29 de diciembre de 1939
MILÁN, ITALIA
Savarone pasó junto a la secretaria de su hijo y penetró en el despacho de éste pisando la mullida alfombra y dirigiéndose a la ventana que daba a las instalaciones de las Industrias Fontini-Cristi. A su hijo, como es lógico, no se le veía por ninguna parte. Su hijo, su hijo mayor, raras veces se encontraba en su despacho; en realidad, raras veces se encontraba en Milán. Su primogénito, el heredero forzoso de todo lo de Fontini-Cristi, era incorregible. Y arrogante y demasiado preocupado por sus propias comodidades.
Por si fuera poco, Vittorio era brillante. Un hombre mucho más brillante que el padre que le había adiestrado lo cual sólo servía para enfurecer ulteriormente a Savarone. Un hombre poseedor de tales cualidades tenía más responsabilidades que los demás hombres. No tenía que conformarse con los logros cotidianos que se producían naturalmente. Ni tampoco andar de parranda, ni perder el tiempo con las prostitutas, ni jugar a la ruleta y al baccarat. Ni desperdiciar las noches con los desnudos hijos del Mediterráneo. Del mismo modo que tampoco tenía que volver la espalda a los acontecimientos que estaban agobiando a su patria y arrojándola al caos.
Savarone escuchó un leve carraspeo a su espalda y se volvió. La secretaria de Vittorio había penetrado en el despacho.
—Le he dejado recado a su hijo en la Borsa Valori. Creo que esta tarde tenía que reunirse con su agente de cambio y bolsa.
—Es posible que usted lo crea pero dudo que pueda encontrar semejante cosa en su agenda —dijo Savarone viendo que la muchacha se ruborizaba—. Perdone. No es usted responsable de lo que haga mi hijo. Aunque es probable que ya lo haya hecho, le sugiero que pruebe a llamar a todos los teléfonos particulares que él le haya facilitado. Este despacho me es conocido. Esperaré.
Savarone se quitó el abrigo de suave lana de camello y el sombrero tirolés de fieltro gris. Dejó ambas prendas sobre el sillón que había junto al escritorio.
—Sí, señor —dijo la muchacha rápidamente cerrando la puerta a su espalda.
Era un despacho conocido, pensó Fontini-Cristi a pesar de haberle sido necesario recordárselo a la muchacha. Hasta hacía dos años, había sido su despacho. Ahora quedaba muy poco de su presencia, simplemente el revestimiento de madera oscura de las paredes. Todo el mobiliario había sido cambiado. Vittorio había aceptado las cuatro paredes. Nada más.
Savarone tomó asiento en el gran sillón giratorio de detrás del escritorio. No le gustaban aquellos sillones. Era demasiado viejo para permitir que unos muelles invisibles y unos cojinetes de bolas ocultos le volvieran súbitamente el cuerpo y se lo echaran hacia atrás. Se metió la mano en el bolsillo y sacó el telegrama que le había traído a Milán desde Campo di Fiori, el telegrama de Roma en el que se decía que los Fontini-Cristi estaban marcados.
Pero ¿marcados por qué? ¿Por parte de quién? ¿Por orden de quién?
Preguntas que no podían formularse por teléfono porque el teléfono era un instrumento del estado. El estado. Siempre el estado. Visible e invisible. Observando, siguiendo el rastro, escuchando, fisgoneando. El confidente de Roma que había utilizado las sencillas claves no podía utilizar ningún teléfono y no podía facilitar ninguna respuesta.
No hemos recibido respuesta de Milán, por consiguiente, nos hemos tomado la libertad de telegrafiarle personalmente. Cinco envíos de percutores de émbolo para avión han resultado defectuosos. Roma insiste en su sustitución inmediata. Repetimos: inmediata. Por favor, confírmenlo por teléfono antes de esta noche.
El número «cinco» se refería a los Fontini-Cristi porque había cinco hombres en la familia: el padre y cuatro hijos. Cualquier cosa que tuviera que ver con la palabra «percutor» significaba súbito y extremado peligro. La repetición de la palabra «inmediata» resultaba de fácil comprensión: no podía perderse ni un momento, la confirmación acusando recibo tenía que hacerse telefónicamente a Roma a los pocos minutos de haberse recibido el telegrama en Milán. Entonces se establecería contacto con otros hombres, se analizaría la estrategia y se elaborarían planes. Ahora ya era demasiado tarde.
El telegrama había sido enviado a Savarone aquella tarde. Vittorio debía de haber recibido el cable hacia las once. Y, sin embargo, su hijo no había enviado respuesta a Roma y tampoco le había avisado a él en Campo di Fiori. El día estaba tocando a su fin. Demasiado tarde.
Era imperdonable. Los hombres arriesgaban diariamente sus vidas y las vidas de los componentes de su familia en su lucha contra Mussolini.
No siempre había sido así, pensó Savarone sin dejar de mirar la puerta del despacho en la esperanza de que, de un momento a otro, apareciera la secretaria con noticias del paradero de Vittorio. Todo había sido muy distinto en otros tiempos. Al principio, los Fontini-Cristi habían apoyado al Duce. El débil e indeciso Víctor Manuel estaba dejando morir a Italia. Benito Mussolini había ofrecido una alternativa. Se había trasladado personalmente a Campo di Fiori con el objeto de reunirse con el patriarca de los Fontini-Cristi buscando una alianza —del mismo modo en que Maquiavelo había buscado en sus tiempos el apoyo de los príncipes— y se había mostrado vivo, entregado a la causa y lleno de promesas para toda Italia.
Pero de eso hacía dieciséis años; desde entonces Mussolini se había estado alimentando de su propia retórica. Le había robado a la nación su derecho a pensar, le había robado al pueblo la libertad de elegir y había engañado a los aristócratas… les había utilizado y les había negado sus objetivos comunes. Había lanzado al país a una absurda guerra africana. Y todo para la gloria personal del César Máximo. Había saqueado el alma de Italia y Savarone había jurado detenerle. Fontini-Cristi había reunido a los «príncipes» norteños y la revolución ya estaba secretamente en marcha.
Mussolini no podía arriesgarse a romper abiertamente con los Fontini-Cristi. A menos que la acusación de traición pudiera sostenerse con tanta claridad que hasta los más ávidos partidarios de la familia no tuvieran más remedio que pensar que habían sido —cuando menos— unos estúpidos. Italia se estaba disponiendo a entrar en guerra al lado de Alemania. Mussolini tenía que andarse con cuidado. Aquella guerra no era popular y los alemanes mucho menos.
Campo di Fiori se había convertido en el lugar de reunión de los descontentos. Las vastas extensiones de césped, bosques, colinas y riachuelos resultaban adecuadas para las clandestinas reuniones que solían tener lugar de noche. Aunque no siempre. Había reuniones que precisaban de la luz del día, dado que en su transcurso algunos jóvenes eran adiestrados por otros jóvenes expertos en las artes de una nueva y extraña modalidad bélica. El cuchillo, la cuerda, la cadena y el gancho. Hasta se habían inventado un nombre que los designara: partigiani.
Los partisanos. Un nombre que se estaba extendiendo de una nación a otra.
Éstos eran los juegos de Italia, pensó Savarone. «Los juegos de Italia» los llamaba su hijo, expresión utilizada en tono burlesco por un arrogante y egoísta aristócrata que sólo se tomaba en serio sus propios placeres… No, eso no era del todo cierto. Vittorio también se tomaba en serio la dirección de las empresas Fontini-Cristi siempre y cuando las presiones del mercado se ajustaran a sus propios programas. Ya se encargaba él de que así fuera. Utilizaba despiadadamente su poder económico y utilizaba con arrogancia su habilidad, la habilidad que había aprendido de su padre.
Sonó el teléfono, Savarone estuvo tentado de ponerse al aparato pero no lo hizo. Era el despacho de su hijo, el teléfono de su hijo. En su lugar, se levantó del terrible sillón y cruzó la estancia en dirección a la puerta. La abrió. La secretaria estaba repitiendo un nombre.
—…¿signore Tesca?
—¿Es Alfredo Tesca? —preguntó Savarone interrumpiéndola bruscamente.
La muchacha asintió.
—Dígale que no se retire. Hablaré con él.
Savarone regresó rápidamente al escritorio de su hijo y tomó el teléfono. Alfredo Tesca era el encargado de una de las fábricas. Y era, además, un partigiano.
—Fontini-Cristi —dijo Savarone.
—¿Padrone? Me alegro de que sea usted. Esta línea es segura. La comprobamos diariamente.
—Nada cambia. Únicamente se acelera.
—Sí, padrone. Se ha producido una emergencia. Un hombre ha llegado en avión procedente de Roma. Tiene que entrevistarse con un miembro de su familia.
—¿Dónde?
—En la casa de Olona.
—¿Cuándo?
—Tan pronto como sea posible.
Savarone contempló el abrigo y el sombrero de fieltro verde que había dejado sobre el sillón.
—¿Tesca? ¿Te acuerdas de hace dos años? ¿La reunión que tuvo lugar en el apartamento del Duomo?
—Sí, padrone. Van a dar pronto las seis. Le espero.
Fontini-Cristi colgó el teléfono y tomó el sombrero y el abrigo. Se los puso y se miró el reloj. Eran las cinco cuarenta y cinco; tenía que esperar unos minutos. La distancia que había que recorrer para llegar a la fábrica cruzando el patio de hormigón era muy corta. Tenía que esperar para poder entrar en el edificio confundido con la gente; cuando se marcharan los obreros del turno de día y entraran los del turno de noche.
Su hijo había sacado buen provecho a la maquinaria bélica del Duce. Las Industrias Fontini-Cristi funcionaban a lo largo de las veinticuatro horas del día. Al reprochárselo su padre, el hijo había contestado:
—No fabricamos municiones. No estamos preparados para eso. La conversión resultaría demasiado costosa. Sólo obtenemos beneficios, padre.
Su hijo. El más capacitado de todos ellos daba la impresión de vaciedad.
Los ojos de Savarone se posaron en la fotografía en marco de plata que adornaba el escritorio de Vittorio. Su misma existencia resultaba una cruel broma autoinfligida. El rostro de la fotografía era el de una joven, bonita en el sentido habitual de la palabra, con las decididas facciones propias de una niña mimada que ha alcanzado una madurez mimada. Había sido la esposa de Vittorio. Hacía diez años.
No había sido un buen matrimonio. Había sido más bien una alianza industrial entre dos familias inmensamente ricas. Y la novia aportó muy poco a la unión. Era una mujer caprichosa y amante de los placeres cuyas perspectivas se cifraban en las posesiones.
Murió en un accidente de automóvil en Montecarlo una madrugada después del cierre de los casinos. Vittorio jamás hablaba de aquella madrugada. Él no estaba con su esposa. Estaba con ella otro hombre.
Su hijo había pasado cuatro años de turbulenta inquietud con una esposa a la que no podía soportar y, sin embargo, la fotografía se encontraba sobre su escritorio. Diez años más tarde. Savarone le había preguntado en cierta ocasión el por qué.
—El hecho de ser viudo confiere cierta respetabilidad a mi estilo de vida.
Eran las seis menos siete minutos. Hora de empezar. Savarone abandonó el despacho de su hijo y habló con la secretaria.
—Llame, por favor, abajo y pida que me traigan el automóvil a la puerta oeste. Dígale a mi chófer que tengo una reunión en el Duomo.
—Sí, señor… ¿desea usted dejar algún número al que su hijo pueda llamarle?
—Campo di Fiori. Pero, cuando llame, ya estaré seguramente durmiendo.
Savarone descendió en el ascensor privado hasta la planta baja y salió al patio de pavimento de hormigón a través de la entrada reservada a los ejecutivos. A cosa de unos treinta metros, su chófer se estaba dirigiendo al automóvil sobre cuyas portezuelas podía verse el blasón de los Fontini-Cristi. Ambos hombres intercambiaron una mirada. El chófer asintió levemente con la cabeza. Sabía lo que tenía que hacer. Era un partigiano.
Savarone cruzó el patio consciente de que todo el mundo le estaba mirando. Le parecía muy bien. Lo mismo había ocurrido dos años atrás cuando la policía secreta del duce seguía todos sus movimientos tratando de descubrir la localización de una célula antifascista. Sonaron las sirenas de la fábrica. Había terminado el turno de día y, dentro de pocos minutos, tanto el patio como los pasillos aparecerían abarrotados de gente. Los obreros que entraban —y que tenían la obligación de encontrarse en sus puestos a las seis quince— estaban afluyendo al interior del edificio a través de la puerta oeste.
Savarone subió los peldaños de la entrada de obreros y penetró en el abarrotado y ruidoso pasillo quitándose el abrigo y el sombrero en medio de toda aquella confusión. Tesca se encontraba de pie junto a la pared a medio camino de la puerta que conducía a los vestuarios de los obreros. Era alto y delgado como Savarone. Tomó el sombrero y el abrigo de Savarone y ayudó a éste a ponerse su raída gabardina tres cuartos con un periódico en el bolsillo. Después le entregó a Savarone un gorro de visera. El intercambio se llevó a cabo sin palabras en medio de los empujones de la gente. Tesca permitió que Savarone le ayudara a ponerse el abrigo de lana de camello. El patrono observó que su empleado se había tomado la molestia —al igual que hacía dos años— de ponerse unos pantalones planchados, unos zapatos lustrados y una camisa blanca y corbata.
El partigiano se adentró en el tráfico humano y se dirigió a la salida. Savarone le siguió a diez metros de distancia y después se detuvo en la plataforma situada frente a las puertas que constantemente se abrían y cerraban, simulando leer el periódico.
Vio lo que quería ver. El abrigo de lana de camello y el verde sombrero tirolés destacaban entre las gastadas chaquetas de cuero y las raídas prendas de los trabajadores. Dos hombres que se encontraban un poco apartados de la marea humana se hicieron una seña e iniciaron inmediatamente la caza abriéndose rápidamente paso entre la gente en un esfuerzo por no quedar rezagados. Savarone se sumergió en la corriente de trabajadores y llegó a la puerta justo en el momento en que se cerraba la portezuela del enorme automóvil Fontini-Cristi y éste se adentraba en el tráfico de la Via di Sempione. Los dos perseguidores se encontraban junto al bordillo de la acera. Se acercó un Fiat y ambos hombres subieron al mismo.
El Fiat inició la persecución. Savarone echó a andar en dirección norte encaminándose rápidamente hacia la parada de autobús de la esquina.
La casa de junto a la orilla del río era una reliquia que en otros tiempos, tal vez diez años atrás, había sido pintada de blanco. Por fuera parecía vieja pero, en su interior, las estancias eran pequeñas y pulcras y estaban muy bien organizadas. Eran lugares de trabajo, un cuartel general antifascista.
Savarone entró en la estancia cuya ventana daba a las tenebrosas aguas del río Olona, casi negras a causa de la oscuridad de la noche. Tres hombres se levantaron de unas sillas que había alrededor de una mesa y le saludaron con simpatía y respeto. Dos de ellos le eran conocidos; el tercero suponía que era de Roma.
—La clave del percutor se ha enviado esta mañana —dijo Savarone—. ¿Qué significa?
—¿Recibió usted el telegrama? —preguntó el de Roma en tono de incredulidad—. Todos los telegramas a los Fontini-Cristi han sido interceptados en Milán. Por eso estoy aquí. Se han interrumpido todas las comunicaciones a sus fábricas.
—Yo he recibido el mío en Campo di Fiori. Me imagino que a través de la oficina telegráfica de Varese, no de la de Milán. —Savarone experimentó una leve sensación de alivio al saber que su hijo no había desobedecido—. ¿Tiene usted la información?
—No toda, padrone —replicó el hombre—. Pero la suficiente como para saber que se trata de algo extremadamente grave. E inminente. Los militares han empezado a preocuparse súbitamente por el movimiento norteño. Quieren aplastarlo. Pretenden desenmascarar a su familia.
—¿En calidad de qué?
—De enemiga de la nueva Italia.
—¿Sobre qué base?
—La de celebrar en Campo di Fiori reuniones desleales. Difundir mentiras contra el estado, intentar minar los objetivos de Roma y corromper el sector industrial del país.
—Palabras.
—A pesar de lo cual, hay que castigar con ejemplaridad. Se asegura que lo exigen.
—Tonterías. Roma no se atrevería a acusarnos sobre una base tan endeble.
—Ahí está lo malo, signore —dijo el hombre en tono vacilante—. No se trata de Roma. Es Berlín.
—¿Cómo?
—Los alemanes se encuentran por todas partes dando órdenes a todo el mundo. Se dice que Berlín desea que se despoje a los Fontini-Cristi de su influencia.
—Miran hacia el futuro, ¿sabe? —dijo uno de los otros dos hombres restantes, un partigiano de más edad que se había acercado a la ventana.
—¿Y cómo se proponen conseguir tal cosa? —preguntó Savarone.
—Irrumpiendo en Campo di Fiori en el momento en que se esté celebrando una reunión. Obligando a los que se encuentren allí a declarar como testigos de la traición de los Fontini-Cristi. Creo que eso sería mucho menos difícil de lo que usted quizá se imagina.
—Estoy de acuerdo. Por eso hemos sido cautelosos… ¿Cuándo ocurrirá tal cosa? ¿Tiene usted alguna idea?
—He salido de Roma este mediodía. Lo único que puedo esperar es que la palabra «percutor» se haya utilizado correctamente.
—Habrá una reunión esta noche.
—En tal caso, la palabra «percutor» se ha utilizado adecuadamente. Anule la reunión, padrone. Es evidente que ha corrido la voz.
—Necesitaré su ayuda. Le facilitaré unos nombres… nuestros teléfonos no resultan seguros.
Fontini-Cristi empezó a escribir sobre la mesa en un cuaderno de notas utilizando el lápiz que le había facilitado el tercer partigiano.
—¿A qué hora tenía que empezar la reunión?
—A las diez y media. Hay tiempo suficiente —repuso Savarone.
—Así lo espero. En Berlín son muy minuciosos.
Fontini-Cristi dejó de escribir y miró al hombre.
—Es curioso que diga usted eso. Es posible que los alemanes ladren sus órdenes en el Capitolio romano pero no están en Milán.
Los tres partisanos intercambiaron una mirada. Savarone comprendió que había otra noticia que no le habían facilitado. Al final, el hombre de Roma decidió hablar.
—Tal como ya le he dicho, nuestra información no es completa. Pero sabemos ciertas cosas. El grado de interés de Berlín, por ejemplo. El alto mando alemán desea que Italia se defina abiertamente. Mussolini vacila por muchas razones entre las cuales no es la menor la oposición de los hombres poderosos como usted…
El hombre se detuvo; no estaba seguro. Al parecer, no de la información sino del modo de facilitarla.
—¿A dónde quiere usted ir a parar?
—Dicen que el interés de Berlín por los Fontini-Cristi está inspirado por la Gestapo. Quienes piden un castigo ejemplar son los nazis que pretenden con ello aplastar la oposición contra Mussolini.
—Eso ya lo he comprendido. ¿Y qué?
—No confían demasiado en Roma ni tampoco en las provincias. La redada estará dirigida por los alemanes.
—¿Una redada dirigida por alemanes en Milán?
El hombre asintió.
Savarone posó el lápiz y miró fijamente al hombre de Roma. Pero sus pensamientos no estaban centrados en aquel hombre sino en un tren de mercancías de Salónica que había encontrado en las montañas de Champoluc. En el cargamento que transportaba aquel tren. Una urna del Patriarcado de Constantina enterrada ahora en la congelada tierra de aquellas elevadas regiones.
Parecía increíble pero lo increíble resultaba normal en aquellos tiempos de locura. ¿Habría averiguado Berlín lo del tren de Salónica? ¡Madre de Cristo, era necesario evitar que cayera en sus manos! ¡Y en las de todos —todos— los que fueran como ellos!
—¿Están seguros de su información?
—Lo estamos.
A los de Roma se les podría manejar, pensó Savarone. Italia necesitaba a las Industrias Fontini-Cristi. No obstante, en el caso de que la injerencia alemana estuviera relacionada con la caja de Constantina, Berlín no tendría en cuenta para nada las necesidades de Roma. La posesión de la caja lo era todo.
Y, por consiguiente, la protección de la misma era más esencial que la vida. Y, por encima de todo, el secreto no podía caer en las manos que no debía. Ahora no. Tal vez no siempre fuera así pero ahora ciertamente lo era.
La clave era Vittorio. Siempre era Vittorio, el más capacitado de todos ellos. Independientemente de su comportamiento, Vittorio era un Fontini-Cristi. Haría honor al compromiso de la familia; estaba en condiciones de hacer frente a Berlín. Había llegado el momento de revelarle lo del tren de Salónica. De explicarle las conexiones de la familia con la orden monástica de Jénope. El momento resultaba adecuado, la estrategia era perfecta.
Una fecha grabada en piedra y susceptible de durar un milenio no era más que una alusión, una clave en caso de un súbito ataque cardíaco o de muerte por causas bruscas naturales o no naturales. Pero no era suficiente.
Había que comunicárselo a Vittorio, encomendar a éste una responsabilidad más allá de todo lo imaginable. Los documentos de Constantina hacían que cualquier otra cosa palideciera y perdiera su significado.
Savarone miró a los tres hombres.
—La reunión de esta noche será anulada. El grupo que practique la redada no encontrará más que una numerosa reunión de carácter familiar. Una cena de fiesta. Con todos mis hijos y nietos. De todos modos, para que resulte completo, mi hijo mayor tiene que hallarse también presente en Campo di Fiori. He estado intentando llamarle esta tarde. Ahora deben ustedes encontrarle. Utilicen sus teléfonos. Llamen a todos los de Milán en caso necesario, ¡pero encuéntrenle! Si llega tarde, díganle que utilice el camino de las cuadras. No estaría bien que entrara en compañía del grupo incursor.