Estaban acabando las noticias de las seis cuando Siobhan apagó el motor en el patio delantero de MG Cabs. En el amplio aparcamiento de asfalto destacaban media docena de Vauxhalls de diversos modelos y un flamante MG deportivo rojo fuego. Había un mástil blanco del que pendía una bandera con la cruz de San Andrés. La oficina estaba en una construcción prefabricada con taller anexo donde un solo mecánico con mono gris revisaba el motor de un Astra. Lochend no estaba muy lejos de Easter Road —sede del Hibernian, el equipo de Siobhan—, pero ella no conocía aquella zona de adosados, de poca altura casi todos, en la que había sólo alguna tienda. No había esperado en realidad encontrar a nadie, y ahora se daba cuenta de que el alquiler de coches era un negocio abierto al público día y noche. De todos modos, por la hora que era, no creía que Ellen Dempsey siguiera en la oficina. Pero daba igual; el único propósito que la llevaba allí era echar un vistazo y hacer quizás un par de preguntas al mecánico o a cualquier otra persona que encontrara.
—¿Es una avería complicada? —preguntó acercándose al taller.
—Ya está listo —dijo el hombre cerrando el capó—. No era más que una revisión de mantenimiento —añadió sentándose al volante y probando el motor con sucesivos acelerones—. Como la seda. Allí tiene la oficina —dijo señalando con la cabeza al edificio prefabricado.
Siobhan examinó al hombre y en el reverso de sus manos grasientas advirtió unos tatuajes caseros. Era un tipo delgado, de cara pálida y calvo con escaso pelo sobre las orejas; algo en su aspecto le hizo sospechar que era exdelincuente, y recordó que Sammy Wallace, el taxista que había llevado a Marber a casa, estaba fichado por delincuente.
—Gracias —dijo al mecánico—. ¿Quién atiende el teléfono esta noche?
El hombre la miró imaginándose que era policía.
—En la oficina está la señora Dempsey —contestó fríamente.
Luego dio marcha atrás al Astra para sacarlo del taller al aparcamiento sin cerrar la puerta, obligando así a Siobhan a apartarse; no dejaba de mirarla ceñudo por el retrovisor. Siobhan comprendió que no había hecho un amigo.
Dos escalones daban acceso a la oficina. Dio unos golpecitos en la puerta acristalada y una mujer sentada detrás de una mesa alzó la vista, deslizó sus gafas sobre la nariz y le hizo señas de que entrara. Siobhan pasó a la oficina y cerró la puerta.
—¿Señora Dempsey? Perdone que la moleste… —dijo abriendo el bolso para sacar el carné.
—Déjese de formalismos —dijo Ellen Dempsey recostándose en la silla—. Ya veo que es poli.
—Soy la sargento Clarke —dijo Siobhan presentándose—. Hablé con usted por teléfono.
—Efectivamente. ¿Qué desea? —dijo la mujer señalándole la silla de delante de la mesa.
Siobhan tomó asiento. Ellen Dempsey era una mujer de cuarenta y tantos años, llena pero bien conservada. Por las arrugas circulares del cuello se adivinaba mejor su edad que por el rostro cuidadosamente maquillado. Probablemente llevaba teñido el pelo castaño oscuro, pero era difícil determinarlo. No tenía las uñas pintadas ni anillos de ninguna clase; sólo un grueso Rolex de señora en la muñeca izquierda.
—Pensé que le interesaría saber que Sammy Wallace ya no es sospechoso —dijo Siobhan.
Dempsey siguió ordenando morosamente unos papeles sobre la mesa, distribuyéndolos en cuatro montones para otros tantos archivadores que tenía ya preparados.
—¿Ah, era sospechoso? —preguntó Dempsey.
—Él fue la última persona que vio al señor Marber con vida.
—Aparte del asesino —replicó Dempsey, y miró a Siobhan entornando los ojos. Tenía las gafas colgadas del cuello por una cadenita—. Si le han considerado sospechoso, sargento Clarke, fue porque tenía antecedentes delictivos y eso no es más que desidia por parte de ustedes.
—No he dicho que hubiésemos considerado seriamente su culpabilidad.
—¿Qué otra razón había?
Siobhan hizo una pausa porque lo que la mujer decía era irrebatible. Cierto que habían investigado más sobre Sammy Wallace exclusivamente porque tenía antecedentes. Era un punto de partida tan bueno como cualquier otro.
—Además —añadió Dempsey cogiendo de la papelera un ejemplar del día del Evening News—, en la primera página hay un artículo con datos sobre ese pintor que han detenido. Esta es usted, ¿verdad? —dijo volviéndolo hacia Siobhan para que lo viera.
Bajo el titular de ACUSADO DEL ASESINATO DEL GALERISTA había una gran foto en color del grupo de policías en el momento de su llegada a Inveresk para hacer el registro. Era evidente que la noticia había ido a la imprenta antes de tener disponible la foto de la salida de la casa con las bolsas precintadas, en una de las cuales iba el cuadro.
Dempsey señaló una de las figuras de la foto que era, efectivamente, Siobhan con la boca abierta dando órdenes y señalando hacia la casa con la mano. Pero a un lado del encuadre había otra figura, no muy nítida por el grano grueso de la impresión, aunque perfectamente reconocible para sus compañeros: el inspector John Rebus. ¿Había posibilidades de que Gill Templer viera la foto? Miles. Siobhan tardó un instante en sobreponerse.
—Señora Dempsey —dijo—, ¿todos sus empleados son exdelincuentes?
—No, todos no —respondió Dempsey doblando el periódico y echándolo otra vez a la papelera.
—¿Es acaso una especie de principio?
—Es simple casualidad —respondió Dempsey en un tono que daba a entender que era una cuestión que no la pillaba de sorpresa.
—En cualquier caso, son hombres con condena por violencia que conducen taxis por Edimburgo.
—Son hombres que han cumplido su condena. Hombres que delinquieron hace mucho tiempo y yo me fío de mi instinto para saber en quiénes puedo confiar.
—Pero podría equivocarse.
—No lo creo.
Rompió el silencio una llamada de teléfono, no el que Dempsey tenía en la mesa sino otro sobre un mostrador alto que cubría la anchura de una ventana. Siobhan advirtió que en un estante más bajo había un sistema de comunicación por radio y que la ventana tenía cristal corredero, por lo que se imaginó que si venía alguien fuera de las horas de oficina a encargar un coche tenía que acercarse a la ventana y dar los detalles desde el exterior. No era de sus chóferes de quienes Ellen Dempsey desconfiaba sino del público.
Vio cómo Dempsey contestaba la llamada y oyó que asignaba el servicio al coche número cuatro: recoger en un bar del centro a dos clientes habituales que estaban abonados, cargando el importe a la cuenta de una empresa de seguros de Edimburgo.
—Lo siento —dijo Dempsey volviendo a la mesa.
Siobhan entre tanto había estado estudiando su atuendo: chaqueta y falda azul a juego y blusa blanca. Tenía los tobillos gruesos y llevaba zapatos bajos negros. Era el prototipo de una mujer de negocios triunfadora.
—No dejo de pensar que ha elegido usted un curioso trabajo —comentó Siobhan sonriente.
—Me gustan los coches.
—¿Es suyo ese MG rojo que hay afuera?
Dempsey miró hacia la ventana. Había aparcado el coche de manera que era visible desde su mesa.
—Es el octavo que tengo. Dos de ellos los guardo aún en el garaje de casa.
—Desde luego, no abundan las mujeres al frente de una empresa de alquiler de coches.
—Tal vez yo rompa moldes.
—¿Empezó usted de cero?
—Si lo dice pensando en que fue un exmarido quien creó la empresa o cosa parecida, se equivoca.
—No, era simplemente por curiosidad de saber a qué se dedicaba antes.
—¿Busca consejos para cambiar de profesión? —dijo Dempsey abriendo un cajón y sacando cigarrillos y un encendedor. Ofreció a Siobhan pero ella negó con la cabeza—. Es mi cigarrillo diario, lo fumo siempre a esta hora —añadió— porque no acabo de ser capaz de dejarlo del todo. —Lo encendió, aspiró con ganas y expulsó el humo despacio—. Empecé con un par de taxis en Dundee; yo soy de allí. Pero cuando decidí ampliar pensé que en Dundee no había porvenir, mientras que en Edimburgo…
—A la competencia de aquí no le encantaría su llegada.
—Hubo sus más y sus menos —admitió Dempsey, interrumpiendo la conversación de nuevo para atender otra llamada.
Cuando volvió a sentarse, Siobhan tenía preparada una pregunta.
—¿Incluso con Big Ger Cafferty?
Dempsey asintió con la cabeza.
—Pero aquí me tiene.
—Así que no le atemorizó.
—No es Cafferty el único operador de Edimburgo. Este negocio a veces es espeluznante… Fíjese en el lío del aeropuerto.
Siobhan sabía que se refería a la pugna constante entre taxis negros con licencia para coger pasajeros en cualquier parte y taxis de encargo por teléfono que se disputaban a los viajeros de llegada.
—A mí me han pinchado neumáticos, me han roto parabrisas y al principio recibía un montón de llamadas falsas pidiendo un servicio… Pero vieron que yo no soltaba prenda. Yo soy así, sargento Clarke.
—No lo dudo, señora Dempsey.
—Señorita.
Siobhan asintió con la cabeza.
—Ya he visto que no lleva anillo, pero como el mecánico dijo la «señora Dempsey»…
—Los tengo aleccionados así —replicó ella sonriendo—. Es mejor que piensen que hay un señor Dempsey que pueda ajustarles cuentas… Escuche —añadió consultando el reloj—, no quiero meterle prisa pero no tardará en llegar mi relevo para el teléfono de la noche y quisiera terminar de archivar.
—Perfectamente —dijo Siobhan poniéndose en pie.
—Y gracias por la visita.
—De nada. Gracias por los consejos profesionales.
—Usted no necesita ningún consejo, sargento Clarke. Dirigir una empresa de alquiler de coches es una cosa, mientras que ser mujer y policía del Departamento de Investigación Criminal… —replicó Dempsey negando despacio con la cabeza—. Yo no haría ese trabajo ni por todo el oro del mundo.
—Menos mal que a mí no me gusta el té —replicó Siobhan—. Gracias de nuevo por su tiempo.
Fue rápidamente con el coche hasta el final de la calle y aparcó en un hueco junto a la acera; apagó el motor y se puso a pensar. ¿Qué había sacado en claro de la conversación? Algunos detalles útiles. En primer lugar, era chocante que Dempsey supiera de inmediato que ella era de la policía. Que diera trabajo a exdelincuentes era una cosa, pero detectar a un policía de paisano requería cierta habilidad, era un don que se obtenía con la práctica. Se preguntaba cómo Ellen Dempsey había adquirido ese don.
Después estaba lo de Dundee. No es que sus explicaciones de cuando vivía allí sonaran a falso pero, por las pausas, se notaba que omitía cosas. Y esas cosas eran las que a ella le interesaban. Cuando sonó el móvil ya sabía quién era.
Gill Templer, y no estaba de humor para andarse con rodeos.
—¿Qué demonios hacía en Inveresk John Rebus?
—Se nos pegó a los talones —contestó Siobhan adoptando el mejor tono de sinceridad posible mientras observaba que en el patio de MG Cabs entraba un coche. Sería el que atendía el teléfono en el turno de noche.
—¿Por qué? —preguntó Templer.
—Porque quería salir un rato de Saint Leonard.
—¿Y?
—Y nada. No le dejé que se acercara a la casa. Que yo sepa, se fumó un cigarro y luego se marchó —añadió Siobhan pensando en todos los testigos de la escena susceptibles de desmentir sus palabras: quienes la habían oído gritarle a Rebus desde la ventana y quienes la habían visto bajar al jardín y acercarse a donde estaba agachado con el cuadro desenvuelto.
—¿Por qué será que no acabo de creérmelo? —replicó Templer destruyendo las débiles esperanzas de Siobhan.
—No lo sé…, quizá porque le conoce hace más tiempo que yo. Pero ha sido así. Me dijo que necesitaba tomarse un descanso y yo le dije bien claro que él no participaba en la investigación del caso Marber. Él lo entendió, no entró en la casa para nada y se fue al cabo de un rato.
—¿Se marchó antes de que encontraras el cuadro?
—Antes de que encontráramos el cuadro —respondió Siobhan conteniendo la respiración.
Templer calló un instante. Siobhan vio el MG rojo salir del patio y girar hacia donde ella estaba aparcada.
—Espero por tu bien que John confirme tu versión —añadió Templer en el momento en que Siobhan encendía el contacto.
—Entendido —dijo.
Se hizo una pausa y Siobhan notó que su jefa tenía ganas de decirle algo.
—Bien, ¿algo más? —añadió melosa para tirarle de la lengua.
—¿Te ha dicho John algo sobre Tulliallan?
—Lo que era de esperar —contestó Siobhan—. ¿Ha sucedido algo? —preguntó frunciendo el entrecejo.
—No, es que… —respondió Templer en tono preocupado.
—Volverá a Saint Leonard, ¿verdad? —preguntó Siobhan.
—Eso espero, Siobhan. Sinceramente.
Templer cortó la comunicación en el momento en que el coche de Dempsey pasaba junto al suyo; Siobhan aguardó un instante para salir del hueco del aparcamiento. A aquella horade la tarde habría tráfico intenso, pero un deportivo rojo sería imposible perderlo. Volvió a pensar en las últimas palabras de Templer. Ella le había preguntado si iban a expulsar a Rebus, la respuesta de Templer le daba mala espina. Llamó a Rebus pero no contestaba. No estaba muy segura de por qué seguía a Ellen Dempsey; era por hacer algo, por no estar en la comisaría aguantando carantoñas o en casa cenando sin ganas un plato preparado.
Puso el disco compacto «Rock Action» de Mogwai. Era una música con cierto ritmo crispado que la serenaba. Tal vez podía identificarse: crispación y monotonía, con cambios imprevisibles. Igual que una investigación. Y acaso igual que ella misma.
Le sorprendió que Dempsey avanzara en dirección sur hasta la circunvalación para luego continuar a buena velocidad hacia el noroeste. Era evidente que no vivía en Edimburgo, y no tardó en comprender que tampoco vivía en la zona de la urbe contigua al Firth of Forth. Cuando alcanzaban el puente Forth miró la aguja de la gasolina. Si tenía que parar a repostar perdería a Dempsey. Aún así, el puente supuso un problema porque había caravana de coches a causa del peaje y ella se encontró en una cola distinta de la de su presa que además avanzaba mucho más despacio. Dempsey cruzaría el puente antes y se le escaparía… Pero Dempsey parecía decidida a no sobrepasar el límite de velocidad, por lo que Siobhan dedujo que le habían multado hacía poco por exceso de velocidad o acumulaba ya tantas infracciones que peligraba su carné de conducir. Siobhan avanzaba por el carril exterior sin preocuparse de los indicadores de velocidad restringida. A su derecha, un tren cruzaba el tablero ferroviario. Se había acabado el disco compacto y estaba a punto de pulsar el botón de repetición cuando vio que Dempsey ponía el intermitente para tomar el primer desvío después del puente. El carril del medio estaba lleno y no veía ningún hueco para meterse. Puso el intermitente e invadió la línea continua; el coche que avanzaba detrás hizo ráfagas pero frenó y tuvo que dejarla pasar, no sin tocar el claxon y repetir las ráfagas.
—Ya sé, ya sé —refunfuñó Siobhan.
Tres coches la separaban del MG rojo y uno de ellos iba a tomar también el desvío de North Queensferry, un pintoresco lugar a orillas del Forth con el telón de fondo del puente del ferrocarril. Dempsey puso el intermitente para girar y subir por una pendiente estrecha con espacio escaso para un coche, pero Siobhan pasó de largo, paró en el arcén, dejó pasar unos coches y después hizo marcha atrás. El coche de Dempsey, ya en lo alto de la cuesta, rebasó el cambio de rasante. Siobhan la siguió y unos cien metros después el MG entraba en un camino particular. Siobhan esperó un momento y luego pasó de largo. No veía bien la casa porque había un seto, pero tampoco Dempsey podía verla a ella. Era un chalé casi en el extremo este del pueblo y por su situación en lo alto del montículo tenía vistas sobre la calle principal y aledaños. Siobhan se imaginó que desde el jardín trasero tendría unas vistas espectaculares, despejadas.
Por otra parte, era una vivienda aislada en el anodino North Queensferry. Por la ventanilla abierta oyó que otro tren cruzaba el puente. Iría a Fife, Dundee y más lejos. Fife separaba Edimburgo de Dundee, y se preguntó si sería el motivo por el que Dempsey había elegido vivir allí, en un lugar equidistante entre ambas ciudades. Tenía su lógica. Por consiguiente, Dempsey no estaba allí de visita sino en su casa.
Por otra parte, tenía también la impresión de que Dempsey vivía sola. No se veían más coches fuera de la casa y no había garaje. ¿No había dicho Ellen Dempsey que tenía otros MG en el garaje? Bueno, sería en otro garaje, suponiendo que existieran los coches. ¿Por qué habría mentido? Para impresionarla, para subrayar que el nombre de la empresa tenía relación con su pasión por los coches deportivos de esa marca… Podía ser por diversas razones. La gente mentía por sistema a la policía.
Cuando tenían algo que ocultar, cuando hablaban por hablar, porque mientras parloteaban no les hacían preguntas inoportunas. Pero Dempsey le había parecido muy segura de sí misma, serena y centrada; aunque todo podría haber sido simple fachada.
¿Qué podría ocultar aquella mujer que vivía aislada del mundo? Conducía un coche que llamaba la atención por su acabado resplandeciente, por su potencia. Pero estaba la otra faceta de esa mujer que iba al volante: la mujer que se vestía impecablemente para pasarse el día sola en una oficina con escaso contacto con la gente. Sus empleados la trataban de «señora» porque ella les hacía guardar las distancias para que no pensaran que era soltera. Y al acabar el trabajo regresaba a aquella casa, un remanso de paz protegido por tapias y un seto.
Había una faceta de su persona que Ellen Dempsey ocultaba a los ojos de los demás. Siobhan ignoraba cuál. ¿Encontraría en Dundee alguna explicación? Dempsey tenía «amigos», gente con la que ni siquiera Cafferty quería complicaciones. ¿Era la mujer de paja de delincuentes de Dundee? ¿De dónde había sacado el dinero para iniciar su negocio? Una flota de coches no es precisamente barata, y era un buen salto pasar de «un par de taxis en Dundee» a la empresa que dirigía ahora en Lochend. Una mujer con un pasado, una mujer capaz de detectar a un policía de paisano y que empleaba a exdelincuentes…
Ellen Dempsey tenía algo más que un pasado, pensó Siobhan. La explicación más sencilla era que tuviera antecedentes. ¿Qué le había dicho Eric Bain? «Redúcelo a binario», en el sentido de simplificar el razonamiento. Sí, quizás ella complicaba demasiado las cosas. Tal vez el caso Marber era más sencillo de lo que parecía.
«Redúcelo a binario, Siobhan», se dijo antes de arrancar en dirección al puente.
Cuando Rebus cogió el coche para ir a casa eran casi las siete y media. Tenía dos mensajes en el móvil: Gill y Siobhan. Y en aquel momento volvió a sonar.
—Gill, estaba a punto de llamarte —dijo mientras aguardaba cola ante un semáforo.
—John, ¿has visto el periódico? —Rebus se imaginó lo que iba a decirle—. Apareces en la primera página.
Zas.
—¿En una foto? —replicó él en tono inocente—. Espero que sea mi lado bueno.
—No sabía que tenías un lado bueno.
La primera en la frente, pensó, pero no replicó.
—Escucha —dijo él—, toda la culpa ha sido mía. Quería pasar una hora fuera de la comisaría y vi que en ese momento subían todos a los coches y me empeñé en ir. Así que la culpa es mía.
—Ya he hablado con Siobhan.
—Ella me dijo que me largara y es lo que hice. —Que es casi exactamente lo que me ha dicho ella, sólo que según Siobhan fuiste tú quien decidió hacerlo voluntariamente.
—Lo dice por exculparme, Gill. Ya sabes cómo es ella.
—John, tú no tienes que intervenir en el caso Marber; lo sabes muy bien.
—Pero también soy el policía que no cumple órdenes. ¿Es que quieres que estropee mi cobertura en Tulliallan?
Templer lanzó un suspiro.
—¿No ha habido suerte por ahora?
—Se vislumbra un rayo de luz al fondo del túnel —contestó Rebus. Cambió el semáforo y cruzó Melville Drive—. El problema es que no estoy seguro de que quiera llegar a él.
—¿Hay peligro?
—Lo sabré cuando me acerque.
—Ten cuidado, por Dios.
—Me conmueve que te preocupes.
—John…
—Ya te llamaré, Gill.
No se molestó en hablar con Siobhan: ahora sabía por qué le había llamado.
Gray, McCullough y Allan Ward estarían esperándole según lo convenido, pero él ya tenía preparado un cuento. No quería que asaltaran el almacén; no porque tuviera sus dudas sobre si saldría bien, sino porque era un error total. Ahora ya podía hablar con Strathern y decirle que tenía a los tres a punto de caer en la trampa, pero dudaba de que Strathern se contentara con eso, porque no era algo definitivo que solucionara la incógnita, ya que el trío podría alegar que únicamente le habían secundado a él.
Aparcó al final de Arden Street; el trío había aparcado frente a su casa y le hicieron ráfagas para señalar su presencia. Al acercarse al coche se abrió la puerta trasera.
—Vamos a dar un paseo, John —dijo Gray desde el asiento delantero junto a McCullough, que iba al volante.
Rebus se sentó detrás junto a Allan Ward.
—¿Adónde vamos? —preguntó.
—¿Qué tal te fue en el almacén?
Rebus miró al retrovisor para ver los ojos de McCullough.
—No se puede hacer, chicos —dijo con un suspiro.
—Cuenta.
—Para empezar hay vigilancia las veinticuatro horas en la entrada, aparte de un sistema de alarma en la verja que es de hojas cortantes. Luego, el almacén en sí está perfectamente cerrado y sin duda con otra alarma. Pero además Claverhouse ha sido más listo de lo que yo creía y lo ha llenado con docenas de cajones.
—¿Y la mercancía está dentro de uno solo? —aventuró McCullough.
Rebus asintió con la cabeza, consciente de que McCullough no le quitaba ojo.
—Y no ha habido manera de sacarle en cuál —añadió.
—O sea, que hará falta un camión para cargarlos todos —terció Gray.
—Se tarda bastante en cargar un camión, Francis —comentó McCullough.
—No necesitamos un camión —dijo Ward inclinándose hacia delante—. Nos llevamos el cajón que más pese.
—Buena idea, Allan —dijo McCullough.
—De todos modos tardaríamos mucho —arguyó Rebus—. Una barbaridad.
—¿Y mientras llegan a toda velocidad las fuerzas de la ley y el orden? —inquirió McCullough.
Rebus vio que no lograba disuadirlos. Toda una serie de pensamientos se agolpaba en su mente: «No tienen el dinero de Bernie Johns, suponiendo que tal dinero exista. Lo único que tienen es esa fantasía que yo les propongo y que quieren hacer realidad. Una fantasía de la que yo soy el cerebro…». Inconscientemente comenzó a negar con la cabeza, pero McCullough lo advirtió.
—¿Tú no ves posibilidades, John? —preguntó este.
—Es que hay otro problema —contestó Rebus improvisando—. Van a trasladar la droga este fin de semana. A Claverhouse le inquieta que Cafferty quiera robarla.
—Mañana es viernes —comentó innecesariamente Ward.
—Es poco tiempo para conseguir un camión —gruñó Gray desabrochándose el cinturón de seguridad para volverse de cara a Rebus—. Nos propones tu puto plan ¿y ahora nos sales con estas?
—No es culpa de él —dijo McCullough.
—¿De quién, entonces? —replicó Ward.
—Era una buena idea, pero no ha podido ser —añadió McCullough.
—Era una idea mal concebida que habríamos debido desechar desde un principio —refunfuñó Gray sin dejar de mirar enfurecido a Rebus, quien desvió la vista hacia la calle.
—¿Adónde vamos?
—Volvemos a Tulliallan —dijo Ward—. Órdenes de Tennant; se acabaron las vacaciones.
—Para un momento. Yo voy sin nada.
—¿Y qué?
—Tengo que recoger efectos personales que me hacen falta.
McCullough puso el intermitente y se arrimó a la acera. Estaban cerca de Haymarket.
—John, ¿te parece bien que te deje aquí? —dijo.
—Bueno, a falta de otra cosa… —contestó Rebus abriendo la puerta al tiempo que Gray le agarraba del brazo apretando con fuerza.
—Nos has decepcionado mucho, John.
—Francis, en mi opinión, esto lo hacíamos en equipo —le replicó Rebus zafándose del apretón—. Si quieres entrar en ese almacén, me parece muy bien. Pero te cogerán y acabarás en la cárcel. —Hizo una pausa—. Tal vez se presente otro plan.
—Sí, claro —comentó Gray—. Ya te llamaremos si acaso —añadió inclinándose para cerrar la puerta de atrás al tiempo que el coche arrancaba dejándole en medio de la calle.
Se acabó. Lo había estropeado y no podría volver a convencerlos ni averiguaría la verdad sobre Bernie Johns. Y lo que es peor a lo mejor era a él a quien querían cargarse.
—Mierda —masculló pensando en que no debía haber accedido al encargo de Strathern.
Él no pretendía que el trío aceptase su plan; era una simple argucia para ver si se sinceraban con él y le contaban algo, pero ahora cerraban filas y quedaba excluido de su compañía. Faltaba una semana para acabar el cursillo. Podía dejarlo o terminarlo. Tenía que pensarlo. Si abandonaba era como una confirmación a las sospechas que aquellos tres pudieran tener. Se dio la vuelta y vio que estaba frente a un pub. ¿Qué mejor manera de reflexionar que saboreando una cerveza y un whisky doble? Con un poco de suerte, a lo mejor servían comida. Después pediría un taxi para volver a casa. Y fuera problemas.
«Brindo por eso», dijo para sus adentros empujando la puerta.