24

Eran las dos de la mañana cuando le despertó el teléfono, tumbado en el suelo del cuarto de estar, junto al equipo de música, rodeado de discos compactos y de fundas. Llegó a gatas hasta el sillón y cogió el receptor.

—Diga —gruñó.

—John, soy Bobby.

Rebus tardó un instante en comprender que era Bobby Hogan, del Departamento de Investigación Criminal de Leith. Trató de mirar la hora en el reloj.

—¿Cuánto puedes tardar en llegar aquí? —le preguntó Hogan.

—Depende de donde sea «aquí» —respondió Rebus mientras efectuaba un repaso técnico: cabeza nebulosa pero operativa, estómago revuelto.

—Escucha, vuelve a acostarte si quieres —añadió Hogan en tono algo mosqueado—. Pensé que te hacía un favor…

—Lo sabré cuando me digas de qué se trata.

—Pues de un ahogado que acaban de retirar del muelle hace menos de un cuarto de hora. Y, aunque hace tiempo que no le he visto, se parece muchísimo a nuestro viejo colega Diamond Dog.

Rebus miró las portadas de los discos sin verlas.

—¿Estás despierto, John?

—Me tendrás ahí dentro de veinte minutos, Bobby.

—Pero el muerto irá ya camino del depósito.

—Mejor. Nos veremos allí. —Hizo una pausa—. ¿Cabe la posibilidad de que haya sido un accidente?

—De momento, cabe cualquier posibilidad.

—¿No te ofendes si yo las descarto?

—Nos vemos en el depósito, John.

«Centro mortuorio» era como llamaban al depósito, denominación acuñada por uno de sus empleados que comentaba siempre a todo el mundo que trabajaba en el «centro mortuorio de Edimburgo». El edificio estaba escondido en Cowgate, una de las calles más tranquilas de la ciudad con poca circulación peatonal y escaso tráfico rodado; situación que seguramente cambiaría cuando inauguraran el edificio del nuevo Parlamento, a unos diez minutos a pie, porque supondría más tráfico y más turistas. Pero a aquella hora tan avanzada de la noche Rebus sabía que, en coche, tardaría apenas cinco minutos. Ignoraba si su nivel de alcohol era aceptable, pero después de darse una ducha rápida llegó hasta el Saab sin problemas.

No sabía qué pensar respecto a la muerte de Dickie Diamond ni cómo encajarla. A saber cuántos enemigos habían esperado para vengarse a que llegara la noche en que pudieran echar de nuevo la vista encima de Diamond.

Fue hacia el centro cortando por Nicolson Street y dobló en la librería Thin’s para tomar la cuesta abajo en curva cerrada hacia Cowgate, sin cruzarse en todo el camino más que con un par de taxis y algún borracho; le daba vueltas en la cabeza al término «centro mortuorio». Sabía que a aquella hora era mejor utilizar la entrada de personal del depósito y aparcó delante de ella con cuidado de no estorbar el acceso al muelle de descarga. Durante una buena temporada, las autopsias las practicaron en un hospital de la ciudad debido a la deficiente instalación de aire acondicionado en las dependencias forenses del depósito municipal que ahora ya estaba reparada. Entró en el edificio y vio que, por el pasillo, le precedía Hogan.

—Es aquí —dijo Hogan—. No te preocupes, que no ha estado mucho en el agua.

Se alegró al recordar lo impresionante que era el deterioro de un cadáver si lleva mucho tiempo sumergido. El corto pasillo daba acceso a la zona de carga, una pared llena de puertas estrechas que al abrirse expulsaban automáticamente una camilla. Vio una fuera del cubículo con un cadáver envuelto en plástico. Dickie Diamond llevaba la misma ropa. Tenía el pelo mojado pegado al cráneo y echado hacia atrás y alguna clase de alga adherida al cuello; ojos cerrados, boca abierta. Los empleados iban a subirle a la otra planta en el ascensor.

—¿Quién hace la autopsia? —preguntó Rebus.

—Están los dos —respondió Hogan, refiriéndose al profesor Gates y al doctor Curt, patólogo municipal—. Ha sido una noche movida: un muerto por sobredosis en Muirhouse y otro en un incendio en Wester Hailes.

—Y cuatro de muerte natural —comentó un empleado.

La gente que moría de vieja o en el hospital solía ir a parar al depósito.

—¿Subimos? —preguntó Hogan.

—Bien —dijo Rebus.

Por la escalera Hogan fue haciéndole preguntas sobre Diamond.

—Estabais interrogándole, ¿verdad?

—Eran simples entrevistas, Bobby.

—¿Como sospechoso o como testigo?

—Como testigo.

—¿Cuándo le soltasteis?

—Esta tarde. ¿Cuánto tiempo llevaba ahogado al pescarlo?

—Una hora aproximadamente, diría yo. Lo que no sé es si realmente se ahogó.

Rebus se encogió de hombros.

—¿Consta si sabía nadar? —dijo.

—No.

Entraron en una zona de espera acristalada con un par de bancos. Al otro lado de la luna divisoria se veía personal con bata quirúrgica y botas verdes de goma desplazándose en torno a dos plataformas de acero inoxidable con desagüe y un bloque viejo de madera que servía de almohada a los cadáveres. Gates y Curt los saludaron con la mano y Curt les hizo una seña para que entraran, pero ellos negaron con la cabeza, señalándole a su vez los bancos para darle a entender que se quedaban allí. Ya le habían quitado la bolsa de plástico al cadáver de Dickie Diamond y ahora procedían a despojarle de la ropa para guardarla en otras tantas bolsas de plástico más pequeñas.

—¿Cómo le identificaste? —preguntó Rebus.

—Por los números de teléfono que llevaba encima. Uno era el de su hermana. De todos modos, aunque yo le reconocí, fue ella quien hizo la identificación oficial antes de llegar tú.

—¿Cómo se lo ha tomado?

—No parecía muy sorprendida, la verdad. Aunque a lo mejor era por efecto de la impresión.

—O tal vez porque se lo esperaba.

Hogan le miró.

—Tú me ocultas algo, John.

Rebus negó con la cabeza.

—Nosotros volvimos a abrir el caso y practicamos nuevas indagaciones, pero su sobrino Malky debió de avisarle, puesto que Diamond apareció de pronto en Edimburgo y fue cuando le detuvimos, pero ahí acaba la historia —añadió encogiéndose de hombros.

—Pues para alguien en concreto no acabó —añadió Hogan escudriñando por el cristal al ver que un ayudante cogía un objeto de entre las ropas: el revólver con que Diamond había amenazado a Rebus. El ayudante lo alzó para enseñárselo.

—¿Se os pasó por alto al registrar el cadáver, Bobby? —dijo Rebus.

Hogan se acercó al cristal y preguntó alzando la voz:

—¿Dónde estaba?

—En la culera de los calzoncillos —gritó a su vez el ayudante con la voz amortiguada por la mascarilla.

—Vaya incomodidad —comentó el profesor Gates—. A ver si es que padecía hemorroides agudas y recurrió a eso para amenazarlas.

Cuando Hogan volvió a sentarse, Rebus advirtió que se le habían subido los colores.

—Bobby, son cosas que pasan —dijo para tranquilizarle, preguntándose si Diamond llevaría el revólver en la cintura durante el interrogatorio en Saint Leonard.

Desnudo ya el cadáver, iniciaron la autopsia con la toma de temperatura. Rebus y Hogan sabían lo que verificarían los patólogos: niveles de alcohol, indicios de heridas, trauma craneal, etcétera, para así determinar si Diamond se hallaba o no con vida al caer al agua. En el primer caso podía tratarse de un accidente, consecuencia quizá de una embriaguez, pero, en el segundo, el asunto cambiaba radicalmente. Cualquier detalle, desde el estado del globo ocular hasta el contenido de los pulmones, aportaba indicios; por la temperatura corporal calcularían la hora de la muerte, aunque, debido al tiempo de permanencia en el agua, sería difícil establecerla con toda exactitud.

Al cabo de veinte minutos de observación, Rebus dijo que necesitaba fumar un cigarrillo, y Hogan le acompañó. Fueron a la sala común de empleados a servirse sendas tazas de té, y salieron a la calle. Hacía una noche clara y fría. Paró un coche de una empresa funeraria para recoger el cadáver de uno de los cuatro muertos por causas naturales, y el chófer, con cara de adormilado, los saludó con una inclinación de cabeza. A aquella hora de la noche, en aquel lugar, se establecía un vínculo tácito entre quienes frecuentaban las dependencias por el hecho de afrontar situaciones que la mayoría de la gente —que duerme tranquila en su cama soñando plácidamente— evita.

—Empleado de pompas fúnebres —comentó Hogan—. ¿No te parece que es una denominación bien extraña dadas las circunstancias? No me parecería mal gestor funerario, por ejemplo. Pero lo de pompas fúnebres…

—¿Te pones filosófico, Bobby?

—No, simplemente quería decir… Bah, olvídalo.

Rebus sonrió. Él pensaba en Dickie Diamond. Dickie les había obsequiado con el nombre de Chib Kelly; podían haberlo dado por válido, comunicando el dato a Tennant y de ahí no habría pasado la cosa. Pero Gray y Jazz McCullough —Jazz sobre todo— no se habían quedado conformes. Sí, a él le habían dejado en Haymarket, pero eso no quería decir que hubieran regresado a Tulliallan. De hecho, era una buena coartada. La última vez que los vieron juntos salían los tres de Edimburgo en dirección oeste, y el cadáver de Dickie había aparecido en la zona noreste de la ciudad. El grupo salvaje se caracterizaba por ser una pandilla incordiante de policías insubordinados reacios a la autoridad y capaces de incumplir órdenes, pero Rebus se preguntaba si no constituiría algo más peligroso, más criminal. Gray, McCullough y Ward habían aceptado como si tal cosa dar un golpe con empleo de la fuerza para apoderarse de la droga incautada. ¿No serían capaces de matar a Dickie Diamond? Ahora bien, ¿por qué le habrían matado? De momento, a Rebus no se le ocurría una respuesta.

Estaba recostado en la pared mirando la calle cuando reparó en un coche que se detenía. Al abrirse la puerta del conductor e iluminarse el interior reconoció a Malky. Le sorprendió ver que iba solo, sin su madre. Malky cruzó la calle en dirección a él, pero se detuvo en la línea continua y estiró un brazo acusador.

—¡Usted le mató, cabrón!

—Cálmate, Malky —espetó Hogan, que se había acercado a Rebus.

—¡Dickie me contó que iba a hablar con usted! —vociferó Malky enronquecido, señalando con el dedo hacia el depósito—. ¿A eso le llama hablar? ¡Acude a hablar con usted y le mata!

—¿Tienes idea de por qué dice eso, John? —preguntó Hogan.

Rebus negó con la cabeza.

—Tal vez Dickie le comentó que iba a buscarme…

—¿Y no se decidió a hacerlo? —añadió Hogan.

—O no le dejaron.

Hogan dio una palmadita a Rebus en el brazo.

—Deja, hablaré yo con él —dijo cruzando la calle y abriendo los brazos—. Tranquilo, Malky. Sé que estás pasando por un mal momento, pero tampoco hay que despertar a los vecinos, ¿de acuerdo?

Por un instante Rebus pensó que iba a decir «despertar a los muertos».

Dio media vuelta, entró en el depósito y tiró la colilla al lavabo de la sala de personal. Cuando se disponía a salir entró el doctor Curt, ya sin bata ni botas.

—¿Queda algo de té? —preguntó.

—Hay agua recién hervida.

Curt cogió una taza y una bolsita de té.

—Cayó al agua cadáver —dijo—. La muerte debió de producirse en torno a la medianoche y a continuación le arrojarían al agua. Sabremos más detalles cuando en el laboratorio forense examinen la ropa.

—¿Cuál es la causa de la muerte?

—Tiene la garganta aplastada.

Rebus pensó en el modo en que Gray había apretado con el antebrazo el cuello de Diamond en el cuarto de interrogatorios.

—¿Tiene un cigarrillo? —preguntó Curt. Rebus abrió el paquete del que el forense cogió uno para ponérselo detrás de la oreja—. Me lo fumaré con el té. Placeres sencillos, ¿no es eso, John?

—¿Qué sería de nosotros sin ellos? —contestó Rebus pensando en el viaje que iba a emprender.

Casi amanecía cuando llegó a Tulliallan. Vio a otro policía que entraba cauteloso tras pasar la noche fuera: era un joven sargento del nuevo destacamento de Centro Ciudad que él conocía de vista; haría seguramente un cursillo de especialista. Sin bajar del coche, dio la vuelta al aparcamiento hasta encontrar el Volvo de McCullough. Comprobó que tenía rocío igual que los dos que lo flanqueaban: llevaba tiempo parado; tocó el capó y estaba tan frío como los demás.

Cuando encontró el Lexus de Gray hizo lo mismo: no había indicios de que lo hubieran utilizado recientemente. En ese momento se percató de que no sabía qué coche tenía Allan Ward, y tuvo la idea de ir mirando ventanillas traseras a ver si localizaba el rótulo de algún distribuidor de Dumfries, pero tardaría y estaba casi seguro de que sería una pérdida de tiempo. Entró en el edificio y se dirigió al ala de habitaciones pasando de largo ante la suya para llamar con fuerza en la de Gray cuatro puertas más allá. Como no contestaba volvió a dar con los nudillos.

—¿Quién es? —respondió una voz entre toses.

—Soy Rebus.

Se entreabrió la puerta y apareció Gray en camiseta y calzoncillos con los ojos medio cerrados y el pelo revuelto. La atmósfera en la habitación estaba cargada.

—¿Qué demonios sucede? —preguntó.

—¿Llevas mucho tiempo durmiendo, Francis? —preguntó Rebus.

—¿A ti qué te importa?

—Acaban de encontrar a Dickie Diamond muerto con la garganta aplastada.

Gray, sin decir palabra, parpadeó un par de veces como si despertara de un sueño.

—Luego le tiraron al agua en los muelles de Leith; como si dijéramos a río revuelto… —añadió Rebus entornando los ojos—. ¿Vas recordándolo, Francis? Hará cuatro o cinco horas.

—Hace cuatro o cinco horas yo estaba ya acostado —le replicó Gray.

—¿Te vio alguien volver?

—Rebus, a ti no tengo por qué darte explicaciones.

—En eso te equivocas —replicó Rebus esgrimiendo un dedo—. Despierta a tus amigos, vamos a hablar en el bar, y tendréis que esforzaros en convencerme.

Rebus fue al bar a esperarlos. El local olía a cerveza agria y a tabaco; había vasos en las mesas, abandonados por bebedores rezagados después de la hora de cierre, aunque casi todas las sillas estaban recogidas encima de las mesas. Rebus puso una en el suelo y se sentó. Se preguntaba qué demonios hacía allí. No es que tuviera miedo de lo que Dickie Diamond hubiera podido revelar, más bien le daba todo igual. Todo parecía venirse abajo. No había conseguido nada con su sutil infiltración, quizá porque la sutileza nunca había sido su fuerte. Bien, lo pondría todo patas arriba a ver cómo reaccionaba el trío. ¿Qué tenía que perder? La verdad es que no lo sabía.

Cinco minutos después entraban los tres. Gray había procurado aplastarse el pelo, McCullough parecía bien despejado y acudía vestido con su habitual esmero, y Allan Ward se había puesto una camiseta arrugada con unos pantalones cortos de gimnasia y llevaba zapatillas de deporte sin calcetines.

—¿Os lo ha dicho ya Francis? —preguntó Rebus en cuanto se sentaron los tres a la mesa enfrente de él.

—Sí, que han encontrado muerto a Dickie Diamond —le contestó McCullough— y que tú crees que anda de por medio su mano.

—Más que la mano, su antebrazo, porque el muerto tenía la garganta estrujada por efecto de una llave semejante a la que él le aplicó en el cuarto de interrogatorios.

—¿A qué hora fue? —preguntó McCullough.

—Los forenses creen que en torno a medianoche.

—Era esa hora cuando regresamos, ¿no? —dijo McCullough mirando a Gray.

Gray se encogió de hombros.

—A mí me dejasteis hacia las ocho —dijo Rebus— y desde Haymarket hasta aquí no hay cuatro horas de camino.

—No volvimos directamente —dijo Ward restregándose la cara con las manos—. Paramos por el camino a comer y a tomarnos unas copas.

—¿Dónde? —preguntó Rebus glacial.

—John, ninguno de nosotros se ha acercado a Dickie Diamond —dijo McCullough pausadamente.

—¿Dónde? —repitió Rebus.

McCullough lanzó un suspiro.

—En esa calle a la salida de Edimburgo que fue la que seguimos después de dejarte. Paramos en un restaurante. Al fin y al cabo, teníamos cosas de que hablar, ¿verdad que sí?

Le miraron los tres.

—Exacto —dijo Gray.

—¿Cómo se llama el restaurante? —preguntó Rebus.

—Por favor, John… —añadió McCullough forzándose a reír.

—¿Y después? ¿Dónde fuisteis a beber?

—A un par de bares en esa misma calle —dijo Ward—. No íbamos a desaprovechar la ocasión llevando a Jazz de conductor.

—Nombres —dijo Rebus.

—Que te den por saco —dijo Gray recostándose en la silla y cruzando los brazos—. No nos vengas con paranoias. ¿Es que estás enfadado porque te fastidió que te dejásemos colgado en Edimburgo, y ahora nos montas esto?

—John, lo que dice Francis es la verdad —añadió McCullough.

—Si fuisteis a Leith a buscar a Dickie Diamond os habrá visto alguien —insistió Rebus.

McCullough se encogió de hombros.

—Como quieras —dijo—, pero nadie va a decir que nos vio porque resulta que no estuvimos allí.

—Eso lo veremos.

—Perfectamente —añadió McCullough asintiendo con la cabeza sin dejar de mirar a Rebus—, lo veremos. Y ahora, ¿nos dejas ir a dormir? No sé por qué me parece que mañana va a ser un día largo.

—Paranoias —añadió Ward, que ya se había puesto en pie, repitiendo la palabra utilizada por Gray, pero Rebus dudaba mucho de que conociera el significado.

Gray se levantó en silencio mirando furioso a Rebus mientras McCullough parecía querer rezagarse.

—Estoy seguro de que habéis sido vosotros —dijo Rebus.

Le dio la impresión de que McCullough iba a contestar algo, pero lo que hizo fue mover la cabeza de un lado a otro como queriendo expresar que nada de lo que dijera haría cambiar de idea a Rebus.

—Tenéis que admitirlo ahora que estáis a tiempo —insistió Rebus.

—¿A tiempo de qué? —preguntó McCullough con curiosidad no fingida.

—De rehabilitaros —respondió Rebus en voz baja, pero McCullough le dirigió un simple guiño antes de salir del bar.

Rebus permaneció sentado unos minutos antes de irse a su habitación. Cerró la puerta por dentro; no se sentía seguro a causa de la proximidad del trío, tres hombres a quienes acababa de acusar de asesinato y complicidad. Pensó en arrimar también el sillón, o simplemente bajar al aparcamiento y regresar a Edimburgo, pero lo cierto es que no estaba seguro de que hubieran matado a Dickie Diamond, aunque sí sabía que eran capaces de hacerlo. Todo dependía de lo que supieran y de lo que sospecharan sobre su propia vinculación con el muerto, y de su relación con el asesinato de Lomax y el incendio de la caravana. Pero, en cualquier caso, su propósito de sembrar inquietud en el trío sí que lo había logrado. Pensó en quién más habría deseado la muerte de Dickie Diamond. Había un nombre, un nombre que le remitía directamente al caso de Rico Lomax: Morris Gerald Cafferty.