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Con la confesión de Allan Ward no hubo necesidad de sacar a la luz el kilo de heroína que Claverhouse —gracias a una llamada anónima— encontró en el piso de McCullough. Pero eso no lo supo Rebus. El hecho fue que, como la heroína pertenecía al cargamento robado, Claverhouse salvaría parte de su carrera en Estupefacientes, sin embargo el descenso no lo salvaba nadie. Rebus sentía una enorme curiosidad por ver cómo le sentaría a Claverhouse estar a las órdenes de Ormiston, que tanto tiempo había sido su subordinado.

Rebus requirió una transfusión de sangre y siete puntos de sutura. Mientras recibía la sangre del donante anónimo, se sintió obligado a corresponder de algún modo por aquella especie de resurrección. ¿De quién sería el plasma? ¿De adúlteros, de fracasados, cristianos, racistas…? Lo que contaba era la acción en sí, no el que la hacía. A los pocos días ya estaba completamente restablecido. En Edimburgo continuaba lloviendo y, durante el camino al cementerio, el taxista comentó que parecía que nunca iba a parar.

—Yo, a veces, lo desearía —añadió el hombre—. Así todo huele después a limpio, ¿no cree?

Rebus dijo que era cierto y le pidió que dejara el contador en marcha pues tardaría sólo cinco minutos. Las lápidas más recientes quedaban cerca de la entrada y ya no era Dickie Diamond el último huésped. A Rebus no le sentó mal haberse perdido el entierro. No tenía flores para Diamond, alias Diamond Dog, a pesar de que llevaba un ramillete. No creía que a Dickie le importase.

Más al fondo estaban las tumbas antiguas, bien cuidadas algunas y otras olvidadas. El esposo de Louise Hodd seguía vivo, pero ya no era ministro de la Iglesia de Escocia, porque después de la violación y el suicidio de su esposa había quedado destrozado y le costó mucho recuperarse; en la tumba de la mujer sí había flores recientes. Rebus depositó el ramillete sobre la lápida y se arrodilló unos minutos. Era lo más parecido a rezar de que era capaz ahora. Se sabía de memoria la inscripción de la tumba de aquella mujer, la fecha de nacimiento, la de la muerte y que su apellido de soltera era Fielding. Seis años hacía ya de aquel suicidio. Seis años desde que Rico Lomax había muerto en desagravio. También el violador, Michael Veitch, había perecido apuñalado en la cárcel por mano de otro que no sabía nada de aquel delito en concreto. No había sido nada planeado, pero había ocurrido.

Todo era un desastre. Sentía la tirantez de las suturas, que le recordaban que seguía con vida. Simplemente porque Allan Ward había cambiado de idea en el último momento. Se puso en pie y se sacudió la tierra de los pantalones y de las manos.

A veces basta con que ocurra algo semejante para que se produzca una especie de resurrección. Tal vez Allan Ward, con tanta cárcel por delante para reflexionar, llegase a la misma conclusión.