Cuando más tarde Rebus bajó a desayunar se encontró a los cinco miembros del grupo salvaje sentados a una mesa y se acomodó entre Stu Sutherland y Tam Barclay.
—¿Qué ha sucedido con Dickie Diamond? —preguntó Barclay.
—Que le estrangularon anoche —respondió Rebus sin dejar de mirar el plato.
Barclay lanzó un silbido.
—Nos ocuparemos nosotros del caso, ¿verdad?
—Pertenece a Leith, sacaron el cadáver del agua, en el puerto.
—Pero puede vincularse al caso Lomax, que es nuestro —replicó Barclay.
Sutherland asintió.
—Joder, y pensar que ayer estuvimos hablando con él.
—Sí, curiosa coincidencia —añadió Rebus.
—John cree que hemos sido uno de nosotros —espetó Allan Ward y Sutherland se quedó boquiabierto mirando a Rebus, enseñando trozos de tocino y yema de huevo triturados.
—Así es —dijo Rebus—. Diamond ha muerto a consecuencia de una llave en el cuello como la que Francis le hizo en el cuarto de interrogatorios.
—Me parece que estableces conclusiones precipitadas —dijo McCullough.
—Sí —añadió Barclay—, más rápidas que los traslados de Superman.
—Piensa un poco, John —dijo McCullough en tono suplicante—. Trata de racionalizarlo.
Rebus miró de soslayo a Gray, que mordisqueaba una tostada.
—¿Tú qué crees, Francis? —preguntó.
Gray le miró para contestar.
—Creo que la presión te ofusca y eres incapaz de pensar como es debido. Tal vez unas sesiones extra con Andreíta no te vendrían mal —añadió cogiendo la taza de café para deglutir la tostada.
—Tiene razón, John —arguyó Barclay—. ¿Por qué íbamos nosotros a querer liquidar a Dickie Diamond?
—Porque guardaba algún secreto.
—¿Como por ejemplo? —preguntó Stu Sutherland.
Rebus movió despacio la cabeza.
—Si tú sabes algo —dijo Gray alzando la voz—, tal vez sea el momento de decirlo.
Rebus pensó en la modesta confesión que le había hecho a Gray insinuándole que había conocido a Dickie Diamond más de lo que había admitido, y que además sabía algo sobre la muerte de Rico Lomax. La amenaza de Gray era implícita: si sigues acusándome, yo hablo. Pero era una posibilidad que él había considerado y no creía que lo que Gray pudiera decir le perjudicara gravemente.
A menos que hubiese arrancado otra confesión a Dickie Diamond.
—Buenos días, señor —dijo de pronto McCullough mirando por encima del hombro de Rebus.
Allí estaba Tennant, quien dio unos golpecitos a Rebus en el brazo.
—Caballeros, tengo entendido que la situación ha dado un vuelco. Inspector Rebus, ya que estuvo presente en la autopsia, podría documentarnos. Que yo sepa, el inspector Hogan no tiene aún sospechosos y agradecería cualquier dato que nosotros pudiésemos aportar.
—Con todo respeto, señor —dijo Barclay—, deberíamos encargarnos nosotros del caso, dada la relación que puede tener con el de Lomax.
—Nosotros no somos una unidad en activo, Barclay.
—Hemos llevado a cabo una buena indagación ficticia —terció McCullough—. Así que…
—¿Y cree que a Leith le vendría bien un poco de ayuda extra?
—Suponiendo que fuera realmente ayuda —musitó Rebus.
—¿Cómo dice? —preguntó Tennant.
—Señor, no viene a cuento que vayamos allí nosotros si el móvil de esta muerte es un factor ulterior al caso nuestro, porque más que ayudar entorpeceríamos la investigación.
—Creo que no acabo de entenderle.
Rebus era consciente de aquellos tres pares de ojos que le asaetaban.
—Señor, me refiero a que a Dickie Diamond le estrangularon, y durante nuestro interrogatorio el inspector Gray perdió un poco los estribos y casi le asfixia.
—¿Es eso cierto, inspector Gray?
—El inspector Rebus exagera.
—¿Le puso la mano encima al testigo?
—Estaba largándonos cuentos, señor.
—Con todo respeto, señor —terció Sutherland con voz aguda—, creo que Rebus está haciendo una montaña de un grano de arena.
—Un grano de arena puede entorpecernos tanto como una montaña —replicó Tennant—. ¿Qué tiene usted que decir, inspector Gray?
—Señor, John se entusiasma en exceso. Ya sabe la mala fama que tiene de ofuscarse con los casos. Yo anoche estuve con el inspector McCullough y el agente Ward, quienes pueden confirmarlo.
Los dos aludidos asintieron con la cabeza.
—John —añadió Tennant pausadamente—, su acusación contra el inspector Gray, ¿se basa en algún otro dato distinto de lo que dice haber presenciado en el cuarto de interrogatorios?
Rebus pensó en los diversos indicios que podía alegar, pero optó por negar con la cabeza.
—¿Está dispuesto a retirar la acusación?
Rebus asintió despacio sin levantar los ojos del plato, que no había tocado.
—¿Está seguro? Porque si Leith solicita nuestra ayuda tengo que tener la seguridad de que vamos allí formando un grupo unido.
—Sí, señor —respondió Rebus.
Tennant señaló a Gray con el dedo.
—Suba arriba dentro de cinco minutos para hablar conmigo. Y ustedes, terminen de desayunar; nos reunimos dentro de un cuarto de hora. Hablaré con el inspector Hogan para ver cómo van las indagaciones.
—Gracias, señor —dijo McCullough cuando ya Tennant se alejaba de la mesa.
Acabaron de desayunar sin que nadie volviera a dirigir la palabra a Rebus. El primero en levantarse fue Gray, seguido de Ward y Barclay. McCullough parecía aguardar a que Stu Sutherland se fuera, pero Sutherland quería otro café y McCullough se levantó sin apartar la vista de Rebus, quien continuaba mirando los restos de clara de huevo. Sutherland se recostó en la silla con su segunda taza de café y dio un ruidoso sorbo.
—Por fin es viernes —comentó.
Rebus sabía a qué se refería; el grupo se tomaría el descanso del fin de semana y después sólo quedarían cuatro días más de cursillo.
—Creo que voy a subir a mi habitación para empezar a hacer la maleta —añadió Sutherland levantándose otra vez. Rebus asintió con la cabeza viendo que hacía una pausa como si fuera a decir algo muy meditado.
—Gracias, Stu —dijo Rebus con ánimo de ahorrarle el esfuerzo.
Y funcionó, porque Sutherland sonrió como si fuera la respuesta a algo que él hubiera dicho por su bien.
Cuando Rebus en su habitación fue a comprobar si tenía mensajes en el móvil, este sonó. Miró el número en la pantalla y decidió contestar.
—Diga, señor.
—¿Podemos hablar? —preguntó el profesor David Strathern.
—Dispongo de un par de minutos antes de ir a otro sitio.
—¿Qué tal va eso, John?
—Creo que he desperdiciado una buena oportunidad, señor, y que no podré recuperar su confianza.
Strathern farfulló una imprecación.
—¿Qué ha sucedido?
—Mejor será no entrar en detalles, señor. Pero para su propia información: no sé qué harían con los millones de Bernie Johns, pero creo que no les queda mucho del botín. Eso suponiendo que se hicieran con él.
—¿No está convencido de ello?
—De lo que estoy convencido es de que no son trigo limpio. No sé si habrán cometido antes un robo, pero si se les presentara la ocasión de apoderarse de algo lo harían encantados.
—Lo que no nos lleva a ninguna parte.
—Verdaderamente, no, señor. No.
—No es culpa suya, John. Estoy seguro de que ha hecho cuanto ha podido.
—Tal vez, incluso un poco más, señor.
—No se preocupe, John. Tendré en cuenta sus esfuerzos.
—Gracias, señor.
—Supongo que querrá quedar exonerado de la misión ya que no tiene sentido seguir…
—En realidad, señor, prefiero aguantar aquí porque quedan pocos días para que acabe el cursillo y si desaparezco de pronto sospecharán.
—Tiene toda la razón, lo notarían.
—Exacto, señor.
—Muy bien, entonces, si eso le parece lo mejor…
—No me queda más remedio que sonreír y aguantar, señor.
Rebus cortó la comunicación y pensó en la mentira que acababa de decir. Se quedaba allí no porque temiese que le descubrieran, sino porque aún tenía trabajo por delante. Decidió llamar a Jean y decirle que disponían del fin de semana para los dos. Ella contestó: «Suponiendo que no surja algo».
Era irrefutable.
El grupo salvaje se reunió para reanudar la investigación del caso Lomax. Parecía que la hubiesen abandonado hacía mucho, mucho más tiempo que el transcurrido desde el primer encuentro en torno a aquella mesa. Tennant presidía la reunión sentado con las manos cruzadas.
—El Departamento de Investigación Criminal de Leith desea nuestra ayuda, caballeros —dijo—. O mejor dicho, su ayuda. No estarán encargados del caso por no ser nuestra jurisdicción, pero compartirán cualquier información con el inspector Hogan y su equipo, pasándole las notas, la lista de actuaciones y los progresos que hayan hecho en el caso Lomax y, en particular, cualquier dato relativo al señor Diamond y su entorno. ¿Está claro?
—¿Será Leith nuestra base, señor? —preguntó McCullough.
—Hoy sí. No se dejen nada aquí. Es prácticamente fin de semana y a continuación regresarán a Tulliallan para los cuatro días finales de investigación. El objetivo del curso es reciclarlos y prepararlos para que reanuden con eficacia el trabajo en equipo —Rebus vio que Tennant clavaba en él los ojos al decirlo— y sus respectivas comisarías querrán pruebas de que se les ha enseñado lo que acabo de señalar.
—¿Qué tal vamos por ahora, jefe? —preguntó Sutherland con voz aguda.
—¿De verdad que quiere saberlo, sargento Sutherland?
—Bueno, no; prefiero esperar.
Todos sonrieron menos Rebus y Gray. Este parecía escarmentado después de la charla con Tennant, y Rebus, por su parte, estaba ensimismado tratando de dilucidar si no correría ningún peligro en Leith. Allí, al menos pisaría terreno conocido para él y Bobby Hogan le guardaría las espaldas. ¿Llegaría entero al fin de semana? No apostaba ni a favor ni en contra.
El procedimiento de inculpación contra Malcolm Neilson seguía perfectamente su curso. Colin Stewart, de la fiscalía, llegó aquella mañana a Saint Leonard para solicitar un informe sobre el caso, pues él y sus asesores jurídicos decidirían si había pruebas suficientes para presentarlo ante un tribunal. De momento, parecía satisfecho. Siobhan fue requerida al despacho de Gill Templer para contestar a una serie de cuestiones jurídicas relativas al registro en la casa de Neilson en Inveresk. Tampoco ella se abstuvo de plantear preguntas.
—No existen pruebas materiales, ¿cierto?
Stewart se quitó las gafas como si comprobase la suciedad de los cristales mientras Gill Templer permanecía impasible a su lado.
—Tenemos el cuadro —comentó Stewart.
—Sí, pero lo encontramos en un cobertizo abierto y podría haberlo puesto allí cualquiera. ¿No podrían efectuarse más análisis para comprobar si lo manipuló alguien más?
—Por lo visto tenemos un santo Tomás en casa —dijo Stewart mirando a Templer.
—A la sargento Clarke le gusta el papel de abogado del diablo —dijo Templer—. Pero sabe tan bien como nosotros que esos análisis llevan tiempo y, sobre todo, que cuestan dinero, y que seguramente no añadirán nada a lo que ya sabemos.
Todos lo que intervenían en una investigación debían tener muy presente que cada caso tenía asignado un presupuesto estricto. El inspector Bill Pryde dedicaba probablemente más tiempo a las cifras y a las cuentas que a sus tareas policiales, y que los gastos quedasen por debajo del presupuesto era otra notable especialidad suya que los jefazos de la Casa Grande valoraban bastante.
—Lo que quiero decir es que Neilson resulta un blanco fácil por haber tenido una reyerta en público con Marber; después está ese dinero bajo cuerda y…
—Los únicos que saben lo del dinero, sargento Clarke —dijo Stewart volviendo a ponerse las gafas—, son los investigadores. ¿No irá a decir que alguno de sus subordinados está implicado?
—Claro que no.
—Pues entonces…
Ahí quedó la cosa. De vuelta a su mesa, Siobhan llamó a Bobby Hogan. Hacía tiempo que quería hacerlo; quería saber si a Alexander le habían comunicado la muerte de su madre y cómo había reaccionado; incluso había pensado en hacer una visita a la abuela, aunque comprendía lo complicado que sería, ya que Thelma Dow se sentiría doblemente afectada: por la pérdida de Laura y por el encarcelamiento de su hijo. Siobhan esperaba que fuese capaz de sobreponerse para poder ocuparse de su nieto. Había también considerado ponerse en contacto con una amiga de los servicios sociales para que comprobase el estado emocional de nieto y abuela. Miró la sala del Departamento de Investigación Criminal y vio que el caso comenzaba a perder ímpetu: ya no sonaban tanto los teléfonos y los compañeros daban vueltas de un lado para otro contándose chismorreos. La víspera, había visto por la noche a Grant Hood en el informativo de la tele manifestando que había un inculpado y que habían registrado en su casa, de la que habían retirado ciertos efectos personales para examinarlos. A partir de ahora había que hacer con sumo cuidado cualquier trámite para no entorpecer la acción judicial. El asesinato de Laura Stafford no aparecía siquiera en la primera página de los periódicos sensacionalistas. MASAJISTA MUERE APUÑALADA era el titular que Siobhan había leído, acompañado de una fotografía diurna de la fachada de la sauna Paradiso y una foto más pequeña de Laura con menos años y con el pelo rizado de permanente.
Bobby Hogan tardaba en contestar al teléfono y al final respondió otro policía.
—Está muy ocupado, Siobhan. ¿Puedo ayudarte en algo?
—No… ¿Tenéis mucho trabajo ahí?
—Anoche asesinaron a un rufián llamado Dickie Diamond.
Charlaron unos minutos hasta que Siobhan colgó. Se acercó a Silvers y Phyllida Hawes, que estaban contando chistes.
—¿Os habéis enterado de lo de Dickie Diamond? —preguntó.
—Muy conocido en su casa a las horas de comer —comentó Silvers, pero Hawes asintió con la cabeza.
—Los del cursillo en Tulliallan estuvieron interrogándole aquí ayer —dijo—. Y hoy a primera hora ha venido Bobby Hogan a informarse.
—Mientras no haya venido a buscar refuerzos… —añadió Silvers cruzando los brazos—. Yo creo que bien nos merecemos un poco de descanso, ¿no?
—Oh, sí, George —contestó Siobhan—, tú te has dejado la piel en este caso.
Silvers la siguió furioso con la vista mientras ella volvía a su mesa y en ese momento entró la agente Toni Jackson, quien sonrió al ver a Siobhan.
—Es viernes —dijo recostándose en la mesa. Silvers la vio y le dirigió un saludo con la mano, convencido como estaba de que era pariente de un famoso. Ella le devolvió el saludo—. Imbécil —musitó—. ¿Sigue en firme tu cita? —preguntó a Siobhan.
Ella asintió con la cabeza.
—Lo siento, Toni.
—Eres tú quien te lo pierdes, no nosotras —replicó la uniformada encogiéndose de hombros y mirándola con malicia—. ¿Sigue siendo un secreto el nombre de tu enamorado?
—Totalmente.
—Bueno, estás en tu derecho, claro —comentó dejando de apoyarse en la mesa—. Ah, casi se me olvida —dijo tendiéndole una hoja de papel que llevaba—. Viene dirigido a ti, pero llegó por nuestro fax. El lunes no te escapas de contármelo todo —añadió esgrimiendo un dedo.
—Lo sabrás con detalles forenses —contestó, Siobhan dirigiéndole, mientras se alejaba, una sonrisa que se desvaneció al leer el encabezamiento del extenso fax; este procedía del Departamento de Investigación Criminal de Dundee en respuesta a su solicitud de datos sobre Ellen Dempsey. Apenas había comenzado a leerlo cuando oyó una voz.
—No hay descanso para los malvados, ¿eh, Siobhan?
Era Derek Linford. Iba más atildado que de costumbre, con camisa impecable, traje nuevo y flamante corbata.
—¿Vas de boda, Derek?
—No hay nada malo en ir presentable, ¿no? —replicó él mirándose.
Siobhan se encogió de hombros.
—¿No tendrá algo que ver con el rumor que corre de que viene el jefe a hacernos una visita?
—¿Ah, sí? —dijo Linford enarcando una ceja.
—Bien que lo sabes —replicó ella con una sonrisa irónica—. Viene a echar un discurso a la tropa para celebrar lo bien que hemos trabajado.
—Y es la verdad, ¿no? —comentó Linford con una especie de resoplido.
—Hablando de trabajo, hay quien tiene cosas pendientes que hacer.
Linford ladeó la cabeza intentando leer el fax, pero Siobhan dio la vuelta a la hoja.
—¿Ocultas información a los colegas, Siobhan? —dijo él en broma—. Eso no es trabajar en equipo.
—¿Y qué?
—Podría ser que se te hubiera pegado del inspector Rebus. Ten cuidado, no vayas a acabar como él en un curso de rehabilitación…
Le volvió la espalda para marcharse pero ella le interpeló.
—Derek, cuando te dé la mano el director, recuerda —dijo apuntándole con el dedo— que quien descubrió el dinero que Marber entregaba a Neilson fue David Hynds en los extractos bancarios que tú habías revisado sin encontrar nada. Tenlo en cuenta cuando te atribuyan el mérito de haber solucionado el caso, Derek.
Él le dirigió una fría sonrisa, pero no replicó. Cuando se hubo marchado, Siobhan intentó leer el fax pero no podía concentrarse; lo cogió y decidió que quería estar fuera de la comisaría cuando llegase el gran jefe.
Se instaló en una mesa, junto a una ventana en el Depósito de Locomotoras, con una infusión de hierbas. Sólo había una pareja de madres dando de comer potitos a sus pequeños. Siobhan desconectó el móvil y sacó un bolígrafo para marcar los datos interesantes.
Después de leer el fax una vez, vio que lo había subrayado casi todo y que le temblaba ligeramente la mano al volver a servirse infusión. Lanzó un profundo suspiro para despejar su cabeza y se dispuso a leerlo de nuevo.
El dinero con que Ellen Dempsey había establecido su empresa no procedía de ningún negocio turbio, sino de sus ahorros de varios años de trabajo como prostituta; había estado empleada al menos en dos saunas y tenía en su haber, con un año y medio de separación, dos detenciones por sendas redadas policíacas en ambos establecimientos; había una nota complementaria en la que se explicaba que había trabajado también para una agencia de azafatas y que fue interrogada por un incidente con un hombre de negocios extranjero que había «extraviado» su dinero y las tarjetas de crédito tras una visita de Dempsey a su habitación del hotel. No hubo proceso por robo. Siobhan buscó inútilmente pruebas de que una o quizá las dos saunas fuesen propiedad de Cafferty. Los nombres que aparecían eran de empresarios de Dundee, uno de origen griego y otro italiano. Tras las redadas policiales en las saunas y consecutivos expedientes de Hacienda y Aduanas por beneficios e IVA no declarados, los propietarios las cerraron y se fueron a otra parte.
Por entonces Ellen Dempsey dirigía ya su modesta empresa de taxis. Se mencionaban un par de incidentes: un conductor agredido por un pasajero que se negó a pagar la tarifa; el pasajero, predispuesto a la gresca tras una noche de generoso consumo de alcohol, encontró en el taxista un contrincante a su altura que pasó la noche en el calabozo, pero sin que la agresión llegara a los tribunales. El segundo era parecido, sólo que en esta ocasión la que conducía era Ellen Dempsey, quien había rociado al cliente con aerosol como defensa personal, producto ilegal en Escocia, por lo que había resultado inculpada, mientras que el pasajero había alegado que sólo quería darle las buenas noches con un beso y que «los dos se conocían hacía mucho tiempo».
Aunque esto último no había sido verificado, Siobhan se imaginó lo que realmente había sucedido: un antiguo cliente de Ellen, creyendo quizá que no había abandonado sus actividades en las saunas, pensó que si insistía, ella aceptaría, pero lo que Ellen echó mano del aerosol.
Tal vez eso explicara el traslado a Edimburgo. ¿Cómo podía llevar un negocio legal en Dundee sin la sombra constante de su pasado? Para romper con él decidió trasladarse a Edimburgo y comprarse una casa en Fife, un lugar donde nadie la conocía y donde podía aislarse del mundo.
Se sirvió más infusión, aunque ya estaba tibia y demasiado cargada, pero así hacía algo mientras ordenaba las ideas. Volvió cuatro o cinco hojas hacia atrás y encontró la página que buscaba; había un nombre no sólo subrayado sino también rodeado con un círculo. Aquel nombre surgía un par de veces en el informe: la primera, en relación con la redada en la sauna, y la otra, vinculado al incidente del aerosol antivioladores: un tal sargento James McCullough; o Jazz, como solían llamarle.
Siobhan se preguntó si Jazz sería capaz de arrojar más luz sobre Ellen Dempsey, suponiendo que hubiese luz que arrojar. Volvió a pensar en lo que había dicho Cafferty; en el fax no había ninguna nota sobre «amigos» de Ellen Dempsey. No se había casado, no tenía hijos y al parecer siempre había sido independiente.
Varias visiones pasaron por su mente: James McCullough interesándose por el caso Marber y las pesquisas, Francis Gray sentado a una mesa leyendo transcripciones, Allan Ward invitando a Phyl a cenar para sonsacarle datos sobre la investigación.
Ellen Dempsey, tangencial al caso, quizá preocupada, se pondría en contacto con sus «amigos». ¿Estaría Jazz McCullough relacionado con Ellen Dempsey?
¿Casualidad o conexión? Siobhan conectó el móvil y llamó a Rebus, quien contestó.
—Tengo que hablar contigo —dijo ella.
—¿Dónde estás?
—En Saint Leonard. ¿Y tú?
—En Leith. Supuestamente ayudando en el caso del homicidio de Diamond.
—¿Y los otros están también ahí?
—Sí. ¿Por qué?
—Quería preguntarte algo sobre Jazz McCullough.
—¿Qué?
—Tal vez sea insustancial.
—Me has picado la curiosidad. ¿Quieres que nos veamos?
—¿Dónde?
—¿Puedes venir tú a Leith?
—No estaría mal, así de paso le haría unas preguntas a McCullough.
—No esperes que yo te sirva de mucho en ese asunto.
—¿Por qué no? —preguntó ella enarcando las cejas.
—No creo que Jazz me dirija la palabra. Ni los demás tampoco.
—Espérame ahí, que salgo ahora mismo —añadió Siobhan.
Sutherland y Barclay fueron a Leith en el coche de Rebus en un silencio incómodo roto únicamente por algún comentario forzado, hasta que Barclay se armó de valor y preguntó a Rebus si no era mejor que reconsiderase sus acusaciones.
Rebus negó despacio con la cabeza.
—Con él es imposible razonar —musitó Sutherland—. Vaya delicia de fin de semana que está dándonos.
El ambiente entre ellos en la comisaría de Leith fue no menos tenso. Presentaron un informe a Hogan y a otro colega, y Rebus apenas dijo palabra, concentrado y atento como estaba por si el trío trataba de saltarse algún detalle. Hogan se percató de la tensión y buscó una explicación de Rebus con la mirada, quien se abstuvo de dársela.
—No nos importa quedarnos si crees que podemos ayudar en algo —dijo McCullough una vez concluido el informe, encogiéndose de hombros—. Nos harías un favor evitándonos ir a Tulliallan.
—Lo único que puedo prometer es trabajo burocrático —respondió Hogan sonriente.
—Será mejor que estar en clase —comentó Gray, hablando, al parecer, por todos.
Hogan asintió.
—De acuerdo, entonces. Hoy, de momento, os quedáis.
La sala de Homicidios era anticuada, de techos altos, paredes desconchadas y escritorios desportillados. El hervidor no paraba de funcionar y los agentes más novicios se turnaban para ir a buscar leche. No sobraba mucho sitio para los de Tulliallan, lo que a Rebus le vino bien pues no tuvieron más remedio que repartirse por el departamento para compartir mesa con sus descontentos anfitriones. Rebus esperó veinte minutos largos desde la llamada de Siobhan hasta que esta asomó la cabeza por la puerta. Se levantó y salió al pasillo tras hacerle a Hogan un gesto con la mano, para indicarle que se tomaba cinco minutos. Sabía que a Hogan le habría encantado salir también para hablar con él, pero en aquel momento estaba al mando del equipo, y no habían podido aún verse a solas.
—Vamos a dar una vuelta —dijo Siobhan.
Al salir a la calle lloviznaba. Rebus se levantó el cuello de la chaqueta y sacó los cigarrillos al tiempo que hacía un gesto con la cabeza para darle a entender a Siobhan que iban a ir hacia el puerto. No sabía dónde había aparecido exactamente el cadáver de Diamond, pero no debía de ser muy lejos de allí.
—Me he enterado de lo de Diamond —dijo ella—. ¿Cómo es que nadie te habla?
—Ha sido sólo una peleíta —respondió él encogiéndose de hombros y aspirando el humo—. Son cosas que pasan.
—Y a ti más que a nadie.
—Tengo años de práctica, Siobhan. Bueno, ¿a qué viene ese interés por McCullough?
—Porque aparece su nombre.
—¿Dónde?
—He estado indagando sobre Ellen Dempsey, la dueña de la empresa a la que pertenece el taxi que llevó a casa a Marber aquella noche; es una mujer que trasladó el negocio de Dundee a Edimburgo y que antes había trabajado en saunas.
Rebus pensó en Laura Stafford.
—Interesante coincidencia —dijo pensativo.
—Y hay otra más: Jazz McCullough la detuvo un par de veces.
Rebus se concentró en el cigarrillo con mayor fruición.
—Y entonces, me he acordado de que McCullough y Gray estuvieron rondando por el Departamento de Investigación Criminal, fisgando en las transcripciones y las notas de la investigación.
Rebus asintió. Efectivamente, él había sido testigo de aquello.
—Y Allan Ward llevó a cenar a Phyl —añadió ella.
—Para hacerle preguntas —continuó Rebus sin dejar de asentir con la cabeza; se detuvo: McCullough, Gray y Ward—. ¿Tú qué crees? —añadió.
Siobhan se encogió de hombros.
—Yo lo único que me pregunto es si existirá algún tipo de relación entre McCullough y Dempsey. Tal vez han seguido en contacto.
—¿Y él está al tanto del caso Marber por cuenta de ella?
—Quizá —dijo Siobhan haciendo una pausa—. A lo mejor no quiere que salga a relucir su pasado. Creo que ha luchado con tesón por labrarse una nueva vida.
—Podría ser —dijo Rebus no muy convencido.
Reanudó la marcha; estaban ya cerca del puerto. Enormes camiones que expulsaban humos de escape y levantaban polvo y grava los adelantaban continuamente, así que caminaban con la cara vuelta hacia un lado. Rebus podía ver el cuello frágil de Siobhan, largo y esbelto, surcado por un leve músculo. Le constaba que junto al muelle el agua estaría llena de grasa y desperdicios; no era un lugar para acabar muerto; le tocó en el brazo y se desviaron por un callejón que daba a una de las calles por las que podrían regresar a la comisaría.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Rebus.
—No lo sé. Espero que McCullough me dé la respuesta.
—No estoy muy seguro de eso, Siobhan. Tal vez sea mejor que antes indagues más.
—¿Por qué?
Él se encogió de hombros. ¿Qué iba a decirle? ¿Que, a su entender, Jazz McCullough, un tranquilo y encantador padre de familia, estaba probablemente implicado en un homicidio y era cómplice de un delito?
—Creo que sería más prudente.
—¿Quieres explicarte? —replicó ella mirándole.
—No es por nada concreto; una simple corazonada.
—¿La corazonada de que hacerle a McCullough unas preguntas no es prudente?
Rebus volvió a encogerse de hombros. Salieron del callejón; doblando a la derecha llegarían a la parte de atrás de la comisaría.
—¿Esa «corazonada» tuya no tendrá algo que ver con el hecho de que no te dirijan la palabra?
—Escucha, Siobhan… —dijo pasándose la mano por la cara, como si quisiera quitarse una capa de piel—, sabes que yo no te haría objeciones si no pensara que es lo conveniente.
Siobhan reflexionó y asintió. Iban caminando junto a la comisaría y un borracho que ocupaba la acera los obligó a bajar a la calzada. Rebus tiró de Siobhan en el momento en que un coche a toda velocidad la rozó haciendo sonar el claxon. Alguien con prisa.
—Gracias —dijo ella.
—Se hace lo que se puede —replicó Rebus.
Vieron que el beodo comenzaba a cruzar la calle tambaleándose, pero estaban seguros de que lo lograría pues llevaba una botella en la mano y a ningún conductor le hace gracia recibir un botellazo en el parabrisas.
—Muchas veces he pensado que los peatones deberían ir provistos de martillo para estos casos —dijo Siobhan mirando al coche que se alejaba.
Se despidió de Rebus en la escalinata de la comisaría y le siguió con la mirada hasta que cruzó la puerta. Le habría gustado decirle algo así como «cuídate» o «ten cuidado», pero no le habían salido las palabras. Él le había dirigido un gesto de simpatía con una sonrisa al leerle la intención en los ojos. El problema no era que Rebus se creyera invulnerable, sino todo lo contrario, y a ella le preocupaba aquella complacencia en su propia vulnerabilidad; era sólo un ser humano, y si demostrarlo conllevaba dolor y derrota, eso a él no le importaba. ¿Tendría complejo de mártir? Quizá llamaría a Andrea Thomson para ver si podían abordar el tema. No, porque lo que querría Thomson sería hablar de «ella», precisamente, y Siobhan no estaba dispuesta a eso. Pensó en Rebus y en sus fantasmas y se preguntó si no iría a atormentarla a ella Laura Stafford. ¿Sería para ella el primer espectro de otros muchos futuros? El rostro de Laura comenzaba ya a desvanecerse, a perder definición, y a Siobhan le quedaba sólo la imagen de una mano aferrada a la manija de la puerta del coche.
Lanzó un suspiro hondo.
—Tengo que mantenerme ocupada —balbució antes de abrir la puerta de la comisaría y mirar al interior.
No había rastro de Rebus. Entró, enseñó su carné, subió las escaleras hasta el Departamento de Investigación Criminal, y en ese momento pensó en que tal vez Donny Dow seguía allí en los calabozos; no, estaría ya ingresado en prisión preventiva en Saughton. Podía preguntarlo, pero no creía que volver a verle le sirviera como exorcismo o algo por el estilo.
—Usted es Siobhan, ¿verdad?
La voz le sobresaltó. La interpelaba un hombre que salía de un despacho con una carpeta azul en la mano. Siobhan forzó una sonrisa.
—Es curioso, inspector McCullough —añadió ampliando la sonrisa—. Precisamente quería verle.
—¿Ah, sí?
—¿Podemos hablar un momento?
Él miró a un lado y otro del pasillo y le indicó con la cabeza el cuarto del que acababa de salir.
—Aquí estaremos a solas —dijo inclinándose para abrirle la puerta y cederle el paso.
—Usted primero —dijo ella ya seria.
Era un despacho que no se usaba mucho: viejos escritorios, sillas con alguna pata de menos y archivadores de cajones de esos que suelen encallarse. Siobhan dejó la puerta abierta, pero luego la cerró, diciéndose que no deseaba que la viera Rebus.
—Todo esto me parece muy misterioso —comentó McCullough poniendo la carpeta en una mesa y cruzándose de brazos.
—En absoluto —replicó ella—. Se trata de un dato que ha surgido en relación con el caso Marber.
McCullough asintió con la cabeza.
—Me han dicho que usted encontró el cuadro robado. Eso le valdrá un ascenso —comentó.
—Acaban de ascenderme.
—De todos modos… Si sigue resolviendo casos a esa velocidad, Dios sabe adónde llegará.
—Yo no creo que el caso esté realmente resuelto.
—Ah —exclamó él haciendo una pausa y realmente sorprendido—; ¿no?
—Por eso he venido a hacerle unas preguntas sobre la propietaria de MG Cabs.
—¿De MG Cabs?
—Una mujer llamada Ellen Dempsey. Creo que usted la conoce.
—¿Dempsey? —McCullough, ceñudo, repitió el nombre un par de veces y negó luego con la cabeza—. Deme alguna pista.
—La conoció en Dundee, donde era prostituta, prestaba sus servicios en una sauna en la que usted hizo una redada. Ella dejó poco después la prostitución y puso en marcha una modesta empresa de minitaxis; utilizó aerosol antivioladores contra un cliente y acabó procesada.
—Ah, sí —dijo McCullough—, ya me acuerdo. ¿Cómo dice que se llamaba? ¿Ellen…?
—Dempsey.
—¿Era ese su nombre en aquella época?
—Sí.
La expresión del rostro de McCullough daba a entender que aquel nombre no acababa de evocar en él un rostro determinado.
—Bien, ¿y qué sucede con esa mujer?
—Es que tengo curiosidad por saber si usted sigue en contacto con ella.
—¿Por qué demonios iba a hacerlo? —replicó él abriendo mucho los ojos.
—No lo sé.
—Sargento Clarke… —dijo McCullough abriendo los brazos con gesto colérico y cerrando los puños—. Supongo que sabrá que soy un hombre felizmente casado…, pregúntele a cualquiera… ¡Incluso a su amigo John Rebus!
—Escuche, no estoy insinuando nada indecoroso. Simplemente, resulta que es una extraña casualidad que ustedes dos…
—¡Pues no es más que eso: pura casualidad!
—De acuerdo, de acuerdo.
Vio que McCullough tenía el rostro congestionado y a Siobhan no le gustaron nada aquellos puños cerrados, pero en aquel momento se abrió la puerta y asomó una cabeza.
—¿Te encuentras bien, Jazz? —preguntó Francis Gray.
—Ni mucho menos, Francis. ¡Esta zorrita acaba de acusarme de hacérmelo con una exprostituta que detuve hace tiempo en Dundee!
Gray entró en el despacho y cerró despacio la puerta.
—Repita eso —gruñó con dos ojos como ranuras fijos en Siobhan.
—Yo lo único que he dicho…
—Pues tenga mucho cuidado con lo que dice, cara de bollera. Cualquiera que hable mal de Jazz tendrá que vérselas conmigo, y comparado conmigo él es un conejo, aunque seguramente no la clase de conejo que a usted le gusta.
Siobhan comenzó a enrojecer a ojos vistas.
—Un momento —espetó furiosa tratando de dominar el temblor de la voz—. Antes de que pierdan los estribos…
—¿La ha metido Rebus en esto? —gruñó McCullough apuntándole con los dedos de ambas manos como si fueran revólveres—. Porque si ha sido él…
—¡El inspector Rebus ni siquiera sabe que estoy aquí! —replicó Siobhan alzando la voz.
Los dos hombres se miraron sin que ella atinase a discernir qué se proponían. Gray le bloqueaba el camino hacia la puerta y no se veía capaz de esquivarle para salir de allí de estampía.
—Lo mejor que puede hacer —dijo McCullough con gesto amenazador— es largarse a su conejera y no salir de ella en todo el invierno, porque si va por ahí difundiendo mentiras podría ir a parar directamente a la cazuela de su jefe.
—Ya veo que Jazz, como de costumbre, es más que optimista en sus predicciones —añadió Gray mascando amenazador las palabras.
No había dado un paso hacia ella cuando tuvo que apartarse de la puerta en el momento en que esta se abrió y le golpeó en la espalda. Era Rebus, que había entrado de un empellón y que ahora contemplaba la escena.
—Lamento estropear la fiesta —dijo.
—¿Qué es lo que pretendes, Rebus? ¿Te crees que puedes implicar a tu amiguita en tus fantasías paranoicas?
Rebus miró a McCullough. Parecía realmente enfadado, pero no sabía hasta qué punto ni por qué. Se enfadaba con la misma facilidad cuando decían algo malo de él que cuando le sorprendían en un fallo.
—¿Has terminado con tus preguntas, Siobhan? —preguntó.
Ella asintió y él le señaló la puerta con el pulgar por encima del hombro. Siobhan dudó durante un instante, no muy contenta de que la mangonease, pero, tras devolver la mirada fulminante a McCullough y Gray, pasó entre Rebus y la pared y siguió a zancadas pasillo adelante sin volver la cabeza.
Gray dirigió una sonrisa maligna a Rebus.
—John, ¿quieres volver a cerrar esa puerta y solucionamos las cosas?
—No me tientes.
—¿Por qué no? Tú y yo solos.
Rebus tenía la mano en el pomo de la puerta y, sin saber qué iba a suceder, comenzó a cerrarla viendo que Gray sonreía más y mostraba unos dientes amarillentos y relucientes.
En aquel momento llamaron a la puerta y Rebus la abrió de nuevo.
—¿Qué, estáis cómodos aquí? —preguntó Bobby Hogan—. No quiero escaqueos en mi turno de servicio.
—Estábamos conferenciando —dijo Jazz McCullough, que había recuperado de pronto su gesto y su voz normales.
Gray agachó la cabeza fingiendo que se arreglaba la corbata y Hogan los miró a los tres percatándose de que había sucedido algo.
—Bien, pues las conferencias fuera de aquí, y volved a eso que los seres humanos llamamos «trabajo».
Los seres humanos… Rebus se preguntó si Hogan sabía lo cerca que había estado de dar en el clavo. En aquel cuarto, durante unos segundos, tres hombres habían consentido en actuar de un modo que no podía calificarse de humano.
—Por supuesto, inspector Hogan —dijo McCullough recogiendo la carpeta para salir del despacho.
Gray miró a Rebus a la cara y este comprobó cuánto le costaba contenerse; era como ver a Edward Hyde transformándose en doctor Jekyll. Rebus le había dicho a McCullough que aún tenían posibilidades de rehabilitarse, pero en el caso de Francis Gray era inútil: detrás de su mirada había muerto algo y Rebus no creía que pudiera recuperarlo.
—Tú primero, John —comentó McCullough estirando el brazo.
Salió después de Hogan, y Rebus sintió un hormigueo en la columna vertebral, como si fuera a recibir una puñalada.