PRÓLOGO

SALÓNICA, GRECIA

Uno a uno los camiones avanzaban penosamente por la empinada carretera bajo la débil luz que precedía al amanecer de Salónica. Al llegar a la cima, cada uno de ellos aceleraba un poco la marcha; los conductores estaban deseosos de regresar a la oscuridad de la carretera de bajada que discurría entre bosques.

No obstante, cada uno de los conductores tenía que controlar su inquietud. Ninguno de ellos podía permitir que el pie se apartara de un freno o bien pisara un acelerador más allá de cierto punto; era necesario escudriñar, agudizar la vista, permanecer alerta ante la posibilidad de una súbita detención o de una inesperada curva en la oscuridad.

Porque estaba oscuro. Ningún faro delantero aparecía encendido; la columna viajaba sólo con la grisácea luz de la noche griega en la que unas nubes bajas filtraban el resplandor de la luna griega.

El viaje era un ejercicio de disciplina. Y la disciplina no era ajena a aquellos conductores como tampoco lo era a sus acompañantes.

Cada uno de ellos era un sacerdote. Un monje. De la Orden de Jénope, la más severa fraternidad monástica bajo el control del patriarcado de Constantina. La ciega obediencia coexistía con la confianza en sí mismos; eran disciplinados hasta la muerte.

En el camión que encabezaba la marcha, el joven monje barbudo se quitó el hábito bajo el cual llevaba las ropas de un trabajador: una basta camisa y unos pantalones de tela gruesa. Dobló el hábito y lo guardó en el depósito que había detrás del asiento de alto respaldo, oculto bajo otras prendas de lona y tela. Habló con el monje enfundado en su hábito que se sentaba al volante.

—Ya no faltan más que unos ochocientos metros. El tramo de vía corre paralelo a la carretera a lo largo de unos noventa metros. Al aire libre. Será suficiente.

—¿Estará allí el tren? —preguntó el fornido monje de mediana edad contrayendo los ojos en la oscuridad.

—Sí. Cuatro vagones de mercancías, un solo maquinista. Ningún fogonero. Ningún otro hombre.

—En tal caso, tendrás que utilizar la pala —dijo el monje de más edad sin humor en los ojos.

—Utilizaré la pala —se limitó a replicar el más joven—. ¿Dónde está el arma?

—En la guantera.

El monje enfundado en ropa de trabajador se inclinó hacia adelante y soltó el pasador del compartimiento con el objeto de abrirlo. Introdujo después la mano en su interior y extrajo una pesada pistola de gran calibre. El monje separó diestramente la culata de la cámara, comprobó que hubiera municiones y volvió a acoplar la sólida pieza de acero con la cámara. El sonido metálico poseía determinación.

—Un poderoso instrumento. Italiano, ¿verdad?

—Sí —repuso el monje de más edad sin ulteriores comentarios, sólo con tristeza en la voz.

—Me parece adecuado. Y supongo que es una suerte. —El joven se guardó el arma en el cinto—. ¿Llamarás a su familia?

—Así me lo han ordenado…

Resultó evidente que el conductor deseaba decir algo más pero se contuvo. Apretó en silencio el volante con más fuerza de la necesaria.

Por unos instantes, la luna se abrió paso entre las nubes nocturnas iluminando la carretera que discurría entre el bosque.

—Yo solía jugar aquí de niño —comentó el más joven—. Corría por el bosque y me remojaba en los arroyos… Después me secaba en las cuevas de la montaña y simulaba tener visiones. Fui feliz en estas colinas. El Señor Dios ha querido que las volviera a ver. Es compasivo. Y bondadoso.

La luna desapareció. Y una vez más reinó la oscuridad.

Los camiones enfilaron una cerrada curva en dirección oeste; el bosque se fue haciendo más ralo y, allá a lo lejos, apenas visibles, empezaron a destacarse los postes de telégrafos como negras flechas, recortándose contra la grisácea noche. La carretera se enderezó y ensanchó confundiéndose al final con un claro que se extendía a lo largo de unos cien metros de bosque a bosque. Un llano yermo colocado entre una miríada de colinas y bosques. En el centro del claro, con su estructura confundida por la oscuridad, se observaba un tren.

Inmóvil pero no sin movimiento. De la locomotora se elevaban espirales de humo perdiéndose en la noche.

—En otros tiempos —dijo el joven monje—, los granjeros solían traer aquí sus ovejas y sus productos agrícolas. Mi padre me decía que siempre había mucho jaleo. Surgían constantemente peleas acerca de lo que era de unos o de otros. Eran unas historias muy divertidas… ¡Allí está!

El haz de luz de una linterna apareció en la oscuridad. Describió dos círculos y después permaneció inmóvil iluminando con su blanco resplandor el último vagón de mercancías. El monje vestido con ropa de trabajador se sacó una pequeña linterna del bolsillo de la camisa, la extendió hacia adelante y comprimió el botón por espacio exactamente de dos segundos. El reflejo del parabrisas del camión iluminó brevemente la pequeña cabina. Los ojos del joven se dirigieron rápidamente hacia el rostro de su hermano monje. Vio que su compañero se había mordido el labio. Un riachuelo de sangre le bajaba por la barbilla hundiéndose en la recortada barba gris.

No había necesidad de hacer ningún comentario.

—Acércate al tercer vagón. Los demás darán la vuelta y empezarán a descargar.

—Lo sé —dijo lacónicamente el conductor.

Giró suavemente el volante hacia la derecha y se dirigió hacia el tercer vagón de mercancías.

El maquinista, enfundado en un mono de trabajo y tocado con un gorro de piel de cabra, se acercó al camión mientras el joven monje abría la portezuela y saltaba al suelo. Ambos hombres se miraron el uno al otro y después se fundieron en un abrazo.

—Estás distinto sin el hábito, Petride. Me había olvidado de cómo eras…

—Vamos, hombre. En cuatro años, de veintisiete que tengo, no es que se cambie mucho.

—No te vemos muy a menudo. En la familia todos lo decimos.

El maquinista apartó sus grandes y callosas manos de los hombros del monje. La luna volvió a abrirse nuevamente paso entre las nubes e iluminó el rostro del ferroviario. Era un rostro fuerte, más próximo a los cincuenta años que a los cuarenta, surcado por las arrugas que suelen observarse en los hombres que exponen constantemente su piel al aire y al sol.

—¿Cómo está madre, Annaxas?

—Bien. Un poco más débil cada mes que pasa pero muy activa.

—¿Y tu mujer?

—De nuevo embarazada y esta vez no le hace gracia. Me regaña.

—Y no le falta razón. Eres un viejo perro libidinoso, hermano mío. Me complace decir que es mejor servir a la Iglesia —dijo el monje echándose a reír.

—Le diré que has dicho eso —replicó sonriendo el maquinista.

Se produjo un instante de silencio antes de que el joven respondiera.

—Sí, díselo.

Después dirigió su atención a la actividad que estaba teniendo lugar en los vagones de mercancías. Las puertas de carga habían sido abiertas y unas linternas colgadas en su interior iluminaban lo suficiente como para que pudiera efectuarse la carga pero no lo bastante como para que todo ello pudiera resultar visible desde el exterior. Las figuras de los monjes enfundados en sus hábitos empezaron a ir y venir rápidamente entre los camiones y las puertas portando canastas y cajas de grueso cartón reforzadas con listones de madera. Sobre cada canasta se observaban en forma muy conspicua el crucifijo y las espinas de la Orden de Jénope.

—¿La comida? —preguntó el maquinista.

—Sí —repuso el hermano—. Fruta, verdura, cecina, cereales. Las patrullas fronterizas se quedarán convencidas.

—¿Dónde, pues?

No era necesario mostrarse más explícito.

—En este vagón. Hacia la parte de en medio, debajo de las cajas del tabaco. ¿Tienes a los centinelas apostados?

—En la vía y en la carretera. En ambas direcciones durante más de un kilómetro y medio. No te preocupes. Antes del amanecer de un domingo sólo vosotros los monjes y los novicios tenéis trabajo que hacer y lugares adonde ir.

El joven monje contempló el cuarto vagón de mercancías. El trabajo estaba progresando rápidamente y las canastas estaban siendo amontonadas en su interior. Todas aquellas horas de práctica estaban demostrando ahora su valor. El monje que había sido su conductor se detuvo brevemente bajo la amortiguada luz de la linterna de la puerta de carga con una caja de cartón en las manos. Intercambió una mirada con el joven y después la apartó centrando de nuevo su atención en la caja que colocó en el interior del vagón.

El padre Petride se dirigió a su hermano.

—Cuando tomaste el tren, ¿hablaste con alguien?

—Sólo con el director de tráfico ferroviario. Es natural. Tomamos té negro juntos.

—¿Qué te dijo?

—En buena parte, palabras con las que no quisiera ofenderte. En sus documentos se decía que los vagones serían cargados por los monjes de Jénope en la zona exterior. No me hizo ninguna pregunta.

El padre Petride contempló el segundo vagón de mercancías que se encontraba a su derecha. En pocos minutos todo estaría listo y podrían empezar con el tercer vagón.

—¿Quién ha preparado la locomotora?

—Los encargados del combustible y los mecánicos. Ayer por la tarde. Las órdenes decían que tenía que hacerse muy bien. Las piezas se estropean constantemente. En Italia se burlan de nosotros… De todos modos, lo he revisado todo personalmente hace unas horas.

—¿Crees que el director de tráfico debió tener algún motivo para telefonear a la sección de carga en la que presuntamente teníamos que cargar la mercancía en los vagones?

—Cuando dejé su torre, estaba casi medio dormido. El horario de la mañana no empezará… —el maquinista dirigió la mirada hacia el cielo negro grisáceo— hasta por lo menos dentro de una hora. No hubiera tenido ningún motivo para llamar a nadie a no ser que los servicios telegráficos hubieran informado de algún accidente.

—Los cables han sido averiados; agua en un borne —dijo el monje rápidamente como hablando para sus adentros.

—¿Por qué?

—Por si tenías alguna dificultad. ¿No hablaste con nadie más?

—Ni una sola palabra. He recorrido los vagones para asegurarme de que no hubiera nadie dentro.

—Ya has estudiado nuestro horario. ¿Qué te parece?

El ferroviario silbó suavemente al tiempo que sacudía la cabeza.

—Me parece que estoy sorprendido, hermano mío. ¿Puede algo tan importante… arreglarse de este modo?

—Nos hemos encargado de arreglarlo todo. ¿Qué me dices del tiempo? Éste es el factor más importante.

—Si no hay ningún fallo en las vías, la velocidad podrá mantenerse. La policía fronteriza eslava de Bitola está hambrienta de sobornos y un cargamento griego en Banja Luka no planteará ninguna dificultad. Tampoco tendremos problemas ni en Sarajevo ni en Zagreb; andan en busca de cosas más importantes que un cargamento de comestibles para unos religiosos.

—Me refiero al tiempo, no al soborno.

—Los sobornos son tiempo. Hay que regatear.

—El no regatear resultaría sospechoso. ¿Podremos llegar a Monfalcone en tres noches?

—Si los planes que has forjado alcanzan el éxito, sí. Si perdiéramos tiempo, podríamos recuperarlo viajando de día.

—Pero sólo como último recurso. Tenemos que viajar de noche.

—Eres terco.

—Somos precavidos. —El monje volvió a apartar la mirada. Los vagones de mercancías uno y dos estaban listos y el cuarto estaría cargado antes de que transcurriera un minuto. El monje se dirigió de nuevo a su hermano—. ¿Piensa la familia que transportas mercancías a Corinto?

—Sí, a Navpaktos. A los astilleros del estrecho de Patrai. No me esperan hasta aproximadamente dentro de una semana.

—Hay huelgas en Patrai. Los sindicatos están furiosos. Si te retrasaras algunos días, lo comprenderían.

Annaxas miró más detenidamente a su hermano. Pareció sorprenderse de los conocimientos mundanos del joven sacerdote.

—Lo comprenderían —repuso con cierta vacilación—. Tu cuñada lo comprendería.

—Bien. —Los monjes se habían reunido junto al camión de Petride observando a éste y aguardando instrucciones—. Me reuniré en seguida contigo en la locomotora.

—De acuerdo —dijo el ferroviario alejándose y mirando a los monjes.

El padre Petride se sacó del bolsillo de la camisa la pequeña linterna en forma de lápiz y se acercó a los demás monjes que aguardaban junto al camión. Miró al fornido hombre que había sido su conductor. El monje lo comprendió y se adelantó apartándose de los demás para reunirse con Petride al otro lado del vehículo.

—Es la última vez que hablamos —dijo el joven sacerdote.

—Que la bendición de Dios…

—Por favor —le interrumpió Petride—. No hay tiempo. Apréndete de memoria todos los movimientos que se hagan aquí esta noche. Todo. Tiene que reproducirse exactamente.

—Así se hará. Las mismas carreteras, el mismo orden de los camiones, los mismos conductores, los mismos documentos al cruzar la frontera en dirección a Monfalcone. Nada cambiará pero faltará uno de nosotros.

—Es la voluntad de Dios. Para mayor gloria de Dios. Es un privilegio que no merezco.

La sección de carga del camión se abría mediante dos candados. Petride tenía una llave; el conductor tenía la otra. Juntos se acercaron a los candados e introdujeron las llaves. Saltaron los resortes; los candados fueron retirados de las anillas de acero, las anillas golpearon con fuerza y se abrieron las puertas. Una linterna se colgó en lo alto de las mismas.

Dentro estaban las cajas con los símbolos del crucifijo y las espinas estarcidos a sus lados entre los listones de madera. Los monjes empezaron a descargarlas moviéndose como bailarines… con los hábitos flotando bajo la espectral luz. Transportaban las cajas hasta la puerta de carga del tercer vagón de mercancías. Dos hombres saltaron al interior del vagón y empezaron a amontonar las cajas en el extremo sur.

Varios minutos más tarde ya se había conseguido vaciar medio camión. En el centro y separada de las demás cajas de cartón se observaba una sola caja envuelta en un lienzo negro. Era algo más grande que las que contenían productos agrícolas y su forma no era rectangular sino perfectamente cúbica: noventa centímetros de altura, noventa de anchura y noventa de profundidad.

Los sacerdotes se dispusieron en semicírculo alrededor de la entrada del camión. Algunos rayos de la filtrada y blanca luz de la luna se mezclaban con el resplandor amarillento de la linterna. El efecto combinado de la extraña mezcla de luz, el cavernoso interior del camión y las figuras enfundadas en los hábitos le recordaron al padre Petride una catacumba, profundamente excavada en la tierra, en la que se guardaran las verdaderas reliquias de la cruz.

La realidad no era muy distinta. Sólo que lo que se encontraba sellado en el interior de la caja de hierro —que de eso se trataba— era infinitamente más significativo que el petrificado madero de la crucifixión.

Varios monjes habían cerrado los ojos en actitud de plegaria; otros miraban fijamente, anonadados ante la presencia del sagrado objeto con los pensamientos en suspenso y su fe acrecentada por lo que ellos creían que se encontraba en el interior del cofre parecido a una tumba… en sí mismo un catafalco.

Petride les observó sintiéndose distanciado de ellos porque así tenía que ser. Recordó lo que había ocurrido hacía ya seis semanas a pesar de que a él no le parecieran más que unas horas. Le habían mandado llamar de los campos y le habían conducido a los blancos aposentos del superior de Jénope. Le acompañaron ante la presencia del santísimo padre. Junto al anciano prelado se encontraba únicamente otro sacerdote.

—Petride Dakakos —había empezado diciendo el santo varón sentado tras su sólida mesa de madera—, has sido elegido entre todos los demás de Jénope para la más difícil misión de tu existencia. Para mayor gloria de Dios y conservación de la sensatez cristiana.

Le habían presentado al segundo sacerdote. Era un hombre de aspecto ascético y penetrantes ojos. Éste habló despacio y con precisión.

—Somos custodios de un cofre, de un sarcófago, si quieres, que ha permanecido sellado en una profunda tumba durante más de mil quinientos años. En el interior de la caja se encuentran unos documentos que, por lo devastador de los escritos que contienen, dividirían al mundo cristiano. Son la prueba definitiva de nuestras más sagradas creencias pero su divulgación enfrentaría a religión contra religión, a secta contra secta y a pueblos enteros entre sí. En una guerra santa… El conflicto alemán se está extendiendo. La caja debe ser sacada de Grecia dado que su existencia lleva muchas décadas siendo objeto de rumores. Su búsqueda sería tan minuciosa como una caza de microbios. Ya se han adoptado disposiciones con el fin de conducirla a un lugar en el que nadie pueda encontrarla. Debiera decir que se han adoptado casi todas las disposiciones ya que tú eres el último elemento.

Le habían explicado el viaje. Todas las disposiciones. En toda su gloria. Y temor.

—Entrarás en contacto sólo con un hombre. Savarone Fontini-Cristi, un gran padrone del norte de Italia que vive en la inmensa finca de Campo di Fiori. Yo mismo he viajado hasta allí y he hablado con él. Es un hombre extraordinario, de integridad incomparable y una absoluta entrega a los hombres libres.

—¿Pertenece a la Iglesia católica? —preguntó Petride con incredulidad.

—No pertenece a ninguna Iglesia pero pertenece a todas las Iglesias. Es una fuerza poderosa para todos los hombres que desean pensar por sí mismos. Es el amigo de la Orden de Jénope. Él ocultará la caja… Tú y él solos. Y después tú… pero ya llegaremos a eso; eres el más privilegiado de los hombres.

—Doy gracias a mi Dios.

—Bien puedes hacerlo, hijo mío —dijo el santo padre de Jénope mirándole fijamente.

—Tenemos entendido que tienes un hermano. Un maquinista de tren.

—En efecto.

—¿Confías en él?

—Con toda mi alma. Es el mejor de los hombres que conozco.

—Mirarás los ojos de Dios —dijo el santo padre— y no vacilarás. En sus ojos hallarás la perfecta gracia.

—Doy gracias a mi Dios —repitió Petride una vez más.

Sacudió la cabeza y parpadeó en un intento de apartar de su mente aquellas reflexiones. Los sacerdotes permanecían todavía inmóviles junto al camión; se escuchaba el murmullo de las plegarias pronunciadas por rápidos labios en la oscuridad.

No había tiempo para nada más que para el rápido movimiento… para cumplir los mandatos de la Orden de Jénope. Petride se abrió delicadamente paso entre los monjes y subió al interior del camión. Sabía por qué le habían elegido. Era capaz de realizar un trabajo duro; el santo padre de Jénope se lo había dicho con toda claridad.

Había veces en que eran necesarios los hombres como él.

Que Dios le perdonara.

—Venid —les dijo suavemente a los que se encontraban en tierra—. Necesitaré ayuda.

Los monjes que se encontraban más próximos al camión se miraron vacilantes unos a otros. Después, uno a uno, cinco hombres subieron al interior del vehículo.

Petride retiró el negro lienzo que cubría la caja. Debajo, el sagrado receptáculo se encontraba encerrado en la caja de cartón grueso con listones de madera y los símbolos estarcidos de Jénope. Era en todo idéntica a las demás a excepción del tamaño y la forma. No obstante, el embalaje era la única similitud. Hicieron falta seis poderosas espaldas para empujarla hasta el borde de la puerta del camión y transportarla hasta el vagón de mercancías.

En cuanto la hubieron colocado en su sitio, se reanudó la danzante actividad. Petride permaneció en el vagón de mercancías arreglando los embalajes de tal forma que ocultaran el sagrado objeto, confundiéndolo como si fuera uno de tantos. Nada insólito, nada que llamara la atención.

El vagón de mercancías ya estaba lleno. Petride cerró las puertas y echó el candado. Miró la esfera de su reloj; toda la operación se había llevado a cabo en ocho minutos y treinta segundos.

No tenía más remedio que ser así, pensó; a pesar de lo cual se sintió molesto. Sus compañeros sacerdotes se arrodillaron en el suelo. Un joven —más joven que él, un vigoroso servo-croata recién salido del noviciado— no pudo evitarlo. Mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas, el joven sacerdote empezó a entonar el canto de Nicea. Los demás imitaron su ejemplo y Petride se arrodilló también enfundado en sus ropas de trabajador escuchando las sagradas palabras.

Pero no las pronunció. ¡No había tiempo! ¿Acaso no lo entendían?

¿Qué le estaba ocurriendo? Para apartar sus pensamientos de los santos susurros, se introdujo la mano en el interior de la camisa y palpó la bolsa de cuero que llevaban ajustada al pecho con correas. En aquel incómodo y aplanado estuche se encontraban las órdenes que le conducirían a lo largo de cientos de kilómetros de incertidumbre. Veintisiete hojas de papel. La bolsa estaba segura; las correas le cortaban la piel.

Una vez finalizada la plegaria, los monjes de Jénope se levantaron en silencio. Petride permaneció de pie frente a ellos y cada uno de los monjes se fue acercando para abrazarle con afecto. El último fue el conductor de su camión, su más querido amigo en la orden. Las lágrimas que asomaban a sus ojos y rodaban por su curtido rostro decían todo lo que había que decir.

Los monjes regresaron después a toda prisa a los camiones. Petride corrió hacia la locomotora y subió a la cabina del maquinista. Le hizo una señal a su hermano y éste empezó a soltar palancas y a girar volantes. Los rechinantes ruidos del metal contra metal llenaron la noche.

A los pocos minutos, el tren de mercancías ya estaba avanzando a toda velocidad. Se había iniciado el viaje. El viaje para mayor gloria de un solo Dios Todopoderoso.

Petride se agarró a una barra de hierro que sobresalía de la pared de hierro. Cerró los ojos y dejó que las martilleantes vibraciones y el soplo del viento al pasar le adormecieran los pensamientos. Y los temores.

Y entonces abrió los ojos —fugazmente— y vio a su hermano asomado a la ventanilla con la recia mano derecha sobre el regulador y la mirada dirigida hacia la vía que tenían por delante.

Annaxas el Fuerte, le llamaban. Pero Annaxas era algo más que fuerte; era bueno. Cuando murió su padre, fue Annaxas quien se puso a trabajar en los ferrocarriles —un fuerte muchacho de trece años— las mismas largas y duras horas que dejaban exhaustos a los hombres adultos. El dinero que Annaxas traía a casa consiguió mantenerles a todos unidos e hizo posible que sus hermanos y hermanas recibieran cierta educación escolar. Y uno de los hermanos obtuvo algo más. No para la familia sino para la mayor gloria de Dios.

El Señor Dios sometía a prueba a los hombres. Y ahora estaba también sometiendo a prueba.

Petride inclinó la cabeza y las palabras le quemaron el cerebro y le brotaron de la boca en un susurro que nadie pudo escuchar.

Creo en un solo Dios, Padre Todopoderoso, creador de todas las cosas visibles e invisibles y en un solo Señor Jesucristo, Maestro, Hijo de Dios, Unigénito del Padre. Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado…

Llegaron al desviadero de Edhessa; unas manos no autorizadas e invisibles cambiaron las agujas y el tren de mercancías de Salónica se adentró en la oscuridad norteña. La policía fronteriza yugoslava de Bitola estaba tan ansiosa de recibir noticias griegas como de recibir sobornos griegos. El conflicto del norte se estaba extendiendo rápidamente, los ejércitos de Hitler estaban enloquecidos, los Balcanes estaban a punto de caer, todo el mundo lo decía. Y los inquietos italianos llenaban las plazas y escuchaban los gritos de guerra proferidos por el demente de Mussolini y sus arrogantes fascisti. Por todas partes se hablaba de invasión.

Los eslavos aceptaron varias cajas de fruta —la fruta de Jénope era la mejor de Grecia— y le desearon a Annaxas mejor suerte de la que ellos pensaban que iba a tener, sobre todo viajando hacia el norte.

La segunda noche viajaron a toda prisa en dirección norte hacia Mitrovica. La Orden de Jénope había hecho su trabajo: se había dejado libre una vía por la que no tenía que pasar ningún tren y los vagones de mercancías de Salónica siguieron hacia el este en dirección a Sarajevo donde un hombre surgió de las sombras y habló con Petride.

—En doce minutos se cambiarán las agujas. Se dirigirán ustedes al norte hacia Banja Luka. De día permanecerán ustedes en los andenes. Están muy abarrotados. Al caer la noche, alguien se pondrá en contacto con ustedes.

En los abarrotados andenes de carga de Banja Luka, exactamente a las seis y cuarto de la tarde, se les acercó un hombre enfundado en un mono de trabajo.

—Lo han hecho muy bien —le dijo a Petride—. Según los horarios del director de tráfico ferroviario, no existen ustedes.

A las seis treinta y cinco se dio una señal; se cambiaron nuevamente las agujas y el tren de Salónica penetró en la vía de Zagreb.

A medianoche, en los tranquilos andenes de Zagreb, otro hombre emergiendo también de las sombras le entregó a Petride un alargado sobre de papel grueso.

—Éstos son los documentos firmados por el ministro di Viaggio del Duce. En ellos se afirma que sus vagones de mercancías forman parte de la Ferrovia de Venecia. Es el orgullo de Mussolini; nadie la detiene para nada. Se detendrán ustedes en el apeadero de Sezana y seguirán la Ferrovia procedente de Trieste. No tendrán dificultades con las patrullas fronterizas de Monfalcone.

Tres horas más tarde se encontraban aguardando en las vías de Sezana con la enorme locomotora detenida en mínima. Sentado en los estribos, Petride observó a Annaxas que estaba manipulando válvulas y palancas.

—Eres extraordinario —dijo con toda sinceridad.

—Es una pequeña habilidad —repuso Annaxas—. No hace falta aprenderla en la escuela, basta con repetirlo una y otra vez.

—Pues, yo creo que es una habilidad extraordinaria. Jamás sería capaz de hacerlo.

Su hermano le miró. El resplandor de los carbones encendidos le iluminaba el ancho rostro de ojos separados y expresión firme, fuerte y amable. Era un toro de hombre, aquel hermano suyo. Un hombre honrado.

—Tú serías capaz de hacer cualquier cosa —dijo Annaxas tímidamente—. En tu cabeza caben pensamientos y palabras que están muy por encima de las mías.

—Eso son tonterías —dijo Petride echándose a reír—. En otros tiempos tú me dabas una palmada en la espalda y me decías que hiciera mis deberes con más aplicación.

—Eras joven. De eso hace ya muchos años. Tú te dedicabas a tus libros, vaya si lo hacías. Eras mejor que los talleres del ferrocarril. Conseguiste librarte de eso.

—Sólo gracias a ti, hermano mío.

—Descansa, Petride. Ambos tenemos que descansar.

Ya no tenían nada en común y la causa de que no tuvieran nada se debía a la bondad y generosidad de Annaxas. El hermano mayor había facilitado al menor los medios de escapar, de ser superior a él que era quien le había proporcionado los medios… hasta que ya no hubo nada en común entre ellos. Lo que hacía que la realidad resultara insoportable era el hecho de que Annaxas el Fuerte comprendiera el abismo que ahora les separaba. En Bitola y en Banja Luka también había insistido en que descansaran y no hablaran. Tendrían muy pocas ocasiones de dormir una vez cruzaran la frontera en Monfalcone. En Italia no podrían dormir en absoluto.

El Señor Dios sometía a prueba.

En medio del silencio que reinaba entre ambos, en la cabina abierta, bajo el cielo negro y sobre el oscuro pavimento de abajo, mientras el fuego de la locomotora se esforzaba incesantemente, Petride experimentó una extraña suspensión del pensamiento y los sentimientos. Libre de pensamientos y sentimientos como si estuviera examinando las experiencias de otra persona desde alguna aislada posición elevada, mirando hacia abajo a través de un cristal. Empezó a pensar en el hombre con quien se encontraría en los Alpes italianos. El hombre que le había facilitado a la Orden de Jénope los complicados horarios de transporte a través del norte de Italia. Los círculos concéntricos que conducían al otro lado de la frontera suiza en forma imposible de rastrear.

Se llamaba Savarone Fontini-Cristi. Su finca era conocida con el nombre de Campo di Fiori. Los superiores de Jénope habían dicho que los Fontini-Cristi eran la más poderosa familia de Italia al norte de Venecia. Y muy posiblemente la más rica al norte de Roma. Las veintisiete hojas de papel separadas que llevaba en la bolsa de cuero ajustada a su pecho denotaban, sin duda, poder y riqueza. ¿Quién hubiera podido facilitarlas si no un hombre extraordinariamente influyente? ¿Cómo habían llegado los superiores hasta él? ¿Por qué medio? ¿Y por qué un hombre apellidado Fontini-Cristi, cuyos orígenes debían ser de la iglesia romana, había accedido a prestar semejante ayuda a la Orden de Jénope?

Las respuestas a tales preguntas rebasaban sus posibilidades, a pesar de lo cual las preguntas seguían quemándole. Sabía lo que se ocultaba en el interior del cofre de hierro del tercer vagón de mercancías. Se trataba de mucho más de lo que sus hermanos sacerdotes suponían.

Mucho más.

Los superiores se lo habían dicho para que lo comprendiera. El más santo de los apremiantes motivos sería el que le permitiría mirar a los ojos de Dios sin dudas ni vacilaciones. Y necesitaba aquella seguridad.

Inconscientemente, se introdujo la mano bajo la áspera camisa y palpó la bolsa. Se le había formado una erupción alrededor de las correas; se notaba la hinchazón en la rozada superficie de su piel. Pronto se le infectaría. Pero no antes de que los veintisiete papeles hubieran cumplido su misión. Entonces ya no tendría importancia.

Súbitamente, a cosa de unos ochocientos metros en la vía norte, pudo verse salir de Trieste la Ferrovia de Venecia. El contacto de Sezana salió corriendo de la torre de control y les ordenó que la siguieran inmediatamente.

Annaxas avivó el fuego y puso en marcha a la mayor rapidez posible la locomotora, que había estado funcionando en mínima, y avanzó hacia el norte tras la Ferrovia en dirección a Monfalcone.

Los guardias fronterizos tomaron el sobre de papel grueso y lo entregaron a su superior. El oficial gritó con toda la fuerza de sus pulmones que el silencioso Annaxas reanudara inmediatamente el camino. ¡Prosiga! ¡Los vagones de mercancías formaban parte de la Ferrovia! ¡El maquinista no tenía que demorarse!

La locura empezó en Legnano cuando Petride le entregó al director de tráfico ferroviario el primero de los papeles de Fontini-Cristi. El hombre palideció y se convirtió en el más amable de los funcionarios públicos. El joven sacerdote pudo ver que el director de tráfico le estaba escudriñando los ojos en un intento de averiguar el grado de autoridad que Petride representaba.

La estrategia que había maquinado Fontini-Cristi era brillante. Su fuerza residía en su simplicidad, su poder sobre los hombres se basaba en el temor… en la amenaza de una inmediata represalia por parte del Estado.

El tren de mercancías griego no era en absoluto un tren de mercancías griego. Era uno de los trenes de investigación altamente secretos, enviados por el Ministerio de Transportes de Roma, es decir, por el organismo de inspección general del sistema ferroviario italiano. Dichos trenes recorrían las vías de todo el país, ocupados por funcionarios encargados de examinar y evaluar todas las operaciones ferroviarias redactando posteriormente unos informes que, según algunos, eran leídos por el propio Mussolini.

El mundo se burlaba de los ferrocarriles del Duce pero, detrás del humor, había respeto. El sistema ferroviario italiano era el mejor de Europa. Su excelencia se alcanzaba gracias al tradicional método del estado fascista: secretas valoraciones de eficiencia elaboradas por investigadores desconocidos. La vitalidad —o ausencia de ella— de un hombre dependía de las opiniones de los esaminatori. Las retenciones, los ascensos y los despidos eran a menudo el resultado de unos breves momentos de observación. Era lógico que, cuando un esaminatore se identificaba, se le prestara una absoluta colaboración y se le tuviera la máxima confianza.

El tren de mercancías de Salónica era ahora un tren italiano en cuyas placas se indicaba el destino de Roma. Sus movimientos estaban únicamente sujetos a las autorizaciones contenidas en los documentos facilitados por los directores de tráfico ferroviario y las órdenes que figuraban en dichas autorizaciones eran lo suficientemente grotescas como para haber surgido de las complejas maquinaciones del mismísimo duce.

Se inició el tortuoso viaje. Fueron pasando ciudades y aldeas —San Giorgio, Latisana, Motta di Levenza— mientras el tren de mercancías de Salónica avanzaba tras los furgones y trenes de pasajeros italianos. Treviso, Montebelluna, Valdagno, al oeste hacia Malcesine junto al lago de Garda; cruzando la vasta extensión de agua sobre el lento transbordador e inmediatamente hacia el norte en dirección a Breno y Passo della Presolana.

No se observaba más que una atemorizada colaboración. En todas partes.

Al llegar a Como, terminaron los rodeos y se inició el recorrido directo. Avanzaron rápidamente hacia el norte y después giraron al sur en dirección a Lugano bordeando la frontera suiza al sur y nuevamente al oeste hacia Santa Maria Maggiore, penetrando en Suiza por Saas Fee, donde el tren de mercancías de Salónica recuperó su identidad a excepción de una leve alteración.

Ésta consistió en la autorización de veinte segundos que Petride guardaba en su bolsa. Fontini-Cristi había facilitado una vez más la sencilla explicación: la Comisión de Ayuda Internacional Suiza con sede en Ginebra había concedido a la Iglesia Oriental el permiso de cruzar la frontera con el fin de facilitar suministros a los refugiados que se encontraban en las inmediaciones del Val de Gressoney. Lo cual significaba que las fronteras quedarían muy pronto cerradas para tales trenes de suministros. La guerra estaba adquiriendo un terrible impulso. Pronto no habría ningún tren procedente de los Balcanes o de Grecia.

Desde Saas Fee el tren de mercancías se dirigió al sur hacia Zermatt. Era de noche; aguardaría a que finalizaran todas las operaciones en los andenes de descarga de mercancías. Entonces se les acercaría un hombre y les confirmaría que se había efectuado otro cambio de agujas. Tras lo cual realizarían una incursión al sur en dirección a los Alpes italianos de Champoluc.

A las nueve menos diez apareció un ferroviario en la distancia surgido como de las sombras y cruzando la sección de mercancías de la estación de Zermatt. Los últimos metros los recorrió a toda prisa al tiempo que gritaba:

—¡Dense prisa! La vía está libre hacia Champoluc. ¡No hay tiempo que perder! Las agujas están conectadas con una línea principal, podrían verlas. ¡Lárguense de aquí!

Una vez más Annaxas se encargó de reducir la enorme presión del fuego del fuselaje de hierro y de nuevo el tren se perdió en la oscuridad.

La señal la recibirían en las montañas en proximidad de un elevado puerto alpino. Nadie sabía exactamente dónde.

Sólo Savarone Fontini-Cristi.

Estaba cayendo una ligera nevada que añadía una fina capa al terreno alabastrino iluminado por la luna. Atravesaron túneles excavados en la roca, dirigiéndose al oeste y rodeando las montañas con amenazadores y profundos precipicios a su derecha. Hacía mucho más frío. Petride no se lo había imaginado; no había pensado en la temperatura. La nieve y el hielo; había hielo en las vías.

Cada kilómetro que recorrían equivalía a diez, cada minuto que pasaba hubiera podido ser una hora. El joven sacerdote miró a través del parabrisas y vio cómo el haz de luz del faro del tren reflejaba la nieve que caía. Se asomó al exterior y sólo pudo ver unos árboles gigantescos elevándose en la oscuridad.

¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba el padrone italiano, Fontini-Cristi? Tal vez hubiera cambiado de idea. ¡Dios misericordioso, no era posible! No podía pensar siquiera en tales cosas. Lo que transportaban en aquella sagrada urna sembraría el caos en el mundo. El italiano lo sabía; el patriarcado confiaba ciegamente en el padrone…

A Petride le dolía la cabeza y le martilleaban las sienes. Se acomodó en los peldaños del ténder, tenía que controlarse. Se miró el reloj. ¡Dios misericordioso! ¡Habían recorrido una distancia excesiva! ¡Dentro de media hora abandonarían las montañas!

—¡Allí está la señal! —le gritó Annaxas.

Petride se puso en pie de un salto, se inclinó hacia un lado con el corazón latiéndole con fuerza, asiendo con las temblorosas manos la escala del techo. A cosa de unos cuatrocientos metros, alguien estaba moviendo una linterna hacia arriba y hacia abajo y la luz parpadeaba entre la nieve que estaba cayendo.

Annaxas detuvo la locomotora. La máquina rugió como el horno gigantesco que era. En la nevada distancia iluminada por la luna y ayudado por el haz de luz del único faro frontal de la locomotora, Petride vio a un hombre de pie junto a un vehículo de extraña forma en un pequeño claro al borde de las vías. El hombre iba enfundado en ropa de abrigo con cuello y gorro de piel. El vehículo era un camión y no era un camión. Las ruedas traseras eran mucho mayores que las frontales, como si pertenecieran a un tractor. Sin embargo, la cubierta de más allá del parabrisas no era la de un camión ni la de un tractor, pensó el monje. Parecía otra cosa.

¿Qué era aquello?

Entonces lo comprendió y no pudo evitar esbozar una sonrisa. Había visto cientos de vehículos como aquél en el transcurso de los últimos cuatro días. Frente a la extraña cubierta del vehículo podía verse una plataforma de carga verticalmente controlada.

Fontini-Cristi era un hombre tan ingenioso como los monjes de la Orden de Jénope. La bolsa que llevaba ajustada al pecho con correas ya se lo había indicado así a Petride.

—¿Es usted el monje de Jénope?

La voz de Fontini-Cristi era profunda, aristocrática y muy acostumbrada a mandar. Era un hombre alto y delgado bajo las gruesas prendas alpinas de abrigo con unos grandes y profundos ojos hundidos en las aquilinas facciones de su rostro. Y era mucho mayor de lo que Petride había supuesto.

—Lo soy, signore —repuso Petride descendiendo y pisando la nieve.

—Es usted muy joven. Los santos varones le han encomendado a usted una terrible responsabilidad.

—Hablo el idioma. Sé que lo que hago está bien.

—No me cabe la menor duda —dijo el padrone mirándole fijamente—. ¿Qué otra cosa le queda a usted?

—¿Acaso no lo cree?

—Yo sólo creo en una cosa, mi joven padre —replicó el padrone—. Sólo hay una guerra que debe combatirse. No puede haber divisiones entre aquellos que luchan contra los fascistas. Éste es el alcance de lo que yo creo. —Fontini-Cristi miró bruscamente hacia el tren—. Venga. No hay tiempo que perder. Debemos regresar antes de que amanezca. Hay ropa para usted en el tractor. Vaya por ella. Yo daré instrucciones al maquinista.

—No habla italiano.

—Yo hablo griego. ¡Dese prisa!

El tren de mercancías se encontraba detenido paralelo al tractor. Se colocaron alrededor del sagrado cofre unas cadenas movidas lateralmente, se tiró del pesado receptáculo de hierro protegido por listones de madera y éste se pasó a la plataforma rechinando bajo la tensión. Lo aseguraron con unas tensas correas por encima y con unas cadenas por delante.

Savarone Fontini-Cristi comprobó que todo estuviera a punto y se mostró satisfecho. Retrocedió un paso iluminando con la luz de su linterna los símbolos monásticos estarcidos en la caja de embalaje.

—Al cabo de mil quinientos años sale de la tierra. Para regresar de nuevo a la tierra —dijo Fontini-Cristi serenamente—. Tierra, fuego y mar. Hubiera debido elegir estos dos últimos elementos, mi joven sacerdote. El fuego o el mar.

—No es la voluntad de Dios.

—Me alegro de que sea usted tan directo. Ustedes los santos varones jamás dejan de asombrarme con su sentido del absoluto. —Fontini-Cristi se dirigió a Annaxas hablándole en perfecto griego—. Adelántese un poco para que pueda borrar las huellas. Hay un pequeño camino al otro lado del bosque. Regresaremos antes de que amanezca.

Annaxas asintió. Se sentía incómodo en presencia de un hombre como Fontini-Cristi.

—Sí, Excelencia.

—No soy tal cosa. Y usted es un estupendo maquinista.

—Gracias —dijo Annaxas turbado dirigiéndose hacia la locomotora.

—¿Este hombre es su hermano? —le preguntó Fontini-Cristi suavemente a Petride.

—Sí.

—¿No lo sabe?

El joven sacerdote sacudió la cabeza.

—En tal caso necesitará usted a su Dios. —El italiano giró rápidamente sobre sus talones y se dirigió hacia el asiento del volante del tractor cerrado—. Venga, padre. Tenemos trabajo que hacer. Esta máquina fue construida para los aludes. Trasladará nuestro cargamento hasta donde no podría trasladarlo ningún ser humano.

Petride subió al asiento. Fontini-Cristi puso en marcha el poderoso motor y efectuó expertamente los cambios de marcha. Bajó la plataforma que había frente a la cubierta para permitir la visibilidad y el vehículo empezó a avanzar vibrando por los senderos del bosque alpino.

El monje de Jénope se reclinó en su asiento y cerró los ojos disponiéndose a rezar. Fontini-Cristi maniobró la poderosa máquina a través de los empinados bosques en dirección hacia los más elevados caminos de las montañas de Champoluc.

—Tengo dos hijos mayores que usted —dijo Fontini-Cristi al cabo de un rato. Después añadió—: Le estoy conduciendo a usted al sepulcro de un judío. Me parece lo más adecuado.

Regresaron al claro alpino cuando el negro cielo estaba empezando a adquirir un matiz grisáceo. Fontini-Cristi contempló al joven Petride mientras éste descendía del extraño vehículo.

—Ya sabe usted dónde vivo. Mi casa es su casa.

—Todos residimos en la casa del Señor, signore.

—Que así sea. Adiós, mi joven amigo.

—Adiós. Que el Señor le acompañe.

—Él lo quiera.

El italiano puso en marcha el vehículo y se alejó rápidamente por el camino apenas visible del otro lado de la vía. Petride lo comprendió. Fontini-Cristi no podía perder ahora ni un minuto. Cada hora que permaneciera lejos de su finca contribuiría a dificultar las preguntas que tal vez pudieran hacerle. En Italia había muchos que consideraban a los Fontini-Cristi enemigos del Estado.

Eran vigilados. Todos ellos.

El joven sacerdote corrió a través de la nieve hacia la locomotora. Y hacia su hermano.

El alba iluminó las aguas del lago Maggiore. Se encontraban en el transbordador de Stresa; la autorización número veintiséis que Petride llevaba en la bolsa era su pasaporte. Petride se preguntó qué les aguardaría en Milán si bien comprendía que ahora ya daba lo mismo.

Ahora todo daba lo mismo. El viaje estaba tocando a su fin.

El santo objeto se encontraba en su lugar de descanso. Pasarían muchos años antes de que se desenterrara. Tal vez permaneciera enterrado un milenio. No había manera de poder saberlo.

Avanzaron velozmente en dirección sudeste por la vía principal atravesando Varese para llegar a Castiglione. No esperaron a que cayera la noche… ya nada importaba ahora. En las afueras de Varese, Petride vio un letrero bajo la clara luz del sol italiano.

CAMPO DI FIORI 20 KIL.

Dios había elegido a un hombre de Campo di Fiori. El sagrado secreto pertenecía ahora a los Fontini-Cristi.

La campiña seguía pasando ante sus ojos; la atmósfera resultaba clara, fría y estimulante. Apareció ante la vista la silueta de Milán. La neblina del humo de las fábricas se introducía en el cielo de Dios y permanecía en suspenso como una grisácea lona extendida por encima del horizonte. El tren de mercancías aminoró la marcha y avanzó por la vía del apeadero. Se detuvieron hasta que un indiferente spedizioniere enfundado en el uniforme de los ferrocarriles estatales les indicó una curva de la vía en la que un disco verde se encendió frente a otro rojo. Era la señal de paso hacia la zona de carga de la estación de Milán.

—¡Ya hemos llegado! —gritó Annaxas—. ¡Un día de descanso y después a casa! ¡Debo decir que sois verdaderamente extraordinarios!

—Sí —dijo Petride simplemente—. Somos extraordinarios.

El sacerdote miró a su hermano. Los rumores de la zona de carga le sonaban a Annaxas a música celestial. El maquinista empezó a entonar una canción griega moviendo rítmicamente el tronco al compás de la briosa melodía.

Era curiosa la canción de Annaxas. No era una canción de ferroviarios sino una canción del mar. Era una de las canciones preferidas de los pescadores de Thermaikós. Semejante canción en semejante momento resultaba muy adecuada.

El mar era la fuente de vida de Dios. Del mar creó Dios la tierra.

Creo en un solo Dios… creador de todas las cosas…

El sacerdote de Jénope se sacó la voluminosa pistola italiana del interior de la camisa. Se adelantó dos pasos hacia su querido hermano y levantó el cañón del arma a pocos centímetros de la base del cráneo de Annaxas.

…de todas las cosas visibles e invisibles… y en un solo Señor Jesucristo… Unigénito del Padre…

Apretó el gatillo.

La explosión llenó la cabina. Sangre, carne y cosas terribles volaron por el aire pegándose al vidrio y al metal.

…de la misma naturaleza que el Padre… Dios de Dios… luz de luz… Dios verdadero de Dios verdadero…

El monje de Jénope cerró los ojos y gritó en tono exaltado mientras se acercaba el arma a la sien:

…¡Engendrado, no creado! ¡Contemplaré los ojos del Señor y no vacilaré!

Disparó.