32

Rebus pasó la mañana en Saint Leonard en un ambiente de calma chicha. Siobhan propuso hablar cuanto antes con Gill Templer para convencerla de que al menos a Malcolm Neilson le concedieran la libertad bajo fianza.

—Esperemos un poco —dijo Rebus.

—¿Por qué?

—Quiero ver cómo reacciona Allan Ward.

La respuesta llegó a mediodía, cuando, a punto de salir a almorzar, sonó su móvil. Era Allan Ward.

—Hola, Allan —dijo Rebus—. ¿Pudiste hablar con tus compañeros?

—He estado muy ocupado leyendo.

Por el intenso ruido de fondo imaginó que Ward le hablaba desde su coche.

—¿Y qué?

—Bueno, a ellos no creo que tenga que decirles nada. Es contigo con quien quiero hablar.

—¿Oficialmente?

—Lo que tú digas.

—¿Quieres que sea aquí?

—¿Dónde estás?

—En Saint Leonard.

—No, ahí no. ¿Nos vemos en otro sitio? Quiero tenerlo todo claro primero. ¿Te parece bien en tu piso? Estoy en la zona oeste de Edimburgo.

—Tendré cervezas en la nevera.

—Mejor que sean refrescos. Tengo muchas cosas que explicar y quisiera conservar la cabeza clara.

—Pues beberemos agua mineral —añadió Rebus cortando la comunicación.

No vio a Siobhan. Quizás había salido ya a almorzar o estaría charlando en los lavabos con las de uniforme; tampoco había rastro de Derek Linford. Se decía que, al estar ya cerrado el caso, había vuelto a toda prisa a jefatura para seguir de cerca el futuro de su antiguo mentor. Davie Hynds se acercó furtivamente a Rebus para quejarse de que tenía la impresión de que Siobhan le marginaba.

—Acostúmbrate a ello porque es su estilo de policía —aconsejó Rebus tajante.

—Empiezo a ver de dónde le viene —musitó Hynds.

Rebus se detuvo en una tienda y compró seis latas de IrnBru, cuatro de Fanta y un panecillo de atún con mayonesa para él. Dio dos bocados mientras conducía pero comprobó que no tenía hambre. Pensó en Siobhan. Ella le recordaba cada vez más a sí mismo. No sabía si era algo bueno necesariamente pero, en cualquier caso, le complacía.

Vio un hueco junto a la acera delante de su casa: la suerte iba a sonreírle el resto del día. Había un cono rojo en la calzada, lo que significaba que iban a tender cables o algo por el estilo. El ayuntamiento no paraba de abrir zanjas en Marchmont. Estaba cerrando la puerta cuando oyó pasos a su espalda.

—Qué poco has tardado en llegar —le comentó Allan Ward.

—Tú también…

Con la cabeza vuelta a medias vio que Ward no estaba solo.

Cuando quiso darse cuenta volvieron a abrirse rápidamente las puertas del Saab y le empujaron adentro al asiento de atrás arrimándole con tanta fuerza un cuchillo al costado que no dudó que Francis Gray fuera a clavárselo si era preciso.

Comprendió lo del cono: lo habían puesto ellos para guardarle el sitio de aparcamiento hasta que llegara.

Las cosas iban de mal en peor.

McCullough manejó el volante con energía para salir del hueco en marcha atrás. En el asiento del pasajero iba Allan Ward, y en el de atrás él con Francis Gray, que continuaba clavándole el cuchillo de caza de mango largo negro y de reluciente filo dentado.

—¿Es un regalo de Navidad, Francis? —preguntó Rebus.

—Podría matarte ahora mismo y dejarías de fastidiarnos —espetó Gray enseñando los dientes.

Rebus sintió en la piel el pinchazo de la punta del cuchillo; se llevó la mano al costado y notó la humedad de la sangre. Era evidente que la tensión y la adrenalina estaban haciendo su efecto porque, de otro modo, habría sentido más dolor.

—¿Qué, Allan, habéis hecho las paces? —exclamó, sin obtener respuesta de Ward—. ¿No comprendes que esto es una locura?

—Ya da igual, John —dijo McCullough en voz baja—. ¿Es que no te das cuenta?

—Sí, ya me lo ha «insinuado». Francis —dijo Rebus mirando los ojos risueños de McCullough en el retrovisor—. ¿Adónde vamos?

—Si estuviéramos en Glasgow —dijo Gray— iríamos a dar lo que se llama «un paseíto por los Campsies».

Rebus comprendió que se refería a Campsie Fells, la sierra de las afueras de la ciudad.

—Estoy seguro de que encontraremos algo muy semejante cerca de Edimburgo —añadió McCullough—. Un sitio en que una tumba poco profunda no llame la atención.

—Antes tenéis que llevarme hasta el sitio —dijo Rebus, que advirtió que iban en dirección sur camino de los montes Pentland.

—A mí me importa bien poco llevarte vivo o muerto —espetó Gray entre dientes.

—¿A ti también, Allan? —preguntó Rebus—. Será el primer asesinato en que te veas envuelto. Supongo que alguna vez tendrían que arrastrarte.

Gray mantenía apretado el cuchillo a la altura del estómago para que no se viera desde los coches con que se cruzaban. Rebus no veía posibilidad alguna de escapar del Saab sin que Gray le hiriera gravemente, veía la locura en el brillo de sus ojos. Tal vez era lo que McCullough había querido decir: ya daba igual; no era la primera vez que delinquían. Con su desaparición sospecharían de ellos pero no habría pruebas concretas. Hacía años que Strathern y los otros jefes de demarcación abrigaban sospechas pero no habían hecho nada. Era muy posible que el trío pensara que podían deshacerse de él con total impunidad. Y a lo mejor tenían razón.

—He echado un vistazo a las notas que le enviaste a Allan —dijo McCullough como si le hubiera leído el pensamiento— y no creo que nos comprometan mucho.

—En ese caso, ¿a qué arriesgaros matándome?

—Por pura diversión —contestó Gray.

—Para ti, quizá —replicó Rebus—, pero yo no veo qué es lo que sacan en limpio Jazz y Allan, salvo que es un acto que os vincula estrechamente a los tres para que ninguno pueda delatar a nadie.

Miraba a la nuca de Allan Ward como instándole a que volviera la cabeza para mirarle, que es lo que hizo Ward finalmente, pero para hablar con Gray.

—Francis, hazme un favor. Mátale ya para que no píe más.

Gray contuvo la risa.

—Ya ves lo que son los amigos, Rebus… Por cierto, quizá la próxima sea tu colega, la Clarke. En resumen, lo mismo da tres asesinatos que cuatro.

—Sé quién tiene la droga del almacén —dijo Rebus, sujetándose el costado que cada vez le dolía más—. Podríamos quitársela.

—¿Quién? —preguntó McCullough.

—Big Ger Cafferty.

—A mí me gusta más hacer esto —replicó Gray con un bufido.

Rebus le miró.

—Con esto sólo echarás unos cadáveres más sobre tu conciencia.

—Lo has adivinado —replicó Gray sonriente.

Dejaron atrás Marchmont y Mayfield. En pocos minutos llegarían a los Pentland.

—Creo recordar que hay un pub con aparcamiento y campo de golf en la parte de atrás —dijo McCullough. Rebus miró por la ventanilla. Hacía una hora que llovía y en aquel momento comenzó a arreciar—. Seguramente no habrá gente en esta época del año. Es un lugar frecuentado por excursionistas y no resultará extraño ver a cuatro hombres pasear.

—¿Con traje y lloviendo?

McCullough le miró por el retrovisor.

—Si hay testigos iremos a otro sitio. —Hizo una pausa—. Pero gracias por la observación.

Gray contuvo teatralmente la risa sacudiendo los hombros. A Rebus se le agotaban las tretas y le costaba trabajo pensar, el costado le dolía demasiado; empezaba a notar la humedad de la sangre en la palma de la mano a pesar del pañuelo doblado que se había puesto como compresa.

—Tendrás una buena muerte lenta —añadió Gray.

Rebus reclinó la cabeza hacia atrás. Aquello era absurdo. En cualquier momento perdería el conocimiento. Notaba el sudor en la nuca pero tenía los brazos helados y, además, le dolían las piernas. La parte trasera del Saab era muy estrecha.

—¿No puedes correr hacia delante tu asiento? —preguntó a Ward.

—Vete a la mierda —respondió este sin volverse.

—Es su última voluntad —comentó Gray.

Al cabo de un minuto o dos Ward accionó la palanca y Rebus pudo estirar las piernas unos centímetros antes de perder el conocimiento.

—Aquí es —dijo McCullough poniendo el intermitente y dando un golpe de volante para entrar en un aparcamiento de grava.

Rebus conocía el pub; había estado allí con Jean. Estaba lleno los fines de semana, pero en una tarde entre semana, lluviosa como aquella, no había un solo coche.

—Creíamos que te habías muerto —dijo Gray de pronto acercando su cara a la de Rebus.

McCullough llevó el coche hasta el fondo del aparcamiento junto a una cuesta con hierba. Una senda ascendía hasta el campo de golf y continuaba montaña arriba. Era la que habían seguido Jean y él cargados con el almuerzo hasta que, al hacerse muy empinada, se habían vuelto atrás.

Sólo cuando Ward se disponía a bajar del coche advirtió Rebus que sacaba algo. Era una pequeña pala plegable, un modelo que él había visto en tiendas de artículos de acampada, quizás el mismo tipo de comercio en que Gray había comprado el cuchillo de monte.

—Va a costaros un poco hacer un hoyo en el que yo quepa bien —dijo Rebus sin dirigirse a ninguno de ellos en concreto.

Al darse una palmada en la barriga notó que tenía la camisa pegajosa de sangre. Gray se quitó la chaqueta para echársela a él por encima.

—No queremos que nadie te vea en ese estado —dijo.

Poco faltó para que Rebus expresara su acuerdo.

Bajaron del coche y le agarraron de los brazos para ayudarle a caminar cuesta arriba. A cada paso que daba, el dolor laceraba su costado.

—¿Falta mucho? —preguntó Ward.

—Habrá que salirse del sendero —dijo McCullough mirando alrededor para asegurarse de que nadie los observaba.

Pese a su visión nublada, Rebus advirtió que estaban más solos que la una.

—Anda, bebe.

Le acercaron una petaca a los labios. Era whisky. Dio un trago, pero McCullough le obligó a seguir bebiendo.

—Vamos, John, apúrala. Te aliviará.

«Sí —pensó él—, y hará que pase mejor el último trance». Bebió cuanto pudo hasta que tosió y expulsó el líquido por la nariz manchándose la camisa; se le saltaron las lágrimas y la vista se le enturbió aún más. Tuvieron que sujetarle, llevarle casi a rastras; perdió un zapato, Ward se detuvo a recogerlo y lo llevó en la mano.

«Se quita el zapato, se pone el zapato, se calza él solito mi niño bonito».

¿Sería posible que recordara en aquel momento a su madre cantándole aquella nana? La lluvia le empapaba el pelo, le azotaba en los ojos, y entraba por la pechera de la camisa. Cientos…, miles de canciones sobre la lluvia, y no recordaba más que aquella.

—¿Por qué estabas tú en Tulliallan, John? —preguntó McCullough.

—Tiré una taza de té…

—No, eso es lo que decías. Alguien te envió allí a espiarnos, ¿verdad?

—¿Por eso entrasteis en mi piso? —replicó Rebus respirando hondo con gran dolor—. ¿A que no encontrasteis nada?

—Comparado con nosotros, tú eras un santo, John. ¿Quién te encargó esto?

Rebus negó con la cabeza despacio.

—Muy bien, si prefieres llevártelo a la tumba… Pero recuerda que no fue casualidad que nos pusieran a trabajar juntos en el caso Lomax. Así que no creas que les debes nada.

—Lo sé —dijo Rebus, que ya había pensado que debía de haber algo en los archivos relativo a su implicación en el homicidio de Rico Lomax y la desaparición de Dickie Diamond.

Lo había comentado Gray: Tennant siempre utilizaba el mismo caso, un asesinato ocurrido en Rosyth y resuelto hacía años. Tenía que existir un motivo para que hubieran elegido el caso Lomax, y el motivo era él, Rebus. Los jefazos no tenían nada que perder, en definitiva, y así mataban dos pájaros de un tiro: Rebus resolvía sus sospechas y el grupo salvaje les solventaba el caso Rebus.

—¿Falta mucho aún? —se quejó Ward.

—Aquí ya está bien —dijo McCullough.

—Allan —farfulló Rebus—, de verdad que lo siento por ti.

—No lo sientas —le replicó Ward, que había sacado la pala de la funda de plástico y estaba montándola apretando las tuercas de las conexiones del tubo—. ¿Quién empieza? —añadió.

—Ojalá te hubieras quedado al margen, Allan —insistió Rebus.

—Mira que eres un puto gandul a veces, Allan —gruñó Gray.

—No; soy un puto gandul «siempre» —replicó Ward sonriente tendiéndole la pala a Gray, quien se la arrebató de mala manera—. Dame el cuchillo.

Gray se lo dio y Rebus advirtió que estaba limpio. Lo habría limpiado Gray en su camisa o la lluvia habría lavado la sangre. Gray clavó la pala en la tierra y la empujó con el pie.

Cuando Rebus quiso darse cuenta vio que Gray tenía el cuchillo clavado en el cuello y que, con un gemido agudo, se llevaba la mano hacia atrás por encima de las cervicales tratando de asirlo sin apenas llegar a rozar el mango antes de caer de rodillas.

Ward cogió la pala y comenzó a golpear a McCullough.

—Así que esto era mi desvirgue, ¿eh, Jazz? —gritó—. ¡Tramposo, hijo de puta!

Rebus se sostenía en pie a duras penas, mirando la escena como si sucediera a cámara lenta y entre neblina. Ahora comprendía que Allan Ward hubiese estado reconcomiéndose y dándole vueltas a la cabeza al asunto en las últimas horas. Los golpes con la pala eran otros tantos cortes en el cuello ya ensangrentado de McCullough, que retrocedía tambaleante, cayendo y levantándose. Gray se había desplomado y, tumbado de lado, era presa de convulsiones como una avispa rociada con insecticida.

—Por Dios, Allan —balbució McCullough medio atragantado por la sangre.

—Siempre estabais los dos en mi contra —farfulló Ward con voz entrecortada y con espumarajos en la comisura de los labios—. Siempre en contra.

—No te dijimos nada por no implicarte.

—¡Y una mierda! —replicó Ward alzando una vez más la pala para descargarla sobre McCullough.

Rebus, que había logrado acercarse, le agarró del brazo.

—Basta, Allan. No hay necesidad…

Ward se detuvo, parpadeó y dejó caer los hombros.

—Llama por teléfono —dijo.

Rebus, que ya tenía el móvil en la mano, asintió con la cabeza.

—¿Cuándo lo decidiste? —preguntó mientras marcaba las cifras.

—Decidí, ¿qué?

—Perdonarme la vida.

—Hace cinco o diez minutos —contestó Ward mirándole.

—Gracias —dijo Rebus acercándose el teléfono al oído.

Allan Ward se dejó caer en la hierba mojada y a Rebus le dieron ganas de hacer lo mismo; estirarse allí a dormir. «Dentro de un minuto, dentro de un minuto», se dijo.