26

Siobhan oyó los golpecitos en la ventanilla del coche, pero tardó un instante en ser consciente de que estaba en el aparcamiento de Saint Leonard tras su regreso de Leith; no recordaba haber hecho el trayecto. ¿Cuánto tiempo llevaba sentada allí? Podía ser medio minuto o media hora. Al repetirse los golpecitos, bajó del coche.

—¿Qué sucede, Derek?

—Eso pregunto yo. Estabas sentada ahí como si hubieras visto un fantasma.

—No, un fantasma no.

—¿Qué, entonces? ¿Ha sucedido algo?

Ella negó con la cabeza como si tratase de borrar el recuerdo de la escena en el despacho con Gray y McCullough.

Se lo había advertido Rebus, pero ella había metido la pata con sus acusaciones vagas y preguntas ambiguas. No era precisamente eso lo que enseñaban en la academia de policía en Tulliallan. De todos modos, la reacción de McCullough y Gray había sido desproporcionada; porque, claro, ella esperaba cierta reacción, pero no que McCullough se enfureciera de aquel modo y que Gray defendiera como una fiera a su colega. Era como si aquellos dos hombres hubieran perdido los estribos en su presencia.

—Estoy bien. Sólo soñaba.

—¿Seguro? —insistió Linford.

—Escucha, Derek… —replicó ella con voz más templada pasándose la mano por la vena palpitante de la sien.

—Siobhan…, yo únicamente trato de mejorar las relaciones entre los dos.

—Ya lo sé, Derek. Pero no es el momento, ¿de acuerdo?

—De acuerdo —replicó él alzando las manos en gesto de claudicación—. Pero que sepas que me tienes a tu disposición si me necesitas. —Ella asintió a regañadientes y él se encogió de hombros como preámbulo para un cambio de tema—. Hoy es viernes. Lástima que tengas esa cita, porque iba a proponerte cenar en Wichery.

—Otro día, quizá —respondió ella sin creerse lo que acababa de decirle, pero pensó: «No debo hacerme más enemigos».

—Te tomo la palabra —añadió Linford sonriente.

Siobhan volvió a asentir con la cabeza.

—Ahora tengo cosas que hacer —añadió.

Linford consultó el reloj.

—Yo me marcho y no sé si volveré más tarde. Si no nos vemos, que tengas un buen fin de semana. —Hizo una pausa—. Quizá podríamos ir los dos a algún sitio.

—Es muy pronto para mí, Derek —replicó ella sintiendo que se acentuaba su dolor de cabeza.

¿Por qué no se iría Linford de una vez? Le dio la espalda y se dirigió a la parte de atrás de la comisaría.

Sabía que seguiría allí plantado, esperando a que ella volviera la cabeza para dirigirle otra sonrisa afectuosa. No pensaba hacerlo.

La sala de Homicidios estaba tranquila. Les habían dado a todos el fin de semana libre ya que el fiscal se mostraba satisfecho con el planteamiento del caso. Los detalles y la información que faltaba los completarían el lunes; de momento no había prisas. Quedaba aún el papeleo, y cabos sueltos que debían ser unidos y atados firmemente.

Todo podía esperar hasta el lunes.

Se sentó a su mesa mirando la hoja del fax de Dundee donde ponía el remitente, y al alzar la vista vio que Hynds se dirigía a su mesa; por su expresión se dio cuenta de que iba a preguntarle si todo iba bien. Volvió a reanudar la lectura del fax con la esperanza de que algo, algún detalle, el que fuese, llamara su atención. Tal vez podía volver a hablar con Ellen Dempsey, si había quedado algo sin aclarar.

¿Qué, en realidad? ¿Qué más daba si McCullough había mantenido contacto con Ellen Dempsey? Desde luego, a él sí que parecía importarle. Apenas sabía nada sobre McCullough y en Dundee no conocía a nadie que pudiera informarle. Dio la vuelta a la primera hoja del fax.

«Para: sargento Clarke, Lothian y Borders».

«De: sargento Hetherington, Tayside».

Sargento Hetherington…, el mismo rango que ella. No había solicitado la información a nadie en particular, sino simplemente al número de fax de la jefatura de policía en Tayside. La hoja llevaba un membrete cuyo número de teléfono apenas se distinguía, pero advirtió que debajo de Hetherington habían añadido a máquina: 142. Tenía que ser la extensión del remitente.

Cogió el receptor y marcó las cifras.

—Jefatura de policía, agente Watkins —contestó una voz de hombre.

—Aquí la sargento Clarke de la comisaría de Saint Leonard de Edimburgo. ¿Podría hablar con el sargento Hetherington?

—La sargento Hetherington no está en este momento en su despacho. ¿Quiere dejar un mensaje?

«La sargento», pensó Siobhan sonriente.

—¿Sabe si volverá? —preguntó.

—Un momento. —Oyó que dejaba el receptor sobre la mesa. Así que era mujer; eso era un factor más en común que podría facilitar la conversación. Cogieron de nuevo el receptor—. Aún no ha recogido sus cosas de la mesa.

—¿Podría pasarle un par de números de teléfono? Me gustaría hablar con ella antes del fin de semana.

—No habrá problema. Generalmente hay que sacarla a la fuerza de la oficina.

Mejor que mejor, pensó Siobhan mientras recitaba a Watkins los números de Saint Leonard y de su móvil. A continuación permaneció con los ojos clavados en el teléfono esperando que sonara. El departamento iba vaciándose deprisa; por fin era viernes, como decía Rebus. Esperaba que él no tuviera problemas. No sabía por qué no le había llamado… En realidad, recordaba vagamente haberlo hecho; seguramente en cuanto subió al coche en Leith. Pero no había contestado. Volvería a probar de nuevo. Esta vez sí respondió.

—Estoy bien —dijo sin preámbulos—. Te llamo más tarde —añadió antes de colgar.

Siobhan se imaginó a Hetherington volviendo a su mesa. A lo mejor no le habían dejado en ella el mensaje con los números de teléfono; el agente Watkins no le había parecido de lo más expeditivo. ¿Y si se había marchado antes de que regresara Hetherington? ¿Y si ella veía el recado pero estaba cansada? A lo mejor había tenido una semana de intenso trabajo… Para Siobhan había durado una eternidad. El fin de semana no quería hacer otra cosa más que estar en la cama durmiendo y leyendo. Quizá llevase el cobertor hasta el sofá y viera en la tele una película antigua; tenía discos compactos de Hobotalk y de Goldfrapp que no había escuchado. Decidió no ir a ver a su equipo de fútbol porque jugaba el partido lejos, en Motherwell.

El teléfono no sonaba. Contó hasta diez, recogió sus cosas y se marchó.

Subió al coche y puso música para conducir: lo último de REM. El disco duraba cincuenta y tres minutos, así que la acompañaría casi todo el camino hasta Dundee.

No había contado con el éxodo del viernes por la tarde y la cola de coches que se formaba en el peaje de la autopista en el puente Forth. Después de cruzarlo pisó a fondo. Llevaba el móvil conectado al cargador pero Hetherington no llamaba, y lo cogía de vez en cuando por si había algún mensaje nuevo que no hubiera visto. Cuanto más se aproximaba al norte, mejor se sentía. Le daba igual que no hubiese nadie en la comisaría cuando llegara. Era estupendo salir de Edimburgo. Le recordaba que había otro mundo allí fuera. No conocía Dundee por servicios policiales pero había estado varias veces para ver jugar a su equipo de fútbol. Los campos de los dos equipos de Dundee estaban casi juntos y conocía algunos bares del centro donde había tomado una copa antes del encuentro con la bufanda del Hibs bien guardada en el bolso. En el puente Tay vio el indicador para salir de la autopista, pero esta vez no cometió el error de hacer caso, porque aquella salida discurría por varios pueblos de Fife. Continuó por la M90, rebasando Perth, y tomó la salida de Dundee oeste, un acceso interrumpido por una serie interminable de rotondas. Conducía por una de ellas cuando sonó el teléfono.

—He recibido su mensaje —dijo una voz de mujer.

—Gracias por llamarme. Precisamente estoy ahora mismo entrando en Dundee.

—Dios, debe ser grave.

—O más bien que yo tenía ganas de venir a Dundee este viernes.

—En ese caso, lo dejamos en «desesperado».

Siobhan sintió que iba a gustarle la sargento Hetherington.

—Por cierto, me llamo Siobhan —añadió.

—Yo, Liz.

—¿Está a punto de acabar la jornada, Liz? Lo digo porque conozco mejor dónde están los bares de Dundee que el camino de jefatura.

—Bueno —contestó Hetherington riendo—, me dejo convencer.

Siobhan mencionó el nombre de un pub y Hetherington dijo que sabía dónde estaba.

—¿Nos vemos allí dentro de diez minutos? —sugirió Siobhan.

—Diez minutos.

—¿Cómo nos reconoceremos?

—No creo que sea un problema, Siobhan. En ese pub, las mujeres solas son casi una especie en extinción.

Tenía razón.

Siobhan había estado en aquel local sólo algún sábado por la tarde para tomarse una copa tranquila bien acompañada de seguidores del Hibs. Pero los viernes, después del trabajo y con el fin de semana por delante, la clientela del pub cambiaba. El ambiente era de grupos de oficinistas que reían a carcajadas y los únicos clientes solos eran hombres de cara adusta que bebían en la barra. Iban llegando parejas después del trabajo con las bolsas de la compra para la cena dispuestos a contarse los cotilleos de la jornada. Sonaba una música dance machacona y el televisor estaba puesto sin sonido en un canal de deportes. El local era grande, pero no encontró un sitio desde donde poder ver la entrada, y el pub tenía dos accesos, lo que no ayudaba. A cada intento que hacía por apoderarse de un rincón, alguien se lo arrebataba y no podía ver bien la puerta. Además, Hetherington llegaba tarde. Terminó su bebida y fue a la barra por otra.

—¿Lima con soda? —preguntó el camarero, que recordaba lo que había tomado, y ella asintió con la cabeza sin salir de su admiración.

Al volverse hacia la puerta vio que se abría y daba paso a una mujer que se detuvo a mirar en el local. Lo que Liz Hetherington no le había mencionado era que medía más de un metro ochenta, pero a diferencia de muchas mujeres altas, no era de las que procuran parecer más bajas; ella caminaba bien derecha y llevaba zapatos de tacón. Siobhan le dirigió un saludo con la mano y la recién llegada se le acercó.

—¿Liz? —dijo Siobhan, y Hetherington asintió—. ¿Qué quiere tomar?

—Un refresco de jengibre… —Hizo una pausa—. No, qué demonios. ¿No es viernes?

—Claro.

—Pues que sea un Bloody Mary.

No había mesas pero al fondo del local encontraron una repisa y pusieron allí los vasos. Siobhan pensó que si aguantaba mucho tiempo de pie al lado de Hetherington acabaría con tortícolis. Cogió dos taburetes de la barra y se sentaron.

Brindó alzando el vaso y Liz correspondió al brindis.

Liz Hetherington tendría treinta años largos y una abundante melena negra que le llegaba a los hombros y que llevaba bien cuidada; sin embargo no parecía que se gastara una fortuna en peluquería. Su esbelta figura se ensanchaba notablemente en las caderas pero la estatura lo compensaba. No llevaba anillo en la mano izquierda.

—¿Desde cuándo es sargento? —preguntó Siobhan.

Hetherington infló los carrillos.

—Tres años… Tres y medio exactamente. ¿Y usted?

—Casi tres semanas.

—Enhorabuena. ¿Qué tal es Lothian y Borders?

—Muy parecido a esto, supongo. El jefe de mi comisaría es una mujer.

—Tanto mejor —dijo Hetherington enarcando una ceja.

—No está mal —añadió Siobhan pensativa—. Pero no crea que es de las que hacen favores…

—Las jefas nunca los hacen —comentó Hetherington—. Tienen que estar en su papel.

Siobhan asintió mientras Hetherington daba un sorbo y saboreaba la bebida.

—Hacía tiempo que no bebía un Bloody Mary —dijo removiendo el hielo—. Bien, ¿qué es lo que la trae a Dundee?

—Quería darle las gracias por el informe que me ha enviado —contestó Siobhan sonriente.

—Con una llamada telefónica habría bastado.

Siobhan asintió con la cabeza.

—Resulta que en el informe aparece el nombre de uno de sus colegas y tal vez tendré que hacerle unas preguntas.

—¿Y?

Siobhan se encogió de hombros.

—Me gustaría saber cómo es. Se trata del inspector James McCullough. ¿Conoce a alguien que pueda hacerme un resumen de su persona?

Hetherington escrutó a Siobhan por encima del vaso. No estaba Siobhan muy segura de haberla convencido con lo que acababa de inventarse. Aunque quizá daba igual.

—¿Así que quiere saber cosas sobre Jazz McCullough?

Aquello significaba que Hetherington le conocía.

—Como más vale prevenir que curar, quisiera saber cómo reaccionaría si le planteo ciertas preguntas.

—¿Y la información es poder? —añadió ella y, tras ver que Siobhan se encogía de hombros, señaló los vasos—. ¿Quiere otra?

Siobhan comprendió que Hetherington se tomaba su tiempo.

—Lima con soda —dijo.

—¿No la quiere con ginebra u otra cosa?

—Tengo que conducir —respondió Siobhan mirando su vaso casi vacío—. Bueno, sí, de acuerdo.

Hetherington sonrió y se dirigió a la barra. Cuando regresó, Siobhan vio que había tomado una decisión, y que además llevaba dos bolsas de cacahuetes tostados.

—Sustento —dijo poniéndolas en la repisa, y al sentarse añadió—: Ya empiezan a rondar los ligones.

Siobhan asintió. Había visto ojos masculinos estudiándolas, entre los hombres de los grupos de oficinistas y también de los que estaban de pie en la barra. Al fin y al cabo, ellas tenían todo el aspecto de dos mujeres que acaban de empezar la noche, de dos posibles presas.

—Que la suerte los acompañe —comentó.

—Por las prostitutas —añadió Hetherington chocando su vaso con el de Siobhan y haciendo una pausa—. No sabe la suerte que ha tenido.

—Explíquese.

—Bueno, quizá no sea suerte. Tal vez sea instinto o el azar o qué sé yo. —Hizo otra pausa y dio un sorbo—. Porque hay muchos en el Departamento de Investigación Criminal que conocen a Jazz McCullough, y habrá quienes seguramente estén dispuestos a hablarle de él, pero no le dirían gran cosa.

—¿Tiene muchos amigos?

—Ha hecho muchos amigos porque a lo largo de los años no ha escatimado favores.

—¿No se cuenta usted entre ellos?

Jazzy yo trabajamos juntos un par de veces, pero él se portaba conmigo como si yo fuera invisible, lo que, como puede ver, ya es proeza.

Siobhan se lo imaginaba, porque Hetherington seguramente era dos centímetros más alta que McCullough, puede que incluso más.

—¿No le gustaba usted?

Hetherington negó con la cabeza.

—Creo que más que no gustarle era que me consideraba superflua.

—¿Por ser mujer?

Hetherington se encogió de hombros.

—Quizá —dijo alzando de nuevo el vaso—. Así que no espere que la reciba con los brazos abiertos.

—No lo espero —dijo Siobhan pensando en la escena de Leith y conteniendo un estremecimiento.

Notaba el alcohol invadir su organismo y se llevó unos cacahuetes a la boca.

—Bueno, ¿qué es lo que quiere preguntarle?

—En esas notas que me envió sobre…

—Ya no recuerdo el nombre de la mujer.

—Ellen Dempsey. McCullough la detuvo un par de veces. Una por prostitución y la otra por utilizar aerosol de defensa contra un hombre en un taxi. Esa Dempsey quizás esté implicada en un caso del que me ocupo en este momento.

—¿Qué tiene ella que ver con McCullough?

—Probablemente nada, pero tengo que preguntarlo.

Hetherington asintió.

—Bueno, yo ya le he dicho lo que sé de Jazz McCullough.

—Pero no me ha dicho que está haciendo un curso en Tulliallan.

—Ah, ¿lo sabe? Jazz es de los que muchas veces desobedecen órdenes.

—A un colega mío de Edimburgo le sucede igual. Por cierto, también está en Tulliallan.

—¿Y por eso se ha enterado de que Jazz está allí? No crea que yo pretendía encubrirlo, Siobhan. Simplemente pensé que no era relevante.

—Todo es relevante, Liz —replicó Siobhan—. A mí me da la impresión, y que quede entre nosotras… —aguardó a que Hetherington asintiera—, de que McCullough puede haber estado en contacto con esa Ellen Dempsey después de marcharse ella de Dundee.

—En contacto, ¿en qué sentido?

—En el sentido de que la protegiera.

Hetherington reflexionó un instante.

—No sé si le servirá de algo lo que yo sé; está casado y tiene hijos, uno de ellos ya mayor, que va a la universidad. —Hizo una pausa—. Y sé que está tramitando el divorcio.

—Ah.

Hetherington torció el gesto.

—Va a parecerle que pretendo hablar mal de él —dijo.

—No en lo que a mí respecta, Liz —se apresuró a decir Siobhan.

Hetherington suspiró.

—Según los rumores, hace dos meses que se fue de casa y, aunque sigue haciendo acto de presencia, creo que se ha mudado a un piso no lejos del domicilio conyugal.

—¿Vive en la ciudad?

Hetherington negó con la cabeza.

—En las afueras. En Broughty Ferry.

—¿En la costa?

Hetherington asintió.

—Oiga, yo no quiero denigrar a este hombre. Aunque preguntara a una docena de compañeros suyos, difícilmente encontraría a uno que…

—Pero con los superiores sí que tiene problemas.

—Es que a él le parece que sabe más que ellos. Y en eso, ¿quién puede decir que no tenga algo de razón?

—Sigue recordándome a ese colega mío —dijo Siobhan sonriente.

—Eh, chicas. ¿Os apetece otra copa?

Se les acercaban dos hombres con una cerveza en la mano, vestidos de traje y corbata y con anillo de casados.

—Esta noche no, amigos —contestó Hetherington, y el que se había dirigido a ellas alzó los hombros.

—Era sólo una pregunta —dijo, mientras Hetherington le decía adiós con la mano.

—¿Quiere que vayamos a otro sitio? —le preguntó Siobhan.

—De lo que realmente tengo ganas es de marcharme a casa —dijo mirando el reloj—. Si tiene que hablar con Jazz déjese caer por aquí, y adelante. No la morderá.

A Siobhan le dieron ganas de contestar que no estaba tan segura.

En la calle, como iban en dirección contraria, se dieron la mano. Los dos hombres habían salido detrás de ellas.

—¿Qué, chicas, damos un paseíto?

—Dejadnos en paz y volved a casa con vuestras mujeres.

Los dos tipos pusieron mala cara y se alejaron resignados lanzando maldiciones.

—Gracias por su ayuda, Liz —dijo Siobhan.

—Me parece que no la he ayudado mucho.

—Pero me ha servido de excusa para salir de Edimburgo.

Hetherington asintió con la cabeza, comprensiva.

—Espero que vuelva a visitarnos en otra ocasión, sargento Clarke.

—Volveré, sargento Hetherington.

Se quedó mirando a aquella mujer alta y segura de sí misma que se alejaba y Hetherington pareció adivinarlo porque se volvió a decirle adiós con la mano.

Siobhan bajó una cuesta hasta donde tenía el coche. Mientras llegaba a la autopista ya se ponía el sol, y cambió REM por Boards of Canada. Cuando sonó el teléfono supo instintivamente quién era.

—¿Qué tal ha sido el resto del día? —preguntó.

—Sigo vivo —contestó Rebus—. Perdona que no te haya llamado antes.

—¿Estabas en la misma habitación que ellos?

—Y lo más cerca posible que podía de Bobby Hogan. Conseguiste asustar a Jazz McCullough. Es admirable.

—Debí seguir tu consejo y no acercarme a él.

—No estoy tan seguro.

—John…, ¿no puedes decirme qué demonios sucede?

—Tal vez.

—Tengo toda una hora libre.

Se hizo un silencio.

—Pero que quede entre nosotros —dijo Rebus.

—Sabes que puedes confiar en mí.

—¿Igual que confié en que no ibas a acercarte a McCullough?

—Eso fue más bien un consejo —replicó ella sonriendo.

—Bueno, de acuerdo. Si estás sentada…

—Te escucho.

Se hizo otro silencio y a continuación se oyó la voz de Rebus extrañamente incorpórea.

—Había una vez, en una tierra muy lejana, un rey llamado Strathern que un día llamó a uno de sus caballeros errantes para que le diera nuevas sobre una peligrosa empresa…

Sin dejar de pasear por el cuarto de estar, Rebus contó la historia a Siobhan, o al menos cuanto él pensaba que debía explicarle. Había dejado temprano el trabajo para volver directamente a casa pero ahora se sentía como en una trampa. No cesaba de mirar por la ventana para ver si había alguien abajo al acecho; la puerta del edificio estaba cerrada pero eso no era un impedimento, y el carpintero había reparado la de su piso pero sin reforzarla, por lo que no sería difícil de abrir con un escoplo o una palanca; y, aunque tenía las luces apagadas, tampoco se sentía más seguro a oscuras.

Cuando terminó su relato, Siobhan le hizo un par de preguntas sin incluir ningún comentario sobre si había hecho bien o mal en aceptar aquella misión, ni considerar una locura haber propuesto al trío el golpe en el almacén, y Rebus comprendió que le había escuchado como amiga y como colega.

—¿Dónde estás? —preguntó él al final, consciente por los ruidos que oía de que iba en coche. Pensaba que iba de Saint Leonard a su casa, aunque hacía media hora que duraba la conversación.

—Acabo de cruzar Kinross volviendo de Dundee —dijo ella.

Rebus se imaginó el motivo.

—¿Para indagar sobre Jazz McCullough?

—Pero no he averiguado mucho. Sólo que está separado de su mujer, pero eso no es ningún delito.

—¿Separado de su mujer? —repitió Rebus pensando en los primeros días en Tulliallan—. Pero si siempre está llamándola por teléfono y se marcha a casa en cuanto tiene oportunidad…

—Hace unos meses que viven separados.

Rebus comprendió que lo del matrimonio feliz era una farsa.

—Pues, entonces, ¿adónde irá? —preguntó Rebus.

—A lo mejor Ellen Dempsey podría aclarárnoslo.

—Sí, estoy de acuerdo —añadió Rebus pensativo—. ¿Qué haces esta noche?

—Nada en particular. ¿Sugieres una operación de vigilancia?

—Tal vez una breve, para ver si confirmamos algo.

—Dempsey vive en North Queensferry; yo podría estar allí en un cuarto de hora.

—Y McCullough tiene una casa en Broughty Ferry… —Rebus se acercó a la mesa y comenzó a revolver papeles. Tenía una hoja que les habían dado al iniciar el cursillo con los nombres de los participantes, su categoría y dirección—. Aquí la tengo —dijo.

—Pero parece ser que alquiló un piso a un par de calles de su casa —añadió Siobhan—. ¿Seguro que quieres que vayamos allí? Si tiene el coche en North Queensferry será un viaje en balde.

—Cualquier cosa será mejor que estarme aquí en casa —replicó Rebus sin añadir que se sentía como una diana.

Acordaron permanecer en contacto a través del móvil y él llamó a Jean para decirle que iría por la noche sin precisar la hora.

—Si no ves luces encendidas no te molestes en llamar —dijo ella—. Me telefoneas por la mañana.

—De acuerdo, Jean.

Anduvo a paso rápido desde su edificio hasta el coche, encendió el motor y salió del espacio de aparcamiento marcha atrás. No sabía qué esperar; tal vez una emboscada o quizá le seguían en coche. Pero acababa de anochecer y las calles de Edimburgo estaban tranquilas, así que era difícil no detectarlo yendo prevenido. Circuló sin problemas parando sólo en los semáforos y en los cruces; no, no creía que le siguieran. El grupo salvaje se habría dispersado, supuestamente para irse cada uno con sus respectivas familias o con sus amigos al pub. Allan Ward se había quejado del largo viaje que le esperaba por carretera hasta Dumfries, pero podía ser mentira. A saber dónde andarían exactamente aquellos tres. Él, que pensaba que McCullough regresaba el fin de semana a su feliz hogar… y no había tal hogar. Cómo saber lo que era verdad y lo que era mentira. Viernes por la noche: la ciudad se ponía en movimiento y la calle se llenaba de chicas con falda corta y chicos que daban brincos al andar, repletos de chulería química; hombres con traje que paraban taxis con la mano, coches que circulaban con música atronadora. La gente trabajaba intensamente toda la semana y luego, a olvidar penas. Dejó Edimburgo atrás y, al cruzar el puente Forth, miró abajo, hacia North Queensferry, y llamó a Siobhan.

—No hay señales de vida —contestó ella—. He pasado por delante de la casa un par de veces y no hay ningún coche en el camino de entrada.

—Quizás esté aún en el trabajo —dijo Rebus.

—He llamado a la empresa para pedir un coche y la voz que contestó no era la de ella.

—Muy ingenioso —comentó Rebus sonriendo.

—¿Dónde estás?

—Si saludas con la mano, seguro que te veo. En este momento estoy cruzando el puente.

—Cuando llegues me llamas.

Rebus cortó la comunicación y siguió pensando, aclarando ideas.

Broughty Ferry estaba en la costa al este de Dundee y era un lugar con pretensiones donde vivía gente elegante y privilegiada, gente con suficientes ahorros para un retiro confortable. Paró a preguntar el camino y no tardó en dar con la calle de McCullough, atento a la posibilidad de tropezarse con él. Había muchos coches aparcados en la calzada y en los caminos de entrada a las casas, pero ni rastro del Volvo de McCullough. Pasó por delante de su casa; una casa unifamiliar pero nada ostentosa. Debía de tener cuatro dormitorios; el cuarto de estar tenía ventanas emplomadas y la luz estaba encendida; no había garaje, pero en el camino de acceso para coches vio un Honda Accord, seguramente de su esposa. Dio media vuelta con el Saab maniobrando en el vado de una casa y logró aparcar lo bastante cerca para ver si llegaba o salía alguien. Sacó una hoja de papel del bolsillo y la desplegó: era la lista de Tulliallan con el número de teléfono de McCullough y la dirección. Llamó y respondió al teléfono una voz de muchacho: el hijo de catorce años.

—¿Está tu padre? —preguntó Rebus en tono jovial.

—No… —respondió indeciso el muchacho sin atinar a dar más explicaciones.

—Llamo al número de teléfono de Jazz, ¿verdad?

—Pero él no está —contestó el chico.

—Soy un compañero suyo del trabajo —dijo Rebus.

—Si lo apunta, le doy otro número —contestó el chico en tono más relajado.

—Estupendo.

El chico buscó el número, se lo recitó y Rebus lo anotó en un papel.

—Muchas gracias por tu ayuda.

—De nada —dijo el chico colgando justo en el momento en que Rebus oía una voz de mujer a lo lejos preguntando quién llamaba.

Miró el número que le había dado y era el del móvil de McCullough. Era inútil llamar porque no iba a conseguir ningún indicio para localizarle. Se recostó en el asiento apoyando el cuello en el reposacabezas y llamó a Siobhan.

—Aquí no hay nadie —dijo—. ¿Alguna novedad ahí?

—A lo mejor han ido al pub.

—Ojalá pudiera yo hacer lo mismo.

—Y yo. Hace dos horas me tomé una ginebra y tengo un dolor de cabeza tremendo.

—El único remedio es tomar más alcohol —dijo Rebus.

—¿Qué demonios estamos haciendo, John?

—Creo que estamos de vigilancia, ¿no?

—¿Para provecho de quién?

—Nuestro.

—Puede ser… —añadió ella con un suspiro.

—Pero no te sientas esclava del deber —dijo Rebus en el momento en que un coche deportivo enfilaba la calle.

Los pilotos de los frenos centellearon al pasar frente a la casa de McCullough pero, sin pararse, puso el intermitente para doblar en una bocacalle del fondo.

—¿Qué coche tiene Dempsey? —preguntó Rebus dándole a la llave de contacto.

—Un MG rojo último modelo.

—Acaba de pasar uno a mi lado —dijo él entrando en la bocacalle por la que había girado el MG, a tiempo de verlo doblar en otra esquina. Rebus prosiguió su comentario—: Y ha disminuido la marcha al pasar por delante de la casa como si quisiera echar un vistazo al hogar de los McCullough.

—¿Y qué hace ahora?

Rebus pensó en torcer en la otra calle, pero cambió de idea al ver que el MG iba marcha atrás para aparcar en un reducido espacio. Un hombre estaba en la acera, mirando a derecha e izquierda. Era Jazz McCullough.

De haber habido mejor iluminación habría visto a Rebus, pero a él le dio la impresión que McCullough estaba más bien atento por si aparecía su esposa. Una mujer bajó del coche y él la hizo entrar rápido en la casa.

—Positivo. Acaba de entrar en la casa alquilada de McCullough —dijo Rebus describiéndole a la mujer.

—Es ella —confirmó Siobhan—. ¿Qué hacemos?

—Bueno, acabamos de verificar lo que nos imaginábamos. Jazz McCullough está liado con Ellen Dempsey.

—¿Y por eso seguía los pasos de la investigación del caso Marber, para comprobar si teníamos algo contra ella?

—Supongo.

—Pero ¿por qué? —insistió Siobhan—. ¿Qué era lo que pensaban que averiguaríamos?

—No lo sé —contestó Rebus realmente perplejo.

—¿Abandonas? —preguntó Siobhan.

—No, pero creo que podemos dejarlo para el lunes —le replicó—. No por eso soy un mal tipo.

—No, claro que no…

—Escucha, Siobhan, tienes que informar de esto a Gill Templer y si decide actuar en consecuencia, o si hay elementos suficientes para hacerlo, que sea ella quien decida.

—Ella da por cerrado el caso.

—Quizá tenga razón.

—¿Y si no la tiene?

—Por Dios, Siobhan, ¿qué dices? ¿Crees que Dempsey y McCullough son una especie de Bonnie y Clyde? ¿Crees que mataron a Edward Marber?

—Por supuesto que no —respondió ella tratando de apostillar con una carcajada la respuesta.

—Pues, ¿entonces? —añadió Rebus.

Siobhan admitió que tenía razón y le dijo que lo consultaría con la almohada el fin de semana y que lo reduciría a alguna especie de binario.

—¿Alguna especie de qué?

—Es igual.

Cortaron la comunicación, pero Rebus siguió allí con el coche. Dempsey y McCullough encarnando a Bonnie y Clyde… Lo había dicho sin pensar, pero ahora comenzaba a intrigarle, no que encarnasen a la célebre pareja, sino la relación precisa entre McCullough y Ellen Dempsey y en qué medida estaba relacionada con algo peor de lo que Siobhan había podido imaginar.

—A la mierda —dijo finalmente, incapaz de desentrañar el asunto.

Dio media vuelta con el coche y tomó dirección sur.

Jean tenía las luces encendidas.

Al abrir la puerta vio a Rebus con cena a base de pescado y patatas fritas y una botella de vino.

—Cena para dos —dijo él cruzando el umbral.

—Cuánto honor. Primero una cena en el Number One y ahora esto…

Él la besó en la frente sin que ella lo rehuyera.

—¿Tienes algún plan para el fin de semana? —preguntó Rebus.

—Nada que no pueda cambiar si me apetece.

—He pensado que podíamos pasarlo juntos. Hay muchas cosas de ti que quiero ir averiguando.

—¿Como por ejemplo?

—Por ejemplo, como futura referencia para mí, ¿qué prefieres, perfume, ramos de flores o cenas con vino?

—Pues no sé qué decirte —contestó ella cerrando la puerta.