres con manchas de pintura en los zapatos. Aguardan a los forasteros cuyos ojos miren hacia el suelo. —El comunista se levantó—. Han descifrado la clave del contacto. Son cosas que ocurren. Los corsos tendrán que modificarla. ¡Ahora váyanse!
Los dos ingleses se levantaron de sus asientos sin prisa. Vittorio se levantó a continuación y le rozó el brazo al partisano. El comunista se sobresaltó. Estaba mirando al hombre corpulento y se disponía a abrirse paso entre la gente.
—Quiero darle las gracias.
El partisano le miró un instante.
—Está perdiendo el tiempo —dijo.
Los dos británicos sabían exactamente dónde estaba la cocina y, por consiguiente, la puerta de salida de la cocina. La calleja estaba sucia: unos cubos de la basura se hallaban alineados a lo largo de las sucias paredes de estuco y se podía ver basura por el suelo. La calleja comunicaba la Piazza San Giorno con la calle de atrás, pero estaba tan escasamente iluminada y tan llena de porquería que la gente no solía utilizarla demasiado.
—Por aquí —dijo Manzana girando a la izquierda y alejándose de la plaza—. Ahora vayamos aprisa.
Los tres hombres abandonaron corriendo la calleja. La calle aparecía llena de peatones y tenderos entre los que resultaba fácil mezclarse. Manzana y Pera echaron a andar con aire indiferente. Vittorio les seguía a escasa distancia. Se dio cuenta de que los dos ingleses se las habían apañado para situarse uno a cada lado suyo.
—No estoy seguro de que el bolchevique tuviera razón —dijo Pera—. Es posible que nuestro corso haya visto a un amigo. Resultaba muy convincente.
—Los corsos tienen un lenguaje especial —terció Vittorio disculpándose ante un peatón con el que había estado a punto de chocar—. ¿No ha podido adivinarlo hablando con él?
—No haga eso —le dijo Manzana con dureza.
—¿Qué?
—No sea tan cochinamente educado. No se ajusta a su indumentaria. Y, contestando a su pregunta, los corsos emplean contactos regionales en todas partes. Todos lo hacemos. Éstos pertenecen a un nivel más bajo, son simples mensajeros.
—Ya comprendo —dijo Fontini-Cristi mirando al hombre que se hacía llamar Manzana.
Éste caminaba con aire indiferente, pero sus ojos se movían de un lado para otro vigilando la calle. Vittorio volvió la cabeza y miró a Pera que estaba haciendo exactamente lo mismo que su compatriota: observando el rostro de la gente, los vehículos, los portales de los edificios de ambas aceras de la calle.
—¿Adónde vamos? —preguntó Fontini-Cristi.
—A una manzana de distancia de aquí donde nos ha dicho el corso —repuso Manzana.
—Pensaba que sospechaban ustedes de él.
—No nos verán porque no sabrán lo que tienen que buscar —dijo Pera—. El bolchevique alcanzará al corso en la plaza. Si todo está como debe estar, llegarán juntos. En caso contrario y si su amigo de usted es competente, éste llegará solo.
La zona comercial se curvaba a la izquierda en dirección a la entrada sur de la Piazza San Giorno. La entrada estaba señalada por una fuente de taza circular, cuya base aparecía llena de papeles y botellas. Hombres y mujeres permanecían sentados en su borde introduciendo las manos en las sucias aguas. Los niños gritaban y correteaban por el empedrado bajo la atenta mirada de sus padres.
—La calle del otro lado —dijo Manzana encendiendo un cigarrillo y señalando hacia la ancha calle que se veía a través del surtidor de la fuente— es la Via Ligata. Conduce a la autopista de la costa. A cosa de unos doscientos metros calle abajo se encuentra una travesía en la que el corso ha dicho que nos estaría aguardando un taxi.
—¿No será esta travesía, por casualidad, un callejón sin salida?
Pera dirigió la pregunta con cierto matiz de desprecio en la voz. En realidad, no esperaba respuesta.
—¿Será una coincidencia? Yo me estaba preguntando lo mismo. Vamos a averiguarlo. Usted —le dijo Manzana a Vittorio—, quédese con mi compañero y haga exactamente lo que él le diga.
El agente arrojó la cerilla al suelo, dio una profunda chupada al cigarrillo y caminó rápidamente por el adoquinado en dirección a la fuente. Cuando ya se encontraba a muy escasa distancia de ésta, aminoró el paso y entonces, para asombro de Vittorio, se perdió de vista confundiéndose enteramente entre los peatones.
—Lo hace bastante bien, ¿verdad? —dijo Pera.
—No le distingo. No logro verle.
—Así debe ser. Una buena carrera-y-confusión realizada bajo una adecuada luz puede resultar muy eficaz. —Pera se encogió de hombros—. Siga andando. Camine un poco adelantado con respecto a mí y hable un poco. Y gesticule. Ustedes los italianos suelen mover mucho las manos.
Vittorio sonrió ante el tópico del inglés. Pero, mientras avanzaban entre la gente, se dio cuenta de que movía las manos y levantaba los brazos y soltaba súbitas exclamaciones. El británico conocía a los italianos. Caminó al lado del agente, fascinado por la decisión de aquel hombre. De repente, Pera asió a Vittorio por la manga y le arrastró hacia la izquierda sentándose con él en un espacio que acababa de quedar libre en el borde de la taza de la fuente. Fontini-Cristi se sorprendió. Pensaba que su objetivo era el de llegar cuanto antes y con la mayor discreción posible a la Via Ligata.
Pero entonces lo comprendió. Los ojos expertos y profesionales del británico habían visto lo que un aficionado no podía ver: la señal.
Vittorio se quedó sentado a la derecha del agente con la cabeza inclinada. Lo primero que pudo ver fueron unos gastados zapatos con unas manchas de pintura anaranjada en el estropeado cuero. Un solo par de zapatos inmóviles entre las móviles sombras de los cuerpos que se movían. Entonces Vittorio levantó la cabeza y se quedó petrificado. El partisano estaba sosteniendo el fornido cuerpo del contacto corso como si estuviera ayudando a un amigo que hubiera bebido más de la cuenta. Pero el contacto no estaba borracho. Tenía la cabeza caída y los ojos abiertos mirando hacia abajo en la oscuridad. Estaba muerto.
Vittorio se irguió en el borde de la fuente como hipnotizado por lo que estaba viendo abajo. Un hilillo de sangre estaba empapando la parte de atrás de la camisa del corso, bajando por la pared interior de la fuente, mezclándose con la sucia agua y formando círculos y semicírculos iluminados por la intermitente luz de las farolas de la plaza.
La mano del partisano agarraba la tela de la camisa empapada de sangre con los nudillos y la muñeca ensangrentada. Y en su mano se observaba el mango de un cuchillo.
Fontini-Cristi trató de disimular su horror.
—Esperaba que se detuvieran ustedes —le dijo el comunista al inglés.
—A punto estuvimos de no hacerlo —dijo Pera en su gramaticalmente correcto italiano—. Hasta que vimos que la pareja de aquí se levantaba. —El inglés indicó el borde de la fuente en el que se hallaba sentado en compañía de Vittorio—. Son de los suyos, me imagino.
—No. Cuando ustedes se estaban acercando, les dije que mi amigo estaba a punto de vomitar. Es una trampa, claro. Del tipo red de pesca. No se sabe lo que se va a sacar. Descifraron la clave… anoche. Hay cosa de una docena de provocatori por toda la zona tratando de apresar a todos los objetivos que puedan. Es un cerco.
—Se lo diremos a los corsos.
—No servirá de mucho. La clave cambia mañana.
—¿Entonces lo del taxi es una trampa?
—No. El segundo cebo. No quieren correr riesgos. El taxi conduce a los objetivos hasta la red. Sólo el conductor sabe el lugar; él pertenece a un nivel superior.
—Tiene que haber otros por aquí cerca —dijo Pera acercándose la mano a la boca en gesto pensativo.
—Desde luego.
—Pero ¿cuáles?
—Hay una manera de averiguarlo. ¿Dónde está Manzana?
—En estos momentos ya debe estar en la Via Ligata. Queríamos separarnos por si usted tropezaba con alguna dificultad.
—Reúnanse con él; yo no he tropezado con ninguna dificultad.
—Sí, ya lo veo…
—¡Madre de Dios! —exclamó Vittorio por lo bajo sin poder contenerse por más tiempo—. ¡Están sosteniendo a un muerto en mitad de una plaza y hablan como mujeres!
—Tenemos cosas de que hablar, signore. Estese quieto y escuche. —El partisano miró al inglés que apenas había prestado atención a las palabras de Fontini-Cristi—. Les daré dos minutos para que se reúnan con Manzana. Después soltaré a nuestro amigo el corso en la fuente, boca abajo para que se le vea el cuchillo. Se producirá el caos. Yo mismo gritaré. La gente me secundará. Será suficiente.
—Y nosotros vigilamos el taxi —dijo Pera.
—Sí. Cuando aumente el griterío, observen quiénes hablan juntos. Observen quién se marcha a investigar.
—Y entonces tomamos el maldito taxi y nos largamos —añadió el agente con decisión—. ¡Buen espectáculo! Espero poder volver a trabajar con usted.
El británico se levantó y Vittorio hizo lo propio notando la presión de la mano de Pera en su brazo.
—Usted —dijo el partisano mirando a Vittorio sin dejar de acunar el inerte y voluminoso cuerpo en la ruidosa y abarrotada oscuridad llena de sombras—. Recuerde una cosa. Una conversación en medio de muchas personas suele ser lo más seguro. Y una hoja de cuchillo en medio de mucha gente difícilmente se nota. Recuerde estas cosas.
Vittorio miró al hombre sin estar seguro de si el comunista pretendía ofenderle con sus palabras o no.
—Lo recordaré —dijo Vittorio.
Se dirigieron a toda prisa a la Via Ligata. Manzana se encontraba al otro lado avanzando despacio hacia la travesía en la que el contacto corso había dicho que habría un taxi aguardando. Las farolas de la calle producían una luz más mortecina todavía que las de la plaza.
—Dese prisa. Allí está —dijo Pera en inglés—. Dé zancadas más grandes pero no corra.
—¿Le parece que crucemos y nos reunamos con él? —preguntó Vittorio.
—No. Una persona que cruza una calle pasa más inadvertida que dos… Muy bien. Deténgase.
Pera se sacó del bolsillo una caja de cerillas y encendió una. En cuanto la hubo encendido, la agitó arrojándola al suelo —como si la llama le hubiera quemado el dedo— e inmediatamente encendió otra que acercó al cigarrillo que sostenía entre los labios.
Transcurrió menos de un minuto antes de que Manzana se reuniera con ellos caminando a lo largo de la pared de un edificio. Pera le refirió la estrategia del partisano. Los tres caminaron en silencio entre los viandantes hasta el final de la manzana situada frente a la travesía. Al otro lado de la calle, bajo la débil luz blanca de las farolas, se encontraba el taxi a cosa de unos nueve metros de la esquina.
—Menuda coincidencia —dijo Manzana levantando un pie y apoyándolo sobre un bajo reborde de la pared al objeto de subirse el calcetín—. Es un callejón sin salida.
—Las tropas no pueden andar lejos. ¿Tienes el cojinete a punto? Yo no.
—Sí. Arréglate el tuyo.
Pera se volvió de cara al edificio y se sacó del interior de la chaqueta una pistola automática. Se metió la otra mano en el bolsillo y sacó un cilindro de unos diez centímetros de longitud con perforaciones sobre la superficie de hierro y lo introdujo en el cañón de la pistola. Después se volvió a guardar el arma en el bolsillo justo en el momento en que se empezaron a escuchar los gritos procedentes de la plaza.
Al principio fueron pocos, casi imperceptibles, pero después los gritos fueron en aumento.
«Polizia!», «A quale punto polizia»!, «Assassinio!», «Omicidio!». Las mujeres y los niños corrían por la plaza y los hombres las seguían dando órdenes y facilitando información a todo el mundo y a nadie en particular. Entre los gritos se escuchaban las palabras: «Uomo con scarpe arancione», un hombre con los zapatos color anaranjado. El partisano había hecho estupendamente su trabajo.
Y entonces se vio al partisano entre la gente corriendo por la calle. El hombre se detuvo a escasa distancia de Fontini-Cristi y de los dos ingleses y gritó para que todo el mundo le oyera.
—¡Le he visto! ¡Les he visto! ¡Yo estaba a su lado! ¡Este hombre, llevaba los zapatos pintados, le han clavado un cuchillo por la espalda!
De la oscuridad del portal de un edificio emergió una figura que cruzó la calle corriendo en dirección al partisano.
—¡Usted! ¡Venga aquí!
—¿Cómo?
—Pertenezco a la policía. ¿Qué es lo que ha visto?
—La policía. ¡Gracias a Dios! ¡Venga conmigo! ¡Había dos hombres! Iban vestidos con unos jerseys…
Antes de que el funcionario pudiera darse cuenta, el partisano echó a correr en dirección a la entrada de la plaza confundiéndose entre la muchedumbre. El policía vaciló y después miró al otro lado de la calle escasamente iluminada. Tres hombres se encontraban hablando juntos a varios metros del taxi. El policía hizo un gesto; dos hombres se apartaron y se dirigieron hacia el policía que ahora había echado a correr en dirección a San Giorno persiguiendo al partisano.
—El hombre que ha quedado junto al automóvil es el chófer —dijo Manzana—. Vamos allá.
Lo que ocurrió a continuación resultó confuso. Vittorio siguió a los dos agentes cruzando la Via Ligata para dirigirse a la travesía. El hombre se había acomodado al volante. Manzana se acercó al automóvil, abrió la portezuela y, sin decir palabra, levantó el arma. Una amortiguada explosión estalló de la boca del revólver. El hombre se inclinó hacia adelante; Manzana le empujó hacia el otro asiento. Pera se dirigió a Fontini-Cristi.
—Al asiento de atrás. ¡Rápido!
Manzana giró la llave de encendido; el taxi era viejo pero el motor era nuevo y potente. La carrocería era la de un Fiat, pensó Vittorio, pero el motor era un Lamborghini.
El automóvil avanzó, giró a la derecha al llegar a la esquina y aceleró una vez en la Via Ligata. Manzana habló por encima del hombro dirigiéndose a Pera.
—Comprueba la guantera, ¿quieres? Este maldito cacharro pertenece seguramente a algún personaje importante. Apuesto a que podría hacer un buen papel en Le Mans.
Pera se incorporó en el asiento de atrás por encima del respaldo de fieltro del asiento delantero y sobre el cadáver del italiano. Abrió la guantera y tomó unos papeles. Al retirarse del tablero de instrumentos, el automóvil se desvió; Manzana había adelantado a dos automóviles. El cuerpo del italiano cayó sobre el brazo de Pera que asió en sus manos el cuello sin vida y arrojó de nuevo violentamente el cadáver hacia el rincón.
Vittorio contemplaba la escena asqueado y sin llegar a comprender. A su espalda, un hombre corpulento flotaba muerto sobre las aguas de una fuente con el mango de un cuchillo sobresaliéndole de la camisa ensangrentada. Aquí, en un automóvil de la policía disfrazado de taxi y sin ninguna señal distintiva, un hombre yacía en el asiento frontal con una bala alojada en el cuerpo sin vida. A varios kilómetros de distancia, en una caseta de guardia de la Via Canelli, otros dos hombres yacían muertos, asesinados por el comunista que le había salvado la vida. La constante pesadilla estaba destruyendo su capacidad de pensar. Contuvo el aliento en un desesperado esfuerzo por recuperar un momento de cordura.
—¡Ya lo tenemos! —gritó Pera sosteniendo en su mano una cartulina rectangular que había estado estudiando bajo la inadecuada luz—. ¡Menuda jugada!
—Un pasaporte de libre circulación, espero —dijo Manzana aminorando la marcha al tomar una curva.
—¡Vaya si lo es! ¡El maldito veicolo está asignado al ufficiale segreto! El tío tiene acceso al mismísimo Mussolini.
—Tenía que ser algo así —convino Manzana asintiendo con la cabeza—. El motor de este cacharro es una pura maravilla.
—Es un Lamborghini —dijo Vittorio tranquilamente.
—¿Cómo? —preguntó Manzana levantando la voz para ser oído sobre el trasfondo del rugido del motor del automóvil que ahora avanzaba por un tramo de carretera recto. Se estaban acercando a las afueras de Alba.
—He dicho que es un Lamborghini.
—Sí —dijo Manzana, que evidentemente no conocía aquel tipo de motor—. Bueno, pues, siga usted diciendo cosas de éstas. Quiero decir cosas italianas. Nos harán mucha falta sus palabras antes de que lleguemos a la costa.
Pera se dirigió a Fontini-Cristi. El agradable rostro del inglés apenas resultaba visible en la oscuridad. Hablaba suavemente pero el tono de serena urgencia de su voz resultaba inequívoco.
—Estoy seguro de que todo eso debe parecerle muy extraño y me imagino que sumamente incómodo. Pero aquel bolchevique tenía razón. Recuerde lo que pueda. Lo más difícil de esta labor no es la acción sino el hecho de acostumbrarse a la acción, no sé si me entiende. Lo único que necesita un tipo es poder aceptar que todo ello es real. Todos hemos pasado por eso, pasamos constantemente por eso, en realidad. En cierto modo es un asco. Pero alguien tiene que hacerlo; eso es lo que nos dicen. Y le diré una cosa: está usted sometiéndose a un entrenamiento muy práctico. ¿No le parece?
—Sí —dijo Vittorio en voz baja mirando hacia adelante como hipnotizado por la luz de los faros delanteros de los automóviles que circulaban en dirección contraria y con los pensamientos congelados en la súbita pregunta que no pudo evitar.
Entrenamiento, ¿para qué?