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29 de diciembre de 1939

LAGO DE COMO, ITALIA

El Hispano-Suiza blanco de doce cilindros, con su capota color marfil medio abierta dejando visibles los asientos frontales tapizados en cuero rojo, tomó la curva a toda velocidad. Abajo, a la izquierda, estaban las invernales aguas azules del lago de Como y a la derecha, las montañas de Lombardía.

—¡Vittorio! —gritó la muchacha sentada al lado del conductor alisándose con una mano el rubio cabello despeinado por el viento mientras con la otra se cerraba el cuello de piel de poney ruso—. ¡Me vas a dejar perdida, cariño!

El conductor esbozó una sonrisa sin apartar los ojos grises de la carretera iluminada por el sol percibiendo experta y casi delicadamente con sus manos la vibración del volante color marfil.

—El Suiza es un automóvil mucho mejor que el Alfa-Romeo. El Rolls británico no se le puede comparar.

—A no tienes que demostrármelo, cariño. ¡Dios bendito, no quiero mirar el velocímetro! ¡Debo de estar hecha un desastre!

—Estupendo. Si tu marido se encuentra en Bellagio, no te reconocerá. Te presentaré como a una dulce prima mía de Verona.

La muchacha se echó a reír.

—Si mi marido se encuentra en Bellagio, va a ser él quien nos presente a nosotros a una dulce prima suya.

Ambos se rieron. La curva había terminado, la carretera se había enderezado y la muchacha se reclinó contra el conductor. Deslizó su mano bajo el brazo de la chaqueta de ante color beige de éste, abultada a causa del jersey blanco de cuello de cisne, y restregó brevemente el rostro contra su hombro.

—Has sido un encanto al llamarme. De veras tenía que irme.

—Lo sabía. Anoche lo leí en tus ojos. Te estabas aburriendo de muerte.

—Bueno, ¿y qué? ¿Acaso no? ¡Menudo asco de cena! ¡Hablar, hablar y hablar! Que si la guerra esto, que si la guerra lo otro. Roma sí, Roma no, siempre Benito. ¡Te digo que estoy de todo hasta la coronilla! ¡Gstaad está cerrado! ¡St. Moritz está lleno de judíos que reparten dinero a todo el mundo! ¡Montecarlo ha sido un fracaso absoluto! Los casinos van a cerrar, ¿sabes? Lo dice todo el mundo. ¡Todo es un asco!

El conductor apartó la mano derecha del volante y la acercó al abrigo de la muchacha. Separó la piel y empezó a acariciarle la parte interior del muslo con la misma habilidad con que acariciaba el volante color marfil. Ella gimió de placer y ladeó el cuello acercándole los labios al oído y lamiéndole con la lengua.

—Como sigas así, vamos a acabar en el agua. Sospecho que debe de estar terriblemente fría.

—Tú has empezado, mi querido Vittorio.

—Ya he terminado —dijo él sonriendo y acercando de nuevo la mano al volante—. Tardaré mucho tiempo en poder volver a comprarme otro coche como éste. Hoy en día todo son tanques. Y los tanques dejan muchos menos beneficios.

—¡Por favor! No me hables de guerra.

—No pienso hablarte de eso —dijo Fontini-Cristi echándose nuevamente a reír—. A no ser que quieras negociar una compra por cuenta de Roma. Puedo venderte lo que quieras, desde transportadores de cinta a motocicletas y uniformes, si lo deseas.

—Tú no fabricas uniformes.

—Poseemos una empresa que sí los fabrica.

—Lo había olvidado. Fontini-Cristi es propietario de todo lo que hay al norte de Parma y al oeste de Padua. Por lo menos, eso es lo que dice mi marido. Con una envidia enorme, claro.

—Tu marido, el conde durmiente, es un pésimo hombre de negocios.

—Pues, él no lo cree así.

Vittorio Fontini-Cristi pisó el freno del alargado automóvil blanco al enfilar una curva de la carretera que descendía hacia la orilla del lago. A medio camino, en el promontorio llamado Bellagio, se levantaba la elegante Villa Lario, así llamada según el nombre del antiguo poeta de Como. Se trataba de un centro de recreo famoso por su belleza así como por su carácter exclusivo.

Cuando la minoría privilegiada se desplazaba al norte, jugaba en Villa Lario. El dinero y la familia eran sus métodos de introducción. Los commessi eran desconfiados, se expresaban con suma cortesía y estaban al corriente de todas las inclinaciones de la clientela así como de las fechas de todas las reservas. No era nada insólito que un marido o una esposa, un amante o una amiga recibiera una discreta y cautelosa llamada telefónica sugiriendo otra fecha de llegada. O bien una rápida partida.

El Hispano-Suiza viró hacia el aparcamiento de ladrillo azul; dos empleados uniformados salieron a toda prisa de la garita provista de calefacción y sé situaron a ambos lados del automóvil abriendo las portezuelas al tiempo que se inclinaban en una reverencia.

—Bienvenido a Villa Lario, signore —dijo el empleado que le había abierto la portezuela a Vittorio.

Jamás se decía me-alegro-de-volverle-a-ver-signore.

Jamás.

—Gracias. No llevamos equipaje. Sólo nos vamos a quedar este día. Que le echen un vistazo al aceite y a la gasolina. ¿Está por aquí el mecánico?

—Sí, signore.

—Que compruebe la alineación. Hay demasiada vibración.

—Desde luego, signore.

Fontini-Cristi descendió del automóvil. Era un hombre alto de más de metro ochenta de estatura. El cabello liso castaño oscuro le caía sobre la frente. Sus facciones eran pronunciadas —tan aquilinas como las de su padre— y sus ojos, que todavía parpadeaban a causa de la brillante luz del sol, eran a un tiempo pasivos y vigilantes. Se acercó a la blanca cubierta del motor rozando con aire ausente el tapón del radiador y le dirigió una sonrisa a su acompañante, la condesa d’Avenzo. Juntos subieron los peldaños de piedra que conducían a la entrada de Villa Lario.

—¿A dónde les dijiste a los criados que te ibas? —preguntó Fontini-Cristi.

—A Treviglio. Eres un entrenador de caballos que quiere venderme un árabe.

Vittorio asintió:

—Recuérdame que te compre uno.

—¿Y tú? ¿Qué has dicho en tu despacho?

—Pues, en realidad, nada. Sólo mis hermanos podrían preguntar por mí; todos los demás esperan pacientemente.

—Pero tus hermanos no. —La condesa d’Avenzo sonrió—. Eso me gusta. El importante Vittorio acosado por sus hermanos.

—No lo creas. Mis dulces hermanos menores tienen en total tres esposas y once hijos. Sus problemas son siempre y constantemente de carácter doméstico. A veces pienso que soy una especie de árbitro. Lo cual me parece bien. Ello les mantiene ocupados y alejados de los negocios.

Se encontraban en la terraza del otro lado de las puertas vidrieras que conducían al vestíbulo de Villa Lario contemplando la vasta extensión del lago y las montañas de la otra orilla.

—Es hermoso —dijo la condesa—. ¿Has reservado habitación?

—Una suite. En la última planta. Tiene una vista soberbia.

—He oído hablar de ella. Jamás he estado allí arriba.

—Muy pocas personas han estado.

—Me imagino que la debes alquilar por meses.

—En realidad, no es necesario —dijo Fontini-Cristi mirando hacia las puertas vidrieras—. Resulta que soy el dueño de Villa Lario, ¿sabes?

La condesa d’Avenzo se echó a reír y precedió a Vittorio en dirección al vestíbulo.

—Eres un hombre imposible y amoral. Te haces rico sacándoles dinero a los de tu misma clase. ¡Santo cielo, podrías someter a chantaje a media Italia!

—Sólo a nuestra Italia, querida mía.

—¡Es suficiente!

—No creas. Por si te tranquiliza, te diré que jamás he tenido que hacerlo. Soy un simple huésped. Espera aquí, por favor.

Vittorio se acercó al mostrador frontal. El recepcionista enfundado en un smoking les saludó desde detrás del mostrador de mármol.

—Qué estupendo que haya venido a vernos, signore Fontini-Cristi.

—¿Todo marcha bien?

—Extremadamente bien. ¿Desea usted tal vez…?

—No, no debo —le interrumpió Vittorio—. Supongo que tengo las habitaciones a punto.

—Pues, claro, signore. Están preparando una cena temprana, tal como usted ha pedido. Caviar iraní, fiambre de pato, Veuve Clicquot del veintiocho.

—¿Y?

—Flores, naturalmente. El masajista está dispuesto a anular sus demás compromisos.

—¿Y…?

—No hay complicaciones para la condesa d'Avenzo —añadió rápidamente el recepcionista—. No se encuentra aquí nadie que pertenezca a su círculo de amistades.

—Gracias.

Fontini-Cristi se volvió para marcharse pero le detuvo el sonido de la voz del recepcionista.

¿Signore?

—¿Sí?

—Ya sé que no desea usted ser molestado más que en caso de emergencia pero han llamado de su despacho.

—¿Han dicho en mi despacho que se trataba de un caso de emergencia?

—Han dicho que su padre estaba tratando de localizarle.

—Eso no es una emergencia. Es un capricho.

—Me parece que este caballo árabe debes ser tú, cariño —dijo la condesa como reflexionando en voz alta tendida al lado de Vittorio en el lecho de plumas. El edredón la cubría hasta la desnuda cintura—. Eres maravilloso. Y muy paciente.

—Pero no lo bastante, creo —replicó Fontini-Cristi.

Se incorporó apoyándose en la almohada y contempló a la muchacha mientras fumaba un cigarrillo.

—No lo bastante —repitió la condesa d'Avenzo volviendo el rostro y mirándole—. ¿Por qué no apagas el cigarrillo?

—Dentro de un rato. Puedes estar segura. ¿Un poco de champán? —preguntó Vittorio señalando la cubeta de plata que tenía al alcance de la mano sostenida sobre un trípode.

Introducida entre el hielo picado a medio derretir se observaba una botella descorchada de champán envuelta en una servilleta de lino.

La condesa le miró jadeando.

—Tú bebe tu champán. Yo beberé el mío.

En rápidos y delicados movimientos, la muchacha se volvió y acercó ambas manos a la ingle de Vittorio bajo el suave edredón al tiempo que lo levantaba y se tendía encima de Vittorio. El edredón volvió a caer cubriéndole la cabeza mientras sus gemidos aumentaban de intensidad y su cuerpo se estremecía.

Los camareros retiraron los platos y la mesa mientras un commesso encendía la chimenea y preparaba unas copas de coñac.

—Ha sido un día maravilloso —dijo la condesa d’Avenzo—. ¿Podríamos hacerlo con frecuencia?

—Creo que tendríamos que organizar un horario. Que se ajustara a tu conveniencia, claro.

—Claro —repitió la muchacha soltando una risa gutural—. Eres un hombre muy práctico.

—¿Por qué no? Así es más fácil.

Sonó el teléfono. Vittorio lo miró con expresión hastiada. Se levantó del sillón de frente a la chimenea y cruzó enojado la estancia en dirección a la mesilla de noche. Descolgó el aparato y contestó en tono molesto.

—¿Sí?

La voz del otro extremo de la línea le resultaba vagamente familiar.

—Soy Tesca. Alfredo Tesca.

—¿Quién?

—Uno de los encargados de las fábricas de Milán.

—¿Que es usted qué? ¿Cómo se atreve a llamar aquí?

¿Quién le ha facilitado este número?

Tesca guardó silencio unos instantes.

—He amenazado la vida de su secretaria, mi joven padrone. Y la hubiera matado en el caso de que no me lo hubiera indicado. Puede usted despedirme mañana. Soy su encargado pero ante todo soy un partigiano.

—Está usted despedido. Ahora. ¡A partir de este momento!

—Muy bien, signore.

—No quiero saber…

—¡Basta! —gritó Tesca—. ¡No hay tiempo! Todo el mundo le está buscando. El padrone está en peligro. ¡Toda su familia está en peligro! ¡Vaya a Campo di Fiori! ¡Ahora mismo! ¡Su padre dice que utilice el camino de las cuadras!

El teléfono se quedó mudo.

Savarone cruzó el espacioso vestíbulo para dirigirse al enorme comedor de Campo di Fiori. Todo estaba tal como tenía que estar. La estancia aparecía llena de hijos e hijas, maridos y esposas y toda una caterva de ruidosos nietos. Los servidores habían colocado bandejas de plata de entremeses sobre las mesas de mármol. Un pino que llegaba hasta el alto techo de vigas hacía las veces de soberbio árbol de Navidad con su miríada de luces y brillantes adornos llenando la estancia de reflejos de color que irisaban los tapices y el ornamentado mobiliario.

Fuera, en la calzada circular situada frente a la escalinata de mármol de la entrada, había cuatro automóviles iluminados por los focos instalados bajo los aleros. Podían ser fácilmente confundidos con unos automóviles cualquiera, que es precisamente lo que Savarone pretendía puesto que, cuando llegara el grupo incursor, sólo encontraría una inocente y festiva reunión familiar. Nada más.

A excepción del furibundo enojo del patriarca de uno de los clanes más poderosos de Italia. El padrone de los Fontini-Cristi que exigiría conocer quién era el responsable de tan bárbara intrusión.

Sólo faltaba Vittorio y su presencia era vital. Tal vez se suscitaran preguntas que condujeran a otras preguntas. El renuente Vittorio, que se burlaba de su labor, podía convertirse en el injustificado blanco de las sospechas. ¿Qué era una cena familiar sin el hijo mayor, el principal heredero? Por otra parte, si Vittorio aparecía durante la intrusión y se mostraba —tal como tenía por costumbre— arrogantemente contrario a dar explicaciones a nadie acerca de sus andanzas, podrían surgir dificultades. Su hijo se negaba a reconocer la gravedad de la situación pero Roma se hallaba bajo el pulgar de Berlín.

Savarone le hizo señas de que se acercara a su segundo hijo, el serio Antonio, que se encontraba de pie junto a su esposa mientras ésta regañaba a uno de sus hijos.

—¿Sí, padre?

—Ve a las cuadras. Habla con Barzini. Dile que si llega Vittorio durante la visita de los fascistas, éste deberá decir que se ha demorado en una de las fábricas.

—Puedo llamarle por teléfono.

—No. Barzini está muy achacoso. Él disimula pero se está quedando sordo. Procura que te entienda bien.

El segundo hijo asintió en actitud obediente.

—Sí, claro, padre. Lo que tú digas.

¿Pero qué demonios habría hecho su padre? ¿Qué podía haber hecho para darle a Roma el pretexto que le hacía falta para atacar abiertamente la casa Fontini-Cristi?

Toda su familia está en peligro.

¡Ridículo!

Mussolini cortejaba a los industriales del norte; los necesitaba. Le constaba que la mayoría de ellos eran viejos de costumbres muy arraigadas y sabía que podría conseguir más cosas con la miel que con el vinagre. ¿Qué más daba que unos cuantos Savarones estuvieran jugando a unos estúpidos juegos? Su tiempo ya había pasado.

Aunque, en realidad, no había más que un Savarone. Separado y lejos de los demás. Se había convertido tal vez en aquello tan terrible que es un símbolo. Con sus malditos y estúpidos partigiani. Unos lunáticos del demonio que andaban corriendo por los campos y bosques de Campo di Fiori como si fueran los componentes de una tribu primitiva cazando tigres y matando leones.

¡Jesús! ¡Cosa de chiquillos!

Bueno, pues, todo aquello iba a terminar. Tanto si era el padrone como si no lo era, si su padre había ido demasiado lejos y les había metido en dificultades, se verían las caras. Ya le había dicho claramente a Savarone hacía dos años que, si tomaba las riendas de los Fontini-Cristi, sería él quien mandara.

Súbitamente Vittorio lo recordó. Hacía dos semanas, Savarone se había ido a Zurich unos días.

Por lo menos, él había dicho que iba a Zurich. En realidad, la cosa no estuvo muy clara. Vittorio no había prestado demasiada atención. Pero, en el transcurso de aquellos días, resultó inesperadamente necesario que su padre firmara varios contratos. Tan necesario que Vittorio había llamado a todos los hoteles de Zurich en un intento de localizar a Savarone que no estaba en ninguna parte. Nadie le había visto y su padre no era hombre que pudiera pasar fácilmente inadvertido.

Cuando regresó a Campo di Fiori, Savarone no quiso decir dónde había estado. Se mostró enloquecedoramente enigmático diciéndole a su hijo que se lo explicaría todo al cabo de unos días. Un incidente tendría lugar en Monfalcone y, cuando ello ocurriera, Vittorio sería informado. Vittorio tenía que ser informado.

¿De qué demonios estaba hablando su padre? ¿De qué incidente en Monfalcone? ¿Qué demonios tenía que ver con ellos cualquier cosa que ocurriera en Monfalcone?

¡Absurdo!

Lo de Zurich, sin embargo, no era absurdo en modo alguno. Los bancos estaban en Zurich. ¿Habría Savarone manipulado dinero en Zurich? ¿Habría sacado de Italia extraordinarias sumas de dinero y las habría trasladado a Suiza? Estaban en vigor por aquel entonces unas leyes muy específicas a este respecto. A Mussolini le hacían falta todas las liras del país. Bien sabía Dios que la familia disponía de reservas suficientes en Berna y Ginebra. El capital de los Fontini-Cristi en Suiza no era precisamente escaso.

Si Savarone había hecho algo, este algo iba a ser su última acción. Si su padre estaba tan políticamente comprometido, que se fuera a otra parte a hacer proselitismo. A Norteamérica tal vez.

Vittorio sacudió lentamente la cabeza en gesto de derrota mientras enfilaba con el Hispano-Suiza la carretera de Varese. ¿Qué estaba pensando? Savarone era… Savarone. El jefe de la casa Fontini-Cristi. Por mucho talento y experiencia que tuviera, el hijo no era el padrone.

Utilice el camino de las cuadras.

¿A qué venía aquello? El camino de las cuadras se iniciaba al norte de la finca, a unos cinco kilómetros de la entrada este. A pesar de lo cual, lo utilizaría; su padre debía tener sus buenas razones para haberle dado aquella orden. Probablemente tan absurdas como los estúpidos juegos a los que se entregaba, pero era necesario un barniz de obediencia filial; el hijo iba a mostrarse muy firme con el padre.

¿Qué había ocurrido en Zurich?

Pasó frente a la entrada principal situada sobre la carretera de Varese y siguió hasta el cruce con la carretera oeste a unos cinco kilómetros más allá. Giró a la izquierda, recorrió casi tres kilómetros hasta la entrada norte y giró nuevamente a la izquierda con el objeto de penetrar en Campo di Fiori. Las cuadras se encontraban a cosa de un kilómetro de la entrada y el camino no estaba asfaltado. Era más fácil recorrerlo a caballo porque aquél era el camino utilizado por los jinetes que se dirigían a los campos y senderos que se hallaban al norte y al oeste del bosque situado en el centro de Campo di Fiori. El bosque se encontraba detrás de la enorme mansión y estaba surcado por la ancha corriente que bajaba de las montañas norteñas.

A la luz de los faros vio la figura del viejo Guido Barzini levantando los brazos y haciéndole señas de que se detuviera. El apergaminado Barzini que se había pasado la vida al servicio de la casa era algo así como una institución en Campo di Fiori.

—¡Rápido, signore Vittorio! —dijo Barzini a través de la ventanilla abierta—. Deje el coche aquí. No hay tiempo.

—Tiempo, ¿para qué?

—El padrone ha hablado conmigo hace apenas cinco minutos. Ha dicho que, si llegaba ahora, le llamara primero desde el teléfono de las cuadras antes de entrar en la casa. Ya ha pasado casi media hora.

Vittorio miró el reloj del tablero de instrumentos. Eran las diez y veintiocho minutos.

—¿Qué ocurre?

—¡Dese prisa, signore! ¡Por favor! ¡Los fascistas!

—¿Qué fascistas?

—El padrone. Él se lo dirá.

Fontini-Cristi descendió del automóvil y siguió a Barzini por el camino de piedra hasta la entrada de las cuadras. Colgados pulcramente de las paredes de la estancia podían verse bocados, berbiquíes y correajes de cuero rodeando incontables placas y escarapelas, muestra de la superioridad de los colores Fontini-Cristi. En la pared se observaba el teléfono que ponía las cuadras en comunicación con la gran residencia.

—¿Qué ocurre, padre? ¿Tienes idea de quién me ha llamado a Bellagio?

—¡Basta! —rugió Savarone a través del teléfono—. Van a llegar de un momento a otro. Un grupo incursor alemán.

—¿Alemanes?

—Sí. Roma abriga la esperanza de descubrir una reunión de partigiani. No van a encontrar nada de todo eso, claro. Interrumpirán una cena familiar. ¡Recuérdalo! Tenías una cena familiar en tu agenda. Te has demorado en Milán.

—¿Qué tienen los alemanes que ver con Roma?

—Te lo explicaré más tarde. Pero recuérdalo…

Vittorio escuchó súbitamente a través del teléfono el rugido de unos poderosos motores y el chirriar de unos neumáticos. Una columna de automóviles estaba avanzando en dirección a la casa tras haber penetrado por la entrada este.

—¡Padre! —gritó Vittorio—. ¿Tiene eso algo que ver con tu viaje a Zurich?

Se produjo el silencio. Al final, Savarone habló.

—Es posible. Tienes que quedarte donde estás…

—¿Qué ocurrió? ¿Qué ocurrió en Zurich?

—En Zurich no. En Champoluc.

—¿Qué dices?

—¡Más tarde! Tengo que volver junto con los demás. ¡Quédate donde estás! ¡Que no te vean! Hablaremos cuando se marchen.

Vittorio escuchó el clic del aparato y se volvió hacia Barzini. El viejo mozo de cuadra estaba rebuscando en una cómoda llena de correas y taladros. Encontró lo que buscaba: una pistola y unos gemelos. Sacó ambas cosas y se las entregó a Vittorio.

—¡Venga! —le dijo a éste con furia en los ojos—. Lo observaremos. El padrone les va a dar una lección.

Echaron a correr por el camino sin asfaltar en dirección a la casa y los jardines que la rodeaban. Cuando la tierra fue sustituida por asfalto, giraron a la izquierda y ascendieron por el terraplén que daba a la calzada circular. Se encontraban envueltos por la oscuridad; toda la zona de abajo aparecía, en cambio, bañada por la luz de los reflectores.

Tres automóviles avanzaban por la calzada de la entrada este. Eran unos potentes y alargados vehículos negros; al emerger de la oscuridad, la luz de sus faros fue absorbida por la de los reflectores que iluminaban con su blanco resplandor toda la zona. Los vehículos enfilaron la calzada circular derrapando a la izquierda de los demás automóviles y deteniéndose súbitamente equidistantes unos de otros frente a los peldaños de piedra que conducían a la sólida puerta de roble de la entrada.

Unos hombres descendieron de los vehículos. Unos hombres vestidos todos iguales con trajes negros y abrigos negros; unos hombres que portaban armas.

¡Portaban armas!

Vittorio lo observó todo mientras los hombres —siete, ocho, nueve— subían a toda prisa los peldaños que conducían a la puerta. Un hombre alto que iba delante asumió el mando; levantó la mano en dirección a los que le seguían y les ordenó que flanquearan la puerta, cuatro a cada lado. Después tiró con la mano izquierda de la cadena del timbre empuñando en la derecha una pistola.

Vittorio se acercó los gemelos a los ojos. El rostro del hombre se hallaba vuelto hacia la puerta pero el arma de su mano podía verse muy bien. Era una Luger alemana. Vittorio enfocó con los prismáticos a los hombres que se encontraban a ambos lados de la puerta.

Las armas eran todas alemanas. Cuatro Lugers y cuatro metralletas Bergmann MP 38.

A Vittorio se le revolvió el estómago y se le encendió la mente al observar la escena con incredulidad. ¿Qué había permitido Roma? ¡Era increíble!

Enfocó los tres automóviles con los prismáticos. En cada uno había un hombre. Todos ellos se encontraban en sombras y sólo se les podía ver la parte posterior de las cabezas a través de las ventanillas de atrás. Vittorio se concentró en el automóvil más próximo y en el hombre que había en su interior.

Éste cambió de posición en su asiento y miró hacia la derecha; la luz de los reflectores le iluminó el cabello. Lo llevaba muy corto y era entrecano, pero tenía un mechón de cabello blanco que le nacía de la frente. Algo de aquel hombre le resultaba familiar —la forma de la cabeza, el mechón de cabello blanco— pero Vittorio no acertaba a establecer quién era.

Se abrió la puerta de la casa y apareció una sirvienta sorprendida ante la presencia del hombre de elevada estatura que empuñaba la pistola. Vittorio contempló enfurecido la escena de abajo. Roma pagaría el insulto. El hombre alto empujó a la sirvienta a un lado y penetró en la casa seguido del escuadrón de ocho hombres armados. La sirvienta se perdió entre la falange de cuerpos.

¡Roma lo pagaría muy caro!

Se escucharon gritos procedentes del interior de la casa. Vittorio pudo escuchar el rugido de su padre y las protestas a gritos de sus hermanos.

Se escuchó un fragor parecido al de una combinación de cristal y madera. Vittorio fue a sacar la pistola que llevaba en el bolsillo. Advirtió que una poderosa mano le asía la muñeca.

Era Barzini. El viejo mozo de cuadra sostenía la mano de Vittorio sin dejar de mirar hacia abajo.

—Son demasiadas armas. No resolvería usted nada —dijo simplemente.

Se escuchó un tercer ruido desde abajo, ahora más cerca. Habían arrancado la hoja izquierda de la enorme puerta de roble y estaban emergiendo unas figuras. Primero los niños, perplejos y algunos de ellos llorando de miedo. Después las mujeres, sus hermanas y las mujeres de sus hermanos. Después su madre levantando la cabeza en actitud desafiante y con el más pequeño de los niños en brazos. Seguían su padre y sus hermanos, empujados violentamente por las armas que empuñaban los hombres vestidos de negro.

Fueron conducidos a la calzada circular. La voz de su padre se elevó por encima de las demás, exigiendo saber quién era el responsable de aquel ultraje.

Pero el ultraje todavía no había empezado.

Cuando ello ocurrió, la mente de Vittorio Fontini-Cristi se puso en movimiento. Unos estallidos como de trueno le asordaron y unas llamas como de relámpago le cegaron. Se inclinó hacia adelante tratando con todas sus fuerzas de librarse de la presa de Barzini, retorciéndose, girando, intentando desesperadamente librar su cuello y su mandíbula de la opresión de Barzini.

Porque los hombres vestidos de negro de abajo habían abierto fuego. Las mujeres se arrojaron sobre los niños y sus hermanos se abalanzaron sobre las armas que estaban desgarrando la noche con fuego y muerte. Los gritos de terror, dolor y afrenta crecieron bajo la cegadora luz del lugar de la ejecución. El humo se elevaba; los cuerpos se quedaban congelados en mitad del aire… suspendidos en sus prendas empapadas en sangre. Los niños eran partidos por la mitad, las balas desgarraban bocas y ojos. Fragmentos de carne y cráneos e intestinos saltaban por el neblinoso aire. El cuerpo de un niño estalló en brazos de su madre. Pero Vittorio Fontini-Cristi no podía liberarse, no podía actuar por su cuenta.

Un peso muerto le comprimía hacia abajo y una especie como de garra le asfixiaba y le apretaba la mandíbula inferior impidiendo que brotara ningún sonido de sus labios.

Y entonces unas palabras atravesaron la cacofonía de los disparos y los gritos humanos de abajo. La voz era tremenda; los disparos de las metralletas la quebraron pero no la detuvieron.

Era su padre. Llamándole desde el vacío de la muerte.

—Champoluc… Zurich es Champoluc… Zurich es el río… Champoluuuc…

Vittorio clavó los dientes en los dedos que le llenaban la boca consiguiendo liberar su mandíbula. Logró sacar la mano —la mano que empuñaba la pistola— y trató de levantar el arma y disparar hacia abajo.

Pero súbitamente no pudo. El mar de opresión volvió a caerle encima; le retorcieron dolorosamente la muñeca y tuvo que soltar el arma. La enorme mano que le había apresado la mandíbula le estaba empujando el rostro contra la fría tierra. Se notaba en los labios la sangre que le brotaba de la boca mezclándose con la tierra.

Y una vez más se escuchó el horrible grito desde el abismo de la muerte.

—¡Champoluc!

Después todo quedó en silencio.