30

Jan Meikle habitaba la mitad de la planta superior de una casa rehabilitada frente al campo de golf de Leith. A Siobhan le gustaba aquella zona. No lejos de allí había un antiguo almacén reconvertido en pisos al que ella había acudido un par de veces con la idea de comprarse uno, pero le disuadió de ello imaginar lo que supone una mudanza. Recordó a Cynthia Bessant, la mejor amiga de Edward Marber, y el almacén rehabilitado en que vivía a unos trescientos metros de donde se encontraban. ¿Sabría ella si Marber pensaba realmente trasladarse a la Toscana? Probablemente. Pero no había dicho nada, sin duda por recato a su buen nombre, ya que casi con toda seguridad él debió de haberle dicho confidencialmente que planeaba llevarse a Laura Stafford, y muy posiblemente Bessant no lo habría aprobado.

Siobhan pensó en compartir con Rebus sus deducciones pero desistió temiendo que él creyera que presumía de lista y le preguntase en qué basaba su razonamiento, obligándole a contestar que en su propia «intuición»; y seguro que provocaría una sonrisa paternalista de Rebus al pensar que él también se había fiado muchas veces de su propio instinto.

—No se ve luz —dijo Rebus, al tiempo que pulsaba el timbre.

Vieron que asomaba una cara en una ventana de arriba y Siobhan saludó con la mano.

—Está en casa —dijo.

Inmediatamente oyeron una voz a través del intercomunicador:

—¿Qué desean?

—Somos el inspector Rebus y la sargento Clarke —dijo Rebus arrimándose a la rejilla—. Se nos olvidó preguntarle una cosa.

—Diga…

—Pero antes quisiera mostrarle algo. ¿Podemos subir?

—Iba a acostarme.

—Será un momento, señora Meikle. Dos minutos.

Se hizo una pausa y desde el portero automático se escuchó la frase de «Muy bien». Sonó el zumbido de apertura y entraron en el vestíbulo hasta que Jan Meikle abrió la puerta de su vivienda y los condujo escaleras arriba. Llevaba un suéter amarillo viejo y unos leotardos grises. Con el pelo suelto parecía más joven. Se había aplicado una capa de crema de noche que daba relieve a sus mejillas y a su frente. El piso estaba atestado de objetos; era evidente que la mujer era coleccionista de cachivaches de toda clase y Rebus se la imaginó recorriendo tiendas de cosas usadas y rebuscando en mercadillos a la caza de artículos eclécticos. No se apreciaba en el cuarto un estilo concreto, sino una simple acumulación de objetos. Rebus tropezó con una peana que sostenía la talla de una enorme ave rapaz. La iluminación procedía de una serie de apliques en la pared que proyectaban sombras alargadas en direcciones dispares.

—Es como el hotel de Psicosis —musitó Rebus a Siobhan, quien tuvo que sofocar la risa en el momento en que la mujer volvía la cabeza.

—Tiene usted aquí una colección estupenda —dijo.

—Algunas fruslerías —replicó la señora Meikle.

Siobhan y Rebus se miraron como dudando mutuamente de que el otro supiera el significado de la palabra.

El cuarto de estar era eduardiano en sus tres cuartas partes, el resto era hortera, de un estilo sesentero y escandinavo contemporáneo. Siobhan reconoció un sofá de Ikea, y en la chimenea recubierta de azulejos vio una lámpara de lava. En lugar de moqueta había en la habitación siete u ocho alfombras de diverso tamaño y dibujo variado que en las zonas donde se solapaban creaban extraños relieves en el suelo.

Rebus se acercó a la ventana sin visillos ni persiana; sólo pudo ver el amplio y oscuro espacio del cercano campo de golf y un borracho que volvía a casa haciendo eses, envarado y con las manos en los bolsillos.

—¿Qué es lo que tienen que enseñarme? —preguntó Meikle.

«Una pregunta muy adecuada», pensó Siobhan, que también estaba intrigada.

Rebus metió la mano en el bolsillo y sacó cinco fotos tamaño pasaporte de cinco hombres que sonreían forzadamente y que Siobhan reconoció. Eran Francis Gray, Jazz McCullough, Allan Ward, Stu Sutherland y Tam Barclay. Se notaba que eran recortes de una página, probablemente entregada al principio del curso en Tulliallan. Ahora sabía por qué Rebus había querido hacer un alto en Arden Street.

Rebus puso las cinco fotos en el espacio disponible de un velador como los que antiguamente se usaban para jugara las cartas, en el que había un frutero de cristal sobre un tapetito de blonda.

—¿Ha visto alguna vez a alguno de estos hombres? —le preguntó—. Piénselo bien.

La señorita Meikle se tomó la indicación completamente al pie de la letra y estuvo mirando aquellos rostros como si se tratara de un examen que debía superar con buena nota. Siobhan había perdido ya todo interés por el cuarto al percatarse de pronto de adónde quería ir a parar Rebus; no sabía cuánto había en ello de certeza y cuánto de pura intuición, desde luego, pero era evidente que hacía tiempo que sospechaba una relación entre los del curso de Tulliallan y el homicidio de Edward Marber. Y le daba la impresión de que las sospechas de Rebus iban más allá de la simple relación entre McCullough y Ellen Dempsey. Pero si McCullough y Dempsey no eran Bonnie y Clyde, ¿qué explicación había?

—Este estuvo en la galería la tarde de la inauguración —dijo la mujer tocando el borde de una foto.

—¿Llevaba chaqueta marrón? —preguntó Rebus.

—No recuerdo bien qué chaqueta llevaba, pero a él sí que le recuerdo porque se pasó la mayor parte del tiempo mirando los cuadros con la sonrisa de la foto, aunque me dio la impresión de que no le gustara realmente ninguno. Se notaba que no pensaba comprar.

Siobhan se inclinó y vio que la foto en cuestión era la del inspector Francis Gray, muy parecido en complexión física y peinado a Big Cafferty, pero más alto. Gray había conseguido sonreír a la cámara mejor que sus colegas con aire como de importarle todo un bledo. Siobhan miró a Rebus y advirtió su sonrisa de satisfacción.

—Gracias, señorita Meikle —dijo él recogiendo las fotos.

—Un momento —añadió ella señalando la de McCullough—. A este también le he visto en la galería. Era un caballero muy amable. Lo recuerdo bien.

—¿Cuándo fue por última vez a la galería?

La mujer reflexionó con la misma intensidad que durante el examen de las fotos.

—Hará cosa de un año.

—¿Por la misma época en que el señor Montrose vendió su colección? —aventuró Rebus.

—No sé qué decirle… Sí, supongo que sería por entonces.

—¿McCullough es el señor Montrose? —preguntó Siobhan cuando salieron a la calle.

—Lo son los tres.

—¿Los tres?

—Gray, McCullough y Ward. —Hizo una pausa—. Lo que no estoy seguro es de hasta qué punto Ward tiene que ver con ellos.

—¿Compraron los cuadros con el dinero de Bernie Johns?

Rebus asintió.

—Pero va a ser muy difícil demostrarlo.

—¿Y Gray mató a Marber?

Rebus negó con la cabeza.

—No lo hizo Gray. Él simplemente vigilaba a Marber y cuando este dijo que quería un taxi Gray se prestó a llamarlo.

—¿Para que fuese de MG Cabs?

Rebus asintió con la cabeza.

—De ese modo Ellen Dempsey enviaba a un taxista y comunicaba a alguien que el señor Marber volvía a casa.

—¿Y allí estaba McCullough esperándole? —añadió Siobhan llegando al final de la conclusión.

—Exacto… Jazz McCullough —contestó Rebus tratando de imaginarse la escena.

Marber en la puerta de la casa, McCullough llamándole y el galerista tranquilo al reconocer la voz y la cara, quizá porque esperaba su visita dado que McCullough tenía que entregarle un dinero. ¿Qué arma había utilizado McCullough? ¿Una piedra, una herramienta? Después se habría desembarazado de ella, buen sabedor de cómo hacer desaparecer un arma para que no la encuentren. Pero antes robó las llaves a Marber para abrir la puerta, desconectar un buen rato la alarma y robar el Vettriano, como una especie de cuestión personal, de principios.

—¿Por dónde empezamos? —preguntó Siobhan.

—Yo siempre he sido partidario de la acción directa.

Ella no estaba demasiado segura pero lo aceptó y subió al coche.

A las doce menos cuarto de la noche, Francis Gray recibió una llamada por el móvil. Estaba en el bar de la academia de policía, sin corbata y con los dos primeros botones de la camisa desabrochados. Sin quitarse el cigarrillo de la boca, continuó por el pasillo y subió el tramo de escalera que conducía al tribunal de pega en donde los policías aprendices aprendían a testificar y responder a preguntas capciosas. Era una sala de dimensiones reducidas en la que no faltaba ningún detalle auténtico. Allí estaba Rebus sentado en uno de los bancos del público.

—Es un decorado un poco melodramático, John. Podrías haber bajado al bar a tomar una copa.

—Prefiero no juntarme con asesinos si puedo evitarlo.

—¡Por Dios, otra vez con eso, no! —exclamó Gray dando la vuelta dispuesto a marcharse.

—No me refiero a Dickie Diamond —replicó Rebus fríamente en el momento en que se abrió la puerta para dar paso a Jazz McCullough—. ¿Hoy no duermes en North Queensferry? —añadió Rebus, dirigiéndose a este.

—No —contestó McCullough, que parecía recién levantado y tenía aspecto de haberse vestido a toda prisa.

Se acercó a la mesa bajo la cual estaban los aparatos para el control del vídeo, las cámaras y los micrófonos.

—No están conectados —aseguró Rebus.

—¿Y no se esconde nadie debajo de los bancos? —añadió McCullough al tiempo que Gray se agachaba para comprobarlo.

—No hay nadie —dijo.

—Veo que vuelves a fumar, Francis —comentó Rebus.

—Por el estrés —dijo Gray—. ¿Has venido a repartir con nosotros el alijo de droga?

—Yo no la robé —dijo Rebus haciendo una pausa—. No temáis; creo que tampoco fuisteis vosotros.

—Vaya, qué alivio —dijo McCullough, que daba una vuelta a la sala como si estuviera poco convencido de que Rebus hubiera ido solo.

—Tienes cosas más graves de qué preocuparte, Jazz —replicó Rebus.

—John nos ha convocado para acusarnos de otro asesinato —dijo Gray.

—Eres un cabronazo obsesivo, ¿sabes? —dijo McCullough.

—Me gusta serlo porque da buen resultado —replicó Rebus impasible, con las manos sobre las rodillas.

—Dime una cosa, John —añadió McCullough, que se había detenido a tres pasos frente a él—. ¿Cuántas veces has deformado la verdad en una sala de juicios como esta?

—Unas cuantas —contestó Rebus.

McCullough asintió con la cabeza.

—¿Y has ido más lejos? ¿Has falsificado pruebas para encerrar a alguien que sabías culpable de otro delito?

—Sin comentarios.

McCullough sonrió y Rebus le miró.

—Tú mataste a Edward Marber —expuso de manera pausada.

Gray lanzó un bufido.

—Cada vez lanzas acusaciones más descabelladas —dijo.

Rebus se volvió hacia él.

—Francis, estuviste en la inauguración y fuiste tú quien pidió por teléfono el taxi para Marber; así Ellen Dempsey avisó a Jazz de que el galerista volvía a su casa. Tengo testigos que pueden reconocerte. La llamada a MG Cabs figurará en la factura de tu móvil y quizá pueda identificarse también el garabato con que firmaste en el libro de visitas de la galería; no sabes hasta dónde pueden llegar esos calígrafos, y al jurado le encanta ese tipo de detalles.

—A lo mejor pedí un taxi para mí —dijo Gray.

—Pero firmaste «Montrose» y eso fue un error, porque tengo todos los apuntes de las diversas compras y ventas del señor Montrose. Más de trescientas mil libras en el último extracto. ¿Qué fue del resto de los millones de Bernie Johns?

—¡No eran millones! —replicó Gray con un bufido.

—No digas más, Francis —dijo McCullough alarmado—. En cualquier caso, no creo que John pueda…

—He venido a juntar todas las piezas para satisfacción propia. Por lo que acaba de decir Francis, supongo que Bernie Johns no tenía tanto escondido. Nada de millones, aunque sí lo bastante para haceros con una buena pasta sin despertar sospechas —comentó Rebus cruzando la mirada con McCullough—. ¿Utilizaste tu parte para ayudar a Ellen Dempsey a establecerse en Edimburgo? Si no, ¿cómo se explica que sin ningún pago de entrada progresase de ese modo a partir de dos simples taxis hasta tener una flota entera? ¿Y tú, Francis? —añadió volviéndose hacia Gray—. ¿Coche nuevo todos los años?

Gray no contestó.

—Y el resto lo invertisteis en arte moderno. ¿De quién fue la idea? —Ninguno de los dos contestó y Rebus clavó la mirada en McCullough—. Debió de ser tuya, Jazz. Vamos a ver qué tal es esta hipótesis: Marber estaba en la sauna de Dundee la noche en que hiciste la redada, y sé que si busco a fondo en los archivos saldrá su nombre a relucir. Y esta otra: el dinero de Bernie Johns estaba escondido en la ciudad de Montrose o cerca de allí. Una gracia muy ingeniosa… —Hizo una pausa—. ¿Qué tal voy?

—Tú no representas ningún peligro para nosotros, John —dijo despacio McCullough sentándose en otro banco.

Gray lo había hecho en la mesa de los abogados de la acusación pública y balanceaba las piernas como reprimiéndose para no emprenderla a puntapiés con la cara de Rebus.

—Diamond nos contó todo lo tuyo —gruñó Gray—. Lo de la violación en casa del pastor, que Rico Lomax le había escondido en la caravana y que cuando tú llegaste ya se había largado, por lo que te desquitaste con Lomax, le dijiste a Diamond que desapareciera y no ayudaste a los dos policías que vinieron a Edimburgo a buscar a Diamond. ¡Si resolvemos el caso Lomax, será tu nombre el que aparecerá como sospechoso! —añadió riendo.

—¿Os contó todo eso y aún le matasteis?

—El cabrón sacó un revólver —dijo Gray—. Sólo impedí que nos disparara.

—Fue un accidente, John —comentó McCullough arrastrando las palabras—. De Rico Lomax no puede decirse lo mismo.

—Yo no maté a Rico Lomax.

McCullough sonrió condescendiente.

—Y nosotros no matamos a Edward Marber. John, por muy bien que lo hayas expuesto, no hay pruebas. ¿Qué más da que digas que Francis fue a la inauguración? ¿Qué más da que telefoneara a MG Cabs?

—Marber os exigía dinero, ¿verdad? —insistió Rebus—. Él ya tenía su parte y compró ese cuadro con el dinero. Mientras que vosotros habíais vendido los cuadros y lo teníais en otro sitio. —Hizo una pausa pensando que Marber había urdido su plan tal como él se veía presionado por Malcolm Neilson—. ¿Cuál era el plan? ¿Tenerlo discretamente invertido hasta que pudierais jubilaros? Os falta menos de un año y Ward todavía es muy joven para disfrutar de su parte…

—El problema fue que nos perdió la codicia —dijo McCullough quitándose una mota del pantalón— y decidimos jugar a la bolsa en nuevas tecnologías.

Rebus vio que el rostro de Gray se ensombrecía.

—¿Y lo perdisteis todo? —aventuró. Ahora comprendía por qué les había atraído tanto el plan del robo de la droga, pero había algo más…—. ¿Y Allan lo sabe?

No contestó ninguno de los dos y Rebus comprendió que no se lo habían dicho.

—No podemos demostrar —dijo al fin McCullough— que tú mataste a Rico Lomax, pero eso no nos impedirá hacer correr la voz. Del mismo modo que tú no puedes demostrar ninguna relación entre nosotros y Edward Marber.

—Así que estamos en las mismas —dijo Gray.

—Creo que es mejor no remover en ciertas tumbas —añadió McCullough en voz baja mirando a Rebus—. ¿No crees, John? ¿Qué dices? ¿Lo dejamos en tablas?

Rebus lanzó un suspiro profundo y miró el reloj.

—Tengo que hacer una llamada —dijo.

Gray y McCullough, como estatuas de mármol, miraron cómo marcaba.

—Siobhan, soy yo —dijo advirtiendo que ellos se relajaban ligeramente—. Tardo cinco minutos —añadió, y cortó la comunicación.

McCullough se puso a dar palmadas como si aplaudiera.

—¿Te espera en el coche como un seguro de vida?

—Si no salgo de aquí, irá directamente al jefe de policía —dijo Rebus.

—Si fuésemos jugadores de ajedrez en este momento nos daríamos la mano contentos por el empate.

—Pero no lo somos —dijo Rebus—. Yo soy un poli y vosotros habéis matado a dos personas —añadió levantándose y dirigiéndose a la puerta—. Nos veremos ante un tribunal —añadió.

Cerró la puerta al salir pero no fue directamente al coche. Cruzó rápido el pasillo mientras volvía a marcar el número de Siobhan.

—Voy a tardar un par de minutos más —dijo cuando entraba en el ala de las habitaciones.

Llamó con fuerza en una de las puertas sin dejar de mirar al pasillo por si Gray o McCullough le seguían.

Se entreabrió la puerta y un par de ojos semicerrados le escudriñaron.

—¿Qué coño quieres? —espetó Allan Ward con voz muy ronca.

Rebus entró en el cuarto y cerró.

—Tenemos que hablar —dijo—. O mejor dicho, tengo que hablarte y tú me escuchas.

—¡Largo de aquí!

Rebus negó con la cabeza.

—Tus amigos han quemado el dinero —dijo.

Ward abrió un poco más los ojos.

—Escucha, no sé que tratas de…

—¿No te han contado lo de Marber? No, claro que no. Para que veas lo poco que cuentan contigo, Allan. ¿Quién te encargó que obtuvieses información de Phyllida Hawes? ¿Fue Jazz? ¿Te dijo que era porque él se acostaba con Ellen Dempsey? —Rebus negó con la cabeza despacio—. Él mató a Marber, que era el galerista que compraba y vendía vuestros cuadros para que aumentara la inversión, pero Jazz decidió que haríais ganancia más rápida jugando a la bolsa. Y no sabes cuánto lo siento, Allan, pero lo habéis perdido todo.

—Vete a la mierda —exclamó, aunque se notaba cierto desencanto en su voz.

—Marber les exigió más pasta y, como no les quedaba dinero para pagarle y temían que hablara, le mataron. Y quieras o no, tú estás implicado.

Ward le miró sin parpadear y se sentó en la cama deshecha. Llevaba una camiseta y pantalones de boxeador. Se pasó las manos por el pelo.

—No sé qué te dirían sobre el plan de la droga —prosiguió Rebus—. A lo mejor te contaron que era dinero fácil, pero lo cierto es que lo necesitaban porque dentro de un año, cuando se jubilasen, tú descubrirías que no había nada que repartir y se habrían acabado tus sueños.

Ward comenzó a mover la cabeza de un lado a otro.

—No, no, no…

Rebus abrió la puerta dos centímetros.

—Habla con ellos, Allan. Te han engañado. Di que te enseñen el dinero. Di que te lo enseñen y míralos a los ojos cuando se lo digas. No hay dinero, Allan, sino un par de cadáveres y unos polis muy, muy corruptos. —Abrió un poco más la puerta pero se detuvo en el umbral—. Si quieres hablar conmigo, tienes mi número.

Salió del edificio pensando que en cualquier momento le agarrarían, le apuñalarían o recibiría un golpe, pero al ver a Siobhan en el coche sintió alivio. Ella se cambió del asiento del conductor al del pasajero y Rebus se sentó al volante.

—¿Qué? —preguntó ella con tono de decepción por haber quedado al margen de todo.

Rebus se encogió de hombros.

—No lo sé; supongo que ahora no nos queda más que esperar a ver qué pasa —dijo.

—¿Quieres decir esperar a ver si nos matan a nosotros también?

—Vamos a redactar un informe con todo lo que sabemos y los pasos que hemos dado y guardaremos copia en lugares seguros.

—¿Hoy mismo? —preguntó ella con el ceño fruncido.

—No queda más remedio —contestó Rebus poniendo la primera—. ¿En tu casa o en la mía?

—En la mía —dijo ella con un suspiro—. Y cuéntame algo por el camino para que no me duerma.

—¿Qué?

—Lo que has hecho en la academia mientras yo estaba afuera pasando frío.

Rebus sonrió.

—He celebrado una vista en una sala de juicio. Te cuento.