22

A las cuatro y diez de la tarde, Malcolm Neilson fue detenido como sospechoso del homicidio de Edward Marber. Grant Hood, que había asumido las funciones de las relaciones públicas con la prensa, estaba en su salsa. Dos asesinatos, dos sospechosos detenidos y ambos inculpados. Los periódicos y la televisión ansiaban conocer detalles, y para ello, a quien tenían que camelarse era a él. Hood sabía las preguntas que le harían y ahora iba de mesa en mesa por el departamento preparando las respuestas; había ido a casa a cambiarse y llevaba un traje gris oscuro hecho a medida en Ede y Ravenscroft, al que había acortado un poco las mangas para que asomaran los puños de la camisa y se vieran los gemelos de oro.

Él decía que había que tener aspecto profesional ante las cámaras, pero había quien pensaba otra cosa.

—¿Es maricón o qué? —preguntó Allan Ward a Rebus.

—No te preocupes, Allan, que no eres su tipo —contestó Rebus.

Estaban en el aparcamiento haciendo un descanso para fumar un cigarrillo. El equipo del cuarto número 2 continuaba dándole vueltas a la declaración de Diamond, y las opiniones iban desde «vale menos que el papel en que está escrita» hasta «el asesino es Chib Kelly».

—¿Tú qué crees del sospechoso? —preguntó Ward a Rebus.

—Yo opino como Tennant. Nuestro trabajo consiste en recopilar pruebas. Son otros quienes deciden si son o no un montón de mentiras.

—No me gusta que te pongas del lado del Media Pinta —comentó Ward.

Otra vez el mote. Rebus pensó si también los otros lo sabían.

—Oye, Allan…, ¿te han hablado ya Jazz y Francis?

—¿De qué?

—Ya veo que no —dijo Rebus con cierta conmiseración por la cara de perplejidad que ponía—. De un pequeño plan que tenemos y en el que a lo mejor puedes participar.

—¿Qué plan?

—¿Qué te parecería —preguntó Rebus dándose un golpecito en la nariz— una buena pasta?

—Según de quién sea la pasta.

Rebus asintió sin añadir palabra. Ward iba a preguntar más cuando se abrió la puerta y un grupo de uniformados fue hacia los coches seguidos de Hynds, Hawes y Siobhan. Hawes miró hacia Ward, pero él fijó la vista en el cigarrillo y la sonrisa que ella preparaba se desvaneció: Ward no le hizo caso.

—¿Vais de excursión? —preguntó Rebus a Siobhan.

—Acabamos de recibir la orden judicial de registro.

—¿Hay sitio para uno más?

Ella le miró.

—Tú ahora no…

—Vamos, Siobhan, no me vengas con ese rollo.

—¿A qué se debe tanto interés?

—¿Qué interés? Lo único que quiero es cambiar un rato de aires. ¿Se lo dices tú a los otros? —preguntó volviéndose hacia Ward.

Este asintió sin mucho entusiasmo. Se quedaba con las ganas de hacerle unas preguntas a Rebus.

—Habla con Jazz y Francis —añadió Rebus, apagando el cigarrillo y dirigiéndose al coche de Siobhan, quien ya había dicho algo a Phyllida Hawes para que dejara libre el asiento delantero y se acomodara en el de atrás con Hynds.

—Hola, Phyl —dijo Rebus sentándose delante—. Bien, ¿adónde vamos?

—A Inveresk, a casa de Malcolm Neilson.

—¿No vive en Stockbridge?

—Ahí tiene el estudio —contestó Hynds inclinándose hacia delante—; es algo relacionado con la calidad de la luz…

Rebus no hizo caso de la observación.

—Entonces, ¿vamos primero a Inveresk y luego a Stockbridge? —preguntó.

Siobhan negó con la cabeza.

—Allí van Linford y Silvers con otro grupo.

—¿Mientras Neilson se pudre en los calabozos?

—Queda en manos de Gill Templer y Bill Pryde.

—Esos dos no han hecho un interrogatorio decente desde hace años.

—Pero no se les ha escapado ningún detenido —añadió Phyllida Hawes, y Rebus le devolvió la sonrisa por el retrovisor.

—¿Qué es lo que esperamos encontrar exactamente? —preguntó a Siobhan.

—Dios sabe —respondió ella entre dientes.

—A lo mejor llevaba algún tipo de diario —aventuró Hynds.

—¿Titulado Por qué soy un criminal despiadado? —añadió Hawes.

—Inveresk está muy bien —comentó Rebus—. Ese pintor debe de tener un dineral.

—Tiene otra casa en Francia —añadió Hawes—. Pero esa no tendremos la suerte de ir a registrarla.

Siobhan se volvió hacia Rebus.

—Lo harán los gendarmes en cuanto encontremos a alguien que sepa francés para hacer la petición.

—Pues irá para largo. A lo mejor es allí donde está el diario —añadió Rebus mirando por el retrovisor hacia atrás.

Pourquoi je suis un tueur avec le sang froid? —preguntó Hynds provocando en el coche un silencio que rompió Siobhan.

—¿Por qué no has dicho que hablas francés?

—Nadie me lo preguntó. Además, no quería perderme este registro.

—En cuanto volvamos —dijo Siobhan muy seria— se lo dices al inspector jefe Pryde.

—No sé si sabré redactar algo tan específico como…

—Te compraremos un diccionario —cortó Siobhan.

—Si yo puedo ayudarte… —dijo Rebus.

—¿Tú sabes bien francés?

—¿Qué os parece nul points?

En el asiento de atrás sonó una carcajada y Siobhan, muy seria, asió con mayor fuerza que nunca el volante como si en aquel momento fuese lo único que controlara en su vida.

Cruzaron los suburbios más conflictivos de Edimburgo —Craigmillar y Niddrie— en dirección a Musselburgh, la autoproclamada Honest Toun. Hynds preguntó cómo había obtenido ese título pero nadie lo sabía. Inveresk era una zona residencial para ricos en las afueras, que comenzaban a invadir nuevas construcciones. La mayor parte de las casas eran viejas, grandes y separadas entre sí, resguardadas por altas tapias o situadas al final de largos y sinuosos caminos de entrada. Era el lugar en que políticos y famosos de la televisión se resguardaban de las miradas del público.

—No había estado nunca aquí —dijo Hynds mirando por la ventanilla.

—Yo tampoco —añadió Hawes.

Inveresk no era muy grande y pronto dieron con la casa de Neilson. En la entrada había ya dos coches patrulla porque la comisaría local tenía aviso de su llegada, y no faltaban los medios de comunicación para hacer fotos de lo que pudieran encontrar. No era una casa muy grande. A Siobhan le pareció más bien una casita, aunque sumamente bonita. El pequeño jardín delantero, cubierto en su mayor parte de rosales, estaba bien cuidado. Era una construcción de un solo piso; sin embargo, del tejado sobresalían unas ventanas de la buhardilla. Siobhan tenía las llaves que le entregó Neilson al amenazarle con forzar la puerta si no se las daba. A Hynds le ordenó que cogiera del maletero el rollo de bolsas de basura para guardar objetos.

Hawes era la encargada de la caja de bolsas de plástico transparente y las etiquetas para los hallazgos útiles. Procedieron a ponerse los guantes mientras en la acera de enfrente los fotógrafos disparaban sus cámaras y zumbaban los motores de las cámaras de televisión.

Rebus se quedó rezagado. Allí la protagonista era Siobhan, quien, para que quedara claro, reunió al grupo en corrillo y les recordó sus obligaciones. Rebus encendió un cigarrillo y ella se volvió hacia él al oír el clic del encendedor.

—No fumes dentro de la casa —le recordó.

Él asintió con la cabeza.

Claro, si caía ceniza en la alfombra podía contaminarse la investigación. Mejor fumar fuera. Al fin y al cabo, él no había ido a ayudarlos sino simplemente para estar algún tiempo lejos de Gray y los demás y poder pensar. Siobhan metió la llave en la cerradura, abrió la puerta y entraron todos. Rebus atisbó un pasillo sin nada de particular. Por la actitud de Siobhan durante el viaje en coche, estaba seguro de que ella pensaba que iban a perder el tiempo, lo que quería decir que distaba mucho de estar convencida de que el pintor fuese el asesino. Cumplía con su obligación de registrar la casa del sospechoso, porque nunca se sabe.

Como casi todos los policías habían entrado en la casa, los reporteros, a falta de otra cosa, enfocaron al único que estaba fuera fumando. Con toda seguridad, Gill Templer iba a llevarse una alegría si veía aquella foto en el periódico; les dio la espalda y rodeó la casa; en la parte trasera había un jardín alargado y estrecho con un cenador en un extremo y un cobertizo en el otro. Era una simple franja de césped bordeada de losas y parterres con flores poco cuidadas, quizás intencionadamente; un jardín silvestre desordenado y distinto del delantero. Rebus no entendía nada de jardinería ni sabía detalles sobre Malcolm Neilson para sacar conclusiones. Se acercó al cenador, que parecía bastante nuevo a juzgar por los listones barnizados y sus puertas acristaladas con marcos de madera; estaban cerradas pero no con llave. Las abrió y vio en el interior, amontonadas junto a una pared, unas tumbonas en espera de mejor tiempo y un sillón de madera bastante sólido y con reposabrazos anchos, en uno de los cuales habían labrado un hueco para acomodar una taza o un vaso. Un buen detalle, pensó Rebus sentándose en él. Desde allí podía ver la casa y se imaginó al pintor, bien acomodado, a solas con una copa en la mano, viendo tal vez caer la lluvia.

—Vaya suerte —musitó.

Tras las ventanas veía sombras moviéndose arriba y abajo. Estarían registrando por parejas las habitaciones, tal como había ordenado Siobhan. ¿Qué buscarían exactamente? Algo fuera de contexto que pudiera ser acusador; algo que les sirviera de indicio. Les deseó suerte. Ahora comprendía que lo que él necesitaba era un rincón como aquel. Se sentía en la gloria. Aunque no creía que un cenador en el jardín trasero de la casa en que él vivía resultara lo mismo. Antes de vender el piso buscaría fuera de Edimburgo una casita para comprarla, una casita en un sitio bien comunicado pero donde también hallara un poco de paz. El problema era que uno se harta de las cosas buenas. En Edimburgo había tiendas abiertas las veinticuatro horas, miles de bares a un paso de casa y el rumor constante de la vida en la calle, mientras que, en un lugar como Inveresk, mucho se temía que el silencio le abrumase y le hiciera encerrarse más en sí mismo, echando por tierra su propósito. No, realmente no le gustaría vivir allí.

—No hay nada como la casa de uno —dijo levantándose del sillón.

Allí no iba a encontrar soluciones. Sus problemas eran internos y no iba a solucionarlos un cambio de paisaje. Pensó en Dickie Diamond; esperaba que anduviera ya escabulléndose sin problemas. En Edimburgo había dado como dirección la casa de su hermana en Newhaven y como domicilio fijo la de un rascacielos en Gateshead; se había cursado un mensaje a la policía del sur pidiendo que verificaran su declaración de que no trabajaba, pero no estaba inscrito como desempleado, no tenía cuenta en un banco, ni llevaba encima el carné de conducir; el coche no lo había mencionado y Rebus tampoco. Con aquel dato habrían podido averiguar sus señas por la matrícula, porque Rebus sabía que la dirección de Gateshead sería falsa o antigua. La del coche podía ser auténtica. Cogió el móvil y llamó a la sala de comunicaciones de Saint Leonard para preguntar si podían comprobar si el Ford localizado aún seguía abandonado en la Ciudad Nueva.

En Comunicaciones ya tenían la información. «Lo han retirado esta mañana», le dijeron. Por consiguiente, estaría en el depósito de Tráfico con una buena multa. Dudaba mucho que Diamond fuese a recogerlo, pues aquel coche valdría menos que las cargas que tenía.

—Sí que retiran pronto la chatarra en la Ciudad Nueva —comentó Rebus.

—Es que lo habían dejado delante de la casa de un juez en su espacio de aparcamiento.

—¿Tienen la dirección de matriculación?

El agente se la leyó: la misma que Diamond había dado en la sala de interrogatorios. Rebus cortó la comunicación y se guardó el móvil en el bolsillo. Dickie Diamond abandonaría Edimburgo en tren o en autobús, si no se las arreglaba para robar un coche.

O tal vez permaneciera escondido, y habría que volver a decirle cuatro cosas. Cuatro cosas o algo más.

¿Tendría el revólver escondido en el coche? Pensó si valdría la pena averiguarlo y decidió que no. Dickie Diamond era incapaz de disparar a nadie. Lo del revólver había sido una bravata de hombre débil y asustado. A buenas horas…

Se detuvo a encender otro cigarrillo y se acercó al cobertizo. Era una construcción mucho más antigua que el cenador, con tablones mohosos y manchados de cagadas de pájaro. Tampoco estaba cerrado y la puerta cedió. Una manguera que estaba enroscada y colgada de un clavo detrás de ella cayó de golpe al suelo. Había estanterías con objetos de bricolaje, tornillos, escuadras, tacos, bisagras y un cortacésped anticuado en el suelo, que ocupaba casi todo el espacio. Pero al lado vio algo, algo envuelto en plástico de burbujas. Volvió la vista hacia la casa. Él no llevaba guantes, pero decidió cogerlo. Era un cuadro —o al menos un marco— que pesaba más de lo que había pensado; quizá por el vidrio. Al sacarlo al césped oyó que se abría una ventana y la voz de Siobhan:

—¿Qué demonios estás haciendo?

—Baja a echar un vistazo —respondió él desenvolviéndolo.

Era el retrato de un hombre con flamante camisa blanca y las mangas subidas. Tenía el pelo negro largo y ondulado y estaba de pie junto a la repisa de una chimenea sobre la cual había un espejo que reflejaba la imagen de una mujer de lustroso pelo negro; el contorno de la mandíbula inferior resaltaba como si la iluminara el resplandor del fuego de la chimenea. Las dos figuras estaban envueltas en sombras, la mujer lucía un antifaz y tenía las manos a la espalda, tal vez atadas. Estaba firmado con letras mayúsculas: Vettriano.

—Ahí tienes el cuadro que faltaba —dijo Rebus a Siobhan, que lo examinaba inclinada.

—¿Estaba ahí dentro? —preguntó ella mirando al cobertizo.

—Casi tapado por el cortacésped.

—¿No estaba cerrada la puerta?

Rebus negó con la cabeza.

—Debió de darle miedo. Se lo llevaría a casa, pero después no quiso dejarlo allí.

—¿Pesa mucho? —preguntó Siobhan dando vueltas en torno al cuadro.

—No es liviano. ¿Por qué lo dices?

—Porque Neilson no tiene coche. Ni carné.

—Entonces, ¿cómo trajo el cuadro aquí? —Rebus sabía lo que ella estaba pensando; se levantó y vio que Siobhan asentía despacio con la cabeza—. En este momento, lo que cuenta es que has encontrado el cuadro que robaron en casa de la víctima —añadió.

—Qué casualidad, ¿no? —dijo ella mirándole.

—Vale, confieso que lo he traído yo debajo de la americana.

—No digo que lo pusieras tú ahí.

—¿Otra persona?

—Hay muchas personas que saben que Malcolm es sospechoso.

—Quizás haya huellas en el cristal. ¿Te contentarías con eso, Siobhan? ¿O, si no, qué tal un martillo ensangrentado? Puede que haya uno oculto en el cobertizo… Por cierto, lo que te dije antes es en serio.

—¿Qué?

—Que has sido tú quien ha encontrado el cuadro. Yo ni siquiera estoy aquí, ¿recuerdas? Si vas diciéndole a Gill Templer que fue John Rebus quien descubrió la prueba crucial, figúrate el broncazo que nos echa. Ordena a un uniformado que me lleve a Edimburgo y luego le comunicas a Gill lo que has encontrado.

Siobhan asintió, consciente de que tenía razón, pero maldiciéndose por haber consentido en que los acompañara.

—Ah, Siobhan —añadió él dándole una palmadita en el brazo—, enhorabuena. Van a empezar a pensar que haces milagros.

De entrada, al confrontarle con la prueba del cuadro robado, Malcolm Neilson guardó silencio, luego se desdijo y alegó que era un regalo de Marber, para añadir a continuación que él ni había visto el cuadro ni lo había tocado. Le tomaron las huellas dactilares y enviaron el cuadro al laboratorio de la policía en Howdenhall, para detectar posibles huellas antes de someterlo a pruebas más enigmáticas.

—Siento curiosidad, señor Neilson —dijo Bill Pryde—, ¿por qué ese cuadro en concreto habiendo otros mucho más valiosos para robar?

—¡Le digo que yo no lo robé!

William Allison, el abogado de Neilson, tomaba cumplidamente notas al lado de su cliente.

—Inspector jefe Pryde, ¿dice que lo encontraron en el cobertizo del jardín de Malcolm Neilson? ¿Quiere decirme si había algún tipo de cerradura en la puerta?

En la comisaría se había corrido la voz del éxito del registro en Inveresk y las voces impulsaron al grupo salvaje a salir de su guarida y acudir a Homicidios.

—¿Así que habéis descubierto algo? —preguntó Francis Gray a Linford dándole una palmadita en la espalda.

—Yo no —replicó Linford—. Estaba muy ocupado rebuscando entre montones de porquería en su estudio, en la otra punta de la ciudad.

—Bueno, pero se ha encontrado algo, ¿no?

La mirada que le dirigió Linford parecía negarlo. Gray contuvo la risa y se alejó.

Corría ya el rumor de que habían aparecido huellas en el cuadro: huellas de Edward Marber.

—Al menos sabemos que es el cuadro que buscábamos —dijo un policía encogiéndose de hombros.

Y era cierto, aunque no tanto como para satisfacer a Siobhan. Ella, intrigada por el asunto del óleo, se preguntaba si a ojos de Marber la mujer del antifaz representaba a Laura Stafford. No había ningún parecido físico, pero en cualquier caso… ¿Encarnaba Marber el papel del hombre? ¿El mirón o quizás el dueño que piensa en la mercancía?

Aquel óleo debía de tener algún significado y sin duda existía un motivo para que se lo hubieran llevado de casa de Marber. Recordó que entre los efectos del galerista había aparecido el precio de venta, que cinco años antes era de 8.500 libras. En la actualidad, según Cynthia Bessant, podía valer cuatro y cinco veces más. Era una inversión nada desdeñable, pero aun así sin comparación con el precio de otros cuadros del galerista.

«El cuadro significaba algo para alguien, algo más que el mero valor monetario».

«¿Qué podría haber significado para Malcolm Neilson? ¿Celos quizá de un pintor de mayor éxito que él?».

Sintió otra palmadita en la espalda.

—Buen trabajo; enhorabuena.

Había eludido una llamada telefónica del ayudante del jefe, Colin Carswell, porque sabía que querría compartir con ella el éxito y no quería hablar con él. Aunque no es que buscara exclusivamente para ella el éxito; ni mucho menos. Al contrario, porque en su opinión el hallazgo carecía de mérito y podía, sin embargo, ser causa de la condena de un inocente.

Se le acercó uno de los de Tulliallan: Jazz McCullough.

—¿Qué sucede? —preguntó—. ¿No te sumas al jolgorio? Para mí, que el caso ya está resuelto.

—Será por eso o por lo que te envían a la academia para entrenarte. —En cuanto lo dijo, vio que a McCullough le cambiaba la mirada—. Dios, perdona, no quería decir eso.

—Es evidente que te he pillado en un mal momento. Sólo quise darte la enhorabuena.

—Que aceptaré complacida cuando sea factible una acusación en toda regla —replicó Siobhan dándole la espalda y alejándose consciente de que él la seguía con la mirada hasta la puerta.

También Rebus la vio salir en el momento en que preguntaba a Tam Barclay si también él tenía un mote para el inspector jefe Tennant.

—Se me ocurren varios —contestó Barclay.

Rebus asintió. Había hablado con Stu Sutherland y sabía perfectamente que Media Pinta era el apodo que utilizaban sólo Gray, McCullough y Allan Ward. Vio que McCullough le hacía una seña y dejó de hablar con Barclay para seguirle por el pasillo que llevaba a los servicios. Al entrar se encontró a McCullough frente a los lavabos con las manos en los bolsillos.

—¿Qué quieres? —dijo Rebus.

Se abrió otra vez la puerta, entró Francis Gray, los saludó con una inclinación de cabeza y miró si había alguien en los cubículos.

—¿Cuándo vas a hacer una exploración del almacén? —preguntó McCullough en voz baja—. Porque si existen posibilidades de que trasladen la mercancía más vale que te muevas —añadió con una voz fría y calculadora que hizo que la simpatía que Rebus sentía por él se desvaneciera.

—No sé —dijo—. Podría ir mañana.

—¿Por qué no hoy? —añadió Gray.

—Hoy casi no da tiempo —replicó Rebus mirando despacio el reloj.

—Sí que hay tiempo si vas ahora mismo —dijo McCullough—. Nosotros buscaremos una excusa para justificar tu ausencia.

—No es nada raro que te escaquees —añadió Gray—. Por cierto, es curioso que volvieras a la comisaría antes de que encontraran el cuadro.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Hablemos de lo nuestro —terció McCullough—. Si os parece lo llamaremos el cuadro grande.

Gray sonrió.

—Necesitamos información en seguida para trabajar sobre datos concretos —prosiguió McCullough.

—¿Y Allan? —preguntó Rebus—. ¿Participa o no?

—Participa —contestó Gray—. Pero no le gustó que le dejases in albis.

—¿Ya está al corriente de qué se trata?

—Allan, cuanto menos sepa, mejor —dijo Gray.

—No acabo de entenderlo —replicó Rebus tratando de sonsacarle.

—Allan hace lo que se le dice —añadió McCullough.

—¿Habéis hecho vosotros tres algo así antes? —añadió Rebus en tono inocente.

—Eso es información restringida —replicó Gray.

—Necesito saberlo.

—¿Por qué? —inquirió McCullough.

—A veces es peligroso saber algo —añadió Gray rompiendo el silencio que siguió—. ¿Y tus amigos de Estupefacientes? ¿Vas a hacerles una visita o no?

—Qué remedio —contestó Rebus intentando parecer malhumorado, consciente de que McCullough no le quitaba ojo.

—El asunto sigue siendo cosa tuya, John —dijo McCullough despacio—. Lo único que decimos es que no puede retrasarse eternamente.

—Lo sé —dijo Rebus—. Bien, de acuerdo. Iré a verlos. Tenemos que hablar del reparto —añadió pensativo.

—¿Del reparto? —gruñó Gray.

—La idea fue mía —dijo Rebus— y hasta ahora yo soy el único que va a hacer algo.

El aire de perfecta calma por parte de McCullough resultaba casi amenazador.

—Tú te llevarás tu buena parte, John —dijo—. No tengas tanta prisa.

Gray pareció dispuesto a discutir, pero no dijo nada. Cuando Rebus iba a salir, McCullough posó suavemente la mano en su brazo.

—Pero no te aproveches —dijo—. Recuerda que fuiste tú quien lo propuso y que lo hacemos porque nos lo pediste.

Rebus asintió y salió rápidamente. En el pasillo sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho y que las pulsaciones se aceleraban en las sienes. No confiaban en él, pero estaban dispuestos a seguirle.

«¿Por qué? ¿Estaban tendiéndole una trampa? ¿En qué momento tendría que hablar con Strathern?». Su mente le aconsejaba «ahora» y, aunque visceralmente sentía otra cosa, decidió acercarse a la Casa Grande.

Eran las seis pasadas y casi esperaba que en Estupefacientes no hubiera nadie en las oficinas, pero vio a Ormiston inclinado sobre un ordenador cuyas teclas resultaban demasiado pequeñas para sus manazas. Al entrar Rebus en el despacho soltó un improperio y tecleó «borrar».

—Hola, Ormie —dijo, intentando que sonase natural y despreocupado—. ¿Te tienen haciendo horas extra?

El grandullón lanzó un gruñido sin apartar la vista de la pantalla.

—¿Está Claverhouse? —añadió Rebus apoyándose en una mesa.

—Ha ido al almacén.

—¿Ah, sí? ¿Sigue allí la droga? —preguntó cogiendo un chicle de la mesa, desenvolviéndolo y metiéndoselo en la boca.

—¿A ti qué te importa?

Rebus se encogió de hombros.

—Estaba pensando si queríais que hiciera otro sondeo con El Comadreja.

Ormiston le miró furioso y continuó trabajando.

—Está bien —añadió Rebus. La mirada de Ormiston significaba que habían decidido prescindir de la maniobra a través de El Comadreja—. Seguro que a Claverhouse le encantará saber a qué vino a verme la otra noche El Comadreja.

—Tal vez.

Rebus comenzó a pasear por el cuarto.

—¿A ti te gustaría saberlo, Ormie? ¿Te lo digo a ti antes que a él?

—Mira cómo me emociono.

—No es que fuera gran cosa…

Pero Ormiston no estaba dispuesto a morder el anzuelo y Rebus decidió cambiar de cebo.

—Era algo sobre el almacén y Cafferty —añadió.

Ormiston dejó de teclear, pero no apartó los ojos de la pantalla.

—Figúrate que El Comadreja —insistió Rebus— dice que Cafferty puede estar planeando un robo en el almacén.

—Ya sabemos que él está al corriente.

—Bueno, eso es lo que se rumorea.

Ormiston volvió la cabeza pero no le sirvió de nada porque Rebus se había situado detrás de él y se vio obligado a girar la silla ciento ochenta grados.

—Mientras que yo —prosiguió Rebus— lo sé de buena tinta, por decirlo de algún modo.

—¿Seguro que es de buena tinta?

Rebus se encogió de hombros.

—Eso tenéis que decidirlo tú y tu «compadre».

Ormiston cruzó los brazos.

—¿Y por qué demonios iba El Comadreja a confiártelo precisamente a ti?

—Por eso quería hablar con Claverhouse —contestó Rebus con una pausa—. Es que quiero disculparme.

Ormiston arqueó despacio las cejas, abrió los brazos y cogió el teléfono.

—Voy a ver —dijo.

—¿Vais a trasladarla? —aventuró Rebus. Estaba en el almacén. Habían quitado la carrocería del camión y la mitad del local se hallaba ocupado por cajones nuevos, cerrados y apilados—. Entonces ¿vais a compartir la gloria con los de Aduanas?

—El reglamento es el reglamento —contestó Claverhouse mientras Rebus pasaba la palma de la mano por uno de los cajones para darle a continuación unos golpecitos con el puño—. ¿A que no sabes en qué cajón está?

—¿Cajón o cajones?

Olía a madera nueva.

—¿Esperáis que alguien la robe? —conjeturó Rebus.

—No exactamente, pero sabemos que se ha corrido la voz. Y esa es la medida de seguridad que se nos ha ocurrido para que…

—¿Para que al menos tarden un par de horas en descubrir en qué cajones está? —Rebus asintió con la cabeza admirado de la argucia de Claverhouse—. ¿Y por qué no la habéis trasladado?

—¿Y dónde iba a estar segura?

—No lo sé… En Fettes o en algún sitio así.

—¿En la Casa Grande? ¿Un edificio lleno de ventanas y sin sistema de alarma?

—Sí, tal vez tengas razón —dijo Rebus.

—De todos modos, como tú dices, no tardaremos en trasladarla en cuanto todo esté zanjado con Aduanas. —Claverhouse hizo una pausa—. Dice Ormie que querías disculparte.

Rebus asintió.

—Por lo de El Comadreja. Creo que fui demasiado blando con él. Tú me dijiste que sería como hablar de padre a padre y así lo hice, pero me olvidé de pensar como un poli. Por eso quería disculparme.

—¿Por eso fue a tu piso aquella noche?

—Vino a avisarme que Cafferty sabía lo de la droga.

—¿Y decidiste ocultarnos la información?

—Eso ya lo sabíais vosotros, ¿no?

—Sabíamos que corrían rumores.

—Bueno, en cualquier caso… —Rebus volvió a olfatear el aire y miró a su alrededor—. ¿Tenéis buena vigilancia? No vaya a ser que Cafferty os sorprenda.

—Hay vigilancia las veinticuatro horas —contestó Claverhouse—, con candados en las puertas y verjas cortantes. Eso sin contar el rompecabezas de los cajones que he ideado como remate.

Rebus miró a Ormiston.

—¿Tú sabes en qué cajón está la droga?

Ormiston le sostuvo la mirada sin parpadear.

—Es una pregunta idiota —musitó Rebus a media voz, y Claverhouse sonrió—. Quiero decirte que siento de verdad no haber podido hacerle morder el anzuelo a El Comadreja. Se lo puse demasiado fácil y lo interpretó mal pensando que era para obligarle a que me hiciese un favor.

—¿Y para pagártelo te contó lo de Cafferty? —dijo Claverhouse asintiendo con la cabeza.

—Pero ahora que ya he establecido contacto con él —prosiguió Rebus— quizá pueda aún atraerle a nuestro terreno.

—Es demasiado tarde —dijo Claverhouse—. Parece ser que El Comadreja ha desaparecido y no se le ha vuelto a ver desde la noche que estuvo en tu casa.

—¿Qué me dices?

—Debe de haberle entrado el pánico.

—Que es lo que queríamos —añadió Ormiston, pero calló ante la mirada que le dirigió su compañero.

—Hicimos correr la voz —explicó Claverhouse— de que íbamos a acusar a su hijo de todo el tinglado.

—¿Pensando que le entraría miedo y se avendría a colaborar?

Claverhouse asintió.

—Y lo que ha hecho es esfumarse —añadió Rebus, que trataba de encontrar sentido a aquello, ya que El Comadreja no había dado ningún signo de estar planeando desaparecer—. ¿Y se ha largado sin llevarse a su hijo?

Claverhouse se encogió exageradamente de hombros dándole a entender a Rebus que no se hablaba más del asunto.

—Hace falta mucha entereza para admitir sin rodeos que uno ha metido la pata —dijo cambiando de conversación—. Nunca lo hubiera esperado de ti.

A continuación le tendió la mano, que Rebus estrechó tras un instante de duda. Seguía pensando en El Comadreja y trataba de discernir si el hombre podía de algún modo malograr sus propios planes. No lo sabía. Al margen de lo que le hubiera sucedido, no podía perder tiempo en conjeturas. Tenía que centrarse y hacer acopio de energía. Lo primero era lo primero.