El martes por la mañana, Morris Gerald Cafferty desayunaba tranquilamente en la cocina obsequiando a Clarete con trocitos de reluciente salchicha mientras Rebus, sentado frente a él, tenía entre las manos su segundo vaso de zumo de naranja. Había dormido cuatro horas en el sofá de Siobhan y luego salió del piso de puntillas para no despertarla. A las siete menos cuarto estaba en Tulliallan y, una hora más tarde, soportaba el olor de la fritanga de Cafferty cocinada por una hacendosa mujer de mediana edad que, al ver que Rebus rehusaba el plato, se lo hubiera retirado, de no haberle ordenado Cafferty que se retirara.
—Haga el favor de limpiar los pelos de Clarete del sofá, señora Prentice —dijo Cafferty.
La mujer asintió bruscamente con la cabeza y los dejó a solas.
—Ya no se encuentran mujeres como la señora Prentice —comentó Cafferty mordiendo media tostada—. ¿Ha traído esta vez el bañador, Hombre de Paja?
—Has sido tú quien dio el golpe en el almacén. El Comadreja te habló de esa droga, ¿verdad?
Rebus había llegado a esa conclusión. Claverhouse no había encontrado el camión por casualidad, sino que lo había interceptado por indicación de El Comadreja, quien delató a su propio hijo porque sabía que no viviría mucho si seguía traficando. Pero una vez Aly estuvo a salvo en manos de la policía, comprendió que si llegaba a oídos de Cafferty este tomaría represalias y, aunque Rebus había sugerido a El Comadreja la posibilidad de una condena breve, la única manera en definitiva de salvar a Aly era cargarse a Cafferty tendiéndole la trampa de tentarle con la droga del almacén. Pero Cafferty había planeado el golpe sin contar con El Comadreja, y lo que este le había insinuado en la entrevista en el jardín de su casa, Rebus no lo había entendido bien. El Comadreja había quedado al margen, el golpe había sido un éxito y ahora, más que a su hijo, era a él a quien querrían cargarse.
Cafferty movió la cabeza de un lado a otro.
—¿Es que usted no descansa nunca? ¿No quiere un café con ese zumo?
—Sé incluso cómo lo hiciste.
Cafferty dio otro trozo de salchicha a la perra.
—Quiero que me hagas un favor —añadió Rebus sacando el bloc; escribió una dirección y arrancó la página para tendérsela a Cafferty—. Si parte de la mercancía va a parar a esta dirección bajará un poco la presión.
—No sabía que hubiera presión —comentó Cafferty sonriente.
—¿Quieres que te diga una cosa que sé sobre Clarete?
—¿El vino o la perra?
—Supongo que los dos. Se conoce su calidad por el olfato. Cuando la otra noche vi a tu perra olisqueando el camino y el césped, lo entendí claramente —añadió Rebus mirando al animal y al amo—. Está entrenada, ¿verdad?
Cafferty amplió la sonrisa y se inclinó a dar unas palmaditas al animal.
—Esta ha hecho estudios en Aduanas. Como no quiero que mi personal tome drogas, pensé que me haría buen avío.
Rebus asintió con la cabeza recordando en el vídeo del robo la furgoneta que llegaba al almacén; se imaginó el desconcierto al ver que no podían saber en qué cajón estaba la droga, y que gracias a una rápida llamada, minutos después llegaba Clarete en otra furgoneta y cumplía su cometido.
—No os dio tiempo a robar otra furgoneta —dijo Rebus— y supongo que utilizarías una de las tuyas; por eso estaba borrada la matrícula.
Cafferty enarboló el tenedor.
—Por cierto, el sábado por la tarde me robaron una furgoneta que apareció quemada en Wester Hailes.
Se hizo un silencio hasta que Cafferty sorbió por la nariz y se acercó más la hoja del bloc leyéndola al revés con un brillo en los ojos.
—Otro favor, ¿eh, Hombre de Paja? ¿Ha hecho algún progreso en el caso Rico Lomax?
—Sí que corren las noticias.
—En esta ciudad sí.
Rebus recordó que seis años atrás Dickie Diamond le había contado que el violador de la casa del párroco se había escondido en un remolque de Rico Lomax; pero Rebus llegó al camping demasiado tarde y, en un arrebato de indignación, prendió fuego al remolque para, a continuación, dirigirse a la cárcel de Barlinnie; no a pedir un favor a Cafferty, sino simplemente a contarle la historia con el ánimo de que sus contactos hicieran lo que él no había podido hacer. Sin embargo el resultado de la intervención de los hombres de Cafferty fue una brutal paliza a Rico Lomax que acabó con su vida, lo cual no entraba en absoluto en los planes de Rebus. Todo ello, en definitiva, porque Cafferty no se había creído el planteamiento de Rebus. Cuando él volvió a la cárcel a reprocharle enfurecido el asesinato, Cafferty le escuchó tan tranquilamente riéndose con los brazos cruzados.
«Hay que saber bien lo que se quiere, Hombre de Paja», le replicó. Aquellas palabras que no habían dejado de resonar durante años en la cabeza de Rebus.
—El caso Lomax está cerrado —dijo.
Cafferty cogió el papel con la dirección, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo de su flamante camisa blanca.
—Es curioso cómo se resuelven a veces las cosas —dijo.
—¿Y El Comadreja estará riéndose de nosotros? —preguntó Rebus.
—Eso es historia —contestó Cafferty sacudiéndose las migas de las manos—. ¿Cree que su hijo habría sido capaz de organizar un transporte así? El Comadreja iba a pegármela, pero luego le entró miedo y delató a Aly. —Cafferty acabó de sacudirse las migas de la camisa y el pantalón y se limpió la boca con la servilleta; miró a Rebus y suspiró—. Ah, con usted da gusto hacer negocios, Hombre de Paja.
Rebus se levantó, temiendo por primera vez en la mañana que sus piernas no le sostuvieran. Era como si su cuerpo fuera a convertirse en polvo; notaba en la boca un sabor a ceniza.
«Hago pactos con el diablo», pensó apoyándose en el borde de la mesa. La resurrección era sólo para quien la merecía, y él sabía que no estaba entre los elegidos. Podía entrar en una iglesia y rezar cuanto quisiera o confesárselo a Strathern, pero no habría la menor diferencia. Así se hacían los trabajos: con conciencia turbia, acuerdos fraudulentos y complicidades por motivos repugnantes y con espíritu corrupto. Caminó con tal lentitud hacia la puerta que parecía que arrastrara grilletes.
—Un día de estos nos veremos ante los tribunales, Cafferty —dijo. La frase cayó en saco roto, como si Cafferty ya no le viera: tan completa era su aniquilación—. Un día de estos —repitió en un susurro con la firme esperanza de que se hiciera realidad.
Allan Ward se despertó tarde aquella mañana. Se dirigía al comedor cuando vio a Stu Sutherland, jovial como nadie ante la proximidad del final del cursillo, quien le dijo que tenía un «sobre misterioso» en la recepción. Ward pasó de largo ante el comedor y cruzó la puerta que daba paso al edificio solariego original donde una recepcionista uniformada le hizo entrega de un grueso paquete tamaño folio. Lo abrió allí mismo y de inmediato supo de qué se trataba: era un informe mecanografiado de las averiguaciones de Rebus. Por una vez, Allan Ward decidió no desayunar y fue directamente a su cuarto a leerlo.