—No os saldréis con la vuestra.
El lunes por la mañana en Tulliallan, al aparcar el Saab, vio a McCullough bajar del coche y le interpeló cuando se inclinaba hacia dentro para recoger del asiento de atrás su bolsa de viaje; McCullough se volvió al oírle, pero después no le hizo caso y alargó el brazo para coger también un sobre.
Rebus le dio un empellón en el trasero con la rodilla al tiempo que agachaba la cabeza para no golpearse con el larguero, y le dejó encajado en el reducido espacio.
—No os saldréis con la vuestra —repitió.
—¡Suéltame!
—¿Pensáis que vais a quedar impunes?
—No sé de qué me hablas.
—Del golpe al almacén.
—Deja que me levante y hablamos —dijo McCullough dejando de moverse.
—Harás algo más, McCullough: tienes que devolver la puta droga.
Rebus oyó a sus espaldas el frenazo de un coche y, con el motor aún en marcha, una puerta que se abría. Gray le lanzó un puñetazo a los riñones para acto seguido agarrarle del cuello y apartarle de McCullough, arrastrándole fuera del coche. Rebus, aunque cayó de rodillas al suelo, se puso en pie de un salto.
—¡Anda, ven, cacho cabrón! —gritó Gray con los puños cerrados y las rodillas flexionadas en postura de boxeo.
Rebus hacía muecas de dolor mientras McCullough se desencajaba de la parte trasera del coche con el rostro congestionado y el pelo alborotado.
—Dice que hemos asaltado el almacén —comentó a su amigo.
—¿Qué? —vociferó Gray mirando sucesivamente a uno y otro y abandonando de pronto su postura de púgil.
—Sólo quiero que me digáis cómo sabíais qué cajón había que abrir —espetó Rebus frotándose la parte dolorida.
—¿Tratas de cargárnoslo a nosotros? —preguntó McCullough en tono acusador—. ¿Era eso lo que te traías entre manos? Si alguien ha robado la droga, serás tú —añadió señalándole con el dedo.
—Yo estaba en la otra punta de Escocia —replicó Rebus echando fuego por los ojos—. ¿Y tú, McCullough? ¿Confirmará tu coartada Ellen Dempsey? ¿Era ese el propósito de acostarte con ella?
McCullough, sin replicar, miró a su compañero. Rebus sintió ganas de darse de bofetadas por descubrirles que sabía lo de Dempsey. Pero la mirada que intercambiaron Gray y McCullough era muy peculiar: miedo mezclado con algo más.
¿Miedo a qué?
¿Qué secreto compartían? A Rebus le dio la impresión de que no tenía nada que ver con el almacén. «Siobhan…».
—Te has enterado de lo de Ellen —le comentó McCullough tratando de quitarle importancia y encogiéndose de hombros—. No tiene nada de particular; hace semanas que dejé a mi mujer.
—Exacto —añadió Gray en tono beligerante, y Rebus le miró.
—¿Eso es lo único que dices, Francis? No me digas que no se te ocurre otra explicación.
—Yo siempre he preferido la acción a la explicación —replicó Gray restregándose el puño en la palma de la mano.
—Si pensáis que voy a consentir que salgáis impunes…
—¿Impunes de qué? Es tu palabra contra la nuestra. Como dice Jazz, tú eres quien lo planeó y eso es lo que diremos nosotros a cualquiera que nos pregunte.
Rebus vio claramente que les tenía sin cuidado sus acusaciones. Cierto que se habían cabreado, pero preocupados no estaban. Mientras que la mención de Ellen Dempsey había tocado un punto más sensible, pero decidió no insistir y cavilar el porqué. Les dio la espalda sin añadir palabra y volvió a su coche.
—Nos veremos dentro —espetó Gray.
Rebus dudó entre si se refería a dentro de la academia o dentro de una de las acogedoras cárceles escocesas de Su Majestad. Se apoyó en el Saab; no se le pasaba el dolor del puñetazo, esperaba no haberse lesionado. Vio una procesión de coches que entraban en el aparcamiento. Algunos serían de aspirantes al cuerpo que seguían los cursos preparatorios y otros de veteranos para asistir a cursillos de perfeccionamiento.
«No puedo entrar ahí», pensó Rebus. En Tulliallan no podía quedarse ni un minuto más. No soportaba la idea de sentarse a aquella mesa presidida por Tennant sin mirar a la cara a Gray y a McCullough y continuar la farsa, en aquel ambiente de cientos de reclutas para quienes Tulliallan lo era todo, como un alma máter.
—A la mierda —musitó sentándose al volante.
No pensaba ni molestarse en pedir la baja por enfermedad. Que indagaran, que llamara Gill Templer. Ya haría frente a las consecuencias, si era necesario. Y si le venía en gana.
En aquel instante, su único objeto de preocupación era la mirada que habían intercambiado Gray y McCullough, como si se hubieran visto los dos más cerca del abismo.
¿Encubrían a Ellen Dempsey, o era ella quien los encubría? Empezaba a tener un presentimiento, pero necesitaba ayuda para poder probarlo. Ayuda y muy buena suerte. Cuando ya embocaba el camino de entrada vio por el retrovisor a Gray mirándole, con las piernas separadas apuntándole con la mano como si le estuviera disparando; abrió la boca en silencio.
—Tú no crees que Neilson sea el asesino, ¿verdad? —musitó Rebus.
Siobhan le miró a los ojos y negó con la cabeza. Estaba sentada a su mesa y Rebus, inclinado sobre la misma, vio que en el ordenador tenía un informe sobre la relación McCullough-Dempsey en el que no mencionaba la vigilancia no autorizada del viernes por la tarde.
—Necesito dar un repaso al caso —dijo.
—No puedes —replicó ella en voz baja—. Ya sabes que para Gill eres persona non grata.
Iba a responderle que ya no, pues bastaría con una llamada de Strathern para que Templer supiera que le reincorporaban a la comisaría, pero miró a su alrededor y vio ojos clavados en él, curiosos por su presencia súbita y por el modo en que hablaba en voz baja con Siobhan: Hawes, Linford, Hood y Silvers. Eran personas en quienes no estaba seguro de poder confiar. ¿No había trabajado Linford en un caso con Gray? ¿No estaría aún Hawes predispuesta hacia Ward?
—Tienes razón —musitó—. Ahora no soy nadie. Bueno, aún estará libre el cuarto de interrogatorios número 1 —añadió asintiendo con la cabeza y levantándose con la esperanza de que ella captara su intención—. Hasta luego —añadió en tono normal.
—Adiós —contestó ella viendo cómo se dirigía hacia la puerta.
En el cuarto número 1 estaban todavía las sillas y mesas utilizadas por el grupo salvaje, lo que significaba que de momento los interrogatorios los hacían en el número 2.
Llamaron a la puerta, esta se abrió y entró cautelosamente Siobhan con una gruesa carpeta marrón. Rebus la esperaba sentado a una de las mesas con un vaso de café de la máquina entre las manos.
—¿Te ha visto alguien entrar? —preguntó ella.
—No. ¿Y a ti te ha visto alguien salir con eso?
—Seguramente sí —respondió ella encogiéndose de hombros—. Pero no creo que me hayan seguido —añadió dejando la carpeta en la mesa—. Bien, ¿qué es lo que tenemos que buscar?
—¿Seguro que tienes tiempo?
Siobhan arrimó una silla.
—¿Qué hay que buscar?
—Relaciones entre personas —respondió él.
—¿Entre Dempsey y McCullough?
Rebus asintió.
—Eso para empezar. Por cierto, esta mañana me fui de la lengua y le dije a McCullough que conocíamos su relación con ella.
—Me imagino que no le sentaría muy bien.
—Claro, pero lo malo es que ahora estarán alerta y necesitamos alguna prueba.
—¿Y tú crees que aquí la encontraremos? —añadió Siobhan dando unas palmaditas sobre la carpeta.
—Eso espero.
—Pues no perdamos tiempo —le dijo ella expulsando aire—. ¿Nos repartimos las hojas?
Rebus negó con la cabeza, se levantó y se sentó a su lado.
—Trabajaremos en equipo, Siobhan. Iremos leyendo juntos las páginas a ver qué ideas se nos ocurren.
—Yo no leo muy deprisa.
—Mejor. Me imagino que tú conoces el caso de cabo a rabo, así que, mientras tú lo relees una vez, a mí me da tiempo a hacerlo dos veces.
Cogió las primeras páginas grapadas de la carpeta y las situó entre ambos y, como niños en la escuela primaria, se enfrascaron en la lectura.
A la hora de almorzar a Rebus le dolía la cabeza. Habían repasado tres folios con comentarios y anotaciones por ambas caras sin que nadie los interrumpiera, y Siobhan se levantó para estirarse.
—¿Nos tomamos un descanso? —dijo.
Rebus asintió y consultó el reloj.
—Faltan cuarenta minutos para la hora de la comida. ¿Puedes traer una bolsa?
—¿Para qué? —preguntó Siobhan cesando en sus flexiones.
—Para llevarnos esto —contestó Rebus con la mano encima de la carpeta—. Nos vemos fuera dentro de cinco minutos.
Estaba fumando un cigarrillo cuando salió ella. Vio el bulto del bolso y asintió satisfecho con la cabeza.
—No me digas que vamos a trabajar durante la comida.
—Mi única intención es que no sepa nadie qué estamos haciendo —respondió él.
—Bueno, ya que la idea es tuya —añadió ella—, la carga para ti.
Fueron a tomar un bocadillo a un bar cerca de The Meadows; sentados en altos taburetes junto a la ventana, masticaron sin hablar. Tenían la cabeza cargada, y estar allí viendo pasar gente era una buena excusa para mirar al vacío sin pensar. Bebieron los dos agua mineral y, por el camino a Saint Leonard, Siobhan le preguntó a Rebus qué bocadillo había comido.
—Muy bueno —contestó él.
—Pero ¿de qué era? —insistió ella.
Rebus reflexionó un instante.
—La verdad, no me acuerdo —contestó—. ¿Y el tuyo? —preguntó mirándola.
Vio que se encogía de hombros y la obsequió con una sonrisa que ella le devolvió.
No había señales de que hubiera entrado nadie en el cuarto de interrogatorios durante su ausencia. Cogieron unas latas de refresco y las pusieron en la mesa con la carpeta y los blocs de notas.
—Dime otra vez qué buscamos —dijo Siobhan abriendo su lata de zumo.
—Cualquier cosa que se nos haya pasado por alto en la primera revisión.
Ella asintió con la cabeza y siguieron trabajando, pero media hora después entablaron una discusión sobre el cuadro robado.
—Debe de tener un significado —dijo Rebus—. No para nosotros, pero sí para alguien. ¿Cuándo lo compró Marber? —preguntó mientras Siobhan pasaba páginas para verificar el dato.
—Hace cinco años y medio.
Rebus tamborileó sobre la mesa con el bolígrafo.
—Nos consta que Neilson intentaba chantajear a Marber. ¿Y si se tratara de un doble chantaje?
—No te entiendo.
—Que Marber presionara a alguien.
—¿A Neilson?
Rebus negó con la cabeza.
—A juzgar por esa cantidad importante de dinero que estaba esperando…
—De eso tenemos únicamente la afirmación de Laura Stafford y a lo mejor fue un simple farol de Marber para impresionarla.
—Cierto, pero admitamos que realmente esperaba un dinero o… así lo creía.
—¿Producto de un chantaje?
Rebus asintió.
—De alguien de quien no tuviera nada que temer.
—Difícilmente habrá alguien más pusilánime que Edward Marber.
—Exacto —añadió Rebus alzando un dedo—, pero quizá la presencia de Marber era ya un factor sin importancia.
—¿Porque iban a matarle? —preguntó Siobhan ceñuda, sin acabar de entender el razonamiento de Rebus.
Él negó con la cabeza.
—Porque no iba a estar presente, Siobhan. Piensa en ese almacén que no utilizó y los cuadros embalados.
—¿Porque iba a marcharse?
Rebus asintió.
—A su casa de la Toscana, y quizá pensaba convencer a Laura de que se fuera con él.
—Ella no habría aceptado.
—No digo que hubiera aceptado, pero si él estaba encaprichado con ella, quizá no era capaz de prever una negativa. Considera su manera impulsiva de alquilarle el piso de Mayfield Terrace. ¿No proyectaría del mismo modo el viaje a Italia?
Siobhan reflexionó.
—Y, entonces, decide guardar almacenados parte de sus cuadros e incluso llevarse algunos —añadió ella encogiéndose de hombros—. ¿Y adónde nos lleva eso exactamente?
—Nos lleva al Vettriano —contestó Rebus restregándose la barbilla. Se abrió la puerta y Phyllida Hawes asomó la cabeza.
—He oído voces —dijo.
—Estamos conferenciando, Phyl —dijo Siobhan con gesto desabrido.
—Me parece muy bien, pero la comisaria Templer quiere hablar urgentemente con el inspector Rebus.
Al entrar Rebus, Gill Templer fingió poner en orden unos papeles de su mesa.
—¿Querías verme? —dijo él.
—Me han contado que andabas por estos lares —contestó ella arrugando una hoja y tirándola a la papelera.
—¿Ha quedado resuelto a tu entera satisfacción el caso Marber? —añadió él.
—La fiscalía parece dispuesta a llevarlo ante los tribunales, pero quedan algunos cabos sueltos. Me han dicho que te has ausentado sin permiso de Tulliallan —añadió mirándole.
Rebus se encogió de hombros.
—Eso ya ha terminado, Gill.
—¿Ah, sí? No me ha dicho nada el profesor David.
—Llámale.
—Sí, quizás. —Hizo una pausa—. ¿Has resuelto algo?
Rebus negó con la cabeza.
—¿Quieres algo más, Gill? Tengo un trabajo pendiente.
—¿Qué clase de trabajo?
—Ya sabes…, cabos sueltos —dijo él desde la puerta.
Fue a Homicidios, donde sólo había dos policías, y se plantó junto a la mesa de Phyllida Hawes agachándose hasta que su cara quedó a la altura de la de ella.
—¿Dónde me has encontrado? —preguntó en voz baja.
Ella comprendió su intención y dijo:
—¿En cualquier sitio menos en el cuarto número 1?
Rebus asintió despacio con la cabeza y se incorporó.
—¿Se lo has dicho a alguien?
Ella negó con un gesto.
—Tanto mejor —añadió él.
Cuando volvió al cuarto de interrogatorios, Siobhan había terminado su bebida.
—No veo claro eso del Vettriano —dijo en cuanto entró.
—A ver, ¿por qué concretamente ese cuadro? —dijo él sentándose y cogiendo el bolígrafo.
—Porque, como dices tú, significaba algo para alguien.
—Exacto. Pongamos que Marber chantajeaba a alguien y utilizó ese dinero o parte de él para comprarse un cuadro. No sería el primero que quiere ganar un dinero extra.
—Ni sería el primero que muere antes de lograrlo —añadió Siobhan juntando las puntas de los dedos—. De todos modos, pensaba marcharse al extranjero, y decidió probar a estrujar un poco más a la víctima del chantaje. Eso no gustó y le mataron llevándose el cuadro porque sabían que lo había adquirido con dinero extorsionado.
—Pero el cuadro no significaba nada para quien lo robó, aparte del dinero —prosiguió Rebus—. Así que el robo fue un gesto, y un gesto muy temerario, y por eso cuando Neilson comenzó a perfilarse como probable sospechoso, el asesino decidió añadir el cuadro como inculpación definitiva.
—El fiscal hizo un comentario sobre la cantidad que Marber pagó a Neilson: que sólo la policía lo sabía —musitó Siobhan.
—Lo que quiere decir…
—Lo que quiere decir que los únicos que sabían lo bien que Neilson encajaba como culpable…
—¿Era la policía? —dijo Rebus, y ella asintió.
—Pero no sabemos a quién chantajeaba Marber —añadió ella.
Rebus se encogió de hombros.
—En principio, yo no estoy muy seguro de que chantajease a nadie por el solo hecho de hacerlo.
—Explícate —dijo ella entornando los ojos, pero Rebus negó con la cabeza—. Espera. Sigamos.
Siobhan salió a buscar más café y regresó con noticias.
—¿Sabes el rumor que corre? —dijo.
—¿Sobre mí? —preguntó Rebus.
—Por esta vez, no —contestó ella dejando las tazas en la mesa—. Que hay cambios en la Casa Grande.
—¿Cambios de qué?
—Dicen que Carswell salta.
—¿De verdad?
—Y que habrá reorganización en Estupefacientes.
Rebus lanzó un silbido para disimular.
—Tú ya lo sabías —dijo ella.
—¿Por qué lo dices?
—Vamos, John…
—Siobhan, te juro que no sabía nada.
Ella le miró.
—Si vieras la cara de cabreo que tiene Linford… Me da la impresión de que se había acostumbrado a ser el preferido de Carswell.
—Es terrible no tener en la Casa Grande alguien que te proteja —dijo Rebus.
Se miraron pensándolo un instante hasta sonreírse.
—Le está bien merecido —añadió Rebus—. Bueno, volvamos al trabajo.
Decidieron estirar las piernas y salieron de la comisaría —con todo el papeleo y las notas en el bolso de Siobhan— y fueron al almacén alquilado por Marber, donde no obtuvieron del dueño ningún dato nuevo. Marber había dispuesto el pago del espacio de almacenaje a través del banco, pero no había dicho para qué lo quería. En la galería de Marber encontraron a la secretaria ordenando la oficina; como cobraba un mínimo de la Seguridad Social no parecía tener mucha prisa en apuntarse al paro.
Se llamaba Jan Meikle y pasaba de los cuarenta años; llevaba una cola de caballo y gruesas gafas ovaladas, y su cuerpo aparecía y desaparecía entre aquella barahúnda de archivadores, papeles y objetos acumulados en el despacho. Ya habían desnudado las paredes de la galería y se apreciaba la ausencia de los cuadros que les conferían personalidad. Rebus preguntó dónde habían ido a parar.
—Van a subastarlos —contestó la mujer— para incrementar en metálico el patrimonio —añadió como si repitiera una frase del abogado de Marber.
—¿Tenía en orden su negocio el señor Marber cuando murió? —preguntó Rebus.
Estaba con Siobhan en la puerta ya que el único espacio disponible en el cuarto era el que ocupaban los pies de la señora Meikle.
—Tanto como cabía esperar —contestó sin pensárselo dos veces.
Era evidente que era la primera vez que se lo preguntaba la policía.
—¿A usted no le parecía que el negocio fuese mal? —insistió Rebus.
La mujer negó con la cabeza sin mirarle a la cara.
—¿Está segura, señora Meikle?
La mujer balbució algo que no entendieron.
—Perdone, ¿cómo dice? —preguntó Siobhan.
—A Eddie siempre estaban ocurriéndosele ideas —repitió la secretaria.
—Le dijo a usted que iba a liquidarlo, ¿verdad? —preguntó Rebus.
—A liquidarlo no, de ningún modo.
—¿Pensaba tomarse unas vacaciones?
La mujer asintió con la cabeza.
—En esa casa que tenía en la Toscana.
—¿Mencionó si planeaba irse con alguien?
La mujer levantó la vista haciendo esfuerzos por contener las lágrimas.
—¿Por qué ese empeño en preguntar? —replicó.
—Es nuestro trabajo —respondió Siobhan—. ¿Sabe que Malcolm Neilson está en la cárcel acusado del homicidio del señor Marber?
—Sí.
—¿Cree que fue él quien le mató?
—Eso parece.
—Quiere creerlo porque así no se revuelve más el asunto —añadió Siobhan despacio—. ¿No cree que sería mejor encontrar al culpable?
—¿Acaso no es Malcolm Neilson? —preguntó la mujer parpadeando.
—Creemos que no —dijo Rebus—. ¿Sabía usted lo de Laura Stafford, señora Meikle?
—Sí.
—¿Y le constaba que era prostituta?
La mujer asintió en silencio.
—¿Le dijo Eddie que pensaba irse a la Toscana con Laura Stafford?
La secretaria volvió a asentir con la cabeza.
—¿Sabe si llegó a pedirle a ella que le acompañara?
—Ya le digo que a Eddie siempre se le ocurrían ideas. No era la primera vez que lo había hablado. —Hizo una pausa—. Ni era ella la primera mujer a quien proponía hacer un viaje con él.
Por el tono, Rebus se imaginó que quizá la señora Meikle había aspirado en algún momento a ser beneficiaria de uno de aquellos viajes.
—¿No sería en serio esta vez? —preguntó marcando las palabras—. Tenía los cuadros embalados con bolas de naftalina y había alquilado un espacio de almacenaje.
—Eso lo había hecho otras veces —espetó la mujer.
Rebus reflexionó un instante.
—¿No habrá notas sobre la compra de ese Vettriano desaparecido? ¿Fecha y lugar?
—Se las llevó la policía.
—¿Se llevaron algún registro más? —añadió Rebus mirando unos archivadores de cuatro cajones que había en un rincón del despacho—. Nos interesarían las ventas y las compras de entre cinco y seis años atrás.
—Lo tengo todo ahí —dijo la secretaria señalando con la cabeza hacia dos cajas grandes que había en el suelo junto al escritorio—. Lo he ordenado en estos dos últimos días. Dios sabe para qué, porque seguramente irá a parar a la basura.
Rebus entró de puntillas en el despacho y levantó la tapa de una de las cajas. Eran legajos de facturas y recibos guardados en sobres de plástico sujetos con una goma elástica de los que sobresalían pestañas con las fechas respectivas.
—Ha hecho usted un buen trabajo —dijo mirando a la mujer.
Una hora más tarde, Rebus y Siobhan estaban sentados en el suelo de la galería con todos los papeles desperdigados para repartirse el trabajo. Algunos curiosos que pasaban por la calle se detenían pensando ser quizá los primeros espectadores de un nuevo montaje artístico. Incluso cuando Siobhan hizo un gesto reprobatorio a una pareja de estudiantes, le sonrieron pensando que aquello formaba también parte del montaje. Rebus se sentó con las piernas estiradas y los pies cruzados apoyando la espalda en la pared, y Siobhan lo hizo sobre las piernas dobladas hasta que sintió que se le dormían y se levantó a dar saltitos por el parqué. Rebus bendijo para sus adentros a la señorita Meikle, pues sin su celo organizativo la tarea les habría llevado días.
—Por lo visto, el señor Montrose era un buen cliente —comentó mientras Siobhan se daba friegas en los pies.
—No es el único —añadió ella—. Yo no sabía que hubiera tanta gente en Edimburgo que quemase el dinero de ese modo.
—No es quemarlo, Siobhan, es invertirlo. Es mucho más artístico colgar tu dinero en el despacho que guardarlo en un banco.
—Me has convencido. Voy a liquidar mi cartilla de ahorros para comprarme un Elizabeth Blackadder.
—No sabía que tenías tanto dinero ahorrado.
Siobhan se sentó al lado de Rebus para examinar las compras del señor Montrose.
—¿No asistió un tal Montrose a la inauguración? —inquirió.
—¿Ah, sí? —preguntó Rebus.
Ella cogió el bolso de bandolera, sacó la carpeta de Marber y se puso a buscar en los diversos apartados. Rebus llamó a la secretaria, quien se asomó a la puerta del despacho.
—Yo no voy a tardar en marcharme —dijo la mujer.
—¿No le importa que nos llevemos esto? —inquirió Rebus señalando los papeles esparcidos. La secretaria torció el gesto al ver cómo habían desbaratado su minucioso trabajo de archivo—. No se preocupe —añadió Rebus—, volveremos a ordenarlo. —Hizo una pausa—. O, si prefiere, lo dejamos así hasta que podamos volver.
El planteamiento de Rebus convenció a la mujer, quien asintió con la cabeza y se dio la vuelta dispuesta a meterse en el despacho.
—Oiga una cosa —dijo Rebus—. ¿Conoce bien al señor Montrose?
—No le conozco.
—¿No estuvo en la inauguración? —preguntó Rebus frunciendo el entrecejo.
—Si estuvo, no me lo presentaron.
—Ese señor Montrose compró muchos cuadros…, al menos hace cuatro o cinco años.
—Sí, era un buen cliente. Eddie sintió perderlo.
—¿Cómo ocurrió?
La mujer se encogió de hombros, se acercó a él y se puso en cuclillas.
—Los números de esos marcadores hacen referencia a otras transacciones —dijo buscando entre los papeles y cogiendo algunas hojas.
—Aquí está la lista de los asistentes a la inauguración —dijo Siobhan enarbolando la hoja que buscaba—. ¿Recuerdas que estuvimos revisando las firmas y que había algunas más legibles que otras? Aquí aparece una, un garabato en toda regla que podría ser la de Marlowe, Matthews o Montrose. Recuerdo que Grant Hood me lo enseñó —añadió entregando a Rebus la fotocopia del libro de visitas de la galería.
Efectivamente: no figuraba el nombre de pila, a menos que el garabato fuera el nombre de pila, pero junto a él no había ninguna dirección.
—La señorita Meikle dice que Montrose dejó de ser cliente del señor Marber —comentó él devolviéndole la fotocopia que Siobhan volvió a mirar—. En cuyo caso, ¿tú crees que le invitarían a la inauguración?
—No se le envió invitación —terció la secretaria—, dado que yo no tenía su dirección. Eddie trataba siempre directamente con él.
—¿No es eso algo fuera de lo normal?
—En cierto modo. Claro que hay clientes que desean negociar en secreto. Gente famosa o aristócratas que quieren una valoración sin que trascienda que necesitan vender un cuadro —dijo la secretaria, y sacó otra hoja, comprobando la pestaña clasificatoria para leer el contenido y seguir buscando.
—Es lógico —dijo Siobhan—. Habíamos pensado que ese Montrose era Cafferty. Es normal que rehuya la publicidad.
—¿Tú crees que era Cafferty? —preguntó Rebus no muy convencido.
—Aquí está —dijo la secretaria, ufana de la eficacia de su sistema de archivo.
Montrose —fuese quien fuese— había comprado en origen un lote en pocos meses por valor de doscientas cincuenta mil libras. Existía apuntes en años sucesivos de algunas ventas y diversas compras; las ventas procuraban siempre ganancia y, aunque el nombre de Montrose figuraba en los albaranes de venta y en las notas de compra, la dirección anotada era la galería Marber.
—¿Tantos años de relación y usted no le conoce? —dijo Rebus. La secretaria negó con la cabeza—. ¿No ha hablado con él por teléfono?
—Sí, pero únicamente para pasárselo a Eddie.
—¿Cómo se expresaba?
—De forma muy concisa, diría yo. Era un hombre parco en palabras.
—¿Escocés?
—Sí.
—¿De clase alta?
La mujer reflexionó un instante.
—No —dijo alargando el monosílabo—. No es que yo tenga prejuicios… —añadió con el modo de hablar de quien se ha educado en un colegio privado y vocaliza excesivamente las palabras a un extranjero.
—Montrose, al comprar un cuadro, daría una dirección de envío —aventuró Rebus.
—Creo que siempre los enviaban aquí. Pero puedo comprobarlo.
Rebus negó con la cabeza.
—Y después de llegar a la galería, ¿qué sucedía?
—No puedo decírselo.
—¿No puede o no quiere? —replicó él mirándola.
—No lo sé —repitió ella en tono irritado.
—¿No se los quedaría el señor Marber?
La mujer se encogió de hombros.
—¿Quiere usted decir que ese tal Montrose nunca se llevaba los cuadros que adquiría? —preguntó Siobhan en tono escéptico.
—Quizá sí, quizá no. Por lo visto sólo le interesaban como inversión.
—A pesar de ello, habría podido colgarlos en su casa.
—No, si ello puede despertar sospechas.
—¿Sospechas de qué?
Rebus volvió la cabeza hacia la señorita Meikle para darle a entender a Siobhan que era un tema que debían hablarlo entre ellos. La secretaria, con ganas de cerrar, no cesaba de manosear el reloj de pulsera.
—Una última pregunta —dijo él—. ¿Qué sucedió al final con el señor Montrose?
—Que vendió todos los cuadros —contestó la mujer tendiéndole la hoja de liquidación de transacciones.
Rebus examinó la lista de pinturas con el precio definitivo alcanzado en el mercado y comprobó que Montrose había obtenido un tercio de millón de libras menos la comisión del galerista.
—¿Apuntaba el señor Marber todo en los libros? —preguntó Siobhan.
—¡Naturalmente! —espetó la secretaria en tono ofendido.
—Entonces, ¿habrá constancia en Hacienda? —comentó Siobhan.
Rebus comprendió a qué se refería.
—No creo yo que hayan tenido mejor suerte que nosotros en localizar al señor Montrose. Y si no han empezado a hacerlo, ya no creo que lo encuentren —dijo.
—¿Porque el señor Montrose ya no existe? —añadió Siobhan.
Rebus asintió.
—¿Sabes la mejor manera para hacer desaparecer a una persona, Siobhan?
Ella reflexionó un instante y se encogió de hombros.
—Que nunca haya existido —añadió Rebus antes de comenzar a recoger papeles.
Pararon en un restaurante chino a comprar la cena y, como estaban en el barrio de Siobhan, fueron a su piso.
—Te advierto que lo tengo todo patas arriba —comentó ella.
Así era. Por el decorado, Rebus adivinó cómo había pasado el fin de semana: vídeos de alquiler, una caja de pizza, bolsas de patatas fritas y envoltorios de chocolate, más una serie de discos compactos. Mientras ella iba a buscar los platos a la cocina, le preguntó si ponía música.
—Estás en tu casa.
Rebus examinó detenidamente los títulos, desconocidos en su mayoría para él.
—¿Están bien los Massive Attack? —preguntó alzando la voz al tiempo que abría la funda.
—Quizá no mucho para nuestros propósitos. Pon Cocteau Twins.
Había cuatro discos de aquel grupo. Abrió uno, colocó el compacto en el lector y pulsó el botón. Estaba abriendo otros cuando Siobhan llegó con una bandeja.
—Tú colocas los compactos como es debido —dijo él.
—No eres el primero que lo comenta. Para tu información, que sepas que también guardo en el armarito los tarros con la etiqueta hacia fuera.
—Los que se dedican a hacer perfiles psicológicos sacarían punta a ese detalle.
—Me hace mucha gracia que lo comentes. Andrea Thomson me ofreció sus servicios después del asesinato de Laura Stafford.
—Me da la impresión de que te cayó simpática —dijo Rebus.
—¿Thomson? —Siobhan estaba algo obtusa.
—Me refiero a Laura Stafford —corrigió Rebus cogiendo el plato y el tenedor que ella le tendía.
Comenzaron a abrir las cajas de cartón del restaurante.
—Sí que me caía bien —dijo Siobhan echando salsa a los fideos. Fue a sentarse en el sofá y Rebus lo hizo en el sillón—. ¿Te gusta?
—Aún no lo he probado.
—Me refiero a la música.
—Está bien.
—Son de Grangemouth, ¿sabes?
—Ah, no es de extrañar por la contaminación del agua —dijo Rebus pensando en el tramo del viaje entre Edimburgo y Tulliallan con las chimeneas llameantes a lo lejos de Grangemouth como si fuera un decorado de bajo presupuesto para Blade Runner—. ¿Así que has tenido un fin de semana tranquilo?
—Mmm —contestó ella con la boca llena de verduras.
—¿Sigues viéndote con Cerebro?
—Se llama Eric y somos simples amigos. ¿Tú has visto a Jean este fin de semana?
—Sí, y gracias —contestó recordando cómo había terminado el domingo, con un coche patrulla abriéndole paso a toda velocidad por las calles no lejos de aquel mismo barrio.
—¿Dejamos de hacernos preguntas sobre nuestras respectivas vidas amorosas?
Rebus asintió y siguieron comiendo en silencio. A continuación despejaron la mesita de centro y colocaron en ella todos los papeles. Siobhan dijo que tenía cerveza en la nevera y resultó ser mexicana. Rebus frunció el entrecejo al ver la botella, pero Siobhan no hizo caso porque sabía que, de todos modos, acabaría bebiéndosela.
Y reanudaron el trabajo.
—¿Exactamente, quién estuvo en la inauguración? —preguntó Rebus—. ¿Tenemos la descripción de Montrose?
—Eso suponiendo que él acudiera y que el garabato no quiera decir Marlowe o Matthews —dijo ella buscando las páginas pertinentes.
Habían interrogado a casi todos los asistentes, pero persistían ciertas ambigüedades. Era lógico dada la afluencia de gente. Siobhan recordó la simulación por ordenador de Hood. La galería había enviado ciento diez invitaciones y setenta y cinco personas habían confirmado su asistencia, aunque al final no asistieron todas y, sin embargo, otros que no habían confirmado su asistencia hicieron acto de presencia.
—Como Cafferty —dijo Rebus.
—Como Cafferty —repitió ella.
—¿Cuántos acudieron exactamente?
Siobhan se encogió de hombros.
—No tenemos la cifra exacta. Si hubieran firmado en el libro de invitados podríamos saberlo.
—Montrose firmó.
—Montrose o Matthews.
Rebus replicó sacándole la lengua y estiró la espalda con un gruñido.
—¿Qué hicisteis exactamente con los invitados? —preguntó.
—Les preguntamos qué otros asistentes recordaban, los nombres de aquellos que eran conocidos suyos o con quienes hablaron, la descripción física y si les llamó la atención alguien en particular.
Rebus asintió. Era la clase de tarea meticulosa que muchas veces no servía para nada en una investigación, aunque en ocasiones permitiera descubrir una perla.
—¿Y habéis podido dar nombre a todas las caras?
—No en todos los casos —dijo ella—. Uno de los invitados describió a un personaje con chaqueta de cuadros mientras que el resto de los asistentes ni advirtió su presencia.
—Seguramente beberían lo suyo.
—O vendrían de otras inauguraciones. Hay muchas descripciones vagas, a pesar de que hemos procurado contrastarlas unas con otras.
—Tarea nada fácil —comentó Rebus—. Bien, vamos a ver. ¿Mencionó alguien el nombre de Cafferty?
—Un par de invitados; comentaron que no parecía muy predispuesto a entablar conversación con nadie.
—¿Sigues creyendo que es ese tal Montrose?
—Podríamos preguntárselo.
—Podríamos —dijo Rebus—. Pero de momento no.
Siobhan señaló un determinado párrafo de una de las hojas.
—Estas son las descripciones que parecen referirse a Cafferty.
Rebus las leyó.
—En dos de ellas se afirma que llevaba chaqueta de cuero negro.
—Que es lo que suele vestir —dijo Siobhan—. A la comisaría vino con una así.
—Mientras que en otras dos se dice que era una chaqueta deportiva color marrón.
—Sí, pero bebieron docenas de botellas de champán —añadió Siobhan.
—Y uno de los invitados dice que tenía pelo negro y añade que era «bastante alto». ¿Cuánto mide Cafferty? ¿Uno setenta y cinco? ¿Tú consideras que eso es ser alto?
—Quizá si la persona que lo describió era más bien baja… ¿Por qué lo dices?
—Pues porque a lo mejor estamos hablando de dos personas distintas.
—¿Cafferty y otro?
—Otro que tenga cierto parecido físico con él —añadió Rebus asintiendo con la cabeza—. Más alto que Cafferty y con el pelo menos canoso.
—Y que llevaba chaqueta marrón. Con eso se reduce bastante la incertidumbre —dijo Siobhan advirtiendo que Rebus, inmerso en una profunda reflexión, no captaba el sarcasmo—. ¿El señor Montrose en cuestión? —añadió.
—Tal vez comenzamos a discernir algo, Siobhan. Es un esbozo, pero válido.
—¿Y cómo seguimos? —preguntó ella con cara de cansancio.
Habían estado trabajando sin parar y ahora, en su casa, tenía ganas de darse un baño y ver la tele un par de horas sin pensar.
—Para salir de dudas, creo que deberíamos hacer una visita a Cafferty.
—¿Ahora mismo?
—A lo mejor le encontramos en su casa. Pero antes quiero pasar por la mía para coger una cosa. Ah, y quizá necesitemos hablar con la señora Meikle. Mira, por favor, si figura su número en el listín telefónico.
—Sí, jefe —contestó ella viendo que se perdía en la distancia toda esperanza de un baño y una sesión televisiva.