El fin de semana pasó en un soplo. El sábado por la mañana, Rebus sugirió dar un paseo en coche y se dirigieron a la costa oeste parando a almorzar en Loch Lomond para después pasar la tarde como dos turistas en Tarbet y Crianlarich. Rebus encontró un hotel en las afueras de Taynuilt donde se alojaron entre risas porque apenas llevaban equipaje.
—¿Cómo te las arreglarás? —preguntó él—. No encontrarás ningún herbolario en un radio de trescientos kilómetros.
Ella se limitó a darle un manotazo en el brazo. Después, salieron, encontraron una farmacia y volvieron provistos de sendos cepillos de dientes y pasta dentífrica. Saciados con una buena cena, dieron un paseo por la bahía de Airds, y regresaron al hotel, dejaron la ventana del cuarto abierta para que la primera vista al levantarse fuese el lago Etive, y se durmieron uno en brazos del otro.
El domingo se quedaron en la cama hasta las nueve, echando la culpa al aire campestre, entre besos y abrazos. No tenían ganas de desayunar y tomaron té y zumo de naranja. Dieron los buenos días a otros huéspedes del comedor que leían la prensa y salieron del hotel. La hierba estaba húmeda de rocío, el cielo cubierto de nubes grises, y las vistas de la víspera, más allá del lago, habían desaparecido en la niebla. No obstante, dieron un paseo y Jean demostró su capacidad para reconocer el canto de diversos pájaros y citar nombres de plantas. Rebus aspiró hondo el aire rememorando los paseos de su infancia por el campo en su pueblo de Fife, aquel paisaje de minas de carbón y tierras de labor. No estaba acostumbrado a caminar y notaba que se le aceleraba el pulso y que respiraba con dificultad; fue Jean quien llevó casi toda la conversación, sólo interrumpida por los monosílabos de él, que en todo el fin de semana consiguió fumar sólo ocho cigarrillos. Tal vez la falta de nicotina le restaba energías.
De vuelta al hotel pagaron la cuenta y subieron al coche.
—¿Ahora, adónde vamos? —preguntó Jean.
—¿A Edimburgo? —sugirió él rabiando por pasar la tarde en un bar lleno de humo; ella hizo un gesto de desgana—. Iremos por la vía lenta —añadió, y vio que Jean ponía buena cara.
Pararon en Callander y en Stirling, tras lo cual Rebus hizo un desvío contra su voluntad porque ella quería conocer Tulliallan.
—Me esperaba que tuvierais vigilancia —dijo ella cuando se detuvieron a la mitad del camino de entrada—. Es bonito.
Rebus asintió casi sin escuchar lo que decía. Él tenía que volver allí al día siguiente para aguantar cuatro días más del cursillo. Tal vez Strathern tuviera razón y lo mejor era dejarlo. Gray, McCullough y Ward tenían razón para sentirse estafados porque los había dejado colgados con el plan. ¿Harían algo?
No, si no caían en la cuenta de que él representaba un peligro para ellos. Se preguntó si no les parecería ahora más peligrosa Siobhan…
—John… —dijo Jean.
—¿… Qué?
—Me parece que estabas ausente. ¿Estás pensando ya en el lunes? —Rebus asintió—. No debería haberte traído aquí. Lo siento —añadió ella apretándole la mano.
Él se encogió de hombros.
—¿Lo has visto ya todo? —preguntó pensando en las habitaciones de aquellos tres y en si habría en ellas algo que pudiera descubrir.
Lo dudaba, pero, no obstante… En cualquier caso, ¿dónde andarían? ¿Estaría Gray en su casa en Glasgow? ¿Habría ido allí con Ward para decidir qué hacer? ¿Se habría reunido con ellos McCullough o estaría en la cama con Ellen Dempsey? Que ella fuese a casa de él era un riesgo, quería decir que la esposa estaba al corriente o que McCullough deseaba que se enterara.
¿O quizá Dempsey se negaba a recibirle en su casa? En cuyo caso, ¿qué explicación había? ¿Era una manera de acomodarse a las circunstancias sin estar necesariamente muy entusiasmada? ¿Había otra parte de su vida que no quería compartir con él?
—John…
Se percató de que había dado la vuelta del todo y estaba con el coche parado en medio del camino de entrada.
—Lo siento, Jean —dijo poniendo la primera.
—No te preocupes —comentó ella—. Te he tenido un día entero para mí sola y estoy orgullosa de mi hazaña.
—Verdaderamente tú haces que me olvide de todo —dijo él sonriendo.
—Pero ¿ahora te vuelven los recuerdos?
—Vuelven.
—¿Y no van a irse?
—No, a menos que haga algo al respecto —respondió pisando a fondo el acelerador.
La dejó en casa y ella no le pidió que se quedase. Se besaron y se abrazaron y Jean cogió el bolso.
—¿Quieres tu nuevo cepillo de dientes?
—Si te parece, que se quede aquí —dijo él.
—De acuerdo —añadió ella asintiendo despacio con la cabeza.
Salió de Portobello pensando en si las carreteras que cruzaban el parque de Holyrood estarían abiertas a la circulación en domingo. Si lo estaban, probablemente lo mejor sería ir por la de Duddingston. Calculando las posibilidades no se percató hasta un buen rato después de la luz azul que le seguía. En el preciso momento en que lo advirtió le lanzaron ráfagas con las largas.
—¿Qué diablos pasará? —musitó arrimándose al arcén y parando el coche.
El coche patrulla se detuvo al lado y de él bajó el policía que acompañaba al conductor. Rebus ya estaba fuera del Saab.
—¿Vas a hacerme la prueba del alcohol, Perry? El pasajero era el agente Perry Mason, que le miraba muy serio.
—Señor, llevamos el día entero de patrulla con varios coches buscándole.
—¿Qué ha sucedido? —le preguntó Rebus con gesto hosco.
Había desconectado el móvil el viernes por la noche y el busca seguramente lo tendría en el asiento trasero. Lo primero que pensó fue: «Siobhan. Que no le haya sucedido nada a Siobhan».
El conductor del coche patrulla hablaba en aquel momento por radio con jefatura.
—Nos dieron orden de buscarle.
—¿Quién? ¿Qué sucede?
—¡Ahora nos ordenan que le demos escolta! —dijo el conductor desde el coche.
—No tengo ni idea de qué es lo que sucede, señor —dijo Mason—. Estoy seguro de que allí se lo explicarán.
Rebus subió al Saab y siguió al coche patrulla, que iba a toda velocidad con la luz azul encendida y haciendo sonar la sirena. El conductor estaba pasándolo en grande rebasando el límite de velocidad, adelantaba en línea continua y se saltaba los semáforos en rojo. Cruzaron Edimburgo norte en un santiamén y Rebus iba cada vez más tenso, no por la carrera en sí, sino por las ganas de llegar y saber si había sucedido algo malo. No quería pensar en ello. En lugar de dirigirse a la Casa Grande, el coche patrulla siguió en dirección oeste y en cuanto enfiló por Dalry Road comprendió que iban al almacén.
La verja estaba abierta y en el patio había cuatro coches aparcados.
Ormiston los esperaba y se acercó a abrir la puerta del coche de Rebus.
—¿Dónde coño estabas? —dijo.
—¿Qué sucede?
Ormiston, sin hacerle caso, se volvió hacia los policías que bajaban del coche patrulla.
—Ustedes, pueden marcharse —espetó.
Mason y el conductor pusieron cara larga, pero para Ormiston era como si ya no existieran.
—¿Me das una pista, Ormie? —preguntó Rebus camino de la nave.
Ormiston se volvió hacia él.
—¿Tienes una buena coartada para anoche?
—Yo estaba en un hotel a cien kilómetros de aquí.
—¿Te acompañaba alguien hacia medianoche?
—Estaba dormido en los brazos de una dama —respondió Rebus agarrándole del brazo—. Por Dios, Ormie, dime algo.
Al entrar en el almacén vio en seguida lo que había sucedido. Dos o tres de los primeros cajones estaban abiertos con la tapa apalancada.
—Anoche lo revolvieron todo —dijo Ormiston—. Hoy íbamos a trasladar la droga.
—¿Y el vigilante? —preguntó Rebus pensando a toda velocidad.
—«Los» vigilantes; los dos con fractura craneal en el hospital Western General —contestó Ormiston llevándole hacia la parte de atrás de la nave donde estaba Claverhouse contemplando un cajón abierto.
—¿Descubrieron el cajón de marras? —preguntó Rebus.
—Con excesiva facilidad —musitó Ormiston apuntando a Rebus con unos ojos cuyas pupilas eran tan negras como los cañones de un revólver.
—Ya era hora —gruñó Claverhouse al ver a Rebus.
—Dice que a esa hora estaba muy lejos de aquí —comentó Ormiston a su compañero.
—Eso es lo que él «dice».
—¡Eh! —exclamó Rebus—. ¿Insinúas que tengo algo que ver con esto?
—El almacén sólo lo conocían media docena de personas.
—Y una mierda. Tú mismo dijiste que se había corrido la voz.
Claverhouse esgrimió un dedo.
—Pero tú sabías lo de los cajones.
—Pero no sabía en cuál estaba.
—Tiene razón —dijo Ormiston cruzando los brazos.
—Por lo visto lo encontraron con rapidez —comentó Rebus mirando las cajas abiertas.
Claverhouse dio un manotazo al borde del cajón. En la pared del fondo se abrió una puerta y entraron tres hombres que estaban en la parte de atrás; sostenían una conversación que, a juzgar por sus caras, había sido muy áspera; ahora gesticulaban y dos de ellos esgrimían un dedo. Los dos dedos amenazadores pertenecían a sendos personajes que Rebus no conocía y apuntaban al ayudante del jefe de policía Colin Carswell.
—¿Son los de Aduanas? —aventuró Rebus.
Claverhouse no contestó, pero Ormiston asintió con la cabeza. Los dos agentes de Aduanas dieron media vuelta y se marcharon, y Carswell se acercó hecho una furia a donde estaba Rebus.
—Por Dios bendito, ¿qué hace aquí?
—El inspector Rebus sabía lo de los cajones, señor —dijo Ormiston.
—Pero yo no he robado la droga —añadió Rebus.
—¿Tiene idea de quién pudo hacerlo? —preguntó Carswell.
—¿Qué han dicho los de Aduanas? —interrumpió Claverhouse.
—Están que se suben por las paredes. Dicen que era asunto de su competencia, que ha sido una falta de colaboración, etcétera, y no quieren saber nada de responsabilidades compartidas.
—¿Sabe algo la prensa? —preguntó Rebus.
Carswell negó con la cabeza.
—Ni lo sabrá. Esto, que quede entre nosotros.
—Si esa cantidad de droga va a parar de repente a la calle, el asunto no va a quedar entre nosotros —comentó Rebus irónico.
Al sonar su móvil, Carswell miró la pantallita sin ánimo de contestar, pero cambió de idea.
—Sí, señor. Así lo haremos. Inmediatamente. —Cortó la comunicación y se puso a manosear el nudo de su corbata—. Strathern viene de camino —dijo.
—¿Strathern está al corriente? —preguntó Rebus a Claverhouse.
—¡Naturalmente que está al corriente! —espetó Claverhouse—. ¿Cómo no iba a estarlo? —añadió dando una patada al cajón—. ¡Tendríamos que haberla trasladado ayer!
—Ahora ya es tarde —musitó Carswell camino de la puerta para enfrentarse a su destino.
Rebus oyó un coche que partía —el de los agentes de Aduanas— y otro que llegaba —el del jefe de policía.
—¿Quién sabía que hoy ibais a trasladarla? —preguntó.
—El personal estrictamente necesario —contestó Ormiston—. Hemos estado hablando con ellos toda la mañana.
—¿Nadie ha visto nada? ¿Y la televisión de circuito cerrado de vigilancia?
—Tenemos una grabación —contestó Claverhouse— en la que aparecen cuatro hombres con pasamontañas; dos de ellos armados.
—Con escopetas recortadas —añadió Ormiston—. Dejaron sin conocimiento a los vigilantes, cortaron con unas cizallas la cadena de los cerrojos y metieron el vehículo.
—Una furgoneta robada, claro —gruñó Claverhouse, que paseaba de arriba abajo—. Una Ford Transit blanca que ha aparecido esta mañana a casi un kilómetro de aquí.
—Dos vigilantes nada más para esa cantidad de droga… —comentó Rebus moviendo la cabeza en gesto crítico—. ¿No hay huellas?
Ormiston negó con un gesto.
—En realidad eran dos furgonetas —dijo.
«Cuatro hombres», pensó Rebus. ¿Quién sería el cuarto?
—¿Puedo echar un vistazo? —preguntó.
—¿A qué?
—Al vídeo.
Ormiston miró a su compañero, y Claverhouse se encogió de hombros.
—Ven conmigo —dijo Ormiston señalando hacia la puerta con la cabeza.
Dejaron a Claverhouse allí solo mirando el cajón vacío y cuando salían de la nave Rebus vio a Carswell sentado en el asiento de atrás del coche de Strathern. Hablaban a solas y el conductor fumaba afuera un cigarrillo. Rebus vio con malsana complacencia que Carswell parecía inquieto.
Siguió a Ormiston hasta la caseta de la entrada, donde había una pantalla de televisión dividida en cuatro sectores que correspondían a otras tantas zonas exteriores del recinto.
—¿No hay control del interior? —preguntó Rebus.
Ormiston negó con la cabeza mientras introducía una casete.
—¿Por qué no se llevaron la cinta?
—Porque la grabación la hace un aparato oculto en una caja detrás del almacén. No lo encontrarían o pensarían que no estábamos grabándolos —dijo pulsando el botón—. Era un pequeño detalle que conseguimos mantener secreto.
La grabación se veía con un movimiento poco natural, algo así como un desfase de cinco segundos. La Transit se detenía en la entrada y dos hombres se acercaban corriendo a la caseta mientras otro cortaba la cadena del candado y un cuarto metía la furgoneta en el patio. Rebus sólo podía guiarse por la contextura física de los asaltantes pero no reconocía a ninguno. A continuación conducían la furgoneta marcha atrás hacia las puertas del almacén; estas se abrían, y desaparecía el vehículo en el interior.
—Ahora viene un trozo muy interesante —dijo Ormiston pasando la cinta a mayor velocidad.
—¿Qué sucede en esa parte? —preguntó Rebus.
—Nada que valga la pena, pero siete u ocho minutos más tarde, mira.
El vídeo mostraba la llegada de otra furgoneta más pequeña que avanzaba también marcha atrás hasta la puerta del almacén.
—¿Esos quiénes son?
—No lo sabemos.
En el segundo vehículo iban un par de hombres. Ya eran seis. Pocos minutos después, las dos furgonetas abandonaban el recinto. Ormiston rebobinó la cinta hasta el momento de la llegada de la segunda furgoneta.
—¿Ves eso?
Rebus confesó que no veía nada y Ormiston le señaló el morro, justo debajo del radiador.
—En la primera furgoneta se veía la matrícula.
Efectivamente, Rebus pudo percatarse de que en la segunda furgoneta no se apreciaba.
—Le han quitado la matrícula —dijo.
—O la han tapado con cinta adhesiva —añadió Ormiston interrumpiendo la proyección.
—¿Y ahora qué sucederá? —preguntó Rebus.
Ormiston se encogió de hombros.
—¿Aparte de la investigación interna y de la bronca que nos ganemos Claverhouse y yo? —dijo con cierta flema.
Rebus sabía qué estaba pensando: Claverhouse, por ser su superior, iba a jugarse la expulsión mientras que él podría seguir en el cuerpo; pero también Carswell había ocultado el plan al jefe de policía. Así que los despidos podían llegar hasta más arriba de Claverhouse.
—¿Ha aparecido El Comadreja? —preguntó Rebus.
Ormiston negó con la cabeza.
—¿Tú crees que ha podido ser él?
—Mira, Ormie, se corrió la voz de lo que teníais aquí. ¿No ha podido haber otra filtración y haberse difundido por medio Edimburgo ese truco de los cajones de Claverhouse?
—Pero ¿cómo sabían en cuál estaba?
—Eso sí que no lo sé —respondió Rebus—. Aparte de Claverhouse, ¿quién más estaba al corriente del cajón en que estaba la droga?
—Lo sabía él solo —contestó Ormiston negando con la cabeza con gesto de habérselo repetido mil veces.
—¿Y tenía algo el cajón que lo hiciera distinto de los otros?
—No; únicamente el peso.
—¿Había algún detalle que lo diferenciara?
—Simplemente que estaba en la parte de atrás lo más lejos posible de la zona de carga y tenía otro cajón encima.
Rebus reflexionó.
—Tal vez los vigilantes lo sabían —dijo.
—No.
—Pues entonces habrá sido tu compañero —añadió Rebus cruzando los brazos.
Ormiston sonrió sin ganas.
—Él piensa que fuiste tú quien se lo dijo a tu amigo Cafferty —replicó mirando por la ventana de la caseta y viendo que Claverhouse iba hacia ellos.
—Esos tipos tardaron escasos minutos en dar el golpe, Ormie —dijo Rebus marcando las palabras—. Así que sabían qué cajón tenían que llevarse.
Claverhouse apareció en el umbral.
—Estaba diciéndole a Ormie que has tenido que ser tú —dijo Rebus.
Claverhouse le miró pero Rebus le sostuvo la mirada hasta que la clavó en su compañero Ormiston.
—A mí no me eches la culpa —alegó este—. Ya lo hemos hablado más de diez veces.
Pero parecía que esas diez no bastaban, pensó Rebus saliendo de la caseta.
—Bueno —dijo—, ahí os quedáis con vuestro crujir y rechinar de dientes. A mí me esperan las últimas horas del fin de semana para aprovecharlas.
—Tú no vas a ningún sitio —dijo Claverhouse—. Antes tienes que hacer un informe.
Rebus se detuvo en seco.
—¿Un informe sobre qué?
—Un informe sobre todo lo que sabes.
—¿Todo? ¿Incluso la entrevista que me pediste que tuviera con El Comadreja?
—Strathern ya está al corriente, John —dijo Ormiston.
—Y sabe que el propio Comadreja te hizo una visita a casa —añadió Claverhouse ufano con una leve sonrisa en sus labios pálidos.
En ese momento se abrió la puerta del coche de Strathern y Carswell bajó del vehículo para dirigirse a paso rápido a la caseta de entrada.
—Ahora le toca a usted —dijo a Rebus.
Claverhouse sonrió sin recato.
—¿No consideró oportuno informarme de esto? —preguntó Strathern.
Tenía un cuaderno en el regazo y daba golpecitos sobre él con un bolígrafo de plata. Estaban en el asiento trasero de su coche, que olía a cuero y a madera barnizada, y miraba con cara de pocos amigos y cierto rubor en sus mejillas. Rebus sabía que al final de la charla aún tendría peor cara.
—Lo siento, señor.
—¿Qué es ese asunto sobre ese hombre de Cafferty?
—El inspector Claverhouse me pidió que hablara con él.
—¿Usted, por qué?
Rebus se encogió de hombros.
—Supongo que porque he tenido algunos enfrentamientos con él en otros tiempos.
—Claverhouse piensa que Cafferty le tiene en su nómina.
—Que opine lo que quiera, pero no es cierto —replicó Rebus viendo cómo los de Estupefacientes, acompañados por Carswell, entraban otra vez en el almacén.
—¿No le dijo nada a ese hombre de Cafferty?
—Nada que al inspector Claverhouse le hubiera interesado que no le dijera.
—Pero él fue a buscarle a casa.
—Sí, vino a mi casa y hablamos unos minutos.
—¿Sobre qué?
—Es que él seguía muy preocupado por su hijo.
—¿Y pensó que usted podía ayudarle?
—No podría asegurarlo, señor.
Strathern miró unas anotaciones.
—¿Vino usted dos veces al almacén?
—Sí, señor.
—La segunda vez fue…
—El jueves, señor.
—¿A qué vino? Claverhouse afirma que no le llamaron.
—No fue exactamente así, señor. Fui a jefatura a hablar con él y, como estaba aquí en el almacén, el sargento Ormiston me acompañó, así que el inspector Claverhouse sabía que venía y creo que le encantó que lo hiciera. Por la oportunidad de mostrarme su estratagema, quiero decir.
—¿Lo de los cajones? Una imbecilidad… —comentó Strathern haciendo una pausa—. Él dice que vino a disculparse. No parece algo muy corriente en usted, John.
—No lo es —dijo Rebus con un nudo en el estómago porque la cosa se complicaba—. Fue un pretexto.
—¿Un pretexto?
—Vine al almacén porque me lo pidieron Gray, McCullough y Ward.
Se hizo un largo silencio y los dos se miraron a la cara. Strathern se rebulló en el asiento tratando de examinar lo mejor posible a Rebus en el reducido espacio.
—Continúe —dijo.
Rebus le contó todo: el plan del robo, cómo se había ganado la confianza del trío, cómo el golpe era pura ficción y cómo le habían marginado al desechar él el plan.
—¿Sabían lo de los cajones? —preguntó Strathern con voz hueca y amenazadora.
—Sí.
—¿Porque usted se lo dijo?
—Tratando de hacerles ver que era imposible dar el golpe.
Strathern se inclinó y se llevó las manos a la cabeza.
—Dios —musitó antes de recostarse en el asiento y lanzar un profundo suspiro.
—Fueron cinco —dijo Rebus mientras Strathern trataba a duras penas de sobreponerse—. Seis, quizás.
—¿Cómo?
—Según la grabación, eran cuatro hombres en la furgoneta, más otro por lo menos en la segunda furgoneta.
—¿Y qué?
—Que me pregunto quiénes eran los otros.
—Tal vez uno de ellos era usted, John. Tal vez por eso está contándome todo esto, para que la culpabilidad recaiga sobre sus cómplices.
—Yo estaba en un hotel en la costa oeste.
—Buena coartada. ¿Con su novia? —Rebus asintió—. Ustedes dos solos en la habitación toda la noche, ¿a que sí? Ya digo, una buena coartada.
—Señor…, suponiendo que yo estuviera implicado, ¿por qué le habría contado lo que acaba de oír?
—Para tenderles una trampa.
—Muy bien —dijo Rebus muy serio—, como era usted y sus colegas quienes querían hacerlos caer en ella, vayan a buscarlos, y de paso deténganme a mí —añadió abriendo la puerta.
—No hemos terminado, inspector Rebus.
Pero Rebus había bajado del coche y se inclinó hacia el interior.
—Mejor será que para despejar dudas lo hablemos a las claras, señor: el caso Bernie Johns, los policías corruptos, la droga retenida a escondidas sin dar parte a Aduanas y una panda de jefes de policía que lo joden todo.
Rebus cerró de un portazo y se dirigió con paso airado a su coche, pero cambió de idea, así que dio la vuelta al almacén a orinar, y allí, en el estrecho espacio lleno de hierbas entre la alambrada y la pared de aluminio ondulado, vio a un hombre en la distancia, en la esquina más alejada del edificio. Tenía las manos en los bolsillos, la cabeza agachada y todo su cuerpo parecía presa de convulsiones.
Era el ayudante del jefe de policía, Colin Carswell, dándose cabezazos contra la valla.