Cuando llegaron a Arden Street, Rebus dijo que le aguardara en el coche. Siobhan miró hacia el piso y vio que se encendía la luz del cuarto de estar. Unos cinco minutos más tarde se apagaba y Rebus salía del edificio.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —dijo ella.
—Déjalo como sorpresa —contestó él con un guiño.
Mientras cruzaban por Marchmont, Siobhan advirtió que él no quitaba ojo del retrovisor.
—¿Nos sigue alguien? —preguntó.
—Creo que no.
—Pero ¿no te extrañaría que lo hicieran?
—Hay muchos que conocen mi dirección —respondió.
—Gray y McCullough.
—Esos dos para empezar.
—¿Y quién más?
—De momento uno que está muerto y otro que ha desaparecido.
Siobhan reflexionó.
—¿Dickie Diamond y El Comadreja?
—Acabarás siendo una buena policía —dijo él.
Siobhan permaneció callada un rato hasta que se le ocurrió algo.
—¿Y tú sabes dónde vive Cafferty? —preguntó, aguardando a que él asintiera—. Pues sabes más que yo.
—Por eso soy tu superior —dijo él con una sonrisa, pero como ella no comentó nada creyó conveniente añadir—: Me gusta seguir la pista al señor Cafferty. Es una especie de pasatiempo personal.
—¿Sabes qué se rumorea?
—¿Que estoy en su nómina? —replicó él mirándola.
—Que os parecéis mucho.
—Bueno, nos parecemos… como Caín y Abel.
La casa de Cafferty era un gran chalé al final de una calle sin salida detrás del hospital Astley Ainslie en la zona de Grange. La parca iluminación urbana era probablemente lo único poco abundante en aquel vecindario.
—Creo que es esta —dijo Rebus.
Siobhan miró hacia el lugar y no vio rastro del Jaguar rojo de Cafferty, aunque pensó que quizá lo guardaría en el garaje anexo. Tras los visillos de la planta baja había luz. No era habitual ver visillos en calles tan selectas como aquella, pues los residentes de la zona o tenían en sus casas contraventanas de otra época o dejaban las ventanas descubiertas para suscitar la envidia de los peatones que admiraban los interiores. La residencia de Cafferty era una sólida construcción en piedra de tres plantas con ventanales altos a ambos lados de la puerta de entrada.
—No está mal para un expresidiario —dijo Siobhan.
—Difícilmente llegaremos nosotros a ser vecinos suyos —dijo Rebus.
—A menos que él pierda categoría de buenas a primeras.
Tres escalones daban acceso a la puerta principal y, mientras comprobaban que la entrada al jardín estaba cerrada igual que la verja del camino de coches, se vieron de repente bañados por una luz halógena, advirtieron movimiento tras los visillos y segundos después se abría la puerta principal; tras esta apareció un hombre alto y fuerte con camiseta negra ajustada que le marcaba los hombros musculosos y el vientre liso, y cuya postura era la clásica de porteros de discoteca con las piernas separadas y brazos cruzados en actitud desafiante, como diciendo «Aquí no entráis».
—¿Puede salir Big Ger a jugar? —preguntó Rebus.
Oyó en el interior el ladrido de una perra que llegó al cabo de un momento, a toda velocidad por entre las piernas del guardaespaldas.
—Hola, Clarete —dijo Siobhan chasqueando los dedos y la lengua.
Al oír su nombre, la spaniel estiró las orejas y se acercó moviendo la cola a olerle la mano desde la verja donde ella la esperaba agachada, luego volvió a cruzar el césped hasta la casa olisqueando la hierba.
El guardaespaldas había vuelto a entrar en la casa para hablar con alguien, sorprendido quizá de que Siobhan conociese el nombre de la perra.
—¿Clarete? —preguntó Rebus.
—Es la perra que tenía Cafferty en su despacho —explicó ella.
Rebus vio que el animal meaba en la hierba para a continuación fijar su atención en la puerta de la casa donde apareció Cafferty en albornoz azul secándose el pelo con una toalla del mismo color.
—¿Se han traído bañador? —preguntó en voz alta, haciendo una señal al guardaespaldas para que se retirara.
El gorila apretó un botón y la puerta de la verja se abrió. Entraron en la casa seguidos por la perra.
Flanqueaban el amplio vestíbulo cuatro columnas de mármol y dos jarrones chinos de la altura de Siobhan.
—Para estos jarrones hacen falta ramos de campeonato —comentó Rebus al vigilante que los conducía hacia la parte trasera de la casa.
—Usted se llama Joe, ¿verdad? —preguntó Siobhan de pronto, y el hombre la miró fijamente—. Le conozco de una discoteca donde voy a veces con mis compañeras.
—Ya no trabajo allí —contestó el guardaespaldas.
—Joe estaba allí de portero y nunca le faltaba una sonrisa para las chicas —añadió Siobhan dirigiéndose a Rebus.
—¿Ah, sí, Joe? —dijo Rebus—. Joe, ¿qué?
—Buckley.
—¿Y qué tal le va a ahora a Joe Buckley trabajando en casa del gángster más famoso de la costa este?
—Muy bien —respondió el hombre mirándole.
—Aquí tendrás muchas oportunidades de amedrentar a la gente, ¿no? ¿Figura eso en el contrato laboral o es un simple incentivo del trabajo? —añadió Rebus sonriendo—. ¿Sabes qué le sucedió al pobre imbécil al que sustituyes? Que va a cargársela por asesinato. Tenlo en cuenta. Más te habría valido seguir de gorila de discoteca.
Cruzaron una puerta y bajaron unos escalones para alcanzar otra que daba acceso a un gran invernadero ocupado en su mayor parte por una piscina de ocho metros. Cafferty estaba de pie junto al bar poniendo hielo en tres vasos.
—Es mi baño ritual de la tarde —dijo—. ¿Sigue bebiendo whisky Hombre de Paja?
Era el epíteto que daba Cafferty a Rebus.
—Depende del que ofrezcas.
—Glenmorangie o Bowmore.
—Que sea un Bowmore sin hielo.
—Sin hielo —repitió Cafferty quitándolo del vaso—. ¿Y usted, Siobhan?
—Sargento Clarke —replicó ella, y advirtió que el guardaespaldas ya no estaba a la vista.
—Sigue de servicio, ¿eh? Tengo un refresco de limón que no iría mal con ese entrecejo fruncido.
Oyeron a la perra rascar la puerta.
—¡Al cesto, Clarete, a tu cesto! —vociferó Cafferty—. En esta parte de la casa no la dejo entrar —añadió sacando de la nevera una botella de refresco de limón.
—Tomaré un vodka con tónica —dijo Siobhan.
—Así me gusta —dijo Cafferty sirviéndole sonriente.
Tenía el escaso pelo de punta, de habérselo secado con la toalla, y el amplio albornoz, que le quedaba más que ajustado, dejaba al descubierto parte del vello grisáceo del pecho.
—Supongo que tendrías un permiso de obras —dijo Rebus mirando a su alrededor.
—¿Tanto le han degradado que ahora se ocupa de infracciones urbanísticas? —le preguntó Cafferty riendo, al tiempo que les tendía los vasos y señalaba la mesa con la cabeza.
—Salud —dijo alzando su vaso de whisky.
—Salud —dijo Rebus con cara de palo.
Cafferty dio un trago y suspiró.
—Bien, ¿qué los trae por aquí a estas horas?
—¿Conoces a un tal Montrose? —preguntó Rebus removiendo el hielo del vaso.
—¿Como el Château Montrose? —replicó Cafferty.
—Pues… no sé.
—Es uno de los mejores tintos de Burdeos —añadió Cafferty—. Pero usted no bebe vino, ¿verdad?
—¿Así que no conoces a nadie que se llame Montrose? —repitió Rebus.
—No. No conozco a nadie.
—¿Y no es un nombre que hayas utilizado alguna vez? —Cafferty negó con la cabeza y Rebus sacó el bloc de notas y el bolígrafo—. ¿No te importaría escribirlo?
—No sé qué decirle, Hombre de Paja. Debo andar con cuidado con sus trucos, ¿sabe?
—Es sólo para comprobar una muestra de escritura. Si quieres, puedes hacer un simple garabato —añadió Rebus empujando hacia Cafferty el bloc y el bolígrafo.
Cafferty miró sucesivamente a Rebus y a Siobhan.
—Tal vez si se explicaran…
—Alguien que se hacía pasar por Montrose estuvo en la inauguración de Marber —dijo Siobhan— y firmó en el libro de visitas.
—Ah, ya —dijo Cafferty—. Pues puede estar segura de que no fui yo —añadió dando la vuelta al bloc; lo abrió por una página en blanco y escribió la palabra «Montrose». Era una grafía muy distinta de la del libro de firmas—. ¿Quieren que pruebe otra vez?
Sin aguardar respuesta, Cafferty volvió a escribirla cuatro veces, siempre ligeramente distinta y sin ningún parecido con el original.
—Gracias —dijo Rebus cogiendo el bloc cuando ya Cafferty iba a guardarse el bolígrafo, por lo que tuvo que recordarle que no era suyo.
—¿Disipadas las sospechas sobre mí? —preguntó Cafferty.
—¿Habló en la inauguración con un hombre algo más alto que usted y de complexión parecida, de pelo oscuro y chaqueta marrón?
Cafferty caviló un instante; la perra dejó de arañar la puerta. Tal vez el guardaespaldas la había llevado al cesto.
—No recuerdo —contestó al fin.
—No creo que te hayas esforzado en recordar —dijo Rebus.
Cafferty emitió un chasquido con la lengua.
—Y yo que iba a ofrecerle un bañador para invitados…
—No te molestes. Tú date otra zambullida, que yo voy a la cocina por la tostadora para electrocutarte.
Cafferty miró a Siobhan.
—¿Cree que lo dice en serio, sargento Clarke? —le preguntó.
—Con el inspector Rebus nunca se sabe. Escuche, señor Cafferty, usted conoce a Ellen Dempsey, ¿verdad?
—Creo recordar que ya hemos hablado de ello.
—Quizá, pero en aquella ocasión yo no sabía que había trabajado para usted en Dundee.
—¿Para mí?
—Una temporada en una sauna —añadió Siobhan, pensando en lo que le había dicho Bain acerca de que los tentáculos de Cafferty se extendían hasta Fife y Dundee—, de la que creo era usted el dueño.
Cafferty se encogió de hombros.
—En cuyo caso —prosiguió Siobhan— entraría usted en contacto con un policía de esa ciudad llamado McCullough.
Cafferty se encogió otra vez de hombros.
—Cuando se tienen negocios, hay muchos que alargan la mano para conseguir dinero —dijo.
—¿Quiere explicarse?
Cafferty negó con la cabeza conteniendo la risa.
Rebus cambió de postura en el asiento.
—Bien, te plantearemos otra pregunta. ¿Puedes decirnos dónde estuviste este fin de semana?
Fue una pregunta que a Siobhan le sorprendió enormemente.
—¿Las cuarenta y ocho horas? —replicó Cafferty—. Si lo pienso podría responder con detalle, pero seguramente le daría envidia.
—Prueba a ver —dijo Rebus.
Cafferty se recostó en la butaca de mimbre.
—El sábado por la mañana fui a dar un paseo para probar un coche nuevo: un Aston Martin. No sé si lo compraré… Almorcé en casa y después fui a jugar al golf en Prestonfield. Por la tarde estuve en una fiesta en casa de unos vecinos de aquí al lado, una pareja encantadora, abogados los dos, y los dejé hacia medianoche. El domingo sacamos a pasear a Clarete por Blackford Hill y Hermitage y después tuve que ir a Glasgow a almorzar con una amiga, cuyo nombre no puedo desvelar por su condición de casada. El marido está en Bruselas de viaje de negocios… Bien, tomamos un reservado que hay encima del restaurante —añadió con un guiño a Siobhan, que estaba concentrada en su bebida—. Aquí volví hacia las ocho y estuve viendo la tele. Joe me despertó hacia medianoche para que fuera a acostarme. Sí, creo que me compraré ese Aston —añadió pensativo, con una sonrisa.
—No hay mucho sitio en la parte de atrás para El Comadreja —dijo Rebus en tono jocoso.
—No tiene importancia, dado que ya no trabaja para mí.
—¿Se han peleado? —preguntó Siobhan sin poder contenerse.
—Cosas de negocios —contestó Cafferty llevándose el vaso a los labios y mirando a Rebus directamente a los ojos por encima del borde.
—¿No te importa decirnos en qué lago aparecerá el cadáver? —dijo Rebus.
Cafferty volvió a chasquear la lengua.
—Decididamente, no le presto el bañador.
—Da igual —replicó Rebus dejando el vaso para ponerse en pie—. Yo tu piscina sólo la usaría para mear.
—No esperaba menos de usted, Hombre de Paja —dijo Cafferty levantándose para acompañarlos.
Pero optó por llamar al guardaespaldas, que apareció inmediatamente en la puerta, detrás de la cual debía de estar al acecho.
—Acompaña a las visitas, Joe —dijo Cafferty.
Rebus permaneció un instante quieto.
—No me has preguntado por qué me interesaba lo que habías hecho este fin de semana —dijo.
—Bien, pues dígamelo.
Rebus negó despacio con la cabeza.
—No tiene importancia —dijo.
—Usted siempre con sus acertijos, Hombre de Paja —comentó Cafferty conteniendo la risa.
Cuando le dejaron, Cafferty se acercó al bar a servirse más hielo mientras Siobhan y Rebus recibían otra vez el baño de luz halógena camino de la verja.
—¿Por qué le has preguntado dónde estuvo el fin de semana? —dijo ella.
—No es asunto tuyo.
—Yo creía que trabajábamos en equipo.
—¿Desde cuándo yo trabajo en equipo, Siobhan?
—Pensé que estarían enseñándotelo en Tulliallan.
Rebus lanzó un bufido y abrió la puerta.
—Clarete es un curioso nombre para una spaniel marrón y blanca —comentó.
—Es un poco tarde para pasar a hacer una visita a la señora Meikle, ¿no? —preguntó Siobhan consultando el reloj bajo la luz de la puerta.
—¿Tú no crees que sea un búho?
—Seguro que toma chocolate y escucha la radio en la cama —comentó ella—. ¿Vas a decirme a qué fuiste a tu piso?
—Cuando hablemos con la señora Meikle.
—Pues vamos allá.
—En eso estaba pensando.