30 de diciembre de 1939
«Champoluc… Zurich es Champoluc… Zurich es el río…»
Las palabras eran confusos gritos de agonía. Los ojos de su mente estaban llenos de la blanca luz de las explosiones de humo y de los rojos regueros de sangre; sus oídos escuchaban los gritos de sobrecogida angustia y terror y el ultraje del infinito dolor y el terrible asesinato.
Había ocurrido. Había sido testigo de la escena de las ejecuciones: hombres fuertes, niños temblorosos, esposas y madres. Eran los suyos.
¡Oh, Dios mío!
Vittorio ladeó la cabeza y hundió el rostro en la tosca tela del primitivo lecho mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Era tela, no fría y dura tierra. Le habían trasladado de sitio. Lo último que recordaba era su rostro comprimido con fuerza contra la dura tierra del terraplén; comprimido e inmovilizado, con los ojos cegados y los labios llenos de sangre cálida y tierra fría.
Sólo sus oídos fueron testigo de la agonía.
«¡Champoluc!»
¡Madre de Dios, había ocurrido!
Los Fontini-Cristi habían sido asesinados bajo las blancas luces de Campo di Fiori. Todos los Fontini-Cristi menos uno. Y este uno se lo haría pagar a Roma. El último Fontini-Cristi le cortaría el rostro al Duce capa a capa; los ojos serían lo último, el cuchillo penetraría despacio.
—Vittorio. Vittorio.
Escuchó su nombre pero no lo escuchó. Era un susurro, un susurro apremiante, y los susurros eran sueños de agonía.
—Vittorio.
Volvía a experimentar opresión sobre los brazos; el susurro procedía de arriba, en la oscuridad. El rostro de Guido Barzini se encontraba a escasos centímetros del suyo, los tristes ojos del mozo de cuadra brillaban iluminados por un débil haz de luz.
—¿Barzini? —fue lo único que pudo decir.
—Perdóneme. No hubo más remedio, fue el único modo. Hubiera usted sido asesinado junto con los demás.
—Sí, lo sé. Ejecutado. Pero ¿por qué? En nombre de Dios, ¿por qué?
—Los alemanes. Es lo único que sabemos de momento. Los alemanes querían muertos a los Fontini-Cristi. Le quieren muerto a usted. Los puertos, los aeropuertos, las carreteras del norte de Italia están bloqueadas.
—Roma lo ha permitido —dijo Vittorio que todavía percibía el sabor de sangre en la boca y el dolor en la mandíbula.
—Roma se oculta —dijo Barzini suavemente—. Sólo hablan algunos.
—¿Y qué dicen?
—Lo que los alemanes quieren que digan. Que los Fontini-Cristi eran unos traidores, asesinados por los suyos. Que la familia ayudaba a los franceses y enviaba armas y dinero al otro lado de la frontera.
—Absurdo.
—Roma es absurda. Y está llena de cobardes. El confidente ha sido descubierto. Cuelga desnudo boca abajo en la Piazza del Duomo con el cuerpo acribillado a balazos y la lengua clavada en la cabeza. Un partigiano ha colocado debajo un letrero que dice «Este cerdo traicionó a Italia; su sangre mana de los estigmas de los Fontini-Cristi».
Vittorio ladeó la cabeza. Las imágenes le quemaban; el humo blanco bajo la luz blanca; los cuerpos suspendidos, bruscamente inmóviles en la muerte; miles de repentinos coágulos rojos; la ejecución de unos niños.
—Champoluc —murmuró Vittorio Fontini-Cristi.
—¿Decía usted?
—Mi padre. Al morir, mientras le acribillaban a balazos, gritó el nombre de Champoluc. Algo ocurrió en Champoluc.
—¿Qué significa eso?
—No lo sé. Champoluc se encuentra en los Alpes, en lo alto de las montañas. «Zurich es Champoluc. Zurich es el río». Eso dijo. Lo gritó al morir. Pero en Champoluc no hay ningún río.
—No puedo ayudarle —dijo Barzini incorporándose con los inquisitivos ojos llenos de angustia al tiempo que se frotaba torpemente las grandes manos—. No hay mucho tiempo para detenerse en ello ni para pensar. Ahora no.
Vittorio contempló al corpulento y turbado bracero sentado en el borde de la primitiva cama. Se encontraban en una habitación de paredes de madera. A unos tres o cuatro metros había una puerta entreabierta, pero no ventanas. Había otras muchas camas, no sabía cuántas. Era un barracón de obreros.
—¿Dónde estamos?
—Al otro lado del lago Maggiore, al sur de Baveno. En una granja de cabras.
—¿Cómo llegamos hasta aquí?
—Ha sido un desplazamiento muy accidentado. Los hombres de la orilla del río nos acompañaron en automóvil. Se reunieron con nosotros en un automóvil muy rápido en la carretera situada al oeste de Campo di Fiori. El partigiano de Roma conoce los medicamentos. Le administró a usted una inyección hipodérmica.
—¿Me has llevado tú desde el terraplén hasta la carretera oeste?
—Sí.
—Pero si es una distancia de más de un kilómetro y medio.
—Tal vez. Es usted alto pero no pesa mucho —dijo Barzini levantándose.
—Me has salvado la vida.
Vittorio apoyó las manos en la áspera manta, se incorporó y descansó la espalda contra la pared.
—La venganza no se consigue con la propia muerte.
—Lo comprendo.
—Ambos tenemos que viajar. Usted lejos de Italia y yo a Campo di Fiori.
—¿Vas a volver?
—Es el lugar en el que podré ser más útil. En el que podré causar más daño.
Fontini-Cristi contempló por unos instantes a Barzini. Con cuánta rapidez se convertía lo inimaginable en una realidad práctica. Con cuánta rapidez reaccionaban salvajemente los hombres a las salvajadas; y cuán necesaria era aquella reacción. Pero no había tiempo. Barzini tenía razón; lo de pensar ya vendría más tarde.
—¿Hay alguna manera de que pueda salir del país? Has dicho que todo el norte de Italia estaba bloqueado.
—Todas las rutas habituales. Es una caza al hombre organizada por Roma y dirigida por los alemanes. Hay otros medios. Los británicos le ayudarán, me dicen.
—¿Los británicos?
—Eso han dicho. Han estado en las radios de los partigiani toda la noche.
—¿Los británicos? No lo entiendo.
El vehículo era un viejo camión de granja con muy malos frenos y un embrague escurridizo pero resultaba adecuado para circular por las mal asfaltadas carreteras secundarias. No podía compararse con las motocicletas o los automóviles oficiales, pero era excelente para desplazarse de un lugar a otro de la campiña… un camión más de los que trasladaban cabezas de ganado en la inclinada caja abierta de la parte de atrás.
Al igual que el conductor, Vittorio iba enfundado en las sucias y sudorosas prendas manchadas de estiércol propias de un trabajador del campo. Le habían facilitado una sucia y mutilada tarjeta de identidad según la cual se llamaba Aldo Ravena, antiguo soldato semplice del ejército italiano. Podía suponerse que su instrucción había sido mínima. Cualquier conversación que mantuviera con la policía tendría que ser sencilla, descortés y un tanto hostil.
Se habían puesto en camino al amanecer dirigiéndose al suroeste hacia Turín donde se habían desviado al sureste en dirección a Alba. Si no se producía ninguna interrupción grave, llegarían a Alba hacia el anochecer.
En un café de la plaza mayor de Alba, el San Giorno, establecerían contacto con los británicos, dos agentes enviados por el MI6. Su labor consistiría en conducir a Fontini-Cristi hasta la costa cruzando las patrullas que guardaban cada kilómetro costero desde Génova a San Remo. Personal italiano, eficiencia alemana, le habían dicho a Vittorio.
Aquella zona de la costa del golfo de Génova estaba considerada como la más propicia para las infiltraciones. Durante años había sido la principal ruta de los contrabandistas corsos. En realidad, la Unio Corso consideraba como propias aquellas playas y escolleras. Afirmaban que aquella costa era el suave vientre de Europa y la conocían palmo a palmo.
Cosa que a los británicos les parecía muy bien dado que tenían contratados a los corsos que solían ponerse al servicio del mejor postor. La Unio Corso ayudaría a Londres a pasar a Fontini-Cristi a través de las patrullas y a trasladarlo por mar hasta un lugar de reunión previamente establecido al norte de Rogliano en la costa corsa donde un submarino de la Marina Real emergería del agua y le recogería.
Ésta era la información que le habían facilitado a Vittorio… los lunáticos del demonio de quienes él se había burlado calificándolos de niños que jugaban a juegos primitivos. Los indómitos y fogosos hombres que habían formado una insostenible alianza con hombres como su padre le habían salvado la vida. Le estaban salvando la vida. Unos huesudos y fanáticos campesinos que mantenían contacto con los lejanos británicos… lejanos y no tan lejanos. No más lejanos que Alba.
¿Cómo? ¿Por qué? ¿Qué demonios estaban haciendo los ingleses? ¿Por qué lo estaban haciendo? ¿Qué estaban haciendo unos hombres a los que apenas conocía y con los que apenas había cruzado en su vida unas palabras —como no fuera para dirigirles alguna orden y hacer caso omiso de ellos—, qué estaban haciendo? ¿Y por qué? No era su amigo; tal vez no fuera un enemigo pero ciertamente que no era un amigo.
Éstas eran las preguntas que aterraban a Vittorio Fontini-Cristi. Una pesadilla que estallaba en luz blanca y muerte y él ni siquiera se mostraba capaz de imaginarse —y tan siquiera de querer— su propia supervivencia.
Se encontraban a unos trece kilómetros de Alba en un tortuoso camino sin asfaltar que discurría en sentido paralelo a la autopista principal de Turín. El conductor partigiano estaba cansado y tenía los ojos inyectados en sangre a causa de la larga jornada de cegadora luz del sol. Las primeras sombras del anochecer le estaban gastando bromas con la vista; era evidente que le dolía la espalda como consecuencia de la prolongada tensión. A excepción de las escasas paradas que habían efectuado para llenar el depósito de gasolina, no había abandonado el asiento. El tiempo revestía una importancia vital.
—Déjeme conducir un rato.
—Ya casi hemos llegado, signore. No conoce usted el camino. Yo sí. Penetraremos en Alba por el este, por la carretera de Canelli. Es posible que haya soldados en los límites municipales. Recuerde lo que tiene que decir.
—Lo menos posible, creo.
El camión se adentró en el escaso tráfico de Via Canelli avanzando a la misma velocidad que los demás vehículos. Tal como el conductor había previsto, había dos soldados en el punto que señalaba el límite municipal.
Por alguna razón de las muchas que podía haber, le hicieron señas al conductor de que se detuviera. Éste desvió el vehículo de la carretera acercándolo al antepecho de arena y esperó. Un sargento se acercó a la ventanilla del conductor mientras un soldado raso permanecía silenciosamente junto a la ventanilla de Fontini-Cristi.
—¿De dónde son ustedes? —preguntó el sargento.
—De una granja del sur de Baveno —contestó el partigiano.
—Han venido de muy lejos para una entrega tan pequeña. Cuento cinco cabras.
—Son de cría. Estos animales son mucho mejores de lo que parece. Diez mil liras los machos y ocho mil las hembras.
El sargento arqueó las cejas pero no sonrió al hablar.
—No creo que valga usted tanto, paisan. Su identificación.
El partisano se metió la mano en el bolsillo posterior y sacó una vieja cartera de la que extrajo un carnet estatal entregándoselo al soldado.
—Aquí dice que usted es de Varallo.
—Soy de Varallo pero trabajo en Baveno.
—Al sur de Baveno —le corrigió el soldado fríamente—. Usted —dijo el sargento dirigiéndose a Vittorio—. Su identificación.
Fontini-Cristi se metió la mano en el bolsillo rozando la culata de la pistola y sacó la tarjeta entregándosela al conductor que, a su vez, se la entregó al soldado.
—¿Ha estado usted en África?
—Sí, sargento —repuso Vittorio con descaro.
—¿En qué cuerpo?
Fontini-Cristi guardó silencio. No tenía respuesta. Sus pensamientos se agitaron en un intento de recordar algún número o nombre que se hubiera mencionado en alguna noticia.
—El Séptimo —contestó.
—Ya veo —dijo el sargento devolviéndole la tarjeta; Vittorio respiró aliviado pero su alivio fue de muy corta duración. El soldado tomó la manija de la portezuela, tiró de ella hacia abajo y abrió rápidamente la portezuela—. ¡Bajen! ¡Los dos!
—¿Cómo? ¿Por qué? —protestó el partigiano con voz quejumbrosa—. ¡Tenemos que efectuar la entrega esta noche! ¡Apenas tenemos tiempo!
—Bajen —el sargento había sacado del estuche de cuero su revólver del ejército y estaba apuntando a ambos hombres—. ¡Hágale salir! ¡Y apúntele!
Vittorio miró al conductor. Los ojos del partisano le dijeron que hiciera cuanto se le ordenaba. Pero que estuviera alerta, dispuesto a moverse; los ojos del hombre también le dijeron eso.
Una vez fuera del camión y ya pisando la arena del antepecho, el sargento ordenó a ambos hombres que echaran a andar en dirección a la caseta de guardia que se levantaba junto a un poste telefónico. Un hilo telefónico colgaba de una caja de conexiones y llegaba hasta el tejado del pequeño edificio; la pequeña puerta del mismo aparecía abierta.
El tráfico de la Via Canelli se había intensificado; o, por lo menos, a Fontini-Cristi así se lo pareció. La mayoría de los vehículos eran automóviles particulares entre los que se mezclaba algún que otro camión no muy distinto al camión de granja que ellos llevaban. Varios conductores aminoraron visiblemente la marcha al ver a los dos soldados con las armas a punto custodiando a los dos civiles en dirección a la caseta de guardia. Posteriormente, los conductores aceleraron, deseosos de alejarse de allí cuanto antes.
—¡No tiene usted derecho a detenernos! —gritó el partisano—. No hemos hecho nada ilegal. ¡No es ningún crimen ganarse la vida!
—Pero sí es un crimen facilitar falsa información, paisan.
—¡No le hemos facilitado falsa información! Somos trabajadores de Baveno y ¡por la Madre de Dios que es verdad!
—Ándese con cuidado —dijo el soldado en tono sarcástico—. Añadiremos el sacrilegio a las acusaciones. ¡Entren!
La caseta de guardia situada al borde de la carretera resultaba todavía más pequeña de lo que parecía vista desde la Via Canelli. No debía de medir más de metro y medio de ancho por metro ochenta de largo. Apenas había sitio para los cuatro hombres. La mirada de los ojos del partisano le dijo a Vittorio que aquel reducido espacio constituía una ventaja.
—Regístreles —ordenó el sargento.
El soldado raso apoyó el rifle en el suelo con el cañón hacia arriba. Entonces el partisano hizo una cosa muy extraña. Cruzó los brazos sobre el pecho en ademán protector como si se tratara de un gesto consciente de desafío. Sin embargo, aquel hombre no iba armado; se lo había dicho con toda claridad a Fontini-Cristi.
—¡Nos van a robar! —gritó el partisano con más fuerza de la necesaria mientras sus palabras resonaban en la caseta de madera—. ¡Los soldados roban!
—A nosotros no nos interesan sus liras, paisan. Circulan vehículos más impresionantes por la carretera. Aparte las manos de la chaqueta.
—¡Hasta en Roma dan razones! ¡El propio Duce dice que a los trabajadores no hay que tratarles así! ¡Yo he desfilado con la guardia fascista, mi acompañante ha servido en África!
¿Qué estaba haciendo aquel hombre?, pensó Vittorio. ¿Por qué se comportaba de aquel modo? Lo único que conseguiría sería enfurecer a los soldados.
—¡Me está usted agotando la paciencia, cerdo! Buscamos a un hombre de Maggiore. Todos los controles de las carreteras buscan a este hombre. Les hemos detenido porque la placa de su matrícula es del distrito de Maggiore… ¡Arriba las manos!
—¡Baveno! ¡No Maggiore! ¡Somos de Baveno! ¿Dónde están las mentiras?
El sargento miró a Vittorio.
—Ningún soldado de África dice que ha estado en el Séptimo Cuerpo. Se cubrió de ignominia.
Apenas había terminado cuando el partisano gritó la orden.
—¡Ahora, signore! ¡Tome al otro!
La mano del conductor bajó súbitamente hacia el revólver del sargento a escasos centímetros de su estómago. El carácter repentino de la acción y el atronador rugido de la voz del partisano resonando en la pequeña estancia ejerció un efecto parecido al de una inesperada colisión. Vittorio no tuvo tiempo de mirar; pensó únicamente que ojalá su compañero supiera lo que estaba haciendo. El soldado raso había agarrado el rifle con la mano izquierda sobre el cañón y la derecha sobre la culata. Fontini-Cristi se abalanzó sobre el hombre aplastándole contra la pared y apoyando ambas manos sobre el costado de su cabeza al tiempo que se la golpeaba con fuerza contra la dura superficie de madera. Al soldado se le cayó el gorro; la sangre le empapó inmediatamente la raíz del cabello y empezó a cubrir toda la cabeza del hombre, que se desplomó al suelo.
Vittorio se dio la vuelta. El sargento se encontraba acorralado en un rincón de la diminuta caseta y el partisano le estaba golpeando con su propia pistola. El rostro del soldado era una masa espantosa de carne desgarrada, sangre y piel arrancada.
—¡Rápido! —gritó el partisano mientras el sargento caía—. ¡Traiga el camión hasta aquí! Directamente frente a la puerta; introdúzcalo entre la carretera y la caseta. Mantenga el motor en marcha.
—Muy bien —dijo Fontini-Cristi confuso ante la brutalidad y la rápida decisión de los últimos treinta segundos.
—¡Signore! —gritó el partisano mientras Vittorio salía.
—¿Sí?
—Su arma, por favor. Permítame que la use. Estas armas del ejército son como el trueno.
Fontini-Cristi vaciló pero después le entregó el arma al hombre. El partisano extendió el brazo hacia el teléfono de manubrio de la pared y lo arrancó.
Vittorio condujo el camión hasta delante de la puerta de la caseta con las ruedas izquierdas necesariamente sobre la dura superficie de la carretera; el borde de la misma no ofrecía suficiente espacio. Esperaba que la luz de los faros traseros fuera lo suficientemente intensa como para que el tráfico —que ahora era mucho más denso— se diera cuenta del obstáculo y pudiera sortearlo.
El partisano emergió de la caseta de guardia y habló a través de la ventanilla.
—Haga girar el motor, signore. Con toda la rapidez y el ruido que pueda.
Fontini-Cristi lo hizo así. El partisano regresó a la caseta de guardia empuñando en la mano derecha la pistola de Vittorio.
Los dos disparos fueron profundos y secos, unas amortiguadas combustiones que fueron como unos súbitos y terribles estallidos mezclados con el ruido del tráfico y del motor en marcha. Vittorio lo contemplaba todo con una mezcla de consternación y temor e, inexplicablemente, de tristeza. Había penetrado en un mundo de violencia que no comprendía.
El partisano emergió de la caseta cerrando la pequeña puerta a su espalda. Subió al camión, cerró la portezuela de golpe y asintió con la cabeza mirando a Vittorio. Fontini-Cristi esperó unos momentos a que se produjera una interrupción del tráfico y entonces soltó el embrague. El viejo camión empezó a avanzar.
—Hay un garaje en la Via Monte en el que podremos ocultar el camión, pintarlo y cambiarle las placas de la matrícula. Se encuentra a cosa de un kilómetro de la Piazza San Giorno. Iremos a pie desde el garaje. Ya le indicaré dónde tiene que girar.
El partisano le devolvió la pistola a Vittorio.
—Gracias —dijo Vittorio con torpeza mientras se guardaba el arma en el bolsillo de la chaqueta—. ¿Les ha matado?
—Claro —fue la simple respuesta.
—Supongo que no ha tenido más remedio que hacerlo.
—Naturalmente. Usted se irá a Inglaterra, signore. Yo me quedaré en Italia. Podrían identificarme.
—Ya comprendo —dijo Vittorio en tono vacilante.
—No quisiera parecerle irrespetuoso, signore Fontini-Cristi, pero no creo que lo comprenda. Para ustedes los de Campo di Fiori todo eso es una novedad. Para nosotros, no. Llevamos en guerra veinte años; yo, por mi parte, llevo diez.
—¿En guerra?
—Sí. ¿Quién se imagina usted que adiestra a sus partigiani?
—¿Qué quiere usted decir?
—Soy un comunista, signore. A los poderosos capitalistas Fontini-Cristi les están enseñando a luchar los comunistas.
El camión estaba avanzando; Vittorio sostenía el volante con fuerza, sorprendido pero extrañamente sin inmutarse ante las palabras de su compañero.
—No lo sabía —replicó.
—Curioso, ¿verdad? —dijo el partisano—. Nadie lo había preguntado jamás.